Ante ese temor de la reina, Felipe contrajo sus músculos de acero, hincó los pies en la nieve y el trineo se detuvo en seco, como el caballo árabe que se estremece sobre sus patas en la arena del desierto.
—Ahora descansad —dijo la reina saliendo del trineo—. En verdad no hubiera creído que la velocidad pudiese producir esa embriaguez; habéis estado a punto de volverme loca. Y con paso vacilante se apoyó en el brazo de Felipe. Un estremecimiento de estupor que corrió por el gentío le advirtió que acababa de cometer una de sus faltas contra la etiqueta; faltas imperdonables a los ojos de los celos y del servilismo.
Felipe, aturdido por ese honor, parecía más tembloroso y avergonzado que si su soberana le hubiese injuriado públicamente. Bajó los ojos, y su corazón latía como si se le quisiese romper en el pecho.
Una singular emoción, sin duda a causa de la carrera, agitaba también a la reina, porque retiró inmediatamente el brazo y tomando el de mademoiselle de Taverney le pidió asiento, trayéndole una silla de tijera.
—Perdón, monsieur de Taverney —le dijo a Felipe, y enseguida, bruscamente, agregó por lo bajo—: ¡Dios mío, qué desgracia: estar siempre rodeada de curiosos y de idiotas!
Los gentileshombres y las damas de honor se habían reunido y devoraban con los ojos a Felipe, el cual, para ocultar su rubor, se desataba los patines. Luego retrocedió para dejar sitio a los cortesanos. La reina estuvo algunos momentos pensativa, y después, levantando la cabeza, dijo:
—Creo que me voy a enfriar si me quedo quieta.
Y volvió a subir en el trineo. Felipe esperó inútilmente una orden mientras veinte gentileshombres se presentaron.
—No, mis archiduques —dijo ella—; gracias, señores.
Después, cuando los servidores se colocaron en su puesto, dijo:
—Despacio, despacio.
El trineo se alejaba suavemente, como había ordenado la reina, seguido de grupos de ávidos, de curiosos y de envidiosos.
Felipe se quedó solo, secándose el sudor. Buscaba con los ojos a Saint-Georges para consolarle de su derrota con cualquier leal cumplido, pero Saint-Georges había recibido un recado del duque de Orleáns, su protector, y había abandonado el campo de batalla.
Felipe, un poco triste, un poco cansado, casi asustado de lo que había pasado, seguía inmóvil en su sitio, siguiendo con los ojos el trineo de la reina cuando sintió que algo le rozaba el costado.
Se volvió y reconoció a su padre.
El anciano, arrugado como un hombrecillo de Hoffmann, envuelto en pieles como un samoyedo[35], había tocado a su hijo con el codo, para no sacar sus manos del manguito que le colgaba del cuello. Sus pupilas, dilatadas por el frío y la alegría, le parecieron llameantes a Felipe.
—¿No me abrazas, hijo mío?
Y pronunció estas palabras en el tono con que el padre de un atleta griego usaría para agradecer a su hijo la victoria conquistada en el circo.
—Querido padre, con todo el corazón.
Pero se podía comprender que no había ninguna armonía entre el acento de estas palabras y su significado.
—Vamos, ahora que ya me has abrazado, ve de prisa.
Y le dio un ligero empujón.
—¿Pero adónde queréis que vaya, monsieur? —preguntó Felipe.
—Allá abajo.
—¿Allá abajo?
—Sí, cerca de la reina.
—Oh, no, padre; no, gracias.
—¿Cómo no, cómo gracias? ¿Estás loco? ¿No quieres ir a reunirte con la reina?
—Es imposible; no penséis en eso, querido padre.
—¿Cómo imposible? ¿Imposible ir a reunirte con la reina, que te espera?
—¿Me espera a mí?
—Claro. La reina que te desea.
—¿Que me desea?
Y De Taverney miró fijamente al barón.
—Padre mío —dijo fríamente—, creo que os estáis olvidando de vuestro decoro.
—Es asombroso, mi palabra de honor —dijo el anciano, irguiéndose y golpeando el suelo con el pie—. Felipe, hazme el honor de decirme de dónde vienes.
—Monsieur —dijo tristemente el caballero—, tengo miedo de llegar a una conclusión.
—¿Cuál?
—Creo que os estáis burlando de mí, o bien…
—¿O bien…?
—O bien, y perdonadme, os habéis vuelto loco.
El viejo estrujó un brazo de su hijo con tanto vigor que Felipe hizo una mueca de dolor.
—Escucha, Felipe: América es un país demasiado alejado de Francia, lo sé.
—Sí, padre; muy lejos, pero no comprendo qué queréis decir; explicaos, pues, os lo ruego.
—Un país donde no hay ni rey ni reina.
—Ni vasallos.
—Muy bien, ni vasallos, monsieur filósofo. Yo no niego eso, aunque ese punto no me interesa. Me es igual. Pero lo que no me es igual, lo que me apena, lo que me humilla, es que yo también tengo miedo de llegar a una conclusión.
—¿Cuál, padre? En todo caso pienso que nuestras conclusiones no se parecen.
—La mía es que eres un necio, hijo mío, y esto no está permitido a un mozo ya experimentado como tú; mira, mira allá abajo.
—Ya lo hago, monsieur.
—La reina regresa, y esto por tercera vez; sí, monsieur, la reina vuelve por tercera vez; mira cómo aún se vuelve. Ella busca a alguien, al monsieur necio, al monsieur puritano, al monsieur de América. ¡Oh…!
Y el viejecillo mordió, no con los dientes, sino con las encías, sus guantes grises.
—Muy bien, monsieur —dijo el joven—, pero aunque fuera verdad, lo que no es probable, ¿es a mí a quien la reina busca?
—¡Oh! —exclamó el viejo, enfurecido—. Ha dicho: «Aunque fuera verdad», pero ese hombre no es de mi sangre, no es un De Taverney.
—Yo no soy de vuestra sangre —murmuró Felipe.
Después, en voz baja y mirando al cielo, dijo:
—¿Habrá que agradecérselo a Dios?
—Yo digo —exclamó el viejuco— que la reina te reclama; yo digo que la reina te busca.
—Tenéis buena vista, padre —dijo secamente Felipe.
—Veamos —repuso más dulcemente el viejecillo, procurando moderar su impaciencia—, déjame que te explique. Tú tienes tus razones, pero yo poseo la experiencia; veamos, mi buen Felipe, ¿eres o no eres un hombre?
Felipe se encogió de hombros y no respondió.
El viejo, viendo que esperaba vanamente una respuesta, fijó, más por desprecio que por necesidad, los ojos sobre su hijo, y entonces apreció la dignidad, la impenetrable reserva, la inexpugnable voluntad grabadas en el rostro de Felipe.
Reprimió su dolor y se pasó el manguito por la nariz, roja de frío, y con voz dulce, como la de Orfeo[36] hablando a las rocas de Tesalia, dijo:
—Felipe, amigo mío. Veamos, escúchame.
—Me parece, padre, que no hago otra cosa desde hace un cuarto de hora.
«Ah —pensó el viejo—, yo te voy a hacer caer desde lo alto de tu majestad, monsieur americano; tú tienes tu lado débil; pues déjame cogerte por ese lado con mis viejas garras».
Seguidamente, le preguntó:
—¿No te has apercibido de una cosa?
—¿De cuál?
—De una cosa que hace honor a tu ingenuidad.
—Explicad, monsieur.
—Es muy sencillo: llegas de América; te fuiste en el momento en que no había más que un rey sin reina, si exceptuamos a madame du Barry, una majestad poco respetable; regresas, ves a una reina y te dices «respetémosla».
—Sin duda.
—Pobre hijo mío… —dijo el viejo, y fingió ahogar en su manguito la tos y la risa.
—¿Cómo? —exclamó Felipe—. Vos me censuráis, monsieur, que respete la realeza; vos, un De Taverney-Maison-Rouge; vos, uno de los buenos gentileshombres de Francia.
—Yo no te hablo de la realeza; te hablo de la reina.
—¿Y hacéis una diferencia entre las dos cosas?
—¿Qué es la realeza, querido? Una corona; eso es algo intocable, ¡peste! ¿Qué es una reina? Una mujer. Una mujer es diferente; es algo tangible.
—Algo tangible… —dijo Felipe, enrojeciendo de cólera y de desprecio, acompañando estas palabras con un gesto tan soberbio que ninguna mujer hubiera podido verlo sin amarle y ninguna reina sin adorarle.
—Tú no crees nada de lo que te digo; pues pregunta —volvió a decir el viejecillo en voz baja y sonriendo únicamente—, pregunta a De Coigny, a De Lauzun, a De Vaudreuil.
—Silencio, silencio, padre —pidió Felipe con voz sorda—, o por estas tres blasfemias, puesto que no puedo golpearos tres veces con mi espada, me golpearé a mí mismo y sin piedad.
De Taverney dio un paso atrás, girando sobre sí mismo como lo hubiera hecho Richelieu a los treinta años.
—De verdad, que el animal es estúpido; el caballo es un asno, el águila un ganso y el gallo un capón. Buenas noches; me has divertido; me creía antepasado de Casandra y he aquí que yo soy Valeria, que soy Adonis, que soy Apolo; buenas noches[37].
Y giró sobre sus talones, pero Felipe detuvo al viejo antes de que saliese.
—Vos no habéis hablado seriamente, ¿verdad? Porque es imposible que un gentilhombre de tan buena raza como vos haya contribuido a extender esas calumnias propaladas por los enemigos, no solamente de la reina, no solamente de la mujer, sino también de la realeza.
—Y todavía duda el noble bruto —gruñó De Taverney.
—¿Me habéis hablado como hablaríais delante de Dios?
—Naturalmente.
—¿Delante de Dios, al que os acercáis más cada día?
El joven había reanudado la conversación tan desdeñosamente interrumpida por él, lo que era un éxito para el anciano, quien dijo:
—Pero me parece que soy gentilhombre, hijo mío, y que yo no miento… siempre.
Este «siempre» era casi jocoso; sin embargo, Felipe no rio.
—Entonces, señor, ¿vuestra opinión es que la reina ha tenido amantes?
—Noticia fresca.
—¿Los que me habéis nombrado?
—Y otros, que sé yo; pregunta en la ciudad y en la corte; hay que venir de América para ignorar lo que se dice.
—¿Y qué dice eso, sino que son unos viles libelistas?
—¿Es que me estáis tomando por un gacetillero?
—No, y ese es el mal, el que hombres como vos, repitiendo esas infamias y haciendo que otros les den crédito, consiguen que terminen pareciendo verdad. Querido padre, por amor de Dios, no repitáis semejantes calumnias.
—Pues las repito.
—¿Y por qué lo hacéis? —preguntó Felipe, con indignación.
—Porque —contestó el viejo, mirando maquiavélicamente a su hijo— no me he equivocado al decirte: «Felipe, la reina vuelve; Felipe, la reina busca, la reina desea; Felipe, corre, la reina te está esperando».
—Por Dios —exclamó el joven, ocultando el rostro en sus manos—, en nombre del cielo, callad, padre, o me volveréis loco.
—De verdad, Felipe, que no te comprendo. ¿Es que es un crimen amar? Eso prueba que se tiene corazón, y en los ojos de esa mujer, en su voz, en su modo de caminar, ¿no sientes su corazón? Ella ama, te lo digo yo, pero tú eres un filósofo, un puritano, un cuáquero, un hombre de América; tú no amas, pero déjala mirar, déjala volver, déjala esperar, insúltala, despréciala, Felipe, es decir, Joseph de Taverney[38].
Y tras de estas palabras, acentuadas con una ironía salvaje, el viejecillo, viendo el efecto que habían producido, se alejó como el tentador después de dar el primer consejo sobre el crimen.
Felipe continuaba solo, con el corazón oprimido y el cerebro trastornado; no pensaba que desde hacía media hora seguía clavado en el mismo sitio, que la reina había terminado su paseo, que volvía y que le miraba y que le dijo al pasar:
—¿No habéis ya descansado, monsieur de Taverney? Venid, nadie como vos para pasear a una reina. Dejad paso, señores.
Felipe avanzó hacia ella, ciego, aturdido, ebrio.
Y poniendo una mano en el respaldo del trineo, sintió como si la sangre le ardiese. La reina estaba indolentemente inclinada hacia atrás, y los dedos de Felipe habían rozado los cabellos de María Antonieta.