Capítulo VII

A la mañana siguiente, o más bien aquella misma mañana, ya que nuestro último capítulo ha tenido que cerrarse a las dos de la madrugada; en esta mañana, decíamos, Luis XVI, en un traje violeta, llegó hasta las puertas de la cámara de la reina.

Una dama del servicio entreabrió esta puerta, y reconociendo al rey, dijo:

—Sire…

—¿La reina? —preguntó Luis XVI.

—Su Majestad duerme, Sire.

El rey hizo un ademán como para alejar a la dama, pero ella no se movió.

—Vamos —dijo el rey—, ¿no os movéis? Ved que quiero pasar.

El rey, en algunos momentos, tenía tan vivos los ademanes que sus enemigos los traducían por brutales.

—La reina descansa, Sire —objetó ella tímidamente.

—Os digo que me dejéis pasar —exclamó el rey.

Diciendo estas palabras apartó a la mujer y penetró en la otra cámara. Una vez hubo llegado a la puerta de la alcoba, el rey vio a mademoiselle de Misery, primera camarera de la reina, que leía la misa en su libro de horas, y la cual se puso en pie al ver al rey.

—Sire —dijo en voz baja y con un profundo saludo—, Su Majestad no ha llamado todavía.

—¿Todavía no? —preguntó el rey con ironía.

—Sire, no son más que las seis y media, según creo, y Su Majestad nunca llama hasta las siete.

—¿Y estáis segura de que la reina se encuentra en su lecho? ¿Estáis segura de que duerme?

—Yo no diría, Sire, que Su Majestad duerme; pero estoy segura de que está en su lecho.

—¿De verdad?

—Sí, Sire.

El rey no pudo contenerse más tiempo. Se dirigió a la puerta y levantó el pestillo dorado con brusca precipitación. La cámara de la reina estaba oscura como si fuera de noche, pues los postigos y cortinas estaban cuidadosamente cerrados.

Una lamparilla sobre un velador en el ángulo más alejado del apartamento dejaba la alcoba de la reina bañada en la sombra y las grandes cortinas de seda blanca con flores de lis de oro colgaban en pliegues ondulantes sobre el lecho en desorden.

El rey se dirigió rápidamente hacia el lecho.

—¡Oh, madame de Misery! —gritó la reina—. ¡Qué ruido! Me habéis despertado.

El rey se detuvo estupefacto.

—No es madame de Misery —murmuró él.

—Ah, ¿sois vos, Sire? —preguntó María Antonieta, incorporándose.

—Buenos días, madame —articuló el rey con un tono agridulce.

—¿Qué buen viento os trae, Sire? Madame de Misery, abrid las ventanas.

Las azafatas entraron, y, según la costumbre a que las había habituado la reina, abrieron puertas y ventanas para que circulase el aire puro que María Antonieta respiraba con delicia cuando se despertaba.

—Dormís muy a gusto, madame —dijo el rey, tomando asiento cerca del lecho después de arrojar en torno una mirada investigadora.

—Sí, Sire. He leído hasta muy tarde, y si Vuestra Majestad no hubiera venido a despertarme, todavía dormiría.

—¿Cómo es, madame, que ayer no quisisteis recibirme?

—¿Recibir a quién? ¿A vuestro hermano el conde de Provenza? —dijo la reina con una presencia de espíritu que atajaba las sospechas del rey.

—Sí, a mi hermano; él quiso saludaros y se le echó.

—¿Es posible?

—Diciéndole que estabais ausente.

—¿Se le dijo eso? —preguntó fríamente la reina—. Madame de Misery.

La primera dama de cámara apareció en la puerta con una bandeja de oro con las cartas dirigidas a la reina.

—¿Su Majestad me ha llamado?

—Sí. ¿Por qué se le dijo ayer a monsieur de Provenza que yo estaba ausente del castillo?

Madame de Misery, para no pasar delante del rey, dio la vuelta y tendió la bandeja con las cartas a la reina, la cual reconoció la letra de una de las cartas.

—Responded al rey, madame de Misery —continuó la reina con la misma indolencia—. Decid a Su Majestad lo que se le contestó ayer a monsieur de Provenza cuando llegó a mi puerta. Yo no me acuerdo.

—Sire —dijo De Misery mientras la reina abría el sobre de la carta—, monseñor el conde de Provenza se presentó ayer para ofrecer sus saludos a Su Majestad y se le dijo que Su Majestad no recibía.

—¿Quién dio la orden?

—La orden la dio la reina.

—¡Ah! —murmuró el rey.

La reina había abierto la carta y leído estas dos líneas:

Vos habéis regresado ayer de París y entrado en el castillo a las ocho de la noche. Laurent os ha visto.

Después, siempre con el mismo aire negligente, la reina abrió media docena de billetes, de cartas y de peticiones que dejaba, una vez leídos, sobre el edredón.

—Y bien —dijo ella, levantando la cabeza hacia el rey.

—Gracias, madame —dijo este a la primera dama de cámara.

Madame de Misery se alejó.

—Perdón, Sire —dijo la reina—. Aclaradme un punto.

—¿Cuál?

—¿Soy o no soy libre de ver a monsieur de Provenza?

—Perfectamente libre, madame…, pero…

—Su manera de ser me fatiga. Por otro lado, es muy cierto que no me quiere. Yo tampoco le aprecio. Esperaba su molesta visita, y me acosté a las ocho para no recibirle. ¿Qué pensáis, pues, Sire?

—Nada, nada.

—Se diría que dudáis.

—Pero…

—Pero ¿qué?

—Os creía ayer en París.

—¿A qué hora?

—A la hora en que pretendéis que os acostasteis.

—Es cierto que iba a París. ¿Pero acaso no se vuelve de París?

—Todo depende de la hora a que se regrese.

—¿Queréis saber justamente a qué hora volví de París, entonces?

—Claro.

—Nada más fácil, Sire.

La reina llamó a madame de Misery, la cual apareció en el acto.

La azafata volvió a entrar.

—¿Qué hora era cuando yo volví de París ayer? —preguntó la reina.

—Alrededor de las ocho, Majestad.

—Creo —dijo el rey— que os equivocáis, madame de Misery, debéis informaros.

La azafata, rígida, impasible, se volvió hacia la puerta y llamó:

—¡Madame Duval!

—¿Madame?

—¿A qué hora Su Majestad regresó de París anoche?

—Quizá fuesen las ocho, Majestad —contestó la segunda azafata.

—Debéis engañaros, madame Duval —dijo madame de Misery.

Madame Duval se inclinó hacia la ventana de la antecámara y gritó.

—¡Laurent!

—¿Quién es ese Laurent? —preguntó el rey.

—Es el guardián de la puerta por la cual Su Majestad entró ayer —dijo De Misery.

—Laurent —gritó madame Duval—, ¿a qué hora regresó ayer Su Majestad la reina?

—Hacia las ocho —respondió el portero desde la terraza.

El rey bajó la cabeza. Los esposos quedaron solos.

Luis XVI era tímido y hacía grandes esfuerzos para disimular su timidez.

Pero la reina, en lugar de sentirse triunfante por la victoria que acababa de obtener, dijo fríamente:

—Veamos, Sire; ¿qué deseáis saber ahora?

—No, nada —dijo el rey cogiendo las manos de su mujer—. ¡Nada!

—Sin embargo…

—Perdonadme, madame. Yo no sé lo que me ha pasado por la cabeza. Ved mi alegría; es tan grande como mi arrepentimiento. Vos no me queréis menos por ello, ¿no es así? Callad; por mi fe de gentilhombre que me moriría de desesperación.

La reina retiró su mano de la del rey.

—¿Qué hacéis, madame? —interrogó Luis.

—Una reina de Francia no miente —respondió María Antonieta.

—¿Y bien? —preguntó el rey asombrado.

—Quiero deciros que no he entrado ayer a las ocho de la noche.

El rey dio un paso atrás sorprendido.

—Quiero deciros —continuó la reina con la misma sangre fría— que he entrado esta mañana a las seis.

—¡Madame!

—Y que sin el conde de Artois, que me ha ofrecido un asilo y albergado por piedad en una de sus casas, estaría en la puerta como una mendiga.

—¡Ah! Vos no habéis entrado —dijo el rey con gesto sombrío—. Entonces, ¿yo tenía razón?

—Sire, llegáis, y os pido perdón por ello, a una solución aritmética, pero no a una conclusión de hombre galante.

—¿Por qué, madame?

—Para aseguraros de si yo había entrado pronto o tarde, vos no tendríais necesidad de cerrar vuestras puertas ni de dar vuestras consignas, sino únicamente encontrarme y preguntarme: «¿A qué hora habéis vuelto, madame?».

—¡Oh! —dijo el rey.

—No hubierais tenido por qué dudar, monsieur; vuestros espías no habrían sido engañados o ganados, ni vuestras puertas forzadas o abiertas, ni vuestra aprensión combatida, ni vuestras sospechas disipadas. Yo os veo avergonzado por haber empleado la violencia con una mujer en la plenitud de sus derechos. Yo podía continuar gozando de mi victoria, pero encuentro que vuestro procedimiento es vergonzoso en un rey, desgraciado para un gentilhombre, y no quiero privarme de la satisfacción de decíroslo.

El rey se detuvo con el gesto del hombre que medita una respuesta.

—Digáis lo que digáis, monsieur —dijo la reina sacudiendo la cabeza—, no excusaréis vuestra conducta para conmigo.

—Al contrario, madame; lo haré fácilmente —respondió el rey—. ¿Es que en el castillo una sola persona, por ejemplo, suponía que no hubieseis regresado? Si cada uno sabía que habíais entrado, nadie ha podido sospechar que era por vos mi consigna ordenando el cierre de las puertas. Se hubiera atribuido a las disipaciones del conde de Artois o de cualquier otro, y comprended que no me inquieto por ello.

—¿Y después, Sire? —interrumpió la reina.

—Yo resumo y sigo: si he salvado hacia vos las apariencias, madame, tengo razón, y os digo que os habéis equivocado, vos que no las habéis guardado para conmigo, y si yo he querido simplemente daros una lección secreta, si la lección os ha aprovechado, lo que creo después de la irritación que me testimoniáis… Pues digo que tengo razón y que no me arrepiento de lo que he hecho.

La reina había escuchado la respuesta de su augusto esposo calmándose poco a poco no porque estuviese menos irritada, sino porque quería guardar todas sus fuerzas para la lucha, que, en su opinión, en lugar de haberse terminado, empezaba apenas.

—Magnífico —dijo ella—. ¿Así os excusáis de haber hecho desfallecer a la puerta de su casa, como habríais podido hacerlo con cualquier mujerzuela, a la hija de María Teresa, a vuestra mujer, madre de vuestros hijos? No. Fue a vuestro parecer una broma real, con mucha sal ática[29], en la cual la moralidad aumentaba el valor. Así, ante vuestros ojos, esto no es más que una cosa natural. O sea que es natural haber obligado a la reina de Francia a pasar la noche en la casita donde el conde de Artois recibe a las coristas de la ópera y a las mujeres galantes de vuestra corte. Eso no es nada; un rey está por encima de todas estas miserias, un rey filósofo sobre todo. Y vos sois filósofo, Sire. Notad bien que en esto monsieur de Artois ha jugado un hermoso papel. Notad que me ha rendido un señalado servicio. Notad que esta vez he podido agradecer al cielo que mi cuñado fuese un hombre disipado, puesto que su disipación ha servido de manto a mi vergüenza, ya que sus vicios han salvaguardado mi honor.

El rey enrojeció y se movió bruscamente en su asiento.

—¡Oh…! —dijo la reina con una sonrisa amarga—. Sé bien que sois un rey moral, Sire. ¿Pero habéis pensado qué resultado podría obtenerse de vuestra moral? ¿Decís que nadie ha sabido que yo no había regresado? ¡Y a vos mismo os ha costado creerlo ahora! ¿Diréis que el conde de Provenza, vuestro instigador, lo ha creído? ¿Diréis que D’Artagnan lo ha creído? ¿Diréis que mis damas, que por orden mía os han mentido esta mañana, lo han creído? ¿Diréis que Laurent, comprado por el conde de Artois y por mí, lo ha creído? Vamos, el rey tiene siempre razón, pero a veces la reina puede tener razón también. Tomamos este hábito, ¿queréis, Sire? Vos enviad espías y guardias suizos y yo compraré a vuestros suizos y a vuestros espías, y os lo prevengo: antes de un mes, porque vos me conocéis y sabéis que yo no me contendría, antes de un mes la majestad del trono y la dignidad del matrimonio, si sumamos ambas cosas juntas, una mañana, como hoy por ejemplo, veríamos lo que nos cuesta a los dos.

Era evidente que estas palabras habían causado un gran efecto en aquel a quien iban dirigidas.

—Sabéis que soy sincero y que confieso siempre mis errores. ¿Queréis probarme, madame, que tenéis razón al partir de Versalles en trineo con unos gentileshombres por toda compañía? «Loco séquito que os compromete dadas las circunstancias en que vivimos». ¿Queréis probarme que tenéis razón de desaparecer con ellos en París, como máscaras en un baile, y de no aparecer hasta la noche, escandalosamente tarde, mientras que mi lámpara se ha agotado en el trabajo y cuando todo el mundo duerme? Habéis hablado de la dignidad del matrimonio, de la majestad del trono y de vuestra calidad de madre. ¿Es de una esposa, es de una reina, es de una madre lo que acabáis de hacer?

—Os voy a responder en dos palabras, monsieur, y os diré ante todo que os responderé todavía más desdeñosamente que lo he hecho hasta ahora, porque me parece que ciertas partes de vuestra acusación no merecen más que mi desprecio. Yo he abandonado Versalles en trineo para llegar más rápido a París; yo he salido con mademoiselle de Taverney, la cual, a Dios gracias, posee una de las reputaciones más puras de la corte, y he ido a París a verificar por mí misma que el rey de Francia, este padre de la gran familia, este rey filósofo, este sostén moral de todas las conciencias, el que ha alimentado a los pobres extranjeros, calentado a los mendigos y merecido el amor del pueblo por su beneficencia; he querido verificar, digo, que el rey dejaba morir de hambre, hundirse en el olvido, expuesta a todos los ataques del vicio y de la miseria, a alguien de su familia, un descendiente de uno de los reyes que han gobernado a Francia.

—¡Yo! —exclamó el rey sorprendido.

—He subido —continuó la reina— a una especie de buhardilla y he visto sin fuego, sin luz y sin dinero a la nieta de un gran príncipe; yo he dado cien luises a esta víctima del olvido, de la negligencia real. Y como se me hizo tarde reflexionando en la nada de nuestras grandezas, porque yo también a veces soy filósofo; como la helada era tan fuerte y por la helada los caballos caminaban mal, y sobre todo los caballos del coche de alquiler…

—¡Los caballos del coche de alquiler! —gritó el rey—. ¿Vos habéis vuelto en coche de alquiler?

—Sí, Sire; en el número 107.

—¡Oh! —murmuró el rey balanceando su pierna derecha montada sobre la izquierda, lo que en él era síntoma de impaciencia—. En coche de alquiler…

—Sí, y con la suerte de haber encontrado siquiera ese coche —repuso la reina.

Madame —interrumpió el rey—, vos habéis obrado bien, tenéis siempre nobles inspiraciones, tomadas quizá a la ligera, pero la falta está en esa impetuosa generosidad que os distingue.

—Gracias, Sire —respondió la reina con ironía.

—Pensad —continuó el rey— que yo no he sospechado nada que no fuera completamente recto y honesto; la marcha sola y la aventurada ida de la reina a París me ha desagradado; habéis hecho el bien como siempre, pero haciendo el bien a los demás habéis encontrado el medio de haceros mal a vos. He aquí lo que yo os reprocho. Ahora he de reparar algún olvido, he de velar por la suerte de unos descendientes de reyes. Estoy pronto a ello: denunciadme esos infortunios, y mis favores no se harán esperar.

—El nombre de Valois, Sire, creo que es bastante ilustre para que vos lo tengáis presente en la memoria.

—¡Ah! —exclamó Luis XVI con una carcajada—. Ya sé ahora lo que os preocupa. La pequeña Valois, ¿no es eso? Una condesa de… esperad… de… Justo, De la Motte. ¿Su marido es gendarme?

—Sí, Sire.

—Y la mujer es una intrigante. No os avergoncéis. Esta dama ha removido cielo y tierra; ha agobiado a los ministros; ha aburrido a mis tías; me ha aplastado a mí mismo con súplicas, ruegos, con pruebas genealógicas.

—Sire, eso prueba que hasta ahora ella ha reclamado inútilmente.

—No lo niego.

—¿Es o no es una Valois?

—Sí, creo que lo es.

—Pues bien, una pensión. Una pensión honorable para ella, un regimiento para su marido, una posición social para los vástagos del tronco real.

—Despacio, madame. Diablo, cómo os lanzáis. La pequeña Valois me arrancará siempre bastantes plumas sin que vos la ayudéis. Tiene buen pico la pequeña Valois.

—Yo no temo por vos. Vuestras plumas tienen fuerza.

—Una pensión honorable, Dios mío. ¡Cómo os dejáis ir, madame! ¿Sabéis qué sangría terrible ha hecho este invierno a mi tesoro particular? ¡Un regimiento para este gendarmillo que ha hecho la especulación de casarse con una Valois! No tengo, madame, más regimientos que dar, incluso a los que los pagan o a los que se lo merecen. Una posición social digna de reyes de los cuales descienden estos mendigos… Cuando otros reyes gozamos de un estado de ricos particulares, el duque de Orleáns ha enviado sus caballos y sus mulas a Inglaterra para hacerlos vender, y ha suprimido los dos tercios de su casa. Yo he suprimido mis cacerías de lobos. Saint-Germain me ha hecho reformar mi mansión militar. Vivimos privándonos todos de muchas cosas grandes y pequeñas, querida mía.

—Sin embargo, Sire, los Valois no pueden morir de hambre.

—¿No decís que le habéis dado cien luises?

—Hermosa limosna.

—Es real.

—Dadle vos otro tanto, entonces.

—Me guardaré bien de ello. Los que le habéis dado bastan por nosotros dos.

—Entonces, una pequeña pensión.

—No, nada fijo. Estas gentes se sostienen bastante bien por sí mismas; pertenecen a la familia de los roedores. Aun cuando yo tuviera deseos de darles, les daría una suma sin obligaciones para el porvenir. En una palabra, daría cuando tuviera bastante dinero. De esa pequeña Valois no puedo contaros todo lo que sé. Vuestro buen corazón ha caído en un lazo, mi querida Antonieta. Yo le pido perdón por ello a vuestro buen corazón.

Y diciendo estas palabras, Luis le tendió la mano a la reina, quien cediendo al primer movimiento se la acercó a los labios, pero de improviso, rechazándole, exclamó:

—¡Vos no habéis sido bueno conmigo! Y os aborrezco.

—¿Vos me aborrecéis? Pues yo…, yo…

—Sí, decid que vos no me aborrecéis; vos, que me habéis hecho cerrar las puertas de Versalles; vos, que llegáis a las seis y media de la mañana a mi antecámara, abrís mi puerta a la fuerza y entráis con ojos furibundos donde yo estoy.

El rey se rio, diciendo:

—No, yo no os aborrezco.

—Vos habéis dejado de quererme de pronto.

—¿Qué me daríais si os probase que yo no os quiero menos, aun viniendo a vuestra cámara con la acritud que habéis visto?

—Veamos primero la prueba de lo que me decís.

—Es muy fácil —repuso el rey—. Tengo la prueba en mi bolsillo.

—¡Bah…! —murmuró la reina sin disimular su curiosidad y sentándose en el lecho—. ¿Tenéis algo que darme? Realmente sois bien amable; porque yo no hubiera creído que trajeseis ninguna prueba. Nada de subterfugios. Quiero lo prometido.

Entonces, con una sonrisa llena de bondad, el rey hurgó en su bolsillo con una lentitud que aumentaba la expectación; esa lentitud que hace estremecer de impaciencia al niño por su juguete, al animal por su golosina, a la mujer por su regalo. Al fin terminó por sacar de su bolsillo una caja de tafilete rojo artísticamente estampado y realzado con dorados.

—¿Un cofrecillo? —dijo la reina—. Veamos.

El rey puso el cofrecillo sobre el lecho. La reina lo cogió vivamente, y apenas hubo abierto la caja exclamó alborozada:

—¡Oh, qué bello, Dios mío, qué bello!

El rey sintió que un estremecimiento de alegría le cosquilleaba el corazón.

—¿Lo encontráis bello?

La reina no podía responder de júbilo.

Después sacó del cofrecillo un collar de diamantes tan grandes, tan puros, tan luminosos, y tan hábilmente engarzados, que parecía que corría sobre sus bellas manos un río de fósforo y de llamas.

El collar ondulaba como los anillos de una serpiente, en que cada anillo ofrece un resplandor distinto.

—¡Oh, es magnífico! —dijo la reina encontrando la palabra—. Magnífico —repetía con ojos que se animaban al contacto de aquellos fabulosos diamantes, acaso porque pensaba que ninguna mujer del mundo podía lucir un collar como aquel.

—¿Estáis contenta?

—Entusiasmada, Sire. Me habéis hecho demasiado feliz.

—Me alegro.

—Ved esta primera fila, los diamantes son como avellanas.

—En efecto, y bien colocados. No se distinguirían los unos de los otros.

—Qué sabias proporciones entre las diferencias del primero al segundo y del segundo al tercero. El joyero que ha reunido estos diamantes y ha hecho este collar es un artista.

—Son dos.

—¿Se trata de Boehmer[30] y Bossange?

—Habéis adivinado.

—De verdad que sólo ellos pueden atreverse a hacer joyas parecidas. ¡Qué bello es, Sire, qué bello!

Madame, madame, estáis pagando este collar demasiado bien.

—Oh, Sire…

De improviso su radiante expresión se ensombreció y bajó la cabeza, apesadumbrada.

El cambio fue tan rápido y se corrigió tan pronto que el rey no tuvo tiempo de notarlo.

—Veamos —dijo él—, proporcionadme un placer.

—¿Cuál?

—El de poneros este collar.

La reina le detuvo.

—Es muy caro, ¿verdad? —dijo ella tristemente.

—Pues sí —dijo el rey riendo—, pero ya os he dicho que acabáis de pagar más de lo que vale, y únicamente puesto en vuestro cuello valdrá su verdadero precio.

Y diciendo estas palabras, Luis se acercó a la reina, cogiendo los extremos del magnífico collar, para fijarlos por el cierre, hecho con un magnífico diamante.

—No —dijo la reina—, no, nada de infantilismos. Volved a poner este collar en vuestro cofrecillo, Sire.

Y sacudió la cabeza.

—¿Rehusáis que yo sea el primero en verlo sobre vos?

—Dios no quiera que yo os rehúse esa alegría si acepto el collar; pero…

—Pero… —dijo el rey sorprendido.

—Pero, ni vos ni nadie, Sire, verá un collar de este precio en mi cuello.

—¿No lo vais a llevar, madame?

—Nunca.

—¿Rehusáis mi regalo?

—No. Rehúso colgar un millón, y acaso un millón y medio, de mi cuello, porque estimo este collar en seiscientas mil libras, ¿no es así?

—No diría yo que no —repuso el rey.

—Pues, rehúso que cuelgue de mi cuello un millón y medio cuando los cofres del rey están vacíos, cuando el rey se ha visto forzado a disminuir sus socorros y a decir a los pobres: «No tengo más dinero; Dios os asista».

—¿Cómo? ¿Es en serio lo que me acabáis de decir?

—Ved, Sire; monsieur de Sartines me dijo un día que con seiscientas mil libras se podía comprar un barco, y el rey de Francia tiene más necesidad de un barco de línea que la reina de Francia de un collar.

—¡Oh! —exclamó el rey en el colmo de la alegría y con los ojos húmedos de lágrimas—. Lo que acabáis de decir es sublime. ¡Gracias, gracias, gracias! Antonieta, sois una mujer buenísima.

Y para coronar dignamente esta demostración cordial y burguesa, el buen rey la tomó en sus brazos y la besó.

—¡Oh! Cómo se os bendecirá en Francia, madame, cuando se sepan las palabras que acabáis de decir.

La reina suspiró.

—Estáis a tiempo todavía —dijo el rey con vivacidad—. ¿Un suspiro de disgusto?

—No, Sire; un suspiro de alivio. Cerrad ese cofrecillo y devolvedlo a los joyeros.

—Yo ya había concretado mis términos de pago y el dinero estaba dispuesto. ¿Qué haré ahora? No seáis tan desinteresada, madame.

—No, yo he reflexionado bien. No; decididamente, Sire, yo no quiero ese collar, pero quiero otra cosa.

—He aquí mis setecientas mil libras volatilizadas.

—¿Setecientas mil libras? ¿Tan caro?

—Sí, pero yo os he dado mi palabra y no faltaré a ella.

—Tranquilizaos, porque lo que yo voy a pediros costará menos.

—¿De qué se trata?

—Que me dejéis ir a París otra vez.

—Es muy fácil, y sobre todo nada caro.

—Esperad, esperad.

—¡Diablo!

—A París, plaza de Vendóme.

—Diablo, diablo.

—A casa de Mesmer[31].

El rey se pellizcó la oreja.

—En fin —dijo— si habéis rehusado una fantasía de setecientas mil libras, bien puedo admitir la vuestra. Id, pues, a casa de Mesmer, pero con una condición.

—¿Cuál?

—Que os hagáis acompañar de una princesa de sangre real.

La reina reflexionó.

—¿Os parece bien madame de Lamballe?

—Conforme.

—Entonces todo está dicho.

—Lo firmo.

—Gracias.

—De paso —agregó el rey— voy a encargar mi barco de línea y se llamará El collar de la reina. Vos seréis su madrina, y después se lo enviaré a De la Perouse.

El rey besó la mano de su mujer y salió del apartamento rebosando alegría.