Capítulo V

Las dos damas estaban libres de la posible agresión, pero aún era de temer que algunos curiosos, habiéndolas seguido, diesen lugar a una escena parecida a la que acababa de ocurrir y de la que esta vez posiblemente no escaparían con tan buena fortuna.

El joven oficial comprendió esta alternativa. Se pudo advertir en la actividad que inmediatamente desplegó, despertando al cochero, más helado que dormido.

Hacía un frío tan horrible que, contrariamente al hábito de los cocheros que tratan siempre de robarse los clientes los unos a los otros, ninguno de ellos abrió la boca, ni siquiera aquel al que se dirigían.

El oficial cogió al cochero por el cuello de su raído abrigo y le sacudió tan rudamente que lo despertó en el acto.

—¡Eh! —le gritó el joven al oído, al ver que daba señales de vida.

—¡Listo, señor, listo! —dijo el cochero, despertando y vacilando en el asiento como un borracho.

—¿Adónde vamos, señoras? —preguntó el oficial, siempre en alemán.

—A Versalles —repuso la mayor de las dos.

—¿A Versalles? —gritó el cochero—. ¿Habéis dicho a Versalles?

—Sí.

—¡A Versalles! Cuatro leguas y media sobre el hielo.

—Se os pagará bien.

—Se os pagará bien —repitió en francés el oficial al cochero.

—¿Cuánto? —quiso saber este desde lo alto de su asiento, porque no parecía tener mucha confianza—. Eso no es todo. Ved, mi teniente, que hay que ir a Versalles, y luego hay que volver.

—¿Un luis es bastante? —dijo la más joven de las damas al oficial, en alemán.

—Te ofrece un luis —indicó el joven.

—¿Un luis? —repitió el cochero—. Es muy justo, porque yo arriesgo romper las patas de mis caballos.

—¡Es divertido! ¡Tú no tienes derecho más que a tres libras por ir de aquí al castillo de la Muette, que está a mitad de camino! Ya ves que se ha calculado bien y que se te pagará la ida y la vuelta. No tienes derecho más que a doce libras, y en lugar de eso, vas a cobrar veinticuatro.

—¡Oh, no regateéis! —dijo la mayor de las damas—. Dos luises, tres luises, veinte luises. Conseguid que arranque al instante y que no se detenga en el camino.

—Un luis basta, madame —repuso el oficial. Después, volviéndose al cochero, le dijo—: ¡Vamos, granuja! Baja y abre la portezuela.

—Quiero que se me pague primero —dijo el cochero.

—¿Tú quieres…?

—Es mi derecho.

El oficial hizo un movimiento hacia delante.

—Paguemos por adelantado, paguemos —dijo la mayor de las damas.

Y registró rápidamente su bolsillo.

—¡Dios mío —susurró a su compañera—, no tengo mi bolsa!

—¿Cómo es eso?

—Y vos, Andrea, ¿tenéis la vuestra?

La joven se cercioró con la misma ansiedad.

—Yo… tampoco.

—Mirad bien vuestros bolsillos.

—¡Es inútil! —exclamó la joven, con angustia, pues veía que el oficial seguía con una mirada atenta el diálogo y que el cochero gruñía, diciéndose quizá que había sido precavido.

En vano las dos damas buscaron, pues no encontraron ni un cobre. El oficial las vio impacientarse, enrojecer y palidecer, comprendiendo que la situación se complicaba. Y cuando ellas se disponían a dar una cadena o una joya como garantía, el oficial, para evitar la humillación a que se exponían, sacó de su bolsa un luis y se lo tendió al cochero, quien lo examinó mientras una de las damas agradecía al oficial ese gesto. Después abrió la portezuela y las dos damas subieron.

—Y ahora, buen hombre, conduce a estas damas rápidamente y con tiento sobre todo. ¿Entiendes?

—No tenéis necesidad de recomendármelo, mi teniente.

Durante esas breves frases, las damas se consultaron, viendo con angustia que su guía, su protector, pronto las dejaría.

Madame —dijo bajo la más joven a su compañera—, es preciso que no se vaya.

—¿Por qué? Preguntémosle su nombre y su dirección. Mañana le enviaremos un luis de oro, con unas líneas de agradecimiento que le escribiréis.

—No, madame, no. Retengámosle, os lo suplico. Si el cochero es de mala fe, si pone dificultades en la carretera… Con este tiempo, los caminos son malos. Y si ocurre algo, ¿a quién podremos pedir socorro?

—Tenemos su número y la nota de la administración.

—Está bien, madame. Y no os niego que más tarde le haríais volar en un instante, pero esperando que eso ocurra, no llegaréis esta noche a Versalles, ¿y qué se diría, gran Dios?

La mayor pareció reflexionar, y dijo:

—Es verdad.

Pero ya el oficial se inclinaba para pedir licencia.

Monsieur —dijo en alemán Andrea—, escuchadme un momento, por favor.

—A vuestras órdenes, madame —contestó el oficial, visiblemente contrariado, pero conservando en su aire y en su tono, y hasta en su acento, la más exquisita cortesía.

Monsieur —continuó Andrea—, no podéis rehusarnos una gracia, después de los servicios que ya nos habéis hecho.

—Hablad.

—Confesamos que tenemos miedo de este cochero que tan mal ha aceptado la negociación.

—No debéis alarmaros. Sé su número, 107. La letra de la administración es Z. Si os causara alguna contrariedad, dirigíos a mí.

—¿A vos? —dijo en francés Andrea, olvidándose de hablar en alemán—. ¿Cómo queréis que nos dirijamos a vos si ni siquiera sabemos vuestro nombre?

El joven dio un paso atrás.

—¿Vos habláis francés? —exclamó—. Habláis francés y me condenáis desde hace media hora a destrozar el alemán. Realmente, eso no está nada bien.

—Excusad, caballero —repuso la otra dama, acudiendo en socorro de su mal juzgada compañera—. Comprended que sin ser extranjeras nos encontramos desplazadas en París, y sobre todo en un coche de alquiler. Y sois lo suficiente hombre de mundo para comprender que la nuestra no es una situación natural. No protegernos más que a medias sería desampararnos. Ser menos discreto de lo que hasta ahora lo habéis sido sería pecar de indiscreto. Nos habéis juzgado bien, monsieur; así, procurad no juzgarnos mal. Y si no podéis rendirnos este servicio, decidlo sin reservas, o permitidnos agradeceros lo que habéis hecho y buscar otra ayuda.

Madame —repuso el oficial, impresionado por el tono, a la vez noble y encantador, de la desconocida—, disponed de mí.

—Entonces, tomaos la molestia de subir con nosotras.

—¿En el coche de alquiler?

—Para acompañarnos.

—¿Hasta Versalles?

—Sí.

El oficial subió al carruaje y se asomó por la ventanilla para gritar al cochero:

—Arranca ya.

Las portezuelas cerradas, las mantas y las pieles compartidas, el carruaje tomó la calle Saint-Thomas-du-Louvre, atravesó la plaza del Carrousel y comenzó a rodar por los muelles.

El oficial se hundió en un rincón, frente a la mayor de las dos mujeres, y con el abrigo cuidadosamente extendido sobre sus rodillas. El silencio más profundo reinaba en el interior. El cochero, porque quisiera mantener fielmente la marcha, o porque la presencia del oficial le imponía un temor respetuoso, hizo correr a sus flacas monturas por el pavimento resbaladizo de los muelles y por el camino de la Conference.

Sin embargo, el aliento de los tres viajeros calentaba insensiblemente el coche. Un perfume delicado llevaba al cerebro del joven impresiones que poco a poco eran menos desfavorables para sus compañeras.

»Estas mujeres, —pensaba él— se han retrasado en cualquier visita y tratan de llegar a Versalles; están un poco asustadas y también avergonzadas. No obstante, ¿cómo estas damas», —continuaba pensando el oficial—, si son mujeres de alguna distinción, van en un cabriolé, y, “sobre todo”, lo conducen ellas mismas?

»¡Ah! Para esto sólo hay una respuesta: el cabriolé era demasiado estrecho para tres personas, y dos mujeres no iban a molestarse haciéndole sitio al lacayo.

»¡Pero no tenían dinero ni la una ni la otra! Es algo extraño, y merece que se reflexione sobre ello».

»Sin duda el lacayo tenía la bolsa. El cabriolé debe estar ahora destrozado. Era elegante, y el caballo… Si sé algo de caballos, valía ciento cincuenta luises.

»Sólo unas mujeres ricas podrían abandonar un cabriolé y un caballo así, sin disgustarse. La falta de dinero no significa, pues, absolutamente nada.

»Sí, pero esta manía de hablar en una lengua extranjera cuando se es francés…

»Aunque esto prueba justamente una educación distinguida. No es natural en los aventureros hablar el alemán con una pureza germánica y el francés como un parisiense. Por otro lado, hay una distinción natural en estas mujeres. La súplica de la joven era enternecedora, y el requerimiento de la mayor, noblemente imperioso.

»Pues verdaderamente —continuaba el joven, colocando su espada de manera que no las incomodara—, ¿acaso hay peligro para un militar en pasar dos horas en un coche de alquiler con dos mujeres tan lindas? Lindas y discretas, porque no hablan, ni esperan que yo entable conversación».

Sin duda, las dos mujeres pensaban del joven oficial lo mismo que él pensaba de ellas, pues en el momento en que él acababa de formular esta idea, una de las damas, dirigiéndose a la otra, le dijo en inglés:

—De verdad, querida amiga, que este cochero nos lleva como si fuéramos muertos; jamás llegaremos a Versalles. Creo que nuestro pobre compañero se aburre de muerte.

—Es que también —respondió, sonriendo, la más joven— nuestra conversación no es de las más divertidas.

—¿No encontráis que su porte es distinguido?

—Sí, madame.

—¿Habéis notado que lleva uniforme de marina?

—No conozco mucho sobre uniformes.

—Pues lleva uniforme de oficial de marina, y todos los oficiales de marina son de buena familia. El resto del uniforme le va bien. Es un hermoso caballero, ¿no os parece?

La joven iba a responder, y probablemente a abundar en el sentido de su interlocutora, pero el oficial hizo un ademán que la detuvo.

—Perdón, señoras —dijo, en excelente inglés—, pero creo un deber deciros que hablo y comprendo el inglés muy bien. En cambio, no conozco el español, y si vos lo sabéis, podéis estar seguras de que no comprenderé una palabra.

Monsieur —repuso la dama, riéndose de la anécdota—, no queríamos decir nada malo de vos, como habéis podido advertir; también nosotras nos avergonzamos de ello, y no hablaremos más que en francés, si tenéis la bondad de decirnos cualquier cosa.

—Gracias por vuestra gentileza, madame, pero en el caso de que mi presencia os sea fastidiosa…

—No podéis suponer eso, monsieur, porque no os la hubiéramos pedido.

—Exigido incluso —dijo la más joven.

—No me confundáis, madame, y perdonadme mi momento de indecisión. Conocéis París, ¿verdad? París está lleno de peligros, de inconvenientes y decepciones.

—Entonces, vos nos habéis tomado… Hablad francamente.

Monsieur nos ha tomado por peligrosas.

—¡Oh, señoras! —dijo el joven, humillándose ante ellas—. Juro que nada parecido ha pasado por mi mente.

—¿Qué es eso? El coche se ha detenido.

—¿Qué sucede?

—Voy a verlo, señoras.

—Creo que hemos encallado. Tened cuidado, monsieur.

La mano de la más joven se alargó con un brusco movimiento, clavándose en el hombro del oficial, lo que le hizo estremecer. Atraído con naturalidad, hizo el ademán de cogerla, pero ya Andrea, que había cedido al primer movimiento de temor, se había hundido de nuevo en el fondo del carruaje. El oficial, al cual nada retenía, salió y encontró al cochero ocupado en desenganchar uno de los caballos, por habérsele enredado los tirantes.

Era un poco antes del puente de Sévres, y gracias a la ayuda que el oficial prestó al conductor, el pobre caballo pudo seguir adelante, y el joven volvió a entrar en el coche.

El cochero se felicitaba por tener un cliente tan amable, haciendo restallar alegremente el látigo con el doble fin de animar sus monturas y calentarse él.

Pero se diría que por la portezuela había entrado el frío, helando la conversación y la recién nacida intimidad, a la cual el joven empezaba a encontrar un encanto inexplicable. Se le pidió simplemente cuenta del accidente, y contó lo que había ocurrido. Esto fue todo, y el silencio volvió de nuevo a pesar sobre los viajeros.

El oficial, al cual la mano tibia y palpitante había impresionado, quiso por lo menos tener un pie a cambio.

Estiró, pues, la rodilla; mas, por muy sabiamente que lo hizo, no encontró nada, o sólo encontró el dolor de ver que le huía el pie que tenía más cerca.

Habiendo rozado el pie de la mayor de las dos mujeres, esta le dijo:

—Os molesto mucho, ¿verdad, monsieur? Os ruego que me perdonéis.

El joven enrojeció hasta las orejas ante la ironía y se felicitó de que la noche fuese lo suficiente oscura para ocultar su vergüenza.

Así pues, todo estaba dicho, y allí terminó el diálogo.

Vuelto al silencio, inmóvil y respetuoso como si estuviese en un templo, temía respirar, y se sintió pequeño como un niño.

Pero poco a poco, y a su pesar, una impresión extraña invadía su pensamiento y todo su ser.

Sentía, sin tocarlas, a las dos encantadoras mujeres, y las veía sin verlas. Se acostumbró a estar cerca de ellas, y le parecía que una parte de su existencia acababa de fundirse con la suya. Habría querido reanudar la conversación, y no se atrevía porque temía caer en banalidades. Y le alarmaba parecer tonto o impertinente ante unas mujeres a las cuales una hora antes creía conceder demasiado honor dándoles la limosna de un luis y de una cortesía.

En una palabra, como en esta vida todas las simpatías se explican, por las relaciones de los fluidos puestos en contacto, un magnetismo poderoso emanaba de los perfumes, y el calor juvenil de estos tres cuerpos juntos por azar dominaba al joven y le invadía el pensamiento y le dilataba el corazón.

Así nacen a veces, viven y mueren, en el espacio de unos momentos, las más suaves, las más reales, las más ardientes pasiones. Tienen encanto porque son efímeras; tienen fuerza porque son reprimidas.

El oficial no dijo una palabra y las damas hablaban bajo entre sí.

Sin embargo, como su oído estaba incesantemente alerta, oía palabras sin ilación y que, sin embargo, prestaban un sentido a su fantasía.

He aquí lo que él entendía: la hora avanzada…, las puertas…, el pretexto de la salida.

El coche de alquiler se detuvo de nuevo. Esta vez no era ni un caballo caído, ni una rueda rota. Después de tres horas de valerosos esfuerzos, el bravo cochero se había calentado los brazos, es decir, había conseguido hacer sudar a sus caballos y alcanzado Versalles, donde las largas, sombrías y desiertas avenidas aparecían bajo las luces rojizas de algunas linternas blanqueadas por la escarcha, como una doble procesión de espectros negros y desolados.

El joven comprendió que se habían detenido. ¿Por qué magia el tiempo le había parecido tan corto?

El cochero se inclinó hacia el cristal de delante.

—¡Monsieur! Estamos en Versalles.

—¿Dónde hay que detenerse, señoras? —preguntó el oficial.

—En la plaza de armas.

—¡En la plaza de armas! —gritó el joven al cochero, y este le preguntó:

—¿Es preciso ir a la plaza de armas?

—Claro, puesto que se os ha dicho.

—¿Y no habrá una pequeña propina? —dijo el auvernés.

—¡Id de una vez!

Los latigazos se reanudaron.

«Es preciso, sin embargo, que les hable —pensó para sí el oficial—. Voy a parecerles un imbécil después de haberles parecido un impertinente».

—Señoras —dijo, dudando todavía—, estáis en vuestra casa.

—Gracias a vuestro generoso socorro.

—Cuánto trabajo os hemos dado —dijo la más joven.

—Ya está del todo olvidado, madame.

—Pero nosotras, monsieur, no lo olvidaremos. ¿Vuestro nombre, por favor?

—¿Mi nombre? Bah…

—Es la segunda vez que se os pregunta.

—Porque vos no querréis hacernos regalo de un luis, ¿verdad?

—Si es por eso, madame —dijo el oficial, un poco picado—, no me opongo. Soy el conde de Charny, y como habéis observado, madame, oficial de la marina real.

—Charny —repitió la mayor, con un tono como si hubiera querido decir: «Está bien, no lo olvidaré».

—Olivier, Olivier de Charny —agregó el oficial.

—Olivier —murmuró la más joven.

—¿Y vos vivís…?

—En el hotel de los Príncipes y de Richelieu.

El coche se había detenido.

La mayor de las damas abrió la portezuela de su izquierda y ágilmente saltó al suelo, tendiendo la mano a su amiga.

—Por lo menos —pidió el joven, que se disponía a seguirlas— aceptad mi brazo; no estáis en vuestra casa, y la plaza de armas no es un domicilio.

—No digáis más —dijeron simultáneamente las dos mujeres.

—¿No debo hablar más?

—No, continuad en el coche.

—Pero no podéis quedaros solas, señoras, de noche y con este tiempo. ¡Es imposible!

—Vaya… Después de haber casi rehusado darnos protección, queréis protegernos demasiado —dijo, riendo, la mayor.

—Sin embargo…

—No insistáis. Sed hasta el final un galante y leal caballero. Gracias, monsieur de Charny, gracias de corazón. Y como vos sois un galante y leal caballero, como ya os he dicho hace un instante, no os olvidéis de vuestra palabra.

—¿De qué palabra?

—De cerrar la portezuela y decir al cochero que vuelva a París; es lo que vos vais a hacer, ¿no es cierto? Y sin mirar por dónde nos vamos.

—Tenéis razón, señoras; si no, mi palabra no sería de ley. Cochero, volvámonos.

Y el joven deslizó un segundo luis en la ruda mano del cochero.

El digno auvernés se estremeció de júbilo, diciendo:

—¡Por Dios! Los caballos pueden reventar si quieren.

—Yo también lo creo. Han sido bien pagados.

El coche de alquiler rodaba de prisa. Ahogado por el ruido de las ruedas, no se oyó el suspiro del joven, un suspiro voluptuoso, ya que el sibarita se había acostado sobre los dos cojines, en los que quedaba el perfume de las dos bellas desconocidas.

En cuanto a ellas, continuaron en el mismo sitio en que se apearon, y hasta que el coche de alquiler no hubo desaparecido, no se dirigieron hacia el palacio.