Capítulo III

El primer cuidado de Juana de la Motte, en cuanto sus educados modales le permitieron levantar los ojos, fue fijarse en los rasgos de las damas que la visitaban.

La mayor de ellas, como ya hemos dicho, podría tener de treinta a treinta y dos años y era de una belleza notable, aunque el aire de altivez que se desprendía de su rostro restaba a su fisonomía una parte de su encanto. Por lo menos así lo juzgó Juana, basándose en lo poco que podía percibir de la fisonomía de la visitante.

En efecto, prefiriendo uno de los dos sillones al sofá, se había colocado fuera de la luz que la lámpara esparcía, en un rincón de la sala, y luego se había echado sobre la frente el borde de su manteleta, el cual, debido a esta disposición, proyectó una sombra sobre su rostro.

Pero su porte era tan altivo, la mirada tan viva y tan naturalmente dilatada, que todo detalle quedó borrado; la visitante revelaba, en conjunto, a la mujer de una hermosa raza, de una raza noble, sobre todo.

Su compañera, menos reservada en apariencia, aunque cuatro o cinco años más joven, no disimulaba su auténtica belleza. Un rostro admirable por sus líneas y el color de su cutis, un peinado que descubría las sienes y hacía resaltar el perfecto óvalo de la cara; dos grandes ojos azules, tranquilos y de mirada penetrante y limpia; una boca de suave dibujo, en la cual la naturaleza parecía haber imprimido el don de la franqueza; y la educación y la etiqueta, la discreción. Una nariz que por la forma, nada tenía que envidiar a la Venus de Médicis. Todo esto pudo observar Juana en su rápida ojeada. Después, al fijarse en otros detalles, la condesa pudo notar en la más joven de las dos mujeres, un talle más fino y flexible que el de su compañera, un busto más delicado y escultural y una mano mejor modelada que la de la otra dama, que era más nerviosa y fina.

Juana de Valois hizo este balance en muy pocos segundos, es decir, en menos tiempo del que hemos empleado para expresarlo. Tras este rápido reconocimiento, preguntó con la mayor cortesía, a qué feliz circunstancia debía aquella visita. Las dos mujeres se miraron, y, a una señal de la mayor, dijo la más joven:

Madame, vos estáis casada, según creo.

—Tengo el honor de ser la esposa del señor conde de la Motte, madame, un excelente caballero.

—Nosotras, señora condesa, pertenecemos al consejo superior de una fundación de buenas obras. Nos han dicho, referente a vuestra condición, cosas que nos han interesado, y deseamos conocer algunos detalles sobre vos y sobre todo lo que os concierne.

Juana se detuvo un momento antes de responder.

—Señoras mías —dijo, notando la reserva de la segunda visitante—. Ved ahí el retrato de Enrique III, es decir, del hermano de mi abuelo, porque yo llevo realmente en mis venas sangre de los Valois, como sin duda se os habrá dicho.

Y esperó una segunda pregunta con una especie de engreída modestia.

Madame —interrumpió entonces la voz grave y dulce de la mayor de las dos damas—, ¿es verdad, como se dice, que vuestra señora madre fue portera de una casa llamada Fontette, situada cerca de Bar-sur-Seine?

Juana enrojeció ante este recuerdo; pero replicó sin turbarse:

—Es verdad, madame. Mi madre era la portera de una casa llamada Fontette.

—¡Ah…! —dijo su interlocutora.

—Como Marie Fossel, mi madre, era de una rara belleza —prosiguió Juana—, mi padre se enamoró de tal modo de ella que la hizo su esposa. Es, pues, de mi padre de quien me viene la nobleza de estirpe. Madame, mi padre era un Saint-Remy de Valois, descendiente directo de los Valois que han reinado.

—¿Cómo habéis descendido, pues, a este grado de miseria? —preguntó la misma dama que la había interrogado.

—Oh, es fácil de comprender.

—Os escucho.

—Vos no ignoráis que, después del advenimiento de Enrique IV, quien hizo pasar la corona de la casa de Valois a la de Borbón, la familia despojada tenía todavía algunos vástagos, oscuros sin duda, pero incontestablemente salidos del tronco común: los hermanos[25] que perecieron de manera tan fatal.

Las damas hicieron un gesto que podía pasar por asentimiento.

—Entonces —continuó Juana—, los descendientes de los Valois, temiendo, a pesar de su oscuridad, hacer sombra a la nueva familia real, cambiaron su nombre de Valois por el de Remy, tomado de una tierra, y se les conoció, a partir de Luis XIII, bajo este nombre en la genealogía, hasta el penúltimo Valois, mi abuelo, quien, al ver afirmada la monarquía y olvidada la antigua rama, no creyó necesario privarse por más tiempo de un nombre ilustre, su única herencia. Volvió a tomar, pues, el nombre de Valois y lo arrastró, en la sombra y en la pobreza, por las tierras de su provincia, sin que nadie de la corte de Francia pensara que, fuera del esplendor del trono, floreciera un antiguo descendiente de nuestros antiguos reyes, si no de los más gloriosos, sí, por lo menos, de los más infortunados.

Juana se interrumpió. Había hablado con gran naturalidad, con una moderación que no pasó inadvertida.

—Sin duda tendréis vuestras pruebas en orden, madame —dijo la mayor de las visitantes, con delicadeza y fijando los ojos en la que se decía descendiente de los Valois.

—¡Oh, madame…! —repuso esta con una sonrisa amarga—. Mi padre las hizo ordenar, y al morir me las legó todas a cambio de otra herencia; pero ¿de qué valen las pruebas de una inútil verdad o de una verdad que nadie quiere reconocer?

—¿Vuestro padre murió? —preguntó la más joven de las damas.

—Ay, sí.

—¿En provincias?

—No, madame.

—¿En París, entonces?

—Sí.

—¿En este apartamento?

—No. Mi padre, barón de Valois, nieto del rey Enrique III, murió de miseria y de hambre.

—¡Imposible! —exclamaron a la vez las dos damas.

—No aquí —continuó Juana—; no en este pobre refugio, no en su lecho, aunque este fuera un camastro. No. Mi padre murió en el Hótel-Dieu de París.

Las dos mujeres dieron un grito de sorpresa que más pareció de espanto.

Juana, satisfecha del efecto que había producido, del arte con que había conducido la conversación hasta su desenlace, continuó inmóvil, los ojos bajos y la mano inerte.

La mayor de las damas la examinaba con atención e inteligencia, y, al no ver en su dolor, tan simple y natural, nada que denunciase el charlatanismo o la ordinariez, volvió a tomar la palabra.

—Después de lo que me decís, madame, comprendo que habéis sufrido grandes desgracias, la muerte de vuestro padre, sobre todo…

—¡Oh…! Si os contase mi vida, veríais que no ha sido nada corriente.

—¿Cómo, madame? ¿Consideráis como una desdicha menor la muerte de un padre? —dijo la dama, frunciendo el ceño con severidad.

—Así es, madame, y al decir esto, me muestro como una hija piadosa, porque la muerte libró a mi padre de todos los males que llenaron su vida y continuaron persiguiendo a su desgraciada familia. Aunque su pérdida me causó un gran dolor, hoy me consuelo pensando que mi padre está muerto y que un descendiente de reyes no se vio reducido a mendigar su pan.

—«Mendigar su pan».

—Oh, lo digo sin vergüenza, porque ni mi padre ni yo somos responsables de nuestras desgracias.

—Pero ¿vuestra madre…?

—Así como agradecí a Dios el que llamara a mi padre, lamento que dejara viva a mi madre. Sí, os lo aseguro.

Las dos mujeres se miraron, asombradas por tan extrañas palabras.

—¿Sería una indiscreción pediros un relato más detallado de vuestras desgracias? —dijo la mayor.

—La indiscreción, madame, sería mía por fatigar vuestros oídos con una relación completa de dolores que sólo pueden seros indiferentes.

—Os escucho, madame —dijo la mayor de las damas, a quien su compañera dirigió una mirada de advertencia para invitarla a observar.

En efecto, a Juana de la Motte la había impresionado el acento imperioso de la dama, y la miraba con asombro.

—Os escucho —volvió a decir ella con voz menos acentuada—, si queréis hacerme el honor de contestarme.

Y cediendo a un movimiento de mala inspiración, por el frío sin duda, la que acababa de hablar con un estremecimiento de hombros, agitó su pie, que se helaba al contacto del húmedo pavimento.

La más joven le colocó entonces una especie de alfombra que había debajo de su sillón, atención que mereció una agradecida mirada de su compañera.

—Guardad esa alfombrilla para vos, amiga mía; estáis más delicada que yo.

—Perdón, madame —dijo la condesa de la Motte—; me dolería más el frío que vos sentís; la madera ha encarecido hasta seis libras, y el que la trae pide setenta libras por el carro, y mi provisión ha terminado hace ocho días.

—Decís —repuso la mayor de las visitantes— que os sentíais desgraciada a causa de que vuestra madre aún vive.

—Sí. Comprendo que tal blasfemia ha de ser explicada, ¿no es así? Pues he aquí la explicación, ya que habéis dicho que la deseabais.

La interlocutora de la condesa hizo un signo afirmativo.

—Ya he tenido el honor de deciros, madame, que mi padre había hecho una mala alianza.

—Sí, casándose con su portera.

—Pues bien, Marie Fossel, mi madre, en lugar de estar orgullosa y reconocida por el honor que se le hacía, empezó por arruinar a mi padre, lo que no era difícil, satisfaciendo con los restos de lo poco que poseía su marido la avidez de sus exigencias. Después de haberle obligado a vender el último trozo de tierra, le persuadió para que viniera a París y reivindicase los derechos que tenía de nuestro nombre. Mi padre fue fácil de seducir; quizá fiaba en la justicia del rey, y vino, habiendo convertido en dinero lo poco que poseía.

»Aparte de mí, mi padre tenía un hijo y una hija. El hijo, desgraciado como yo, vegeta en las últimas filas del ejército; la hija, mi pobre hermana, fue abandonada la víspera de la partida a París en la casa de un granjero, su padrino.

»Este viaje agotó el poco dinero que nos quedaba. Mi padre se fatigó en peticiones inútiles e infructuosas. Apenas se le veía en casa, donde traía miseria y encontraba miseria. En su ausencia, mi madre, que se creía una víctima, se enfurecía contra mí. Empezó por echarme en cara lo que comía. Yo preferí poco a poco no comer más que pan, e incluso no comer nada, antes que sentarme a nuestra pobre mesa, pero pretextos para castigarme le sobraban. A la menor falta, faltas que a veces hacen sonreír a otra madre, me azotaba. Los vecinos, creyendo hacerme un favor, informaron a mi padre de los malos tratos de que era objeto. Mi padre trató de defenderme ante mi madre, pero pronto comprendió que debido a su protección, cambiaba mi enemigo de un momento en una madrastra eterna. ¡Ay!, yo no podía darle un consejo en mi propio interés; era demasiado joven, demasiado niña. No me explicaba nada, experimentaba los efectos, sin tratar de adivinar las causas. Yo no conocía el dolor; esto es todo.

»Mi padre cayó enfermo, y pronto tuvo que recluirse en su habitación, y después en el lecho. Entonces se me obligaba a salir de la habitación de mi padre con el pretexto de que mi presencia le fatigaba, porque yo no sabía reprimir esa necesidad de movimiento que es el grito de la juventud. Una vez fuera de la alcoba, pertenecía como antes a mi madre. Ella me enseñó una frase a fuerza de golpes; después, cuando hube aprendido de memoria esta frase humillante que no quería retener, cuando mis ojos terminaron enrojecidos por las lágrimas, me hizo salir a la puerta de la calle y desde la puerta me lanzó al primer transeúnte de buen aspecto que pasaba, con la orden de decirle esa frase si no quería que me golpease hasta matarme».

—¡Oh, qué espanto! —murmuró la más joven de las damas.

—¿Y cuál era esa frase? —interrogó la mayor.

—Esa frase —continuó Juana— era: «Señor, tened piedad de una huerfanita que desciende en línea directa de Enrique de Valois».

—¡Oh!… ¿Eso hizo? —exclamó la mayor de las visitantes con un gesto de indignación.

—¿Y qué efecto producía esa frase a los que se la dirigíais? —preguntó la más joven.

—Unos me escuchaban con piedad —dijo Juana—; otros se irritaban y me amenazaban. Algunos, todavía más caritativos que los primeros, me advirtieron que corría un peligro pronunciando aquellas palabras, que podían llegar a oídos prevenidos, pero yo no conocía más que un peligro, el de desobedecer a mi madre, ni más que un temor, el de ser golpeada.

—¿Y qué se conseguía con todo eso?

—¡Por Dios, madame…! Se conseguía lo que mi madre esperaba: yo llevaba un poco de dinero a casa, y mi padre vio retrasarse durante algunos días la espantosa perspectiva que le aguardaba: el hospital.

Los rasgos de la mayor de las visitantes se contrajeron y las lágrimas asomaron a los ojos de la más joven.

—En fin, madame… A pesar de la ayuda que reportaba a mi padre este repugnante oficio, me sublevaba. Un día, en lugar de dirigirme a los transeúntes, de perseguirlos con mi acostumbrada frase, me senté en un mojón del camino, donde permanecí durante una parte del día, como aniquilada. Al anochecer volví a casa con las manos vacías. Mi madre me golpeó tanto que a la mañana siguiente estuve enferma. Fue entonces cuando mi padre, privado de toda clase de ingresos, tuvo que acogerse en el Hótel-Dieu, donde murió.

«¡Horrible historia! —murmuraron las dos damas».

—Y entonces, ¿qué hicisteis vos después de la muerte de vuestro padre?

—Dios tuvo piedad de mí. Al mes de la muerte de mi pobre padre, mi madre huyó con un soldado, su amante, abandonándonos a mi hermano y a mí.

—Quedasteis huérfanos.

—Oh, madame… Nosotros, al contrario que otros, sólo nos sentimos huérfanos cuando tuvimos una madre. La caridad pública nos adoptó, pero como mendigar nos repugnaba, no lo hacíamos más que en la medida de nuestras fuerzas. Dios manda a sus criaturas buscar la forma de sobrevivir.

—¡Dios mío!

—¿Qué os podría decir, madame? Un día tuve la dicha de encontrar una carroza que subía despacio por la cuesta del bulevar Saint-Marcel. Cuatro lacayos iban detrás; delante, una mujer bella y joven. Le tendí la mano, y ella me interrogó. Mi respuesta y mi nombre la estremecieron de sorpresa, pero luego creyó que todo era un embuste. Entonces le di mi dirección y todos los datos. A la mañana siguiente ella sabía que no había mentido. Entonces nos adoptó a mi hermano y a mí. A él lo colocó en un regimiento y a mí en un obrador de costura. Estábamos salvados del hambre.

—¿Esa dama no es acaso madame de Boulainvilliers?

—La misma.

—Ha muerto, según creo.

—Sí. Su muerte volvió a hundirme en el abismo.

—Su marido vive todavía; es rico.

—A su marido, madame, es a quien debo todas mis desgracias de muchacha, como debo a mi madre las de niña. Yo había crecido; quizá era algo bella… Lo cierto es que él se dio cuenta y quiso poner un precio a sus bondades. Rehusé. Fue en ese tiempo cuando murió madame de Boulainvilliers, y yo, a quien ella había casado con un bravo y leal militar, conde de la Motte, estaba alejada de mi marido, más abandonada después de la muerte de ella que lo que estuve después de la de mi padre.

«Esta es mi historia, madame. He suprimido los pormenores. Los sufrimientos son siempre tan extensos que se deben ahorrar los detalles a las gentes felices, aunque sean bienhechoras, como ustedes lo son».

Un largo silencio sucedió a esta última parte de la historia de Juana de la Motte. La mayor de las damas lo rompió.

—Y vuestro marido, ¿qué hace?

—Mi marido está en la guarnición de Bar-sur-Aube; sirve en la gendarmería, y también espera tiempos mejores.

—¿Pero no habéis solicitado ayuda de la corte?

—Sí.

—El nombre de Valois, justificado por sus títulos, ¿no ha despertado simpatías?

—Yo no sé cuáles pueden haber sido los sentimientos que mi nombre ha despertado, porque ninguna de mis demandas ha recibido contestación.

—Pero habréis visto a los ministros, al rey, a la reina…

—A nadie. Por todas partes, tentativas vanas —respondió madame de la Motte.

—¡Pero vos no podéis mendigar!

—Ya he perdido la costumbre de hacerlo. Sin embargo…

—Sin embargo, ¿qué?

—Yo puedo morir de hambre como mi padre.

—¿No habéis tenido hijos?

—No, madame. Y mi marido, haciéndose matar por el servicio al rey, encontrará un fin glorioso a nuestras miserias.

—¿Podríais vos, madame, y me disgusta tener que insistir sobre este punto, dar pruebas que justifiquen vuestra genealogía?

Juana se levantó. Registró un mueble y sacó de él algunos papeles que presentó a la dama. Pero como deseaba aprovechar el momento en que, para examinarlos, la dama se aproximaba a la luz, y descubriese sus rasgos, Juana dejó adivinar sus maniobras por el cuidado que puso en levantar la mecha de la lámpara para tener más claridad.

Entonces la dama de caridad, como si la luz hiriese sus ojos, volvió la espalda a la lámpara, y por consiguiente a madame de la Motte.

En esta posición leyó atentamente, examinando cada documento, uno después del otro. Luego, dijo:

—Esto son copias de las actas, madame de la Motte, y no veo ningún documento auténtico.

—Son copias, madame —repuso Juana—. Los documentos auténticos están depositados en lugar seguro y yo los adjuntaré…

—Si una ocasión importante se presentase, ¿no es así? —dijo, sonriendo, la dama.

—En efecto. Una ocasión importante es la que me procura el honor de veros, pero como los documentos de que habláis son tan preciosos para mí…

—Comprendo. No podéis entregarlos al primer desconocido.

—Oh, madame… —exclamó la condesa, que acababa de ver el rostro lleno de dignidad de su protectora—. Me parece que no me sois una desconocida.

Inmediatamente, abriendo con rapidez otro mueble, en el cual hizo funcionar un cajoncito secreto, sacó de él los originales de los documentos justificativos, cuidadosamente guardados en una vieja carpeta que llevaba el blasón de los Valois. La dama los cogió, y después de un atento examen, dijo:

—Tenéis razón, estos títulos están perfectamente en regla, y os estimulo para que no dejéis de dirigirlos a quien conviene.

—¿Y qué obtendré de ello?

—Sin ninguna duda, una pensión para vos. Un ascenso para el caballero de la Motte, a poco que este caballero se recomiende a sí mismo.

—Mi marido es modelo de hombre honorable. Y jamás ha faltado a los deberes de su servicio.

—No obstante, madame… —dijo la dama de caridad, echándose la manteleta sobre el rostro.

Juana de la Motte seguía con ansiedad cada uno de sus movimientos, y la vio registrar su bolsillo, del que sacó el pañuelo bordado con que se protegió el rostro cuando cruzaba en trineo los bulevares. Después sacó un pequeño rollo de una pulgada de diámetro por tres o cuatro de longitud, y lo dejó sobre el secrétaire, diciendo:

—La oficina de las buenas obras me autoriza, lo mismo que a mademoiselle, a ofreceros este pequeño socorro.

Juana de la Motte miró con rapidez el rollo.

«¿Dos monedas de tres libras? —se preguntó—. Quizá cincuenta libras, quizá ciento. Incluso puede haber ciento cincuenta, o trescientas, que nos caerían como llovidas del cielo. Sin embargo, para cien libras es más bien corto el rollo, y para cincuenta quizá demasiado largo».

Mientras se hacía estas reflexiones, las dos damas habían pasado a la primera estancia, donde el ama Clotilde dormía en una silla cerca de una vela, cuya mecha roja y humeante se alargaba en el centro de una capa de sebo derretido. El olor acre y nauseabundo irritó la garganta de la dama de caridad que había dejado el rollo en el secrétaire. Se llevó la mano vivamente al bolsillo y sacó un frasquito de perfume. A la llamada de Juana, el ama Clotilde se despertó, y cogiendo con cuidado el resto de la vela, la levantó como un faro por encima de los oscuros escalones, guiando a las dos damas, a las que a la vez iluminaba y manchaba.

—Hasta la vista, hasta la vista, señora condesa —dijeron, y se precipitaron por la escalera.

—¿Dónde podré tener el honor de agradeceros esto? —preguntó Juana de Valois.

—Ya os lo haremos saber —dijo la mayor de las damas, descendiendo lo más rápidamente posible, y el rumor de sus pasos se alejó hacia los pisos inferiores.

Juana de Valois volvió a entrar en su casa, impaciente por comprobar si sus cálculos sobre el donativo eran justos. Pero al atravesar la primera estancia tropezó con un objeto que había en el suelo. Se inclinó rápidamente para recogerlo y corrió a la lámpara.

Era una cajita de oro, redonda, plana y grabada con sencillez. Contenía algunas pastillas de chocolate perfumado, pero aunque fuese tan plana era evidente que tenía un doble fondo, cuyo resorte tardó algún tiempo en localizar. Entonces lo hizo funcionar y apareció un retrato de mujer, severo y resplandeciente de belleza femenina y de imperiosa majestad.

Un tocado alemán, un collar magnífico, parecido al de una orden, le daban a su fisonomía un asombroso aire extranjero.

Una cifra compuesta de una M y de una C entrelazadas en una corona de laurel ocupaba la parte inferior de la caja. Juana de la Motte supuso, gracias al parecido de ese rostro con el de su bienhechora, que era un retrato de madre o abuela, y su primer impulso fue correr a la escalera para llamar a las damas. La puerta de la calle se había cerrado. Corrió después para llamarlas, pero ya era tarde.

En la extremidad de la calle de Saint-Claude, desembocando en la calle de Saint-Louis, un cabriolé fue lo único que ella vio desaparecer rápidamente.

Sin la esperanza de poder llamar a las dos protectoras, examinó una vez más la caja, prometiéndose hacerla llegar a Versalles; después, cogiendo el rollo abandonado sobre el secrétaire, dijo:

—No me engañaba; no hay más que cincuenta monedas.

Roto el papel, rodó sobre la mesa.

—¡Luises! ¡Dobles luises! —gritó la condesa—. ¡Cincuenta dobles luises! ¡Dos mil cuatrocientas libras!

La alegría y la avidez se pintaban en sus ojos, y el ama Clotilde, despierta ante el espectáculo de una cantidad de oro que no había visto jamás, permanecía con la boca abierta y las manos juntas.

—¡Cien luises! —repetía Juana de la Motte—. ¿Estas damas son, pues, tan ricas? ¡Oh, tengo que encontrarlas!…