II

En el mismo instante, el rodar de muchos carruajes sobre el empedrado cubierto de nieve advirtió al mariscal que llegaban sus invitados, y poco después, gracias a la exactitud del maestresala, nueve convidados se sentaban alrededor de la mesa ovalada del comedor: también nueve lacayos, silenciosos como sombras, ágiles sin precipitación, atentos sin importunar, se deslizaban sobre las alfombras, pasaban entre los convidados sin rozar nunca sus brazos, sin tropezar con sus sillones, sillones hundidos en un mar de pieles, donde se sumergían hasta los tobillos, las piernas de los invitados.

Disfrutaban con todo esto los huéspedes del mariscal; y también con el dulce calor de las estufas, el humo de las carnes, el bouquet de los vinos y el runrún de las primeras charlas después de la sopa.

Ni un solo ruido fuera, pues los postigos de las ventanas tenían sordina; ni un solo ruido en el interior, excepto el que hacían los invitados. Los platos cambiaban de sitio sin que se los sintiese sonar, las bandejas iban del aparador a la mesa sin una sola vibración, y un maestresala, al que era imposible sorprender en un susurro, daba las órdenes con la mirada.

De este modo, al cabo de diez minutos, los invitados se sintieron completamente solos en el comedor; en efecto, unos servidores mudos, unos esclavos impalpables, tenían también por fuerza que ser sordos.

Richelieu fue el primero en romper el solemne silencio, que había durado tanto como la sopa, diciendo a su vecino de la derecha:

—¿El señor conde no bebe?

Estas palabras iban dirigidas a un hombre de treinta y ocho años, de cabellos rubios, bajo de estatura y ancho de espaldas. Sus ojos, de un azul claro, eran vivos a veces, y melancólicos con frecuencia; la nobleza estaba escrita con rasgos inconfundibles en su frente despejada y generosa.

—Sólo bebo agua, mariscal —respondió.

—Excepto en el palacio de Luis XV —dijo el duque—. Tuve el honor de comer allí con el señor conde, y aquella vez se dignó beber vino.

—Me traéis a la memoria un excelente recuerdo, señor mariscal; en efecto, fue en el 1771; era vino de Tokay de la cosecha imperial.

—Era hermano del que mi maestresala ha tenido el honor de verter en este momento en vuestra copa, señor conde —dijo Richelieu, inclinándose.

El conde de Haga levantó el vaso a la altura de los ojos y lo miró a la luz de las velas.

El vino brillaba en el vaso como un rubí líquido.

—Es cierto, señor mariscal; gracias.

Y el conde pronunció la palabra «gracias» con un tono tan noble y grato, que los asistentes, electrizados, se levantaron a la vez, gritando:

—¡Viva Su Majestad!

—Es cierto —respondió el conde de Haga—. ¡Viva Su Majestad el rey de Francia! ¿No sois de mi opinión, monsieur de La Perouse?

—Señor conde —respondió el capitán con el acento a la vez adulador y respetuoso del hombre que está acostumbrado a tratar con cabezas coronadas—, he dejado al rey hace una hora, y el rey ha tenido tales bondades conmigo que nadie gritaría más alto que yo: ¡Viva el rey! Lo que ocurre es que, como dentro de una hora he de tomar el coche de posta que me llevará al mar, donde me esperan los dos navíos que el rey pone a mi disposición, una vez que haya salido de aquí, os pediré permiso para gritar: ¡Viva otro rey!, al que precisamente me gustaría mucho servir si no tuviese ya tan buen señor.

Levantando su vaso, monsieur de La Perouse saludó humildemente al conde de Haga.

—Ese saludo —dijo madame du Barry, sentada a la izquierda del mariscal— lo compartimos nosotros también. Pero sería preciso que el decano de esta reunión lo transmitiese al Parlamento.

—¿La proposición se dirige a vos, De Taverney, o a mí? —preguntó el mariscal.

—Yo no lo creo —dijo un nuevo personaje, situado frente al cardenal Richelieu.

—¿Qué es lo que no creéis, monsieur de Cagliostro? —dijo el conde de Haga, fijando su aguda mirada sobre su interlocutor.

—No creo, señor conde —dijo De Cagliostro, inclinándose—, que monsieur de Richelieu sea el mayor de nosotros.

—¡Bien dicho! —agregó el mariscal—. Según parece, el más viejo sois vos, De Taverney.

—Pues tengo ocho años menos que vos. Nací en 1704 —replicó el anciano caballero.

—Infame —exclamó el mariscal—. ¡Revelar mis ochenta y ocho años!

—Pero ¿de verdad tenéis ochenta y ocho años, señor duque? —preguntó De Condorcet.

—Dios mío, sí. El cálculo es fácil de hacer, y por lo mismo es indigno de una persona que cultiva el álgebra con la fortuna que vos, marqués. Pertenezco al otro siglo, el gran siglo, como ahora se le llama: nací en 1696. Hermosa fecha.

—¡Imposible! —replicó De Launay.

—Si estuviese vuestro padre aquí, señor gobernador de la Bastilla, no diría que es imposible. Él me tuvo en pensión allí en 1714.

—El decano en este lugar, os lo aseguro —dijo De Favras—, es el vino que el conde de Haga vierte en este momento en su vaso.

—Un Tokay de ciento veinte años. Tenéis razón, monsieur de Favras —repuso el conde—. A este Tokay corresponde el honor de brindar por la salud del rey.

—Un instante, señores —dijo De Cagliostro, irguiendo por encima de la mesa su rostro deslumbrante de vigor y de inteligencia—; ese honor lo reclamo yo.

—¿Reclamáis el derecho de primogenitura sobre el Tokay? —replicaron a coro los invitados.

—Naturalmente —dijo el conde con calma—, ya que fui yo quien precintó la botella.

—¿Vos?

—Sí, yo, y precisamente el día en que Montecuccoli ganó la gran batalla a los turcos: en el año 1664.

Una gran carcajada acogió las palabras que De Cagliostro acababa de pronunciar con una gravedad imperturbable.

—Según estas cuentas, monsieur —dijo madame du Barry—, tenéis alrededor de los ciento treinta años, porque supongo que tendríais por lo menos diez años, pues de otro modo os habría sido imposible llenar de vino una botella tan grande.

—Tenía más de diez años cuando llevé a cabo esa operación, madame, ya que, al día siguiente, tuve el honor de recibir de Su Majestad el emperador de Austria el encargo de felicitar a Montecuccoli, quien, con la victoria de Saint-Gothard, había vengado la poca fortuna de D’Especk en Eslavonia, en la jornada en que los infieles derrotaron brutalmente a los imperiales, mis amigos y mis compañeros de armas, allá por 1536[7].

Con la misma frialdad que De Cagliostro, habló el conde de Haga:

—Es lógico que tuvieseis entonces más de diez años, dado que tomasteis parte en tan memorable batalla.

—¡Una horrible derrota, señor conde! —dijo De Cagliostro, inclinándose.

—Menos cruel, sin embargo, que la derrota de Crecy —agregó De Condorcet, sonriendo.

—Desde luego, monsieur —repuso De Cagliostro, también sonriendo—. La derrota de Crecy fue una cosa horrible, pues no se derrotó únicamente a un ejército, sino a Francia entera. Pero debemos admitir que la derrota no fue una victoria muy leal por parte de Inglaterra[8]. El rey Eduardo tenía cañones, circunstancia que Felipe de Valois ignoraba o, más bien, se negó a creer cuando le advertí que con mis propios ojos había visto las cuatro piezas de artillería que Eduardo había comprado a los de Venecia.

—¡Oh!… —aparentó sorprenderse madame du Barry—. ¿Conocisteis a Felipe de Valois?

Madame, tuve el honor de ser uno de los cinco caballeros que le dieron escolta cuando abandonó el campo de batalla —respondió De Cagliostro—. Había llegado a Francia acompañando al viejo rey de Bohemia, que estaba ciego y que se hizo matar cuando le dijeron que todo estaba perdido.

Monsieur —dijo De la Perouse—, ¡no sabéis cuánto lamento que, en vez de asistir a la batalla de Crecy, no estuvieseis presente en la de Actium!

—¿Por qué, monsieur?

—Porque hubieseis podido darme detalles náuticos que, a pesar de la hermosa narración de Plutarco, siempre he encontrado demasiado confusos[9].

—¿Qué detalles, monsieur? Me sentiría satisfecho si pudiese seros de utilidad.

—¿Estabais allí?

—No, monsieur. Me encontraba entonces en Egipto. Había recibido el encargo de la reina Cleopatra de organizar la biblioteca de Alejandría, cosa que yo podía hacer mejor que cualquier otro, ya que conocía personalmente a los mejores autores de la antigüedad.

—¿Habéis visto a la reina Cleopatra, monsieur de Cagliostro? —gritó madame du Barry.

—Como ahora os veo a vos, madame.

—¿Era tan bella como se dice?

—Señora condesa, ya sabéis que la belleza es relativa. Encantadora reina de Egipto, Cleopatra no hubiera podido ser en París más que una adorable modistilla.

—No habléis mal de las modistillas, señor conde.

—Dios me libre.

—Así que Cleopatra era…

—Pequeña, menuda, viva, espiritual, de grandes ojos almendrados, nariz griega, dientes como perlas y una mano como la vuestra, señora. Una verdadera mano para sostener el cetro… Ved aquí un diamante que ella me dio y que heredó de su hermano Ptolomeo; ella lo llevaba en el pulgar.

—¿En el pulgar? —exclamó madame du Barry.

—Sí; era una moda egipcia. Y yo, según veis, apenas puedo hacerlo pasar por mi dedo meñique.

Y quitándose la sortija, la presentó a madame du Barry.

Era un magnífico diamante, que podía valer, tanto por su nitidez maravillosa como por su talla, que era perfecta, treinta o cuarenta mil francos. El diamante fue de mano en mano y volvió a De Cagliostro, quien lo colocó tranquilamente en su dedo.

—¡Ah!… Veo —dijo— que sois incrédulos. Incredulidad fatal que he tenido que combatir toda mi vida. Felipe de Valois no quiso creerme cuando yo le aconsejaba abrir una retirada a Eduardo. Cleopatra no me quiso creer cuando le dije que Antonio sería derrotado. Los troyanos no quisieron creerme cuando les dije, a propósito del caballo de madera: «Casandra está inspirada. Escuchadla[10]».

—Pero eso es maravilloso —dijo madame du Barry, muerta de risa—. De verdad que jamás he visto a un hombre que sea a la vez tan serio y tan divertido como vos.

—Yo os aseguro —dijo De Cagliostro, inclinándose hacia ella— que Jonatán (8) era todavía más divertido que yo. Ah, aquel compañero encantador… Hasta el punto de que, cuando fue muerto por Saúl, yo creí que me volvería loco.

—Si continuáis así, conde —dijo el duque de Richelieu—, a quien vais a volver loco es al pobre De Taverney, que tiene tanto miedo a la muerte y que os mira con ojos espantados, creyéndoos inmortal. Veamos, francamente. ¿Lo sois o no?

—¿Inmortal?

—Inmortal.

—Yo no sé nada de eso. Sólo puedo afirmar una cosa.

—¿Cuál? —preguntó De Taverney, más ansioso que los otros oyentes del conde.

—Que he visto todas las cosas y he tratado a todos los personajes que he citado hace un momento.

—¿Conocisteis en verdad a Montecuccoli?

—Como os conozco a vos, monsieur de Favras, y aún más íntimamente, porque esta es la segunda o tercera vez que tengo el placer de veros, mientras que con aquel viví casi un año en la misma tienda.

—¿Ya Felipe de Valois?

—Como tengo el honor de decíroslo, monsieur de Condorcet. Pero, cuando él volvía a París, yo abandonaba Francia para regresar a Bohemia.

—¿Cleopatra?

—Sí, señora condesa. Ya os he dicho que ella tenía los ojos negros, como vos. Y la garganta casi tan bella como la vuestra.

—Pero, conde, ¿sabéis cómo tengo la garganta?

—La tenéis parecida a la de Casandra, madame. Y para que nada falte a este parecido, ella tenía, como vos, o vos tenéis como ella, un pequeño lunar negro a la altura de la sexta costilla izquierda.

—Conde, creo que sois brujo.

—No, marquesa —dijo el mariscal de Richelieu, riendo—. Soy yo quien se lo ha dicho.

—¿Y vos cómo lo sabéis?

El mariscal frunció los labios.

—Es un secreto de familia.

—Está bien, está bien —dijo madame du Barry—. En verdad, mariscal, que hay que ponerse una doble capa de maquillaje cuando se viene a vuestra casa. —Y volviéndose hacia De Cagliostro, agregó—: Verdaderamente, monsieur, tenéis el secreto de rejuvenecer, porque a la edad de tres o cuatro mil años, como vos declaráis, parecéis apenas de cuarenta.

—Sí, madame; tengo el secreto para rejuvenecer.

—Oh, rejuvenecedme, entonces.

—No es necesario, madame. El milagro ya ha sido realizado. Se tiene la edad que se aparenta. Y todo lo más, vos tenéis treinta años.

—Eso es una galantería.

—No, madame, es un hecho.

—Explicaos.

—Es bien fácil. Habéis usado de mi procedimiento vos misma.

—¿Cómo es eso?

—Habéis robado mi elixir.

—¿Yo…?

—Vos, condesa. No lo habréis olvidado.

—Por ejemplo…

—Condesa, ¿os acordáis de una casa de la calle Saint-Claude? ¿Os acordáis de haber ido a esa casa para cierto asunto concerniente a monsieur de Sartines? ¿Os acordáis de haber rendido un servicio a uno de mis amigos, a José Bálsamo? ¿Os acordáis de que José Bálsamo os hizo el presente de un pomo de elixir, recomendándoos tomar tres gotas todas las mañanas? ¿Os acordáis de haber seguido su recomendación hasta el último año, la época en que el pomo se agotó? Si no os acordáis de todo esto, condesa, no sería un olvido, sino una ingratitud.

—Oh, monsieur de Cagliostro… Me decís unas cosas…

—Que no son conocidas más que por vos; lo sé bien. ¿Pero dónde estaría el mérito de ser brujo si no se supieran los secretos del prójimo?

—¿Pero José Bálsamo tenía, como vos, la receta de ese admirable elixir?

—No, madame. Pero era uno de mis mejores amigos, y le di alguno de esos frasquitos.

—¿Y le queda alguno?

—Lo ignoro. Hace tres años que el pobre Bálsamo desapareció. La última vez que le vi fue en América, en las orillas del río Ohio; partía para una expedición a las montañas Rocosas, y después he oído decir que murió allí.

—Veamos, veamos, conde —gritó el mariscal—. Tregua de galanterías, por favor. ¡El secreto, conde, el secreto!

—¿Habláis en serio, monsieur? —preguntó el conde de Haga.

—Muy en serio, Sire. Perdón, quiero decir señor conde. —Y De Cagliostro se inclinó con un gesto que demostraba que el error que acababa de cometer había sido voluntario.

—Así pues —dijo el mariscal—, ¿madame du Barry es demasiado vieja para ser rejuvenecida?

—No, en conciencia.

—Bien. Entonces voy a presentaros otro sujeto. He aquí a mi amigo De Taverney. ¿Qué me decís de él? ¿No parece contemporáneo de Poncio Pilatos? Pero quizá es todo lo contrario, demasiado viejo para rejuvenecer.

De Cagliostro contemplaba al barón, y dijo:

—No.

—Ah, mi querido conde —gritó Richelieu—, si vos rejuvenecéis a ese, os proclamo discípulo de Medea[11].

—¿Lo deseáis? —preguntó De Cagliostro, dirigiendo la palabra al dueño de la casa y mirando atentamente a todo su auditorio.

Todos asintieron.

—¿Y vos también, monsieur de Taverney?

—Yo más que los demás, caramba —dijo el barón.

—Muy bien, es fácil.

Deslizó sus dedos en un bolsillo y sacó una botellita de forma octogonal. Después tomó un vaso de cristal, todavía limpio, y vertió en él algunas gotas del licor que contenía el frasquito.

Mezcló las gotas con la mitad de un vaso de champaña helado, y pasó la bebida así preparada al barón.

Todos los ojos habían seguido hasta sus menores movimientos. Todas las bocas estaban anhelantes. El barón cogió el vaso, pero en el momento de llevárselo a la boca, se le vio dudar.

Unos y otros, advirtiendo su duda, se rieron tan alegremente que De Cagliostro se impacientó.

—Despachadlo, barón, o vais a dejar perder un licor que vale cien luises cada gota.

—¡Diablo! —dijo Richelieu, intentando bromear—. Esto es algo distinto del vino de Tokay.

—¿Es preciso, pues, beberlo? —preguntó el barón, casi temblando.

—O pasar el vaso a otro, monsieur. Por lo menos que el elixir aproveche a alguno.

—Dádmelo —dijo el duque de Richelieu, extendiendo hacia él su mano.

El barón olió el vaso y, decidido sin duda por el olor vivo y balsámico y por el hermoso color rosado que las pocas gotas de elixir habían comunicado al champaña, se apresuró a beberse el licor mágico.

En el mismo momento pareció como si un terrible estremecimiento sacudiese todo su cuerpo e hiciese afluir a su epidermis toda la sangre vieja y lenta que circulaba por sus venas, desde los pies al corazón. Su arrugada piel se estiró, sus ojos, perezosamente cubiertos por el velo de los párpados, se dilataron de manera espontánea. La pupila se tornó viva y grande, el temblor de sus manos dejó lugar a un aplomo nervioso, su voz se afirmó, sus rodillas recobraron la elasticidad de los más bellos días de su juventud, y se robustecieron sus riñones, como si el licor, al bajar, hubiera regenerado su cuerpo de uno a otro extremo.

Un grito de sorpresa, de estupor, de admiración, retumbó en la sala. De Taverney, que comía con las encías, se sintió hambriento. Cogió con vigorosa decisión plato y cuchillo y se sirvió una ración de estofado que tenía a su izquierda. Y mientras parecía triturar los huesos de perdiz, aseguró que le renacían sus dientes de veinte años.

Comió, rio, bebió y gritó de alegría por espacio de media hora, durante la cual los convidados le contemplaban estupefactos. Luego, poco a poco, bajó como una lámpara en la cual el aceite empieza a faltar. Fue primero su frente, donde los antiguos pliegues, por un instante desaparecidos, ofrecieron nuevas arrugas, y sus ojos se velaron y oscurecieron. Perdió el gusto. Después, su espalda se encorvó. Su apetito había desaparecido. Sus rodillas volvieron a temblar.

—¡Oh…! —gimió.

—¿Y bien? —inquirieron todos los invitados.

—¿Y bien? ¡Adiós a la juventud!

Y exhaló un profundo suspiro, seguido de dos lágrimas que humedecieron sus párpados.

Instintivamente, ante este triste aspecto de viejo rejuvenecido, primero, y vuelto a envejecer después; ante este transitorio retorno de juventud, un suspiro igual al de De Taverney salió del pecho de cada invitado.

—Es muy simple, señores —dijo De Cagliostro—. Sólo he vertido en la copa del barón treinta y cinco gotas del elixir de vida, y por eso sólo ha rejuvenecido treinta y cinco minutos.

—¡Oh, un poco más! ¡Un poco más! —pidió el anciano, con avidez.

—No, monsieur. Porque una segunda prueba es casi seguro que podría mataros —respondió De Cagliostro.

De todos los invitados, era madame du Barry la que, conociendo la virtud del elixir, había seguido con mayor curiosidad los detalles de la escena.

A medida que la juventud y la vida dilataban las arterias del viejo De Taverney, la mirada de la condesa seguía en ellas la progresión de la juventud y la vida. Reía y aplaudía, y se rejuvenecía también contemplándole. Cuando el éxito del brebaje llegó a su apogeo, la condesa estuvo a punto de arrojarse sobre De Cagliostro para arrancarle el maravilloso frasquito. Pero, al ver que De Taverney había envejecido más rápidamente que había rejuvenecido, dijo con tristeza:

—¡Ay, bien se ve que todo es vanidad, todo es quimera! El secreto maravilloso ha durado treinta y cinco minutos.

—Es decir —repuso el conde de Haga—, que para concedernos una juventud de dos años sería necesario beber un río.

Todos se rieron con la ocurrencia.

—No —dijo De Condorcet—. El cálculo es simple: a treinta y cinco gotas por treinta y cinco minutos, sería una miseria de tres millones ciento cincuenta y tres mil seis gotas lo que haría falta beber para permanecer joven durante un año.

—Una inundación —dijo De la Perouse.

—Y sin embargo, según vuestra opinión, monsieur, no ha ocurrido así conmigo, puesto que una botellita cuatro veces más grande que vuestro pomo, y obsequio de vuestro amigo José Bálsamo, ha bastado para detener en mí la marcha del tiempo durante diez años.

—Justamente, madame. Y únicamente vos habéis puesto el dedo en la misteriosa realidad. El hombre que ha envejecido, y envejecido demasiado, tiene necesidad de esta cantidad para que se produzca un efecto inmediato y poderoso. Pero una mujer de treinta años como vos, madame, o un hombre de cuarenta años, como tenía yo cuando ambos comenzamos a beber el elixir de la vida, esta mujer o este hombre, llenos aún de días y de juventud, no tienen necesidad más que de beber diez gotas de este líquido en cada período de decadencia para encadenar eternamente la juventud y la vida al grado de encanto y energía que en ese momento poseen.

—¿A qué llamáis vos los períodos de la decadencia? —preguntó el conde de Haga.

—Los períodos naturales, señor conde. Normalmente, las fuerzas del hombre crecen hasta los treinta y cinco años. Llegado ahí, permanecen estacionarias hasta los cuarenta. A partir de los cuarenta comienzan a decrecer, pero casi imperceptiblemente, hasta los cincuenta. Entonces los períodos se aproximan y se precipitan hasta el día de la muerte. En estado de civilización, es decir, cuando el cuerpo ha sido gastado por los excesos, por las preocupaciones y las enfermedades, el crecimiento se detiene a los treinta y la decadencia comienza a los treinta y cinco. Entonces, sea un hombre del campo o un hombre de ciudad, es preciso actuar sobre la naturaleza en el momento en que se encuentra estacionaria, a fin de oponerse a su movimiento de decadencia en el mismo instante en que comience a producirse. El que, conociendo los secretos como yo, sepa combinar el ataque de modo que sorprenda y detenga la decadencia, este vivirá como yo, siempre joven, o por lo menos lo bastante joven para lo que necesite hacer en este mundo.

—¡Dios mío! —exclamó la condesa—. ¿Por qué, entonces, ya que erais dueño de elegir vuestra edad, no habéis escogido veinte años en lugar de cuarenta?

—Porque, señora condesa —dijo sonriendo De Cagliostro—, siempre me ha convenido más ser un hombre de cuarenta años sano y completo que un joven incompleto de veinte años.

—¡Oh! —exclamó la condesa.

—Y es indudable, madame —continuó De Cagliostro—, que a los veinte años se agrada a las mujeres de treinta, y a los cuarenta se domina a las mujeres de veinte y a los hombres de sesenta.

—Me doy por vencida, monsieur —dijo la condesa—. Por otra parte, ¿cómo discutir con una prueba tan viva?

—Entonces —dijo, con tono plañidero, De Taverney—, yo estoy condenado; he llegado demasiado tarde.

—El duque de Richelieu ha sido más hábil que vos —manifestó De la Perouse, con su franqueza de marino—, y yo siempre oí decir que el mariscal poseía cierta receta…

—Es un rumor que las mujeres han propalado —dijo, riéndose, el conde de Haga.

—¿Es eso una razón para no creer en ello, duque? —preguntó madame du Barry.

El viejo mariscal enrojeció, él, que casi nunca enrojecía, y dijo a continuación:

—¿Quieren saber entonces en qué consiste mi receta?

—Sí, queremos saberlo.

—En cuidarme.

—¡Oh, oh! —exclamó la asamblea.

—Eso es todo —dijo el mariscal.

—Yo contestaría a esa receta —respondió la condesa— si no acabara de ver el efecto de la de monsieur de Cagliostro. Pero tened cuidado, brujo: no he terminado con mis preguntas.

—Hacedlas, señora, hacedlas.

—¿Decís que cuando hicisteis por primera vez uso de vuestro elixir teníais cuarenta años?

—Sí.

—Y que después de esa época, es decir, después del sitio de Troya…

—Un poco antes, madame.

—Conforme. ¿Habéis conservado vuestros cuarenta años?

—Lo estáis viendo.

—Entonces, vos nos probáis, monsieur —dijo De Condorcet—, más que lo que vuestra teoría demuestra…

—Y ¿qué os pruebo yo, señor marqués?

—Vos nos probáis, no solamente la perpetuación de la juventud, sino la conservación de la vida. Porque si teníais cuarenta años cuando la guerra de Troya, es que jamás habéis muerto.

—Es verdad, señor marqués; yo no he muerto jamás, os lo confieso humildemente.

—Sin embargo, vos no sois invulnerable como Aquiles, y esto no pasa de ser una inexacta comparación, puesto que al invulnerable Aquiles lo mató Paris, hiriéndole con una flecha en el talón.

—No, no soy invulnerable, y con gran disgusto mío —dijo De Cagliostro.

—¿Entonces, podéis ser asesinado, podéis morir de muerte violenta?

—¡Ay, sí!

—¿Cómo habéis hecho, pues, para escapar a los accidentes durante tres mil quinientos años?

—Es una suerte, señor conde; lo veréis si seguís mi razonamiento.

—Lo seguiré.

—Lo seguimos.

—Sí, sí —repitieron todos los convidados.

Y con señales de interés manifiesto, cada uno se acodó sobre la mesa y se puso a escuchar.

La voz de monsieur de Cagliostro rompió el silencio.

—¿Cuál es la primera condición de la vida? —dijo, al tiempo que desplegaba, con gesto elegante y fácil, dos hermosas manos blancas cargadas de sortijas, entre las cuales la de la reina Cleopatra brillaba como la estrella Polar—. La salud, ¿no es así?

—Sí, cierto —respondieron todas las voces.

—Y la condición de la salud es…

—El régimen —dijo el conde de Haga.

—Tenéis razón, señor conde; es el régimen lo que asegura la salud. Y bien, ¿por qué estas gotas de mi elixir no pueden constituir el mejor régimen posible?

—¿Quién lo sabe?

—Vos, conde.

—Sí, sin duda, pero…

—Pero no otros —dijo madame du Barry.

—Esto, madame, es una pregunta que trataremos de inmediato. Yo siempre he seguido el régimen de mis gotas, y como son la mejor realización del sueño eterno de los hombres de todos los tiempos; como son lo que los antiguos buscaban bajo el nombre de agua de juventud, lo que los modernos han buscado bajo el nombre de elixir de vida, he conservado constantemente mi juventud y, en consecuencia, mi salud y mi vida. Está claro.

—Sin embargo, todo se gasta, conde, y el más hermoso cuerpo igual que los otros.

—El de París como el de Vulcano —dijo la condesa.

—¿Sin duda habéis conocido a Paris, monsieur de Cagliostro?

—Exactamente, madame. Era un fuerte y atractivo muchacho, pero no mereció que Homero dijese que las mujeres se morían por él. En primer lugar, era pelirrojo.

—¿Pelirrojo? ¡Qué horror! —dijo la condesa.

—Por desgracia —añadió De Cagliostro—, Helena no era de vuestra opinión, señora; pero volvamos a nuestro elixir.

—Sí, sí —clamaron todas las voces.

—Vos pretendéis, pues, monsieur de Taverney, que todo se gasta. Sea. Pero vos sabéis también que todo se reajusta, todo se regenera o se reemplaza. El famoso cuchillo de san Humberto, que tantas veces ha cambiado de hoja y empuñadura, es un ejemplo, porque, a pesar de ese doble cambio, continúa siendo el cuchillo de san Humberto. El vino que conservan en su celda los monjes de Heidelberg es siempre el mismo vino, y sin embargo, se vierte cada año en el gigantesco tonel de la nueva cosecha. De ese modo el vino de los monjes de Heidelberg es siempre claro, vivo y sabroso, mientras que el vino precintado por Opimus[12] y yo en ánforas de barro era, cien años después, cuando traté de beberlo, un barro espeso, que seguramente se podía comer, pero que no podía beberse.

»Así pues, en vez de seguir el ejemplo de Opimus, he adivinado el que debían dar los monjes de Heidelberg. Me entretuve vertiendo cada año nuevos elementos encargados de regenerar los viejos. Todas las mañanas, un átomo joven y fresco ha reemplazado en mi sangre, en mi carne y en mis huesos a la molécula usada e inerte.

»He reanimado los detritus mediante los cuales el hombre vulgar ve invadir insensiblemente toda la masa de su ser; he reforzado a todos los soldados que Dios dio a la naturaleza humana para defenderse contra la destrucción, soldados que las criaturas vulgares deforman o dejan paralizar en el ocio. Les he empujado a un trabajo continuo, que facilitaba, que ordenaba la introducción de un estimulante siempre nuevo. Y así resulta, de este estudio asiduo de la vida, que mi pensamiento, mis gestos, mis nervios, mi corazón, mi alma, no han olvidado sus funciones, y como todo se encadena en este mundo, como siempre tienen mayor éxito en una empresa los que se dedican por completo a la misma, me he encontrado mucho más hábil que los demás para evitar los peligros de una existencia de tres mil años, y eso porque he conseguido asimilar, de todo cuanto ocurre, tal experiencia que preveo los riesgos, los peligros de cualquier posición. Por lo tanto, no conseguiríais hacerme entrar en una casa a punto de derrumbarse. Desde luego que no. He visto demasiadas casas para que a la primera ojeada no distinga las buenas de las malas. No me haréis acompañar en la caza a un hombre que use con torpeza su arma. Desde Céfalo[13], que mató a su esposa Procris hasta el Regente, que hizo saltar el ojo del Príncipe, he visto demasiados torpes en mi vida. No conseguiríais que ocupase, en la guerra, tal o cual puesto que cualquier recién llegado aceptaría, puesto que en un instante habría calculado todas las líneas rectas y todas las líneas parabólicas que conducen de una manera fatal a ese lugar. Me diréis que es difícil prevenirse contra una bala perdida. Por favor, no hagáis gestos de incredulidad, porque después de todo estoy aquí como una prueba viva. No os digo que sea inmortal; os digo solamente que sé lo que nadie sabe, es decir, evitar la muerte cuando viene de una manera accidental. Por ejemplo, por nada del mundo me quedaría un cuarto de hora aquí con monsieur de Launay, quien en estos momentos piensa que, si me tuviese en una de las mazmorras de la Bastilla, experimentaría mi inmortalidad con ayuda de mi hambre. Tampoco me quedaría con monsieur de Condorcet, porque en este momento piensa poner en mi vino el contenido del anillo que lleva en el índice de la mano izquierda. Y lo que contiene es veneno; todo, naturalmente, sin mala intención, sino para satisfacer una curiosidad científica, para saber, simplemente, si yo moriría».

Los dos personajes que el conde de Cagliostro acababa de nombrar hicieron un movimiento.

—Confesadlo con valor, monsieur de Launay. Después de todo, no estamos en una corte de justicia, y por lo tanto no se castiga la intención. Veamos, ¿habéis pensado en lo que acabo de decir? Y vos, monsieur de Condorcet, ¿tenéis en ese anillo un veneno que desearíais hacerme probar en nombre de vuestra muy amada señora la Ciencia?

—A fe mía —dijo monsieur de Launay, riendo y ruborizándose—, reconozco que tenéis razón, señor conde. Pero esta locura me pasó por la cabeza precisamente en el mismo momento en que me acusabais.

—Y yo —dijo De Condorcet— no seré menos franco que monsieur de Launay. Efectivamente, he pensado que si probáis lo que tengo en mi sortija no daría un cobre por vuestra inmortalidad.

En el mismo instante, un grito de admiración partió de la mesa.

Todo daba la razón, no a la inmortalidad, sino a la penetración del conde de Cagliostro.

—Ved bien —dijo tranquilamente De Cagliostro—, ved bien cómo lo he adivinado. En fin, es a esto mismo a lo que se debe llegar. El hábito de vivir me ha revelado, a la primera ojeada, el pasado y el futuro de la gente que veo. Mi infalibilidad sobre este punto es tal que se extiende a los animales, a la materia inerte incluso. Si subo a un carruaje, veo en el brío de los caballos y en el rostro del cochero si volcaremos o si me arrastrarán; si embarco en un navío, adivino si el capitán será un ignorante o un testarudo y, por consiguiente, si podrá o no querrá hacer la maniobra necesaria. Evito, entonces, al cochero y al capitán, y abandono los caballos y el navío. No niego el azar, pero lo limito; en lugar de dejar correr cien suertes, como hace todo el mundo, yo evito noventa y nueve y desconfío de la número cien. He aquí de lo que me ha servido haber vivido tres mil años.

—Entonces —dijo riendo De la Perouse, en medio del entusiasmo o de la desaprobación que originaron las palabras de monsieur de Cagliostro—, entonces, mi querido profeta, deberíais venir conmigo hasta las naves con las cuales debo dar la vuelta al mundo. Me rendiríais un estimable servicio.

De Cagliostro no respondió.

—Señor mariscal —continuó riendo el navegante—, puesto que el conde de Cagliostro, y yo le comprendo, no quiere abandonar tan buena compañía, es preciso que me permitáis que lo haga yo. Perdonadme, señor conde de Haga; perdonadme, madame, pero han dado las siete y he prometido al rey estar en la Bastilla a las siete y cuarto. Ahora, y puesto que al conde de Cagliostro no le tienta el venir a mis navíos, que me diga al menos lo que me ocurrirá de Versalles a Brest. De Brest al Polo se lo dispenso, porque es asunto mío, pero, por Dios, de Versalles a Brest sí me debe informar.

De Cagliostro miró una vez más a De la Perouse, y de un modo tan melancólico, con un aire tan dulce y triste a la vez, que la mayor parte de los convidados quedaron extrañamente impresionados. Pero el navegante no notaba nada y se despedía de los convidados. Los criados le ayudaron a ponerse una pesada hopalanda de pieles, y madame du Barry deslizó en su bolsillo alguno de esos exquisitos cordiales que son tan dulces para el viajero, a los cuales, sin embargo, él no presta nunca atención y que le recuerdan a los amigos ausentes durante las largas noches de marcha en medio de un frío glacial.

De la Perouse, siempre riendo, saludó respetuosamente al conde de Haga y tendió la mano al viejo mariscal.

—Adiós, mi querido De la Perouse —le dijo el duque de Richelieu.

—No, señor duque; hasta la vista —repuso De la Perouse—. En verdad se diría que parto para la eternidad. Todo el mundo lo hace después de todo. Cuatro o cinco años de ausencia no son motivo para decirse adiós.

—¡Cuatro o cinco años! —gritó el mariscal—. ¡Eh, señor! ¿Por qué no decís cuatro o cinco siglos? Los días son años a mi edad; adiós os digo yo.

—Bah… Preguntadle al adivino —dijo De la Perouse, riéndose—; él os prometerá veinte años todavía. ¿No es así, monsieur de Cagliostro? Ah, señor conde, ¿cómo no me habéis hablado antes de vuestras mágicas gotas? A cualquier precio que fuera habría embarcado un tonel en el Astrolabe. Es el nombre de mi navío, señores. Madame, todavía un beso en vuestra hermosa mano, la más hermosa que, estoy seguro, encontraré a mi vuelta. Hasta la vista.

Y salió.

De Cagliostro seguía guardando el mismo silencio de mal augurio.

Se oían los recios pasos del capitán en los peldaños de la escalinata exterior, y su voz siempre alegre en el patio, así como sus últimos cumplidos a las personas reunidas para verle.

Después se oyó cómo las monturas sacudían las colleras, la portezuela de la silla se cerró con un ruido seco, y las ruedas rechinaron sobre el pavimento empedrado de la calle. De la Perouse acababa de dar el primer paso de ese viaje misterioso y del cual no debía volver.

Cada uno escuchaba, y cuando ya no se oyó nada, todas las miradas se concentraron, como movidas por una fuerza superior, sobre De Cagliostro. Había en aquel momento, en los rasgos del hombre, una iluminación profética que hizo sentir escalofríos a los convidados.

Un silencio extraño se prolongó durante algunos instantes; el conde de Haga lo rompió.

—¿Por qué no le habéis respondido?

Esta pregunta era la expresión de la ansiedad general. De Cagliostro se estremeció como si, al oírla, le hubiesen arrancado de su contemplación.

—Porque —replicó el conde— habría tenido que decirle una mentira o una crueldad.

—¿Cómo es eso?

—Porque habría tenido que decirle: «Monsieur de La Perouse, el duque de Richelieu ha tenido razón al deciros adiós y no hasta la vista».

—¡Diablos! —exclamó Richelieu, palideciendo—. Monsieur de Cagliostro, ¿qué es lo que decís de monsieur de La Perouse?

—Tranquilizaos, señor mariscal —repuso vivamente De Cagliostro—. No es a vos a quien concierne este augurio tan triste.

—¿Cómo? —preguntó madame du Barry—. El pobre De la Perouse, que acaba de besarme la mano…

—No solamente no os la besará más, madame, sino que no volverá a ver a ninguno de los que se ha despedido esta tarde —dijo De Cagliostro, observando atentamente su vaso lleno de agua, en el cual, por la forma en que estaba colocado, se juntaban dos conchas luminosas de un color ópalo, y cortadas transversalmente por las sombras de los objetos circundantes.

Un grito de asombro salió de todas las bocas.

La conversación había llegado al punto en que cada minuto extrema el interés; se hubiera dicho, al ver el gesto grave, solemne y casi ansioso con que se interrogaba a De Cagliostro con la voz y con los ojos, que se trataba de predicciones infalibles de un antiguo oráculo.

En medio de esta preocupación, monsieur de Favras, resumiendo el sentimiento general, se puso en pie, hizo un gesto y fue de puntillas a ver si en la antecámara algún criado les espiaba.

Pero como ya hemos dicho, era una casa bien llevada la del mariscal de Richelieu, y monsieur de Favras sólo encontró en la antecámara a un viejo intendente que, severo como un centinela en un puesto perdido, defendía los límites del comedor a la hora solemne del postre.

Volvió, pues, a su lugar y se sentó haciendo una señal a los invitados de que estaban completamente solos.

—En este caso —dijo madame du Barry, respondiendo a la seguridad de monsieur de Favras como si hubiera emitido en voz alta su juicio—, en ese caso, contadnos lo que le espera al pobre De la Perouse.

De Cagliostro movió la cabeza.

—Veamos, veamos, monsieur de Cagliostro —dijeron los caballeros.

—Sí, os lo rogamos.

—Bien: monsieur de La Perouse parte, como él ha dicho, con la intención de dar la vuelta al mundo y continuar los viajes de Cook, del pobre Cook, que, como sabéis, fue asesinado en las islas Sandwich.

—Sí, sí lo sabemos —dijeron todos, más con la cabeza que con la voz.

—Todo presagia un feliz éxito en la empresa, pues monsieur de La Perouse es un buen marino. Por otra parte, el rey Luis XVI le ha trazado con habilidad el itinerario.

—Sí —interrumpió el conde de Haga—, el rey de Francia es un hábil geógrafo, ¿no es cierto, monsieur de Condorcet?

—Más hábil geógrafo de lo que conviene a un rey —respondió el marqués—. Los reyes no deberían conocer todo más que en la superficie. Entonces es posible que se dejasen guiar por los hombres que conocen el fondo.

—Es una lección, señor marqués —dijo sonriendo el conde de Haga.

De Condorcet, que enrojeció al oír las últimas palabras, dijo:

—¡Oh, no, señor conde! Es una simple reflexión, una generalidad filosófica.

—¿Entonces se va? —preguntó madame du Barry, empeñada en romper toda conversación particular y que pudiera desviar del camino que había tomado la conversación general.

—Parte de viaje —repuso De Cagliostro—, pero no creáis, por muy inmediato que os haya parecido, que va a partir tan pronto; yo le veo perdiendo mucho tiempo en Brest.

—Es una desgracia —dijo De Condorcet—. Es la época de hacerse a la mar, y resulta un poco tarde para ello. Habría sido mejor en febrero o marzo.

—Oh, no le reprochéis estos dos o tres meses, monsieur de Condorcet, porque por lo menos, durante ese tiempo, tendrá vida y esperanza.

—Se le ha dado buena compañía, supongo —dijo Richelieu.

—Sí —repuso De Cagliostro—. El que manda el segundo navío es un oficial distinguido. Pero es joven todavía y audaz; por desgracia es un valiente.

—¿Por desgracia?

—Eso. Un año después, busco a este amigo y ya no lo encuentro —dijo De Cagliostro con inquietud y mirando su vaso—. ¿Ninguno de ustedes es pariente o allegado del señor de Langle?

—No.

—¿Nadie lo conoce?

—No.

—Pues bien: la muerte comenzará por él. Ya no lo veo.

Un murmullo de espanto se escapó del pecho de los asistentes.

—¿Pero él…, él…, De la Perouse? —preguntaron muchas voces angustiadas.

—Navega, desembarca, vuelve a embarcar…; un año…, dos años de navegación feliz. Se reciben noticias. Y después…

—¿Y después?

—Los años pasan.

—¿Y qué?

—El océano es grande, el cielo está sombrío. Aquí y allá aparecen tierras inexploradas; acá y allá figuras espantosas, como los monstruos del archipiélago griego, acechan al navío, que huye perdido en las nieblas por entre los arrecifes, llevado por la corriente, y al fin la tempestad: la tempestad es más hospitalaria que la costa; después fuegos siniestros. ¡Oh, De la Perouse, De la Perouse! Si tú pudieras oírme, yo te diría: «Tú partes, como Cristóbal Colón, para descubrir un mundo. De la Perouse: ¡desconfía de las islas desconocidas!».

De Cagliostro enmudeció. Un escalofrío glacial se apoderó de la asamblea mientras en el ambiente vibraban todavía las últimas palabras.

—¿Pero por qué no le ha advertido? —preguntó, apenado, el conde de Haga, sufriendo como los demás la influencia de este hombre extraordinario que trastornaba los corazones a voluntad.

—Sí, sí —dijo madame du Barry—. ¿Por qué no correr, por qué no alcanzarle? La vida de un hombre como De la Perouse bien vale un correo, mi querido mariscal.

El mariscal comprendió y se levantó un poco para tocar la campanilla. De Cagliostro extendió el brazo y el mariscal volvió a caer en su sillón.

—¡Ay! —continuó De Cagliostro—. Todo aviso sería inútil; el hombre aunque prevea su destino, no lo cambia. De la Perouse se habría reído si hubiese oído mis palabras, como rieron los hijos de Príamo cuando profetizaba Casandra; pero ved cómo vos mismo os reiréis, señor conde de Haga, y la risa se contagiará a vuestros compañeros. No, no os contengáis, monsieur de Favras; nunca he encontrado un auditorio crédulo.

—¡Nosotros creemos! —gritaron madame du Barry y el anciano duque de Richelieu.

—Yo creo —murmuró De Taverney.

—Yo también —dijo cortésmente el conde de Haga.

—Sí —repuso De Cagliostro—, vos creéis, pero creéis porque se trata de monsieur de La Perouse, pero si se tratase de vos no creeríais.

—¡Oh…!

—Estoy seguro.

—Confieso que lo que me haría creer —dijo el conde de Haga— sería que monsieur de Cagliostro hubiera dicho a De la Perouse: «Guardaos de las islas desconocidas». Y quizá se guardaría de ellas. Siempre sería un aviso.

—Yo os aseguro que no, señor conde, y si me hubiera creído, ved lo que esta revelación habría tenido de horrible para él. Entonces, en medio del peligro y ante el aspecto de estas islas desconocidas, que deberán serle fatales[14], el desgraciado, convencido de mi profecía, hubiera sentido aproximársele la muerte que le amenaza, sin poderla evitar. Entonces no sería una muerte; serían mil muertes las que él habría sufrido, porque es sufrir mil muertes marchar en la sombra con la desesperación como única compañera. La esperanza que le hubiera arrancado, y pensadlo bien, es el último consuelo que cualquier desgraciado guarda bajo el cuchillo, incluso cuando el cuchillo le toca, cuando siente la mordedura del acero, cuando su sangre corre. Incluso cuando ve que se extingue, el hombre aún espera.

—Es verdad —dijeron en voz baja algunos de los asistentes.

—Sí —continuó De Condorcet—. El velo que cubre el fin de nuestra vida es el único bien real que Dios ha hecho al hombre sobre la tierra.

—En fin, sea lo que fuere —dijo el conde de Haga—. Pero si yo llegara a oír decir a un hombre como vos: «Desconfiad de tal hombre o tal cosa», tomaría el aviso por bueno y agradecería al consejero.

De Cagliostro movió dulcemente la cabeza, acompañando este gesto con una triste sonrisa.

—De verdad, monsieur de Cagliostro —continuó el conde—. Advertidme y os lo agradeceré.

—¿Queréis que os diga a vos lo que no he querido decir a De la Perouse?

—Lo deseo.

De Cagliostro hizo un movimiento como si fuese a hablar, pero se detuvo durante unos instantes, al cabo de los cuales añadió:

—¡Oh, no, señor conde! Os lo suplico.

De Cagliostro, al tiempo que denegaba con la cabeza, murmuró:

—Nunca.

—Cuidado —dijo el conde con una sonrisa—, porque entonces seré otro incrédulo.

—Vale más la incredulidad que la angustia.

Monsieur de Cagliostro —advirtió con seriedad el conde—, olvidáis una cosa.

—¿Cuál? —preguntó respetuosamente el profeta.

—Que si bien ciertos hombres pueden, sin inconveniente alguno, ignorar su destino, hay otros que tendrían necesidad de conocer el porvenir, por la razón de que su destino no sólo les importa a ellos, sino a millones de hombres.

—Entonces —dijo De Cagliostro—, dadme una orden. No haré nada sin una orden.

—¿Qué queréis decir?

—Que Vuestra Majestad me lo ordene —dijo De Cagliostro en voz baja— y obedeceré.

—Os ordeno revelarme mi destino, monsieur de Cagliostro —volvió a decir el rey, con una majestad llena de cortesía.

Al mismo tiempo, y como el conde de Haga acababa de dejarse tratar como un rey y había roto el incógnito, al dar una orden, el duque de Richelieu se acercó a saludar al príncipe, a quien dijo, tras una gran reverencia:

—Gracias por el honor que el rey de Suecia ha hecho a mi casa, Sire; que a Vuestra Majestad le plazca tomar el puesto de honor. Desde este momento no puede pertenecer más que a vos.

—Continuemos, continuemos como estamos, señor mariscal, y no perdamos una palabra de lo que el conde de Cagliostro va a decirnos.

—A los reyes no se les dice la verdad, Sire.

—Bah, yo no estoy en mi reino. Volved a tomar vuestro lugar, señor duque; hablad, monsieur de Cagliostro; no os podéis evadir.

De Cagliostro fijó los ojos en su vaso; globos parecidos a los que atraviesan el champaña subían del fondo a la superficie, y el agua atraída por su poderosa mirada, parecía que se agitase bajo el influjo de su voluntad.

—Sire, decidme lo que queréis saber —dijo De Cagliostro—. Estoy dispuesto a complaceros.

—Decidme de qué muerte moriré.

—De un disparo, Sire.

Los ojos de Gustavo resplandecieron.

—Ah…, en una batalla —dijo—. ¡La muerte de un soldado! Gracias, monsieur de Cagliostro, cien veces gracias. Ah…, preveo batallas, y Gustavo Adolfo y Carlos XII me han enseñado cómo muere un rey de Suecia.

De Cagliostro bajó la cabeza sin responder. El conde de Haga frunció las cejas, murmurando:

—Entonces, entonces… ¿No se producirá ese disparo en una batalla?

—No, Sire.

—¿En una sedición? Sí, también es posible.

—Tampoco será en una sedición.

—¿Pues dónde ocurrirá eso?

—En un baile, Sire[15].

El rey enrojeció, y De Cagliostro, que se había levantado, se volvió a sentar y ocultó la cabeza entre sus manos.

Palidecieron todos los que rodeaban al autor de la profecía y al que era objeto de ella.

Monsieur de Condorcet se aproximó al vaso de agua en el que el adivino había leído el siniestro augurio, lo tomó por debajo, lo levantó a la altura de sus ojos y examinó minuciosamente sus brillantes facetas y el misterioso contenido.

Su inteligente mirada, fría y escrutadora, parecía buscar en el doble cristal, sólido y líquido, la solución de un problema que su razón reducía al valor de una especulación puramente física.

Efectivamente, el sabio sondeaba la profundidad, las refracciones luminosas y los juegos microscópicos del agua. Y se preguntaba cuál podría ser la causa de todo, la causa y el pretexto de un charlatanismo vertido sobre hombres de la valía de los que rodeaban la mesa, y por un hombre al cual no se podía negar un aspecto fuera de lo corriente.

Sin duda no encontró la solución de su problema, porque cesó de examinar el vaso, lo colocó sobre la mesa, y, en medio del estupor que originó el pronóstico de monsieur de Cagliostro, dijo:

—Bueno, yo rogaría a nuestro ilustre profeta que interrogase su espejo mágico. Por desgracia —añadió— yo no soy un señor poderoso, no tengo órdenes que dar, y mi oscura vida no pertenece a millones de hombres.

Monsieur —dijo el conde de Haga—, vos mandáis en nombre de la ciencia y vuestra vida no solamente importa a un pueblo, sino a la humanidad.

—Gracias, señor conde, pero quizá vuestra opinión sobre el particular no es la de monsieur de Cagliostro.

Este volvió a levantar la cabeza, como hace un corcel al sentirse espoleado.

—Sí lo es, marqués —dijo con un principio de irritabilidad nerviosa, que en tiempos más antiguos se habría atribuido a la influencia del dios que le atormentaba—. Sí lo es. Vos sois un señor poderoso del reino de la inteligencia. Veamos, miradme de frente: ¿queréis también, deseáis en verdad que os haga una predicción?

—De verdad, señor conde —repuso De Condorcet—. Os lo juro por mi honor. De verdad.

—Bien, marqués —dijo De Cagliostro con voz ronca; y bajando los párpados añadió—: Vos moriréis del veneno que hay en esa sortija que tenéis en el dedo[16]. Vos moriréis…

—¿Y si lo tiro? —interrumpió De Condorcet.

—Tiradlo.

—¿Confesáis que es así de fácil?

—Tiradlo, os digo.

—¡Oh, sí, marqués! —gritó madame du Barry—. Por favor, tirad ese maldito veneno; arrojadlo aunque no sea más que para dejar por mentiroso a este siniestro profeta que nos atormenta con sus profecías. Porque si lo tiráis no podrá envenenaros, y como es lo que monsieur de Cagliostro pretende, entonces le dejaremos por embustero.

—La señora condesa tiene razón —dijo el conde de Haga.

—Bravo, condesa —dijo Richelieu—. Vamos, marqués, arrojad ese veneno; además, ahora que sé que lleváis en la mano la muerte de un hombre, temblaría cada vez que brindásemos juntos. La sortija puede abrirse sola, y…

—Dos vasos que se entrechocan están demasiado cerca el uno del otro —dijo De Taverney—. Tiradlo, marqués, tiradlo.

—Es inútil —aseguró, con la mayor tranquilidad. De Cagliostro—. Monsieur de Condorcet no lo hará.

—No —dijo el marqués—, no lo haré, es verdad, y no porque trate de ayudar al destino, sino porque Cabanis me ha preparado este veneno, que es único, una sustancia solidificada por efecto de un azar que seguramente no se repetiría si lo tirase; he aquí por qué no pienso hacerlo. Daos por ganador si lo deseáis, monsieur de Cagliostro; el destino…

—El destino —repuso De Cagliostro— encuentra siempre a gentes fieles que le ayudan a la ejecución de sus designios.

—Entonces, yo moriré envenenado —dijo el marqués—. Está bien. No muere envenenado quien quiere. Es una muerte admirable la que me predecís; un poco de veneno en la punta de mi lengua, y habré terminado. No es «más» la muerte; es «menos» la vida, como decimos en álgebra.

—Yo no discuto lo que vos sufriréis —indicó con frialdad De Cagliostro, e hizo un gesto en el que manifestaba su deseo de no seguir la discusión con monsieur de Condorcet.

Monsieur —dijo entonces el marqués de Favras, quien se inclinó sobre la mesa, como para situarse mejor ante De Cagliostro—, he aquí un naufragio, un disparo y un envenenamiento que me producen envidia. ¿No me concederéis la gracia de predecirme a mí alguna muerte del mismo género?

—Señor marqués —dijo De Cagliostro, que comenzaba a animarse ante la ironía—, no tenéis necesidad de envidiar a estos señores, porque, por mi honor de gentilhombre, tendréis una muerte mejor.

—¿Mejor? —gritó De Favras, riendo—. Procurad no comprometeros demasiado. ¿Mejor que el mar, el fuego y el veneno? Lo veo difícil.

—Queda la cuerda, señor marqués —dijo, sonriendo, De Cagliostro.

—La cuerda… ¿Qué queréis decirme con eso?

—Os digo que seréis ahorcado —respondió De Cagliostro con una especie de ira profética que le fue imposible dominar.

—¿Ahorcado? —repitió la asamblea—. ¡Diablo!

—Olvidáis que soy un gentilhombre[17] —dijo monsieur de Favras fríamente—, y si por casualidad quisiera pensar en un suicidio, os anuncio que me respeto lo bastante para, en el último momento, no servirme de una cuerda mientras tenga una espada.

—No os hablo de un suicidio, monsieur.

—Entonces, habláis de un suplicio.

—Sí.

—Sois extraño, monsieur, y debido a esta condición os perdono…

—Perdonarme, ¿qué?

—Vuestra ignorancia. En Francia se decapita a los gentilhombres.

—Vos arreglaréis ese asunto con el verdugo —dijo De Cagliostro, apabullando a su interlocutor con esta brutal respuesta.

Por un instante la perplejidad reinó en la asamblea.

—Sabed que en este momento estoy temblando —dijo De Launay—. Mis predecesores han elegido con tan triste éxito, que tengo miedo de adivinar un mal para mí, si se me ocurre registrar el mismo saco que ellos.

—Entonces, porque sois más razonable que los demás, no queréis conocer el porvenir.

—Tenéis razón. Bueno o malo, respetemos el secreto de Dios.

—Muy bien, monsieur de Launay —dijo madame du Barry—. Espero que tendréis tanto valor como estos señores.

—Yo también lo espero, madame —dijo el gobernador, inclinándose hacia ella.

Después, dirigiéndose de nuevo a De Cagliostro, le dijo:

—A ver, premiadme con mi horóscopo, os conjuro a ello.

—Es fácil —dijo De Cagliostro—, un hachazo sobre la cabeza, y ya está dicho todo[18].

Un ahogado grito de espanto resonó en la sala; el duque de Richelieu y De Taverney suplicaron a De Cagliostro que no fuese más lejos, pero la curiosidad femenina no podía detenerse.

—Realmente…, conde —le dijo madame du Barry—, según vos, el universo entero acabará de muerte violenta. Aquí somos ocho, y de los ocho, cinco ya han sido condenados por vos.

—Como comprenderéis, madame, aunque este asunto para él no tiene vuelta de hoja, nosotros, sin embargo, nos reímos de todo eso —dijo monsieur de Favras, tratando de quitar importancia a las predicciones del conde.

—Claro que nos reímos —dijo el conde de Haga—, sea todo verdadero o sea falso.

—Oh, yo me reiría también —dijo madame du Barry—, porque no debería defraudar a la asamblea con mi cobardía. Pero… yo no soy más que una mujer. Y no tengo el honor de estar a vuestra altura ante un desenlace siniestro. He aquí una mujer que muere en su cama. ¡Ay…! Mi muerte de mujer anciana, triste y olvidada, será la peor de las muertes. ¿No es así, monsieur de Cagliostro?

E incluso mientras decía estas palabras, dudaba; deseaba no solamente con sus frases, sino con su gesto, ofrecer un pretexto al adivino para que le diese esa seguridad; pero De Cagliostro no quiso dársela.

La curiosidad era más fuerte que su inquietud, y dominó a la dama.

—Vamos, monsieur de Cagliostro —dijo madame du Barry—, respondedme.

—¿Cómo queréis que os responda, madame, si no me habéis preguntado?

La condesa dudó al murmurar:

—Pero…

—A ver —preguntó De Cagliostro—, ¿me estáis interrogando, sí o no?

La condesa hizo un esfuerzo y, después de buscar estímulo en la sonrisa de la asamblea, contestó:

—Pues sí, me arriesgo. Decidme cómo terminará Juana de Vaubernier, condesa du Barry.

—En el cadalso, madame[19] —respondió el fúnebre profeta.

—Es una broma, ¿verdad, monsieur? —balbució la condesa, y su mirada era toda una súplica.

Pero había llevado a De Cagliostro a un límite, y este no reparó en su mirada.

—¿Por qué ha de ser una broma?

—Porque para subir al cadalso hace falta haber matado, haber cometido un crimen, y según las probabilidades no creo que yo vaya a cometer ninguno. Es una broma, ¿verdad que es una broma?

—Dios mío, sí —dijo De Cagliostro—. Es una broma, como todo lo que he predicho.

La condesa lanzó una carcajada que un hábil observador habría encontrado demasiado estridente para ser natural.

—Vamos, monsieur de Favras —dijo—, tendremos que ir encargando nuestras carrozas fúnebres.

—Será inútil para vos, condesa —dijo De Cagliostro.

—¿Por qué, monsieur?

—Porque iréis al cadalso en una carreta.

—¡Qué horror! —gritó madame du Barry—. ¡Oh, qué mal hombre, mariscal! Para otra vez escoged convidados con distinto humor, o no volveré más a vuestra casa.

—Excusadme, madame —dijo De Cagliostro—, pero, lo mismo que los demás, vos lo habéis querido.

—¿Yo como los demás? Por lo menos me concederéis tiempo para elegir a mi confesor.

—Será un cuidado superfluo, condesa —dijo De Cagliostro.

—¿Cómo es eso?

—El último que subirá al cadalso con un confesor será…

—¿Será? —preguntó todo el auditorio.

—Será el rey de Francia.

De Cagliostro pronunció estas palabras con una voz tan opaca y lúgubre, que pasó como un soplo de muerte sobre los asistentes y les heló el corazón.

Siguió entonces un silencio de algunos minutos, durante el cual De Cagliostro rozó con sus labios el vaso de agua en el cual había leído sus sangrientas profecías, pero apenas lo tocó, una desgana invencible volvió a asaltarlo como si se tratase de un cáliz amargo. Mientras hacía ese movimiento, su mirada se detuvo sobre De Taverney.

—¡No! —gritó este, creyendo que iba a hablar—. No me digáis lo que me va a ocurrir. Yo no os lo he pedido.

—Pues yo lo pido en su lugar —dijo Richelieu.

—Vos, señor mariscal —dijo De Cagliostro—, tranquilizaos, porque sois el único de todos nosotros que morirá en una cama.

—El café, señores —dijo el viejo mariscal, encantado con la predicción—, el café.

Todos se levantaron. Pero antes de pasar al salón, el conde de Haga, aproximándose a De Cagliostro, dijo:

Monsieur, no pienso huir del destino, pero decidme de qué será preciso que desconfíe.

—De un manguito, Sire.

El conde de Haga se alejó.

—¿Y yo? —interrogó De Condorcet.

—De una tortilla.

—Muy bien. Renuncio desde ahora a los huevos.

Y se reunió con el conde.

—Y yo —dijo De Favras—, ¿qué es lo que debo temer?

—Una carta.

—Gracias.

—¿Y yo? —preguntó De Launay.

—La prisión de la Bastilla.

—Entonces me quedo tranquilo.

Y se alejó riéndose de lo que acababa de oír.

—Ahora yo, monsieur —dijo la condesa con cierta turbación.

—Vos, mi bella condesa, desconfiad del lugar que ocupáis al lado de Luis XV.

—¡Ay! —respondió la condesa—. Ya en una ocasión fui desterrada, y sufrí mucho. Sentí como si perdiese la cabeza.

—Pues ese día también la perderéis, condesa, pero ya no la encontraréis.

Madame du Barry lanzó un grito y corrió hacia el salón a reunirse con los demás invitados. De Cagliostro se dispuso a seguir a sus compañeros.

—Un momento —le dijo Richelieu—. No quedamos más que De Taverney y yo, a quien vos no habéis dicho nada, mi querido hechicero.

Monsieur de Taverney me ha rogado que no dijera nada, y vos, señor mariscal, tampoco me lo habéis pedido.

—Pues os lo ruego ahora —repuso De Taverney juntando las manos.

—Pero antes probadnos el poder de vuestro genio; ¿no podríais decirnos una cosa que supiéramos únicamente los dos?

—¿Cuál? —preguntó De Cagliostro, sonriendo.

—Podría ser lo que ese honrado De Taverney acaba de hacer en Versalles en lugar de vivir tranquilamente en su bella tierra de Maison-Rouge, que el rey compró para él hace tres años.

—Nada más sencillo, señor mariscal —respondió De Cagliostro—. He aquí que hace diez años De Taverney quiso dar a su hija Andrea al rey Luis XV, pero no tuvo éxito.

—¡Oh! —murmuró De Taverney.

—Ahora, monsieur, quiere dar a su hijo, Felipe de Taverney, a la reina María Antonieta. Preguntadle si miento.

—A fe mía, no —dijo De Taverney temblando—. Este hombre es brujo, el diablo me lleve.

—Santo Dios —dijo el mariscal—, no habléis con tanta tranquilidad del diablo, mi viejo camarada.

—¡Es espantoso, espantoso! —exclamó De Taverney.

Y se volvió para implorar por última vez la discreción de monsieur de Cagliostro, pero este había desaparecido.

—Vamos, De Taverney, vamos al salón —dijo el mariscal—. Tomarán café sin nosotros, o nosotros tomaremos el café frío, lo que sería peor.

Y corrió al salón, pero el salón estaba desierto; ni uno de los convidados había tenido el valor de volverse a ver de frente al autor de tan terribles predicciones.

Las bujías ardían en los candelabros, el café humeaba en su recipiente, el fuego crepitaba en el hogar…

Todo inútilmente.

—Me parece, mi viejo camarada, que vamos a tomar nuestro café solos… Está bien. ¿Dónde diablos te has metido?

Y Richelieu miró a todos lados, pero el viejecillo se había esfumado como los demás.

—Es igual —dijo el mariscal con una risa irónica, como habría hecho Voltaire, y mientras frotaba una contra otra sus manos secas y blancas, llenas de sortijas—. Yo seré el único de mis convidados que morirá en la cama. Bien, bien… ¡En la cama! Conde de Cagliostro, yo no soy un incrédulo. ¿En mi cama y lo más tarde posible? A ver, mi ayuda de cámara, ¿dónde están mis gotas?

El ayuda de cámara acudió con un frasco en la mano, y el mariscal, acompañado por él, entró en su dormitorio.