Catalina se había arreglado de modo que pudiera quedar sola con Pitou, a pesar de la presencia de su madre.
La buena señora Billot había encontrado algunas complacientes compañeras que la habían seguido, sosteniendo la conversación, y Catalina, dejando su montura a una de ellas, volvió a pie por los bosques con Pitou, que se había sustraído a sus triunfos.
Esta especie de arreglos no extrañan a nadie en el campo, donde todos los secretos pierden su importancia a causa de la indulgencia que conceden unos a otros.
Pareció natural que Pitou tuviera que hablar con la señora Billot y su hija, y acaso no se echara de ver.
Aquel día, cada cual tenía su interés en el silencio y en la densidad de las sombras. Todo cuanto era gloria o dicha ocultábase bajo las encinas seculares en los países de bosque.
—Heme aquí, señorita Catalina —dijo Pitou cuando estuvieron solos.
—¿Por qué habéis estado ausente de la granja tanto tiempo? —preguntó Catalina—. No me parece bien, señor Pitou.
—Pero, señorita —replicó Pitou, admirado—, bien sabéis…
—No sé nada… Está mal hecho.
Pitou se mordió los labios: le repugnaba ver mentir a Catalina.
La joven lo echó de ver. Por otra parte, la mirada de Pitou era siempre franca y leal, y ahora la bajaba.
—Escuchad, señor Pitou: otra cosa tengo que deciros.
—¡Ah!
—El otro día, en el lugar donde me visteis…
—¿Dónde os he visto?
—¡Ah! Bien lo sabéis.
Catalina se ruborizó.
—¿Qué hacíais allí? —dijo.
—¿Me reconocisteis? —preguntó Pitou con un tono de dulce y melancólica reconvención.
—Al pronto no, pero después sí.
—Y ¿cómo es eso?
—Es que a veces se halla una distraída, anda y no fija la atención; pero después reflexiona.
—Seguramente.
Catalina guardó silencio, y Pitou también. Uno y otro tenían demasiadas cosas que pensar para hablar tan claro.
—En fin —repuso Catalina—, ¿no erais vos?
—Si, señorita.
—¿Qué hacíais allí? ¿Estabais escondido?
—¿Escondido? Nada de eso. ¿Por qué me había de esconder?
—¡Oh! ¡La curiosidad!…
—Señorita, yo no soy curioso.
Catalina golpeó el suelo con su pequeño pie, haciendo un ademán de impaciencia.
—Lo cierto es —repuso— que estabais allí, y que aquel no es sitio de los que acostumbráis frecuentar.
—Señorita, ya visteis que leía.
—¡Ah! Lo ignoraba.
—Puesto que me habéis visto, debéis saberlo.
—Os he visto, es verdad, pero vagamente. Y… ¿vos leíais?
—El Perfecto Guardia Nacional.
—¿Qué es eso?
—Un libro en el que aprendo la táctica para enseñarla después a mis hombres. Y para estudiar bien, ya sabéis, señorita, que es preciso aislarse.
—Esto es verdad; y en el lindero del bosque, nada os distrae.
—Absolutamente nada.
Siguióse otra pausa. La señora Billot y las comadres hablaban siempre.
—¿Estudiáis largo tiempo cuando vais al bosque? —preguntó Catalina.
—Algunas veces, días enteros, señorita.
—Entonces —exclamó la joven vivamente— haría largo tiempo que estabais allí. Es extraño que no os viera cuando llegué —dijo Catalina.
En esto mentía, y tan atrevidamente, que Pitou estuvo tentado de decírselo; pero se avergonzaba por ella; estaba enamorado, y de consiguiente era tímido, defectos a que debió su circunspección.
—Tal vez me durmiera —dijo Pitou—, lo cual sucede a veces cuando la imaginación trabaja mucho.
—Eso es, y, sin duda, durante vuestro sueño yo pasé al bosque para tomar la sombra, y llegué… llegué hasta las antiguas paredes del pabellón.
—¡Ah! —exclamó Pitou—. Del pabellón… ¿Qué pabellón es ese?
Catalina se ruborizó de nuevo. La pregunta le parecía demasiado afectada para creer que fuese sincera.
—El pabellón de Charny —repuso, aparentando también tranquilidad—. Allí es donde crece la mejor siempreviva[50] del país.
—¡Hola!
—Me había quemado con lejía, y esas hojas son un buen remedio.
Ángel, el pobre, como si hubiera querido creer aquello, fijó una mirada en las manos de Catalina.
—No ha sido en las manos —dijo la joven vivamente—, sino en el pie.
—Y ¿encontrasteis lo que buscabais?
—Sí, ya no cojeo: mirad.
—Menos cojeaba aún —pensó Pitou— cuando la vi corriendo como una corza entre los brezos.
Catalina creyó que había triunfado, imaginándose que Pitou no había sabido ni visto nada.
Y, cediendo a un movimiento de alegría, movimiento poco digno de un alma tan hermosa, replicó:
—¿Conque el señor Pitou se burlaba de nosotras, estaba orgulloso de su nueva posición y tenía a menos hablar con los pobres aldeanos desde que es oficial?
Pitou se resintió: tan gran sacrificio como el suyo, aunque disimulado, exige casi siempre recompensa, y como Catalina, por el contrario, parecía reprender y hacerle burla, sin duda por comparación con Isidoro de Charny, todas las buenas disposiciones de Pitou se desvanecieron. El amor propio es una víbora dormida que nunca es prudente pisar, a menos de aplastarla con el pie.
—Señorita —replicó—, me parece que más que erais vos quien se burlaba de mí.
—¿Por qué?
—En primer lugar, me despedisteis de la granja rehusándome trabajo. ¡Oh! No le he dicho nada al señor Billot, a Dios gracias: tengo brazos y un corazón al servicio de mis necesidades.
—Os aseguro, señor Pitou…
—Basta, señorita: vos sois dueña de vuestras acciones, y podíais despedirme; pero ya que fuisteis al pabellón de Charny, y que yo estaba allí, y que me habéis visto, a vos correspondía hablarme, en vez de huir, como la que ha robado manzanas.
La víbora había mordido. Catalina cayó desde lo alto de su tranquilidad.
—¿Huir? —dijo—. ¿Yo huía?
—Como si se hubiese incendiado la granja, señorita; apenas había tenido yo tiempo para cerrar el libro, cuando ya habíais saltado sobre ese pobre Cadet, oculto entre el follaje, donde devoró toda la corteza de un fresno, por lo cual se perderá el árbol.
—¡Un árbol perdido! ¿Qué me decís, señor Pitou? —balbuceó Catalina, a quien abandonaba todo su aplomo.
—Es muy natural —continuó Pitou—. Mientras que vos buscabais la hierba, Cadet mordía la corteza del árbol, y en una hora el caballo devora mucho.
—¡En una hora! —exclamó Catalina.
—Es imposible, señorita, que un caballo despoje de tal modo un árbol como ese en menos tiempo. Debéis haber cogido hierba para tantas heridas como las que se infirieron en la plaza de la Bastilla: la siempreviva es una famosa planta para las cataplasmas.
Catalina, muy pálida y confundida, no supo qué decir.
Pitou se calló a su vez, pues había dicho bastante.
La madre Billot, detenida en una encrucijada, se disponía a despedirse de sus compañeras.
Pitou, que estaba en un suplicio, porque acababa de inferir una herida cuyo dolor sentía él mismo, balanceábase alternativamente sobre una y otra pierna, como el ave que quiere volar.
—Vamos, ¿qué dice el oficial? —gritó la señora Billot.
—Dice que se dispone a daros las buenas tardes —con testó Pitou.
—Aún no, quedaos un poco —dijo Catalina con acento casi desesperado.
—¡Pues buenas tardes! —dijo la madre Billot. ¿Vienes tú, Catalina?
—¡Oh! Decidme la verdad —murmuró la joven.
—¿Cuál, señorita?
—¿No sois mi amigo?
—¡Ay de mí! —exclamó el infeliz, que sin experiencia aún entraba en el amor por el peligroso camino de las confidencias, del que solamente los hábiles saben sacar partido en detrimento de su amor propio.
Pitou sintió que su secreto se le iba a escapar de los labios, comprendiendo también que la primera palabra de Catalina le pondría a merced de ella.
Pero también reconoció que si hablaba era hombre perdido, previniendo que moriría de pesar el día en que Catalina le anunciara lo que él no hacía más que sospechar.
Esta inquietud le hizo permanecer mudo como un romano.
Saludó a la señorita Catalina con un respeto que angustió el corazón de la joven, y después a la señora Billot con amable sonrisa, desapareciendo después en la espesura del bosque.
Catalina, a pesar suyo, dio un salto como para seguirle.
La madre Billot dijo a su hija:
—Ese muchacho tiene algo bueno; es listo y no le falta corazón.
Cuando estuvo solo, Pitou dio principio a un largo monólogo sobre el tema siguiente:
—¿Es eso lo que se llama amor? Es muy dulce en momentos dados; pero muy amargo en otros.
El pobre muchacho era tan cándido y tan bueno, que no reflexionaba que en el amor hay miel y acíbar, y que el señor Isidoro había guardado para sí la primera.
A partir de aquel momento, Catalina, que había sufrido horriblemente, concibió una especie de respetuoso temor hacia Pitou, temor que estaba muy lejos de experimentar algunos días antes respecto al inofensivo y grotesco personaje.
Cuando no se inspira amor, no desagrada inspirar un poco de temor, y Pitou, que ansiaba mucho tener dignidad personal, no se habría lisonjeado poco al descubrir este género de sentimiento en Catalina.
Pero como no era bastante fisiólogo para adivinar las ideas de una mujer a la legua y media de distancia, se contentó con llorar mucho, recordando una infinidad de canciones del pueblo, las más tristes y melancólicas que conocía.
Su ejército se habría desengañado mucho al ver a su general entregado a unas jeremiadas tan elegíacas.
Cuando Pitou hubo cantado, llorado y andado mucho, volvió a su casa, donde pudo ver que los idólatras de Haramont habían puesto centinela en su puerta para honrarle.
Pero el centinela no tenía el arma al brazo porque estaba ebrio y dormía sobre el banco de piedra con el fusil entre las piernas.
Pitou, asombrado, le despertó.
Entonces supo que sus treinta hombres habían organizado un festín en casa del padre Tellier, el Batel de Haramont; que doce de las comadres más entusiastas coronaban a los vencedores, y que se había reservado el puesto de honor al Turena que había batido al Conde del cantón vecino.
Pitou se había fatigado demasiado el corazón para que el estómago no se resintiese de ello. «Se ha extrañado —dice Chateaubriand— que contenga tantas lágrimas el ojo de un rey; pero jamás se pudo medir el vacío que las lágrimas producen en el estómago de un adulto».
Pitou, conducido por su centinela a la sala del festín, fue recibido con estrepitosas aclamaciones.
Saludó silenciosamente, sentóse del mismo modo, y con la calma que todos conocían atacó las tajadas de ternera y cuanto le dieron.
Esto duró todo el tiempo necesario para que su corazón se dilatara y su estómago se llenase.