Capítulo LXVIII

El padre Clouïs tuvo su carabina. Pitou era muchacho de palabra, y para él lo prometido equivalía a una deuda.

Diez visitas semejantes a la primera convirtieron a Pitou en un granadero completo.

Por desgracia, el padre Clouïs no era tan entendido en la maniobra como en el ejercicio, y cuando hubo explicado la vuelta, la media vuelta y las conversiones, ya no tuvo más que enseñar.

Entonces Pitou apeló al Práctico Francés y al Manual de la Guardia Nacional, que acababan de publicarse, y a los cuales consagró la suma de un escudo.

Gracias al generoso sacrificio de su comandante, el batallón de Haramont aprendió a moverse con bastante regularidad en un terreno de maniobras.

Después, cuando Pitou observó que los movimientos se complicaban, hizo un viaje a Soissons, donde vio maniobrar verdaderos batallones, mandados por verdaderos oficiales, y allí aprendió en pocas horas más que en dos meses de teorías.

Dos meses transcurrieron así, dos meses de trabajo, de fatiga y de fiebre.

Pitou ambicioso, Pitou enamorado, Pitou desgraciado en amores, y, sin embargo, ¡débil compensación!, cubierto de gloria. Pitou había sacudido bruscamente lo que ciertos fisiólogos llaman, por decirlo así, la parte bruta.

Esta última había sido despiadadamente sacrificada por el alma en Pitou: el joven había corrido tanto, había agitado de tal manera sus miembros y aguzado tan repetidamente su ingenio, que se extrañaba que pensase aún en satisfacer o consolar su corazón.

Y, sin embargo, así era.

¡Cuántas veces, después del ejercicio, que casi siempre se practicaba después del trabajo nocturno, cuántas veces Pitou atravesó las llanuras de Largny y de Noue, en toda su extensión, y después el bosque, para ir al lindero de las tierras de Boursonne, a fin de espiar a Catalina, siempre fiel a sus citas!

Catalina, que robando una o dos horas diarias a los trabajos de la casa iba a reunirse en un pequeño pabellón, situado en medio de un bosquecillo independiente del castillo de Boursonne, con su amado Isidoro, aquel feliz mortal, siempre más altivo, siempre más bello, cuando todos sufrían y se arrodillaban a su alrededor.

¡Cuántas angustias devoró el pobre Pitou, cuántas tristes reflexiones debió hacer sobre la desigualdad de los hombres en materia de felicidad!

¡Pitou, a quien buscaban las jóvenes de Haramont, de Taillefontaine y de Vivieres; él, que hubiera podido tener también sus citas en el bosque y que, en vez de pavonearse como un amante feliz, prefería llorar como un niño a quien han dado azotes, ante aquella puerta cerrada del pabellón del señor Isidoro!

Y era que Pitou amaba a Catalina, amábala apasionadamente, tanto más cuanto que la creía superior a él.

Ni siquiera reflexionaba que la joven había dado su corazón a otro, e Isidoro había dejado de ser objeto de sus celos. Isidoro era un señor, guapo, digno de ser amado; pero Catalina, hija del pueblo, no debía tal vez deshonrar a su familia o, por lo menos, no hubiera debido desesperar a Pitou.

Y era que, cuando reflexionaba, sus pensamientos eran para él puntas muy agudas que le laceraban cruelmente.

—¡Y bien! —decíase Pitou—. Catalina no ha tenido corazón, porque me ha dejado marchar, y después ni siquiera se dignó preguntar si me había muerto de hambre. ¿Qué diría el padre Billot si supiera que se abandona así a sus amigos y se descuidan de ese modo sus negocios? ¿Qué diría si supiera que, en vez de ir a vigilar el trabajo de los obreros, la administradora de la casa se ocupa en sus amores con el señor de Charny, un aristócrata? El padre Billot no diría nada: mataría a Catalina.

—Siempre es algo —pensaba Pitou— tener entre manos la facilidad de semejante, venganza.

Sí, pero también era muy hermoso no servirse de ella.

Sin embargo, Pitou había observado ya que las buenas acciones desconocidas no aprovechan a los que las hacen.

¿No sería posible conseguir que Catalina tuviese conocimiento de aquel noble proceder?

¡Oh! Nada era más fácil: bastaba acercarse a Catalina algún domingo durante el baile, y decirle como por casualidad una de esas terribles palabras que revelan a los culpables que se conoce su secreto.

Aunque no fuera más que ver sufrir un poco a la orgullosa joven, ¿no valía la pena hacerlo?

Mas para ir al baile era preciso presentarse de modo que se pudiera competir con el elegante caballero, y no era nada aceptable para un rival ponerse en parangón con un hombre tan apuesto como Charny.

Pitou, fértil en recursos, como todos aquellos que saben concentrar sus penas, halló un medio mejor que la conversación en el baile.

El pabellón donde tenían sus citas Catalina y el vizconde de Charny estaba rodeado de un espeso tallar contiguo al bosque de Villers-Cotterêts.

Un simple foso indicaba el límite entre la propiedad del conde y la del particular.

Catalina, a quien llamaban a cada instante para los negocios de la granja en los pueblos inmediatos; Catalina, que para llegar a ellos debía atravesar necesariamente el bosque; Catalina, de la que nada se podía decir mientras estaba en él, no tenía que hacer más que franquear el foso para estar en el bosque de su amante.

Este punto se había elegido seguramente como el más ventajoso para refutar cualquier acusación.

El pabellón dominaba tan bien el tallar, que por las aberturas oblicuas, con vidrios de color, se podía distinguir todo cuanto pasaba cerca, y la salida de aquel pabellón se disimulaba tan perfectamente por la espesura, que una persona que saliese a caballo podía trasladarse en tres saltos al bosque, es decir, a un terreno neutral.

Pero Pitou había ido con tanta frecuencia día y noche: Pitou había estudiado tan bien el terreno, que conocía el sitio por donde Catalina llegaba, así como el cazador furtivo sabe por dónde ha de pasar la corza que quiere cazar al acecho.

Jamás Catalina penetraba en el bosque seguida de Isidoro: este permanecía algún tiempo en el pabellón para observar si le sucedía algo al salir; después marchaba por el lado opuesto, y punto concluido.

El día que Pitou eligió para su demostración fue a emboscarse en el sitio por donde Catalina debía pasar; y trepó a un haya enorme, que dominaba con sus trescientos años el pabellón y el tallar.

No habría transcurrido una hora cuando vio pasar a Catalina; sujetó su caballo en un barranco del bosque, y de un solo salto, como un ciervo espantado, franqueó el toso y penetró en el tallar que conducía al pabellón.

Precisamente Catalina había pasado por debajo del árbol donde se hallaba oculto el joven.

Pitou no tuvo que hacer más que bajar de su rama y apoyarse en el tronco del árbol. Una vez así, sacó del bolsillo un libro, el Perfecto Guardia Nacional, y aparentó leer.

Al cabo de una hora llegó a oídos de Pitou el ruido de una puerta que se cierra y el roce de un vestido en el follaje; la cabeza de la joven apareció después fuera del ramaje, mirando con inquietud en torno suyo, para observar si podían verla. En aquel momento hallábase a diez pasos de Pitou.

Este último permanecía inmóvil, con su libro sobre las rodillas.

Pero ya no aparentaba leer, y miraba a Catalina con la intención de que la joven comprendiese que lo hacía expresamente.

Catalina dejó escapar un ligero grito ahogado al reconocer a Pitou, púsose pálida como si la muerte hubiese pasado junto a ella tocándola, y después de una breve vacilación, que se revelaba por el temblor de sus manos y la contracción de su seno, precipitóse en el bosque, y, encontrando su caballo, emprendió en él la fuga.

Pitou volvió a Haramont en parte feliz, aunque algo atemorizado, porque, apenas se hubo dado cuenta de lo que acababa de hacer, vio en aquel simple paso muchos detalles enojosos que no se le habían ocurrido en un principio.

El domingo siguiente era el señalado en Haramont para una solemnidad militar.

Bastante instruidos ya, o creyendo estarlo, los guardias nacionales del pueblo habían rogado a su comandante que los reuniese para practicar un ejercicio público.

Algunos pueblos vecinos, excitados por la emulación, y que habían hecho también estudios militares, debían enviar a Haramont sus guardias para establecer una especie de competencia con sus mayores en la carrera de las armas.

Una diputación de cada uno de estos pueblos se había entendido con el estado mayor de Pitou, y la capitaneaba un labrador, antiguo sargento.

El anuncio de tan magnífico espectáculo hizo acudir a muchos curiosos con su traje de fiesta, y el Campo de Marte de Haramont fue invadido desde la mañana por una multitud de mujeres jóvenes y de niños, a los cuales se agregaron más lentamente, aunque no con menos interés, los padres y las madres de los campeones.

Lo primero que se hizo fue tomar un refrigerio sobre la hierba, muy frugal y reducido a frutas y galletas humedecidas con agua del manantial.

Poco después resonaron cuatro tambores en otras tantas direcciones diferentes, es decir, de Largny, de Vez, de Taillefontaine y de Viviers.

Haramont había llegado a ser un centro, y tenía sus cuatro puntos cardinales.

Un quinto tambor tocó ruidosamente, conduciendo fuera de Haramont a los treinta y tres guardias nacionales.

Entre los espectadores veíase una parte de la aristocracia y de la clase media de Villers-Cotterêts, que había ido allí para reírse un poco, y además muchos labradores de las cercanías, que iban para ver.

Muy pronto llegaron en dos caballos, una junto a otra, Catalina y la madre Billot.

Era el momento en que la guardia nacional de Haramont desembocaba del pueblo al son de un pito y un tambor, mientras que su comandante, Pitou, montaba un gran caballo blanco, prestado por Maniquet, su teniente, a fin de que la imitación de París fuese más completa, y para que el general Lafayette estuviese representado ad vivum en Haramont.

Pitou, rebosando de orgullo y satisfacción, cabalgaba, espada en mano, en aquel gran caballo de doradas crines, y si en su aspecto no se notaba algo de elegante y aristocrático, por lo menos tenía un aire de robustez y valentía, agradable de ver.

Aquella entrada triunfal de Pitou y de sus hombres, es decir, de aquellos que habían dado el ejemplo a la provincia, fue acogida con alegres aclamaciones.

La guardia nacional de Haramont llevaba sombreros semejantes, adornados todos de la escarapela nacional, fusiles relucientes, y marchaba en dos filas con una igualdad muy satisfactoria.

Por eso cuando llegó al campo de maniobras se había conquistado ya todos los sufragios de la asamblea.

Pitou vio de reojo a Catalina y se sonrojó, mientras que ella palidecía.

Desde aquel momento la revista tuvo para él más interés que para todo el mundo.

Mandó hacer primeramente a sus soldados el ejercicio de fusil, y cada movimiento que ordenó fue ejecutado con tal precisión que al punto resonaron los aplausos.

Pero no sucedió lo mismo con los guardias nacionales de los otros pueblos, que se mostraron torpes y descompuestos. Los unos, medio armados y mal instruidos, se desmoralizaban ya por la comparación, exagerando los otros con orgullo lo que tan bien sabían la víspera.

Todos ellos no dieron más que resultados imperfectos.

Pero del ejercicio se debía pasar a la maniobra, y aquí era donde el sargento esperaba a su competidor Pitou.

Atendida su antigüedad, el sargento había obtenido el mando en jefe, y para él tratábase tan sólo de hacer maniobrar a los ciento setenta hombres del ejército general.

Pero no pudo conseguirlo.

Pitou, con su espada debajo del brazo y su fiel casco en la cabeza, miraba sonriendo como hombre superior.

Cuando, el sargento hubo visto las cabezas de sus columnas, que se perdían entre los árboles del bosque, mientras que la retaguardia tomaba el camino de Haramont, y al observar que los cuadros se dispersaban, confundiéndose unos con otros, en tanto que los jefes de fila se aturdían sin saber qué hacer, se oyó un murmullo de desaprobación para sus veinte soldados.

Entonces resonó un grito por la parte de Haramont.

—¡Pitou, Pitou, Pitou!

—¡Sí, sí, Pitou! —gritaron los hombres de los otros pueblos, furiosos al ver una inferioridad que atribuían caritativamente a sus instructores.

Pitou volvió a monta en su caballo blanco y, poniéndose al frente de sus hombres, los cuales colocó a la cabeza del ejército, dio la voz de mando con tal energía y una voz tan estentórea, que las encinas del bosque se estremecieron.

En el mismo instante, y como por milagro, las filas desordenadas se alinearon; los movimientos uniformes ejecutáronse con una precisión que no pudo perturbarse por el entusiasmo, y Pitou puso en práctica de una manera tan feliz las lecciones del padre Clouis y la teoría del Perfecto Guardia Nacional, que obtuvo un éxito brillante.

El ejército, reunido y unánime, le nombró imperator en el campo de batalla.

Pitou se apeó, inundado de sudor y ebrio de orgullo, y al sentar el pie en tierra recibió las felicitaciones de los pueblos.

Pero al mismo tiempo buscaba entre la multitud las miradas de Catalina.

De repente, la voz de la joven resonó en su oído.

Pitou no había necesitado ir en busca de Catalina, sino que esta venía a verle.

El triunfo era completo.

—¡Cómo! —exclamó la joven con aire risueño, desmentido por la palidez de su rostro—. ¿No nos dice nada a nosotros el señor Ángel? ¿Tanto es vuestro orgullo porque sois un gran general?

—¡Oh! No —contestó Pitou—. ¡Buenos días, señorita!

Y, volviéndose hacia la madre Billot, añadió:

—Tengo el honor de saludaros, señora Billot.

Después, dirigiéndose de nuevo a Catalina, le dijo:

—Señorita, os engañáis: yo no soy un gran general, sino un pobre muchacho animado del deseo de servir a mi patria.

Esta frase fue transmitida por las oleadas de la multitud, y en medio de universales aclamaciones se declaró que era sublime.

—Ángel —dijo en voz baja Catalina— es preciso que os hable.

—¡Ah, ah! —pensó Pitou—. Ya estamos.

Y en voz alta contestó:

—A vuestras órdenes, señorita Catalina.

—Pues volved con nosotras a la granja.

—Está bien.