Capítulo LXVII

Pitou corrió así durante media hora, poco más o menos, internándose cada vez más en la parte más salvaje y profunda del bosque.

Había allí, entre aquellas altas espesuras tres veces seculares, apoyada en una inmensa roca, y en medio de zarzas formidables, una cabaña construida treinta y cinco o cuarenta años antes, y habitada por un personaje que en su propio interés había sabido rodearse de cierto misterio.

Aquella cabaña, medio socavada en la tierra, y en parte entretejida por fuera con ramaje y madera, no recibía la luz y el aire más que por un agujero oblicuamente practicado en el tejadillo.

Bastante parecida a las chozas de los gitanos del Albaicín, se revelaba a veces a las miradas por las columnas de azulado humo qué salían de su parte superior.

Sin esto, nadie, excepto los guardas del bosque, los cazadores y los campesinos de los alrededores, hubiera adivinado que en aquella choza habitaba un hombre.

Y, sin embargo, hacía cuarenta años que allí vivía un anciano guardia retirado, pero a quien el duque de Orleans, padre de Luis Felipe, había otorgado permiso para habitar en el bosque, conservar su uniforme y disparar un tiro todos los días contra una liebre o un conejo.

Quedaban exceptuados los animales de caza mayor y las aves.

El buen hombre contaba sesenta y nueve años en la época en que hablamos; se había llamado primeramente Clouïs a secas, y después padre Clouïs, a medida que avanzaba en edad.

De su nombre recibió su bautismo la inmensa roca en que su choza se apoyaba, y llamábanla, por lo tanto, la piedra Clouïsa.

Nuestro hombre, herido en Fontenoy, hubo de sufrir a causa de esto la amputación de una pierna, y he aquí por qué, retirado muy pronto, obtuvo del duque de Orleans los privilegios de que acabamos de hablar.

El padre Clouïs no entraba nunca en la ciudad, ni tampoco iba a Villers-Cotterêts más que una vez al año, solamente para comprar 365 cargas de pólvora y plomo, y 366 en los años bisiestos.

Aquel mismo día llevaba a casa del señor Cornú, sombrerero en la calle de Soissons, 365 o 366 pieles, la mitad de conejos y la mitad de liebres, por las que el industrial le daba 75 libras tornesas.

Y cuando decimos 365 pieles en los años ordinarios y 366 en los bisiestos, no nos engañamos en uno solo, porque el padre Clouïs, teniendo derecho a un tiro diario, se había arreglado para matar una liebre o un conejo a cada disparo; y como no se permitía jamás ni uno más ni uno menos que los 365 concedidos en los años ordinarios, y los 366 en los bisiestos, el padre Clouïs mataba justamente 183 liebres y 182 conejos en los años ordinarios, y 183 de las primeras y otros tantos de los segundos en los bisiestos.

Vivía de la carne de los animales, bien se la comiese, o ya la vendiera; con el producto de la piel, como ya hemos dicho, compraba municiones, y poco a poco formaba un capital.

Además de esto, una vez al año, el padre Clouïs hacía una pequeña especulación.

La piedra en que se apoyaba su choza tenía una parte inclinada como un tejado, formando un declive, cuyo espacio sería de unos dieciocho pies en su mayor superficie.

Un objeto colocado en la extremidad superior descendía suavemente hasta la inferior.

El padre Clouïs hizo circular poco a poco en los pueblos inmediatos, por mediación de las buenas mujeres que iban a comprarle sus liebres o conejos, que las jóvenes que el día de San Luis se dejaran deslizar tres veces por la piedra, de arriba abajo, se casarían dentro del año.

El primer año se presentaron muchas jóvenes; pero ninguna de ellas se atrevió a intentar la prueba.

Al año siguiente, tres de ellas se aventuraron; dos se casaron pronto, y en cuanto a la tercera, quedó soltera, pero el padre Clouïs aseguró atrevidamente que, si le faltaba esposo, era porque no se deslizó por la piedra con la misma fe que las otras.

El año que siguió, todas las jóvenes de las cercanías acudieron para dejarse resbalar.

El padre Clouïs declaró que no habría nunca bastantes mozos para tantas muchachas, pero que una tercera parte de estas, las más creyentes, se casarían.

En efecto: bastantes se casaron, y, a partir de aquel momento, quedó sentada la reputación matrimonial de la piedra Clouïsa, y todos los años, el día de San Luis, hubo doble fiesta en la ciudad y en el bosque.

Entonces el padre Clouïs pidió privilegio: como no era posible pasar junto a la piedra todo el día sin comer ni beber, obtuvo el monopolio, el 25 de agosto, para vender comida y bebida a los jóvenes de ambos sexos que iban a dejarse resbalar por la piedra, pues también los hombres lograron persuadir a las mujeres de que la virtud de la roca era infalible si hacían la prueba juntos, y sobre todo al mismo tiempo.

Durante treinta y cinco años, el padre Clouïs vivía de este modo; el país le trataba como los árabes a sus marabúes, y había pasado al estado de leyenda.

Pero lo que más preocupaba a los cazadores e irritaba a los guardas era que estaba probado que el padre Clouïs no disparaba más que 365 tiros al año, y que con estos mataba 183 liebres y 182 conejos.

Más de una vez varios señores de París invitados por el duque de Orleans a pasar algunos días en el castillo, habiendo oído referir la historia del padre Clouïs, habían ido a depositar, según su generosidad, un luis o un escudo en su callosa mano, y trataron de sorprender el secreto de aquel hombre que no erraba ninguno de sus 365 tiros.

Pero el padre Clouïs no había sabido darles más explicación que esta, es decir, que en el ejército había adquirido la costumbre de matar con aquella misma carabina, cargada con bala, un hombre a cada tiro, lo cual era mucho más fácil, según había observado, tratándose de tocar con perdigones a un consejo o una liebre, y a los que sonreían al oírle hablar así, el padre Clouïs les preguntaba:

—¿Por qué tiráis si no estáis seguros de tocar el blanco?

Frase digna de figurar entre las del señor de la Palisse.

—Pero ¿por qué el señor duque de Orleans, padre, que no era ningún avaro, no os ha concedido más que un tiro cada día? —le preguntaban.

—Porque más hubiera sido demasiado, puesto que él me conocía bien.

La curiosidad de aquel espectáculo y lo singular de aquella teoría reportaban, un año con otro, diez o doce luises al viejo anacoreta.

Ahora bien: como ganaba otro tanto con sus pieles de conejo y el día de fiesta que había instituido por sí propio, y atendido que no gastaba más que un par de polainas cada cinco años y un traje cada diez, el padre Clouïs no era del todo desgraciado.

Muy por el contrario, circulaba el rumor de que tenía un escondrijo, un pequeño tesoro, y que aquel que le heredara no haría mal negocio.

Tal era el singular personaje que Pitou iba a buscar en medio de la noche después de ocurrírsele aquella famosa idea que debía sacarle de su terrible apuro.

Mas, para encontrar al padre Clouïs, no se debía ser torpe.

Así como el viejo pastor de los rebaños, Neptuno, Clouïs no se dejaba coger tan fácilmente. Sabía distinguir muy bien entre el importuno que no produce y el curioso opulento; y como se mostraba ya bastante desdeñoso con este último, júzguese cómo trataría al primero.

Clouïs estaba echado en su lecho de brezos, lecho maravilloso y aromático que el bosque le proporcionaba en el mes de septiembre y que no era necesario renovar hasta el mismo mes del año siguiente.

Eran las once de la noche, poco más o menos, y hacía un tiempo claro y fresco.

Para llegar a la cabaña del padre Clouïs era preciso desviar el ramaje de un olmo tan sumamente espeso, que el rumor que producía anunciaba siempre al cenobita la llegada de un visitante.

Pitou hizo cuatro veces más ruido que cualquier otro personaje. El padre Clouïs levantó la cabeza y miró, pues se hallaba despierto.

El solitario estaba aquel día de muy mal humor, pues le había ocurrido un terrible accidente que le hacía inaccesible a sus más afables conciudadanos.

El accidente era muy desgraciado, en efecto: la carabina que le había servido cinco años para cargarla con bala, y treinta y cinco para servirse de perdigones, había estallado al hacer fuego sobre un conejo.

Era el primer tiro perdido hacía treinta y cinco años.

Pero el conejo, que huyó sano y salvo, no era lo que más disgustaba al padre Clouïs: dos dedos de su mano izquierda se habían dañado por la explosión; Clouïs hizo la primera cura con hierbas mascadas y hojas; mas no pudo componer su carabina.

Ahora bien: para obtener otra era preciso que el padre Clouïs apelase a su tesoro, y, aunque hiciese un sacrificio tomando la considerable suma de dos luises para la nueva carabina, no podía asegurarse que esta mataría a cada disparo como la que acababa de perder tan desgraciadamente.

Según se ve, Pitou llegaba en mal momento.

He aquí por qué cuando puso la mano sobre el picaporte de la puerta, el padre Clouïs produjo una especie de gruñido que hizo retroceder al comandante de la guardia cívica de Haramont.

¿Sería algún lobo o una jabalina la que había sustituido allí al solitario?

Por eso Pitou se detuvo de pronto.

—¡Eh, padre Clouïs! —gritó.

—¿Qué hay? —preguntó el misántropo.

Pitou se tranquilizó al reconocer la voz del digno anacoreta.

—Bueno —dijo—, ¿estáis ahí?

Y dando un paso en el interior de la cabaña y haciendo una cortesía, añadió:

—Buenos días, padre Clouïs. ¿Cómo va?

—¿Quién es? —preguntó el herido.

—Yo.

—Y ¿quién eres tú?

—Pitou.

—¿Qué Pitou?

—Yo, Ángel Pitou, de Haramont; ya sabéis.

—Y ¿qué me importa a mí que seas Ángel Pitou, de Haramont?

—¡Oh, oh! No está de buen humor el padre Clouïs, y le he despertado a mala hora.

—Muy mala: tienes razón.

—¿Qué debo hacer entonces?

—Lo mejor que puedes hacer es irte.

—¿Sin hablar un poco?

—¿Hablar de qué?

—De un servicio que podéis prestarme, padre Clouïs.

—Yo no presto servicios de balde.

—Y yo pago los que me hacen.

—Es posible; pero yo no puedo ya servirte de nada.

—¿Cómo que no?

—Porque ya no mato.

—¿Que ya no matáis vos, que no perdéis un solo tiro? Esto no es posible, padre Clouïs.

—Vamos, retírate.

—¡Pero, padre Clouïs!

—Ya me importunas.

—Escuchadme, y no os arrepentiréis.

—Veamos, pues; pero pocas palabras… ¿Qué deseas?

—Sois un veterano.

—¿Qué más?

—Pues bien, padre Clouïs: yo quiero…

—¡Acaba, tunante!

—Quiero que me enseñéis el ejercicio.

—¿Estás loco?

—No: conservo todo mi juicio, por el contrario. Enseñadme el ejercicio, padre Clouïs, y hablaremos del precio.

—¡Decididamente, este animal se ha vuelto loco! —exclamó el veterano bruscamente, incorporándose sobre sus brazos.

—Padre Clouïs, sí o no; enseñadme el ejercicio como lo hacen en el ejército, en doce tiempos, y pedidme lo que os plazca.

El anciano se levanto a medias y, fijando su mirada hosca en Pitou, le preguntó:

—¿La cosa que me plazca has dicho?

—Sí.

—¡Pues bien! La cosa que me place es una carabina.

—¡Ah! ¡Qué oportunamente la pedís! —contestó Pitou—. Yo tengo treinta y cuatro.

—¿Tú tienes treinta y cuatro?

—Sí, y la que he escogido para mi uso os convendrá: es una graciosa carabina de sargento, con las armas del rey embutidas en oro sobre la culata.

—Y ¿cómo te has proporcionado esa carabina? Supongo que no la habrás robado…

Pitou refirió su historia franca y lealmente.

—Está bien —dijo el anciano guardia—; comprendo. Yo bien quisiera enseñarte el ejercicio, pero tengo los dedos malos.

Y a su vez refirió a Pitou el accidente que le había ocurrido.

—¡Pues bien! —contestó Pitou—, no os preocupéis de vuestra carabina, porque será reemplazada. ¡Pardiez! No se ha de pensar más que en los dedos… y con estos no sucede como con los fusiles, pues yo tengo treinta y cuatro.

—¡Oh! En cuanto a los dedos, no importa, y con tal que me prometas que mañana estará aquí el arma… Ven.

Y se levantó al punto.

La luna, en su cénit, difundía torrentes de blanca luz en el claro que se extendía delante de la cabaña.

Pitou y el padre Clouïs avanzaron por el claro.

Quien hubiera visto en aquella soledad las dos sombras negras gesticulando, y rodeadas de aquella poética luz, no habría podido menos de experimentar un misterioso terror.

El padre Clouïs tomó el tronco de su arma, mostrándoselo a Pitou, y comenzó a enseñarle la posición y la actitud del militar.

Era curioso ver cómo aquel anciano, encorvado por la costumbre de discurrir por el tallar, reanimado por el recuerdo del regimiento y el aguijón del ejercicio, se erguía de pronto, moviendo la cabeza, cuyos cabellos blancos, pendientes sobre los hombros, estaban sólidamente atados.

—Mírame bien —decía a Pitou—; mira con atención, pues así se aprende.

—Cuando hayas visto bien lo que yo hago, procura imitarme: yo te miraré a mi vez.

Pitou hizo la prueba.

—Más adentro las rodillas; sube los hombros, mueve libremente la cabeza; coloca los pies de modo que haya buena base. Con los pies tan grandes, bien puedes hacerlo.

Pitou obedecía lo mejor que le era posible.

—¡Bien! —exclamó el anciano—. Tienes el aire bastante marcial.

Estas palabras lisonjearon mucho a Pitou, pues no esperaba tanto.

En efecto, ¡tener el aire marcial al cabo de una sola hora de ejercicio! ¿Qué sería al cabo de un mes? Tendría el aire majestuoso.

Por eso quiso continuar.

Pero era bastante para la primera lección.

Por lo demás, el padre Clouïs no quería molestarse demasiado antes de tener la carabina.

—No —dijo—; basta para una vez: ya puedes enseñarles en la primera lección lo que has aprendido, y aún tardarán cuatro días en aprenderlo, en cuyo tiempo habrás venido aquí dos veces.

—¡Cuatro! —exclamó Pitou.

—¡Ah, ah! —repuso fríamente el padre Clouïs—. Tienes celo y buenas piernas, según parece. ¡Bueno, ven cuatro veces! Sin embargo, te advertiré que estamos al fin del último cuarto de luna, y que mañana no habrá claridad.

—Haremos el ejercicio en la cabaña —dijo Pitou.

—Para esto has de traer una vela.

—Traeré una libra de ellas, si es necesario.

—Bien. ¿Y mi carabina?

—La tendréis mañana.

—Cuento con ello. Veamos si te acuerdas de lo que te he dicho.

Pitou volvió a comenzar, y lo hizo de modo que mereció los cumplidos de su maestro. En su alegría, hubiera prometido un cañón al padre Clouïs.

Terminada aquella segunda lección, y como ya era tarde, Pitou se despidió. Regresaba más lentamente a su casa, es verdad, pero con paso largo aún, y llegó a Haramont, donde todo el mundo, guardias nacionales y simples pastores, estaban entregados al más profundo sueño.

Pitou soñó que mandaba como jefe un ejército de varios millones de hombres, y que mandaba hacer evoluciones al universo entero colocado en una sola fila, dando la orden de ¡presenten armas!, con una voz que se oía hasta la extremidad del valle de Josafat.

Desde el día siguiente dio o más bien trasladó a sus soldados la lección recibida, con una insolencia en la actitud, y tal aplomo, que elevaron hasta lo imposible el prestigio de que gozaba.

¡Oh popularidad, soplo imperceptible!

Pitou llegó a ser popular, y fue admirado de los hombres, de los niños y de los viejos.

Hasta las mujeres quedaban pensativas cuando en su presencia gritaba con voz estentórea a sus treinta soldados alineados en una sola fila.

—Pardiez, ¡seamos marciales! ¡Miradme a mí!

Y, en efecto. Pitou tenía el aire marcial.