Capítulo LXVI

El abate Fortier estaba muy lejos de sospechar la tormenta que le preparaba la profunda diplomacia de Ángel Pitou, y el prestigio de este con los jefes del gobierno.

Ocupábase en demostrar a Sebastián que las malas compañías son la pérdida de toda virtud y de toda inocencia; que París es un abismo donde los mismos ángeles se pervertirían si, como aquellos que se extraviaron en el camino de Gomorra, no remontaban vivamente al cielo; y, tomando por el lado trágico la visita de Pitou, ángel caído, recomendaba a Sebastián, con toda la elocuencia de que era capaz, que se conservase honrado y verdadero realista.

Apresurémonos a decir que, por bueno y verdadero realista, el abate Fortier estaba lejos de entender lo que el doctor Gilberto entendía por las mismas palabras.

El buen abate olvidaba que, atendida esta diferencia en la interpretación, su propaganda era un acto censurable, porque trataba de armar, involuntariamente, sin duda, el espíritu del hijo contra el del padre.

Preciso es confesar, por lo demás, que no encontraba el terreno bien preparado para la simiente.

¡Cosa extraña! A la edad en que los niños son esa blanda arcilla de que el poeta nos habla, a la edad en que se imprimen en su alma todas las ideas que se les quiere comunicar, Sebastián era ya un hombre por la resolución y la tenacidad del pensamiento.

¿Era aquel niño el hijo de la aristocrática dama que despreciaba a un plebeyo hasta el punto de causarle horror, o era este realmente la aristocracia del pueblo exagerada en Gilberto hasta el estoicismo?

El abate Fortier no era capaz de sondear semejante misterio; sabía que el doctor era un patriota algo exaltado, y, con la ingenuidad reparadora de los eclesiásticos, trataba de reformar a su hijo en bien del rey y de Dios.

Sebastián, por otra parte, aunque, al parecer, muy atento, no escuchaba sus consejos, pues pensaba entonces en aquellas vagas visiones que hacía algún tiempo le exaltaban otra vez bajo los grandes árboles del parque de Villers-Cotterêts cuando el abate Fortier conducía a sus discípulos por el lado de la piedra Clouïsa, hacia San Huberto, o de la torre Aumont; en aquellas alucinaciones que eran para él una segunda vida, junto a su existencia natural, una vida engañosa de poéticas felicidades junto al prosaísmo indolente de sus días de estudio y de colegio.

De improviso, la puerta de la calle de Soissons, empujada con alguna violencia, abrióse de por sí y dio paso a varios hombres.

Eran el alcalde de la ciudad de Villers-Cotterêts, el teniente alcalde y el secretario.

Detrás de ellos se veían dos sombreros de gendarmes, y en pos de estos últimos, cinco o seis cabezas de curiosos.

El abate, muy inquieto, se dirigió hacia el alcalde.

—¿Qué ocurre, señor Longpré? —preguntó.

—Señor abate —contestó con gravedad el alcalde—, ¿tenéis conocimiento del nuevo decreto del ministro de la Guerra?

—No, señor.

—Pues tomaos la molestia de leerlo.

El abate tomó el pliego del ministro y lo leyó.

Y al mismo tiempo su rostro palidecía.

—Y bien —preguntó muy impresionado—, ¿qué deseáis?

—Debo advertiros, señor abate, que los señores de la guardia nacional de Haramont, que están abajo, esperan la entrega de armas.

El abate dio un salto, como si se propusiera devorar a los individuos de la guardia nacional.

Entonces Pitou, juzgando que era llegado el momento de presentarse, se acercó seguido de su teniente y del sargento.

—Aquí los tenéis —dijo el alcalde.

El rostro del abate Fortier pasó del color pálido al de púrpura.

—¡Esos tunantes! —exclamó—. ¡Esos imbéciles!

El alcalde era un buen hombre que aún no tenía opinión política bien determinada. Andaba siempre entre las cabras y las coles, y no quería indisponerse ni con Dios ni con la guardia nacional.

Las invectivas del abate Fortier excitaron, por su parte, una ruidosa carcajada, con la cual dominó la situación.

—Ya veis cómo trata el abate a la guardia nacional de Haramont y a sus dos oficiales —dijo a Pitou.

—Es porque el señor abate Fortier nos ha conocido niños y cree que aún lo somos —contestó Pitou con su melancólica dulzura.

—Pero estos niños han llegado a ser hombres —dijo Maniquet con voz sorda, extendiendo hacia el abate su mano mutilada.

—Y esos hombres son serpientes —exclamó el abate, irritado.

—Y serpientes que morderán si se las hostiga —dijo el sargento Claudio a su vez.

El alcalde vio en estas amenazas la futura revolución.

El abate adivinó el martirio.

—En fin, ¿qué se quiere de mí? —preguntó.

—Quieren una parte de las armas que tenéis aquí —contestó el alcalde, tratando de conciliarlo todo.

—Esas armas no son mías —contestó el abate.

—Pues ¿de quién son?

—De monseñor el duque de Orleans.

—De acuerdo, señor abate —dijo Pitou—; pero esto no importa.

—¿Cómo que no importa?

—No: nosotros venimos a pedíroslas, aunque así sea.

—Escribiré a monseñor el duque —replicó majestuosamente el abate.

—Olvidáis —repuso el alcalde a media voz— que esta sería una dilación inútil, pues si se consulta a monseñor contestará que es preciso dar a los patriotas no solamente los fusiles de sus enemigos los ingleses, sino también los cañones de su abuelo Luis XIV.

Esta verdad impresionó dolorosamente al abate, que murmuró:

Circumdedisti me hostibus meis.

—Sí, señor abate —dijo Pitou—, es verdad; pero solamente de vuestros enemigos políticos, porque nosotros no odiamos en vos sino al mal patriota.

—¡Imbécil! —exclamó el abate en un momento de exaltación que le comunicó cierta elocuencia—. ¡Absurdo y peligroso imbécil! ¿Quién de nosotros dos es el buen patriota: yo, que quiero guardar las armas de la patria, o tú, que las pides para la discordia y la guerra civil? ¿Quién de los dos es el buen hijo: yo, que solamente deseo el olivo para festejar a nuestra madre común, o tú, que buscas el hierro para desgarrar su seno?

El alcalde volvió la cabeza para ocultar su emoción, y al mismo tiempo fijó en el abate una mirada como si quisiera decir:

—¡Muy bien!

El teniente alcalde, nuevo Tarquino, derribó algunas flores con su bastón.

Ángel quedó desconcertado, visto lo cual por sus dos subalternos, fruncieron el ceño.

Solamente Sebastián, el niño espartano, se mostró impasible, y acercándose a Pitou preguntóle:

—¿De qué se trata, Pitou?

Este último se lo explicó en dos palabras.

—¿Está firmada la orden? —preguntó el niño.

—Por el ministro y el general Lafayette, y la escritura es de tu padre.

—Pues, entonces —preguntó Sebastián con altivez—, ¿por qué se vacila en obedecer?

Y en las pupilas dilatadas del niño, en sus labios temblorosos y en la rigidez de su frente reveló el implacable espíritu dominante de las dos razas que le habían creado.

El abate, al oír las palabras que pronunciaba la boca de aquel niño, estremecióse y bajó la cabeza.

—¡Tres generaciones de enemigos contra nosotros! —murmuró.

—Vamos, señor abate —dijo el alcalde—; es preciso obedecer.

El abate dio un paso, estrujando las llaves que llevaba pendientes de la cintura, sin duda por un resto de costumbre monástica.

—¡No, mil veces no! —exclamó—. Esa no es mi propiedad, y esperaré la orden del dueño.

—¡Ah, señor abate! —dijo el alcalde, que no podía menos de manifestar su desaprobación.

—Eso es rebeldía —dijo Sebastián al sacerdote—. Ved lo que hacéis.

Tu quoque[47]! —murmuró el abate, cubriéndose con su sotana para imitar el ademán de César.

—Vamos, vamos, señor abate, estad tranquilo, porque esas armas quedarán bien colocadas al servicio de la patria —dijo Pitou.

—¡Cállate, Judas! —contestó el abate—. Si has vendido a tu antiguo maestro, lo mismo venderías a tu patria.

Pitou, agobiado por su conciencia, inclinó la frente: lo que había hecho no era de un corazón noble, sino de un hábil administrador de hombres.

Pero al bajar la cabeza vio a sus dos subordinados, que parecían poseídos de enojo por tener un jefe tan débil.

Pitou comprendió que, si dejaba de producir efecto, perdería todo su prestigio.

Y el orgullo tendió el resorte de aquel valeroso campeón de la revolución francesa.

Y, levantando la cabeza, dijo:

—Señor abate, por sumiso que sea a mi antiguo maestro, no dejaré pasar sin comentarios esas injuriosas palabras.

—¡Ah! ¿Comentas ahora? —exclamó el abate, esperando confundir a Pitou con sus burlas.

—Sí, señor abate, comento, y veréis que mis comentarios son justos —continuó Pitou—. Me llamáis traidor porque me habéis rehusado las armas que yo os pedía con el olivo en la mano y que os arranco ahora con el auxilio de una orden del Gobierno. ¡Pues bien, señor abate! Mejor quiero que parezca que he faltado a mis deberes que haber dado la mano para favorecer con vos la contrarrevolución. ¡Viva la patria! ¡A las armas, a las armas!

El alcalde dirigió a Pitou la misma mirada que fijó antes en el abate, como diciendo:

—¡Ah! Muy bien, muy bien.

Aquel discurso produjo, en efecto, un resultado decisivo contra el abate, y electrizó a los presentes.

El alcalde se eclipsó, haciendo una señal al teniente alcalde para que se quedara.

Este último hubiera querido marcharse también; pero la ausencia de las dos autoridades principales del pueblo se hubiera notado seguramente.

Siguió, pues, con su secretario a los gendarmes, que iban en pos de los tres guardias nacionales en dirección al museo, cuya situación conocía Pitou perfectamente.

Sebastián, saltando cómo un joven león, corría detrás de los patriotas.

Los otros niños contemplaban la escena como atontados.

En cuanto al abate, después de abrir la puerta de su museo, cayó medio muerto de cólera y de vergüenza en la primera silla que encontró.

Una vez dentro del museo, los dos asesores de Pitou querían saquearlo todo; pero la honrada timidez del jefe de los guardias nacionales intervino una vez más.

Contó los individuos sometidos a sus órdenes, y como eran treinta y tres, ordenó que se tomara tan sólo este número.

Y como, en caso necesario, también él debería llevar uno, pues Pitou no pensaba quedarse atrás, tomó para sí otro fusil, verdadero fusil de ordenanza, más corto y más ligero que los demás y que, aunque de menos calibre, lo mismo podía dirigir el plomo contra un conejo o una liebre que la bala contra un falso patriota o un verdadero prusiano.

Además, escogió una espada recta, como la del señor de Lafayette, la espada de algún herpe de Fontenoy o de Filipsburgo, y se la ciñó al costado.

Sus dos compañeros cargaron cada cual con doce fusiles, y bajo este peso enorme no flaquearon: tan delirante era su alegría.

Pitou se encargó de lo demás.

Se pasó por el parque para no cruzar la ciudad, a fin de evitar el escándalo, y porque, además, era el camino más corto.

Este camino ofrecía también la ventaja de evitar toda probabilidad de un encuentro de los tres oficiales con partidarios de ideas contrarias a las suyas. Pitou no temía la lucha, y el fusil que había elegido para el caso de que la hubiese, daría fe de su valor; pero Pitou era ya hombre de reflexión, y desde que pensaba había notado que, si un fusil era buen expediente para la defensa de un hombre, muchos podrían ser cosa perjudicial.

Nuestros tres héroes, cargados con aquellos despojos ruinosos, atravesaron el parque a la carrera, llegando después a una encrucijada, donde se proponían detenerse. Agobiados por una gloriosa fatiga, y sudando a mares, llevaron a casa de Pitou el precioso depósito que la patria acababa de confiarles, tal vez un poco ciegamente.

Hubo reunión de la guardia nacional aquella misma noche, y el comandante Pitou entregó un fusil a cada soldado, diciéndoles, como las madres espartanas a sus hijos, refiriéndose al escudo:

—«Con él o debajo de él».

Entonces hubo en aquel pequeño distrito, así transformado por el genio de Pitou, una efervescencia semejante a la del hormiguero en día de terremoto.

La alegría de poseer un fusil entre aquellos hombres, cazadores furtivos por excelencia, a quienes la opresión de los guardas hacía enloquecer por la caza, fue tanta que consideraron a Pitou como un dios de la tierra.

Se olvidaron sus largas piernas y descomunales brazos, sus abultadas rodillas, su enorme cabeza y hasta sus grotescos antecedentes, y fue, y siguió siendo, el genio tutelar del país durante todo el tiempo que el rubio Febo[48] estuvo visitando a la bella Anfítrite[49].

El día siguiente fue empleado por los entusiastas en manejar y limpiar las armas como inteligentes: los unos, contentos al ver que la batería se hallaba en buen estado; los otros, pensando en reparar la desigualdad de la suerte si les habían dado un arma de calidad inferior.

Dorante este tiempo, Pitou, retirado en su aposento, como el gran Agamenón en su tienda, pensaba, fatigándose el cerebro; mientras que sus hombres se desollaban las manos limpiando sus fusiles.

—¿En qué pensaba Pitou? —se preguntará el lector a quien le sea simpático aquel genio naciente.

Pitou, convertido en pastor de los pueblos, pensaba en la nulidad de las grandezas de este mundo.

En efecto, había llegado el instante en que, de todo aquel edificio apenas elevado, nada iba a quedar en pie.

Los fusiles se habían entregado la víspera, empleándose el día siguiente en ponerlos en orden; mañana sería necesario enseñar el ejercicio a sus soldados, y Pitou no conocía la primera voz de mando de la carga en doce tiempos.

Pitou había cargado siempre su fusil sin contarlos y como había podido.

En cuanto a la maniobra, se hallaba en peor caso.

Ahora bien: ¿qué era un comandante de la guardia nacional que no conocía la carga en doce tiempos ni sabía mandar la maniobra?

El que escribe estas líneas no ha conocido más que uno. Verdad es que este era compatriota de Pitou.

Y por eso, con la cabeza entre las manos y la mirada vaga, Pitou, inmóvil, reflexionaba.

Jamás César entre las malezas de la Galia salvaje, jamás Aníbal, perdido en los nevados Alpes, jamás Colón, extraviado en un océano que no se conocía, reflexionaron de una manera más solemne ante lo ignorado, ni fijaron más profundamente su pensamiento que nuestro héroe en las Dîs ignotis, esas terribles divinidades que poseen el secreto de la vida y de la muerte.

—¡Oh! —exclamaba Pitou—. El tiempo avanza y vendrá el día de mañana, y entonces apareceré en toda mi nulidad. Mañana el rayo de la guerra que tomó la Bastilla será tratado de ignorante por toda la gente de Haramont, como lo fue…, ya no me acuerdo quién, por toda la asamblea de los griegos.

—¡Mañana, silbado, cuando hoy triunfo!

—No ha de ser así, ni puede ser tampoco. Catalina lo sabría, y quedaré deshonrado.

Pitou tomó aliento un instante.

—¿Quién puede sacarme de este apuro? —se preguntó.

—¿La audacia?

—No, no: la audacia dura un minuto, y el ejercicio a la prusiana tiene doce tiempos.

—¡Qué singular idea ha sido enseñar el ejercicio a la prusiana a los franceses!

—¿Si yo dijese que soy demasiado buen patriota para enseñar a los franceses el ejercicio a la prusiana, y si yo inventase otro más nacional?

—No, porque me embrollaría.

—Recuerdo haber visto en la feria de Villers-Cotterêts un mono que hacía el ejercicio; pero probablemente lo hacía como un mono, sin regularidad.

—¡Ah! —exclamó de pronto—. ¡Una idea!

Y acto continuo, abriendo el compás de sus largas piernas, disponíase a franquear el espacio, cuando una reflexión le detuvo.

—Mi desaparición se extrañaría —se dijo—; prevengamos a mi gente.

Y, abriendo la puerta, llamó a Claudio y a Desirée, y les dijo:

—Señalad para pasado mañana el primer día de ejercicio.

—Y ¿por qué no mañana? —preguntaron los dos subalternos.

—Porque estáis fatigados los dos —contestó Pitou—, y porque antes de instruir a los soldados quiero enseñaros a vosotros. Y además debéis acostumbraros —añadió Pitou con voz severa— a obedecer siempre en el servicio sin hacer observaciones.

Los subalternos se inclinaron.

—Está bien —dijo Pitou—; señalad para pasado mañana el primer ejercicio a las cuatro de la madrugada.

Los dos subordinados se inclinaron de nuevo, salieron y, como eran las nueve de la noche, fuéronse a dormir.

Pitou los dejó marchar y, apenas hubieron doblado la esquina de la calle, salió a su vez, emprendió la carrera en dirección opuesta y en cinco minutos ganó la espesura más sombría del bosque.

Veamos cuál era la idea luminosa de Pitou.