Capítulo LXV

Acabamos de ver cómo Pitou había caído desde lo más elevado de sus esperanzas.

La caída era terrible: Satanás, precipitado desde el cielo a los infiernos, no había recorrido mayor espacio, y, aun en los infiernos, Satanás era rey; mientras que Pitou, arrojado por el abate Fortier, volvía a ser simplemente Pitou.

¿Cómo presentarse ahora ante sus mandatarios? ¿Cómo, después de haber manifestado tanta imprudente confianza, atreverse a decirles que su jefe era un fanfarrón, que con su casco sobre la oreja y el sable al costado se dejaba azotar por un anciano sacerdote?

¡Haberse envanecido de convencer al abate Fortier, y obtener tan triste resultado! ¡Ah, qué falta!

Pitou fue a sentarse a la orilla del primer foso que vio, y, apoyando la cabeza en sus manos, entregóse a sus reflexiones.

Había esperado ablandar al abate Fortier hablándole griego y latín; en su ingenua buena fe, lisonjeóse de pervertir al Cancerbero con la miel de una torta de escogidas palabras, y he aquí que su torta resultó ser amarga, y que el Cancerbero, en vez de comérsela, le mordió la mano; de modo que todos sus planes se habían perdido.

El abate Fortier tenía un desmedido amor propio, y Pitou no había contado con esto, pues lo que había exasperado al abate fue más bien la falta de francés, en que Pitou le había cogido, que no los treinta fusiles que se proponía tomar en su arsenal.

Los jóvenes, cuando son buenos, incurren siempre en la falta de creer en la perfección de los demás.

El abate Fortier era, pues, un realista furioso y, sobre todo, un filólogo poseído de orgullo.

Pitou se arrepentía amargamente de haber despertado en él, con motivo del rey Luis XVI y del verbo ser, la doble cólera de que había sido víctima; le conocía bien, y debía haber tenido consideración. En esto estribaba realmente su falta, y deplorábala, aunque demasiado tarde, como siempre.

Faltaba saber cómo debió conducirse.

Lo mejor habría sido servirse de su elocuencia para demostrar realismo y, sobre todo, dejar que pasaran inadvertidas las faltas gramaticales de su antiguo maestro.

Debió persuadirle de que la guardia nacional de Haramont era contrarrevolucionaria.

Debió prometer que aquel ejército sería auxiliar del rey.

Y, sobre todo, no decir una palabra de aquel desgraciado verbo ser, en que se usó un tiempo por otro.

Seguramente así, el abate hubiera abierto sus tesoros y arsenales para que la monarquía pudiera contar con el auxilio de una tropa tan valerosa, mandada por su heroico jefe.

Esta falsedad era diplomacia, y Pitou, después de haber reflexionado bien, repasó en su memoria todas las historias de otro tiempo.

Pensó en Felipe de Macedonia, que tantos falsos juramentos hizo, y a quien llaman un gran hombre.

Pensó en Bruto, que sorprendió a sus enemigos dormidos, y al que se llama gran hombre.

En Temístocles, que pasó la vida engañando a sus conciudadanos para servirlos, y al que llamaban también gran hombre.

Y se acordó de Arístides, el cual no admitía, por el contrario, los medios injustos, por lo cual se le llama igualmente gran hombre.

Este argumento le dejó indeciso.

Pero, reflexionando, pensó que Arístides era muy dichoso por haber vivido en un tiempo en que los persas eran tan estúpidos que se podía vencerlos solamente con buena fe.

Después, reflexionando más aún, se dijo que, al fin y al cabo, Arístides sufrió el destierro, y que este último, por injusto que fuera, hizo inclinar la balanza en favor de Felipe de Macedonia, de Bruto y de Temístocles.

Pasando a los ejemplos modernos, Pitou se preguntó qué habrían hecho el señor Gilberto, Bailly, Lameth, el señor de Barnave y Mirabeau si ellos hubieran estado en el lugar de Pitou y Luis XVI hubiese sido el abate Fortier.

¿Cómo habrían hecho para armar en favor del rey de trescientos a quinientos mil guardias nacionales en Francia?

Precisamente lo contrario de lo que Pitou había hecho.

Se hubiera persuadido a Luis de que los franceses no deseaban nada tanto como salvar y conservar al padre de todos, y que, para hacerlo eficazmente, los franceses necesitaban de trescientos a quinientos mil fusiles.

Y, seguramente, el señor de Mirabeau habría obtenido buen resultado.

Pitou pensaba igualmente en la canción o proverbio que dice:

Cuando se quiere alguna cosa del diablo,

es preciso llamarle monseñor.

Y deducía de todo esto que él, Pitou, no era más que un cuadrúpedo, un animal; y que, para presentarse a sus electores con alguna gloria, debió hacer precisamente lo contrario de lo que hizo.

Tratando entonces de explotar aquel nuevo filón, Pitou resolvió obtener por la astucia o por la fuerza las armas que se propuso alcanzar por la persuasión.

El primer medio que se le ocurrió fue la astucia.

Podía introducirse en el museo del abate y coger las armas del arsenal.

Con. el auxilio de sus compañeros, Pitou trasladaría a otra parte las armas; mas, por sí solo, esto habría sido un robo.

¡El robo! He aquí una palabra que sonaba mal en los oídos de un joven tan honrado como Pitou.

Indudablemente, aún había en Francia bastantes personas acostumbradas a las antiguas leyes para calificar aquel acto de bandolerismo a mano armada.

Todas estas consideraciones hicieron retroceder a Pitou ante los dos medios que acabamos de citar.

Por otra parte, el amor propio de Pitou estaba comprometido, y para salir del apuro honrosamente no debía apelar a nadie.

Siguió buscando, no sin admirarse en cierto modo del nuevo rumbo que tomaban sus ideas.

Y, al fin, exclamó, como Arquímedes: ¡Eureka!, lo cual quiere decir en español: lo encontré.

En efecto, he aquí el medio que Pitou acababa de hallar en el arsenal de sus pensamientos.

El señor de Lafayette era el comandante general de los guardias nacionales de Francia.

Haramont estaba en Francia.

Haramont tenía su guardia nacional.

Y, de consiguiente, el señor de Lafayette era comandante general de los guardias nacionales de Haramont.

El señor de Lafayette no debía tolerar, pues, que los milicianos de Haramont careciesen de armas, puesto que los de otros países estaban armados, o lo estarían pronto.

Para llegar al señor de Lafayette se podía llegar a Gilberto, y, para llegar a este, a Billot.

Pitou escribió una carta al labrador; y como este no sabía leer, naturalmente, la leería el doctor, y el segundo intermediario quedaría enterado así.

Acordado esto, Pitou esperó la noche, y, entrando misteriosamente en Haramont, tomó la pluma para escribir.

Sin embargo, por muchas precauciones que hubiese tomado para entrar de incógnito, fue visto por Claudio Tellier y por Desirée Maniquet.

Los dos se retiraron silenciosos y misteriosamente, aplicándose un dedo a la boca y con la vista fija en la carta.

Ángel Pitou nadaba en plena corriente de política práctica.

He aquí ahora la carta que iba encerrada en aquel sobre de papel blanco que había producido tanto efecto en Claudio y en Desirée.

Querido y venerado señor Billot:

La causa de la revolución gana terreno todos los días en nuestro país; los aristócratas lo pierden, y los patriotas avanzan.

El distrito de Haramont se alista en el servicio activo de la guardia nacional.

Pero no tiene armas.

Sin embargo, hay un medio de obtenerlas. Ciertos particulares conservan armas de guerra que podrían ahorrar al tesoro público grandes gastos si pasaran al servicio de la nación.

Sírvase el señor general de Lafayette mandar que esos depósitos ilegales de armas sean puestos a disposición de los distritos, proporcionalmente al número de hombres que se hayan de armar, y, por mi parte, yo me encargo de que ingresen, al menos, treinta fusiles en los arsenales de Haramont.

Es el único medio de oponer un dique a los manejos contrarrevolucionarios de los aristócratas y dé los enemigos de la nación.

Vuestro conciudadano y humilde servidor,

Ángel Pitou.

Después de escrita esta carta, Pitou echó de ver que se le había olvidado hablar al labrador de su casa y de su familia.

Tratábale demasiado a lo Bruto, y, por otra parte, dar a Billot detalles sobre Catalina era exponerse a mentir o lacerar el corazón de un padre, abriendo también llagas frescas aún en el corazón de Pitou.

Por eso ahogó un suspiro y escribió un post-scriptum:

P. D. La señora Billot y la señorita Catalina, así como los demás de la casa, siguen bien y envían sus recuerdos al señor Billot.

De esta manera Pitou no comprometía ni a él ni a nadie.

Mostrando a los iniciados el sobre blanco que debía salir para París, el comandante de las fuerzas de Haramont se contentó con decirles:

—He aquí.

Y fue a echar la carta en el buzón de correos.

La contestación no se hizo esperar.

A los dos días llegó a Haramont un mensajero a caballo, preguntando por el señor Ángel Pitou.

Esto produjo profunda sensación, mucha expectativa y ansiedad por parte de los milicianos.

El correo montaba un caballo cubierto de espuma, y vestía el uniforme del estado mayor de la guardia nacional de París.

Juzgúese del efecto que produjo y de la inquietud y ansiedad de Pitou.

Se aproximó tembloroso y pálido y tomó el pliego que le presentaba, no sin sonreír, el oficial encargado del mensaje.

Era una contestación del señor Billot por mano de Gilberto, y recomendaba a Pitou la moderación en el patriotismo, incluyendo la orden del general Lafayette, firmada por el ministro de la Guerra, para armar la guardia nacional de Haramont.

Billot aprovechaba la salida de un oficial encargado de armar en nombre del general Lafayette la guardia nacional de Soissons y de Laon.

La orden estaba concebida en estos términos:

Todos los que posean más de un fusil y un sable estarán obligados a poner sus demás armas a disposición de los jefes de cuerpos de cada distrito.

La presente orden es ejecutoria en toda la extensión de la provincia.

Pitou, loco de alegría, dio gracias al oficial, que sonrió de nuevo y marchó inmediatamente para desempeñar sus comisiones.

Dé este modo, Pitou se veía en el colmo de los honores, pues recibía directamente mensajes del general Lafayette y de los ministros.

Y estos mensajes servían en un todo para realizar los planes y las ambiciones de Pitou.

Pintar el efecto de esta visita en los electores de Pitou sería cosa imposible y renunciamos a ello.

Pero al ver aquellas fisonomías que expresaban el asombro, aquellos ojos brillantes, aquel afán de la población y, sobre todo, el profundo respeto que todos manifestaron al punto a Ángel Pitou, el más incrédulo observador hubiera podido convencerse de que en lo sucesivo nuestro héroe sería un gran personaje.

Los electores, uno tras otro, solicitaron verle, y quisieron tocar el pliego del ministro, lo cual les permitió Pitou generosamente.

Y cuando el número de los curiosos quedó reducido tan sólo a los iniciados, Pitou les dijo:

—Ciudadanos, mis planes han tenido feliz éxito, como yo preveía. He escrito al general Lafayette manifestándole el deseo que teníais de constituir una guardia nacional y la elección que de mí habéis hecho para el mando. Leed el sobre del pliego que acabo de recibir del ministerio.

Y presentó el despacho, en cuyo sobre se leía:

Al señor Ángel Pitou,

Comandante de la guardia nacional de Haramont

—Estoy, pues —continuó Pitou—, reconocido y aceptado por el general Lafayette como comandante de la guardia nacional, y vosotros como individuos de ella, por disposición del mismo general y del ministro de la Guerra.

Un prolongado grito de alegría y de admiración hizo retemblar las paredes del zaquizamí[46] que Pitou habitaba.

—En cuanto a las armas —continuó nuestro héroe—, ya tengo el medio de obtenerlas. Debéis elegir muy pronto un teniente y un sargento, y estas dos unidades me acompañarán en la comisión que voy a desempeñar.

Los presentes se miraron con expresión de incertidumbre.

—¿Cuál es tu parecer, Pitou? —dijo Maniquet.

—Esto no me concierne —contestó Pitou con cierta dignidad—, es preciso que en las elecciones no haya influencias. Reuníos fuera de aquí, nombrad los dos jefes que acabo de indicar, y elegidlos bien. Es todo cuanto tengo que deciros. Retiraos.

Y, pronunciadas estas palabras con aire, majestuoso, Pitou despidió a sus soldados, quedando solo y rodeado de su grandeza como Agamenón.

Se absorbió en su gloria, mientras que los electores se disputaban fuera una partícula de la autoridad militar que debía gobernar en Haramont.

La elección duró una hora, y, al fin, quedaron nombrados el teniente y el sargento, recayendo estos cargos el primero en Desirée Maniquet, y el segundo en Claudio Tellier. Entonces volvieron en busca de Ángel Pitou, que los reconoció y aclamó, diciendo después:

—Ahora, señores, no se ha de perder un momento.

—¡Sí, sí, aprendamos el ejercicio! —dijo uno de los más entusiastas.

—Un minuto —replicó Pitou—; para el ejercicio se necesitan antes los fusiles.

—Es muy justo —contestaron los jefes.

—Y mientras que llegan los fusiles ¿no se puede aprender con palos?

—Hagamos las cosas militarmente —replicó Pitou, que al ver el ardimiento general no se sentía con bastante fuerza para dar lecciones de un arte del que nada entendía aún—. Soldados aprendiendo el ejercicio con palos es cosa muy grotesca: no comencemos por ponernos en ridículo.

—Es muy justo —le contestaron—. ¡A buscar los fusiles!

—Vengan conmigo el teniente y el sargento —dijo Pitou a sus inferiores—; y vosotros esperad nuestro regreso.

Una aprobación respetuosa fue la contestación de todos.

—Aún tenemos seis horas de día —añadió Pitou—, y es más de lo que se necesita para ir a Villers-Cotterêts, a hacer nuestro negocio y volver. ¡En marcha! —gritó.

El estado mayor del ejército de Haramont se puso en movimiento al punto.

Pero cuando Pitou volvió a leer la carta de Billot, para persuadirse de que tanta felicidad no era un sueño, encontró una frase de Gilberto en que no había reparado antes:

«¿Por qué Pitou se ha olvidado de dar al doctor Gilberto noticias de Sebastián?

»¿Por qué Sebastián no escribe a su padre?».