Capítulo LXIV

Aquella noche Pitou estuvo tan preocupado por el alto honor que se le había hecho, que olvidó visitar sus lazos. Al día siguiente, armado de su casco y de su sable, emprendió la marcha hacia Villers-Cotterêts.

Las seis de la mañana daban en el reloj de la ciudad cuando Pitou llegó a la plaza del Palacio y llamó discretamente a la puertecilla que daba al jardín del abate Fortier.

Pitou había llamado con bastante fuerza para tranquilizar su conciencia, y con suficiente suavidad para que no se oyese nada en la casa.

Esperaba ganar así un cuarto de hora, y entretanto adornar con algunas flores oratorias el discurso que había preparado para el abate Fortier.

Su asombro fue grande al ver que la puerta se abría, a pesar de lo suavemente que había llamado; pero su admiración cesó muy pronto, pues el que acababa de abrir era Sebastián Gilberto.

El muchacho se paseaba, estudiando su lección al sol, o más bien haciendo que estudiaba, porque el libro abierto pendía de su mano, y, la imaginación del niño volaba caprichosa en pos de todo lo que amaba en este mundo.

Sebastián profirió un grito de alegría al ver a Pitou.

Los dos se abrazaron, y después las primeras palabras del niño se redujeron a preguntar:

—¿Has recibido noticias de París?

—No, ¿y tú? —preguntó Ángel.

—¡Oh Yo sí!, mi padre me ha escrito una carta deliciosa.

—¡Ah! —exclamó Pitou.

—Y en la cual hay una palabra para ti —añadió el niño.

Y, sacando la carta de su pecho, la presentó a su compañero.

«P. S. Billot recomienda a Pitou que no moleste ni distraiga a la gente de la granja».

—¡Oh! —suspiró Pitou—. He aquí, a fe mía, una recomendación bien inútil. Ya no tengo a nadie a quien molestar ni distraer en la granja.

Y añadió en voz baja, suspirando con más fuerza:

—Al señor Isidoro es a quien hubieran debido dirigir esas palabras.

Pero muy pronto, reponiéndose y devolviéndole la carta a Sebastián, preguntó:

—¿Dónde está el abate?

El muchacho prestó atento oído, y, aunque le separaban de la escalera toda la anchura del patio y una parte del jardín, oyó los pasos del digno sacerdote, bajo los cuales crujía la escalera.

—¡Ah! —exclamó Sebastián—. Ya baja.

Pitou pasó del jardín al patio, y solamente entonces oyó los pesados pasos del abate.

El digno preceptor bajaba leyendo su diario.

Sus fieles disciplinas pendían del costado, como una espada del cinturón de un capitán.

Con la nariz sobre el papel, pues sabía el número de los escalones, así como conocía los salientes y cavidades de su vieja casa, el abate llegó hasta Ángel Pitou, que acababa de tomar el aire más majestuoso que le era posible ante su adversario político.

Y, por lo pronto, digamos algunas palabras qué nos hubieran obligado a escribir un capítulo más, pero que hallan naturalmente su lugar en este.

Servirán para explicar la presencia en casa del abate Fortier de aquellos treinta o cuarenta fusiles, objeto de las ambiciones de Pitou y de sus dos compañeros Claudio y Desirée.

El abate Fortier, antiguo limosnero del palacio, como ya hemos tenido ocasión de indicar en otra parte, había llegado a ser con el tiempo, y sobre todo por esa paciente persistencia de los eclesiásticos, el único intendente de lo que en economía teatral se designa con el nombre de accesorios de la casa.

Además de los vasos sagrados, de la biblioteca y del guardamueble, había recibido en depósito los antiguos equipos de caza del duque de Orleans, Luis Felipe, padre de Felipe, a quien se llamó después Igualdad. Algunos de estos equipos se remontaban a Luis XIII y a Enrique III. Todos estos objetos habían sido depositados artísticamente por el abate en una galería del palacio, que se le cedió al efecto; y, para comunicarles un aspecto más pintoresco, los había mezclado con escudos, lanzas, puñales, dagas y mosquetes con incrustaciones del tiempo de la Liga.

La puerta de aquella galería estaba formidablemente defendida por dos cañoncitos de bronce plateado, regalo de Luis XIV a su tío Monsieur.

Además, una cincuentena de mosquetes, traídos como trofeos, por José Felipe, del combate de Ouessant, habían sido regalados por él a la municipalidad, y esta, que, como ya hemos dicho, daba alojamiento gratis al abate Fortier, había mandado poner aquellos mosquetes, con los cuales no sabía qué hacer, en una habitación de la casa colegial.

Este era el tesoro que guardaba el dragón llamado Fortier, amenazado por el Jason llamado Ángel Pitou.

El pequeño arsenal del palacio era bastante célebre en el país para que se dejase adquirirlo sin gastos.

Pero el abate, dragón vigilante, como hemos dicho, no parecía dispuesto a entregar fácilmente a ningún Jason las manzanas de oro de sus Hespérides[36].

Sentado esto, volvamos a Pitou.

Este último saludó graciosamente al abate, acompañando su saludo con una de esas tosecitas que reclaman la atención de las personas distraídas o preocupadas.

El abate levantó la cabeza, inclinada sobre su diario.

—¡Toma! Es Pitou —exclamó.

—Para serviros, si fuera capaz de ello —dijo Ángel con mucha cortesía.

El abate dobló su diario, o, más bien, lo cerró como si hubiese sido una cartera, pues en aquella época feliz los diarios no eran aún más que libritos.

Hecho esto, sujetó su diario en la cintura en la parte opuesta a las disciplinas.

—¡Ah! Sí —contestó el abate con aire socarrón—, pero lo malo es que no eres capaz de ello.

—¡Oh, señor abate!

—¿Me entiendes, señor revolucionario?

—¡Vamos bien! Apenas he hablado, y ya os encolerizáis contra mí. Mal principio, señor abate.

Sebastián, que no ignoraba lo que hacía dos días había dicho el ábate acerca de Pitou a todos cuantos le hablaban, prefirió no asistir a la disputa que no podía menos de seguirse entre su amigo y su maestro, y, por lo tanto, se eclipsó.

Pitou miró con cierto pesar cómo se alejaba Sebastián. No era un aliado muy vigoroso, pero sí un niño de la misma comunión que él.

Así es que, al verle desaparecer fuera de la puerta, exhaló un suspiro, y, volviéndose hacia el abate, díjole:

—Vamos, señor abate: ¿por qué me llamáis revolucionario? ¿Soy yo, por ventura, la causa de que se haya hecho la revolución?

—Tú has vivido con los que la hacen.

—Señor abate —replicó Pitou, con suprema dignidad—, cada cual es libre de su pensamiento.

—¡Calla!

Est penes hominem arbitrium et ratio[37].

—¡Ah! ¡Bah! Conque ¿sabes latín?

—Sí: lo que me habéis enseñado —contestó modestamente Pitou.

—Sí, revisado, corregido, aumentado y embellecido de barbarismo.

—Bueno: de barbarismos, señor abate. ¡Ah! ¿Quién no los comete, Dios mío?

—¡Tunante! —exclamó el abate, visiblemente resentido de aquella contestación con que Pitou parecía querer aludir a él—. ¿Crees tú que yo cometo barbarismos?

—Incurriréis en ellos a los ojos de un hombre que conozca el latín mejor que vos.

—¡Habráse visto! —exclamó el abate, pálido de cólera, aunque admirado de aquel razonamiento que no dejaba de ser lógico.

Y añadió con expresión melancólica:

—He aquí en dos palabras el sistema de estos bribones: destruyen y degradan, pero no saben en provecho de quién: será en provecho de lo desconocido. Veamos, señor revolucionario, hablad francamente. ¿Conocéis alguno que sepa el latín mejor que yo?

—No; pero puede haberlo, aunque yo no le conozca, pues yo no lo puedo saber todo.

—¡Ya lo creo, pardiez!

Pitou se santiguó.

—¿Qué haces, libertino?

—Es que juráis, señor abate, y por eso hago la señal de la cruz.

—¡Hola, tunante! ¿Has venido a mi casa para romperme el tímpano con tu conversación?

—¡El tímpano! —repitió Pitou.

—¡Ah! He aquí que ya no comprendes.

—Sí tal, señor abate, comprendo. Gracias a vos, conozco las raíces: timpanizar, tympanum, tambor, viene del griego tympanon, tambor o campana.

El abate quedó estupefacto.

—Raíz: typos, señal, vestigio; y como dice Lancelot en su Jardín de las Raíces griegas: typos, la forma que se imprime, cuya palabra viene evidentemente de tupto, yo imprimo. Esto es.

—¡Ah, ah, tunante! —exclamó el abate, cada vez más aturdido—. Parece que aún sabes alguna cosa, y aún más de lo que sabías.

—¡Bah! —exclamó Pitou con falsa modestia.

—¿Cómo es que en el tiempo en que te hallabas en mi casa no hubieras contestado jamás así?

—Porque en el tiempo en que estuve en vuestra casa, señor abate, me teníais embrutecido; porque por vuestro despotismo oprimíais en mi inteligencia y en mi memoria todo cuanto la libertad ha hecho salir después. ¡Sí, la libertad, entendedlo bien! —insistió Pitou, irguiéndose orgulloso—. ¡La libertad!

—¡Ah, tunante!

—Señor abate —replicó Pitou, con un aire como de advertencia que no dejaba de tener cierto carácter de amenaza—, señor abate, no me injuriéis. Contumelia non argumentum[38], dijo un orador, la injuria no es una razón.

—Creo que el muy tuno se cree obligado a traducirme su latín —exclamó el abate furioso.

—No es latín mío, señor abate; es latín de Cicerón, es decir, de un hombre que seguramente habría probado que cometéis tantos barbarismos respecto a él como yo puedo hacer respecto a vos.

—Supongo que no pretendes —dijo el abate Fortier, estremeciéndose de cólera— que yo discuta contigo.

—¿Por qué no, si de la discusión nace la luz? Abstrusus in venis silicis[39].

—¡Oh! —exclamó el abate—. Me parece que este bribón ha estado en la escuela de los revolucionarios.

—No, puesto que vos decís que los revolucionarios son idiotas e ignorantes.

—Sí, y lo repito.

—Entonces hacéis un razonamiento falso, señor abate, y habéis sentado mal vuestro silogismo.

—¡Mal sentado! ¡Yo sentado mal mi silogismo!

—Sin duda, señor abate: Pitou raciocina y habla bien; Pitou ha estado en la escuela de los revolucionarios, y de aquí resulta que estos raciocinan y hablan bien: esto es forzoso.

—¡Animal, bestia, imbécil!

—No me insultéis con palabras, señor abate. Objurgatio imbellem animum arguit, la debilidad se revela por la cólera.

El abate se encogió de hombros.

—Contestad —dijo Pitou.

—Dices que los revolucionarios hablan y raciocinan bien; pero cítame uno solo de esos desgraciados; uno solo que sepa leer y escribir.

—Yo —dijo Pitou con aplomo.

—Leer no diré que no; pero escribir…

—Sí, escribir —repitió Pitou.

—Sí; pero sin ortografía.

—Falta saberlo.

—¿Quieres apostar a que no escribes una página, dictándote yo, sin cometer cuatro faltas?

—¿Queréis apostar a que no escribís media, dictando yo, sin cometer dos?

—¡Oh! ¡Esto es demasiado!

—Pues bien: vamos a verlo. Voy a buscar participios y verbos reflexivos; los mezclaré con ciertos pronombres relativos que yo conozco, y mantengo la apuesta.

—Si tuviera tiempo… —dijo el abate.

—Perderíais.

—¡Pitou, Pitou! Recuerda el proverbio: Pitoueus Ángelus asinus est.

—¡Bah! Dejaos de proverbios; pues para todo el mundo hay. ¿Sabéis lo que me han cantado en los oídos los cañaverales de Wualu al pasar?

—No; pero tengo curiosidad por saberlo, señor Midas.

Fortierus abbas forte fortis[40].

—¡Señor Pitou! —exclamó el abate.

—Traducción libre: el abate Fortier no es fuerte todos los días.

—Por fortuna —dijo el abate—, no basta acusar: es preciso probar.

—¡Ah! ¡Qué fácil sería! Veamos: ¿qué enseñáis a vuestros discípulos?

—Pero…

—Contestadme: ¿qué enseñáis a vuestros discípulos?

—Lo que sé.

—Bueno. Advertid que me habéis contestado lo que sé.

—Ciertamente, lo que sé —replicó el abate, desconcertado, pues comprendía que durante su ausencia aquel singular competidor había estudiado ataques desconocidos—. Sí, lo he dicho. Y ¿qué más?

—Pues bien. Si enseñáis a vuestros discípulos lo que sabéis, veamos qué es lo que sabéis.

—Latín, francés, griego, historia, geografía, aritmética, álgebra, astronomía, botánica y numismática.

—¿Hay más? —preguntó Pitou.

—Pero…

—Buscad, buscad.

—El dibujo.

—Adelante.

—La arquitectura.

—¿Qué más? ¿Qué más?

—La mecánica.

—Esta es una parte de las matemáticas; pero no importa: seguid.

—¡Hola! ¿Adónde quieres ir a parar?

—Sencillamente a esto: habéis hecho una larga enumeración de todo lo que sabéis. Haced ahora otra de lo que no sabéis.

El abate se estremeció.

—¡Ah! —exclamó Pitou—. Veo que para esto es necesario que os ayude: vos no sabéis el alemán, ni el hebreo, ni el árabe, ni el sánscrito, cuatro lenguas madres; y no os hablo de las subdivisiones, que son infinitas. Tampoco sabéis la historia natural, ni la química, ni la física.

—¡Señor Pitou!

—No me interrumpáis: no conocéis la física, ni la trigonometría rectilínea; ignoráis la medicina, la acústica, la navegación y, en fin, todo cuanto se relaciona con las ciencias gimnásticas.

—¿De veras?

—He dicho gimnásticas, del griego gymnaza exercae, que viene de gymnos (desnudo), porque los atletas se ejercitaban en cueros.

—Yo soy quien te ha enseñado todo eso —exclamó el abate, casi consolado de la victoria de su discípulo.

—Es verdad.

—Por fortuna, convienes en ello.

—Y con agradecimiento, señor abate. Decíamos, pues, que ignorabais…

—Basta. Seguramente ignoro más de lo que sé.

—Pues, entonces, convenís en que muchos, hombres saben más que vos.

—Es posible.

—Es seguro. Cuanto más sabe el hombre, más echa de ver que no sabe nada. La frase es de Cicerón.

—¿Concluyes?

—Concluyo.

—Veamos la conclusión.

—De todo deduzco que, en virtud de vuestra ignorancia relativa, deberíais ser más indulgente para la ciencia, también relativa, de los demás hombres. Esto constituye una doble virtud, virtus dúplex, que, según aseguran, era la de Fenelón[41], el cual sabía, por lo menos, tanto como vos: esto es la caridad cristiana y la humildad.

El abate profirió un grito de cólera.

—¡Serpiente, serpiente!

—«¡Tú me injurias y no me contestas!», contestaba un sabio de Grecia. Yo os lo diría en griego; pero os lo he dicho ya, poco más o menos, en latín.

—Bien —dijo el abate—. He aquí otro efecto de las doctrinas revolucionarias.

—¿Cuál?

—Te han persuadido de que eras igual a mí.

—Y, aunque me hubieran persuadido de ello, no tendríais por eso más derecho de incurrir en una falta de francés.

—¿De veras?

—Digo que acabáis de cometer una falta de lenguaje, maestro.

—¡Ah! ¡Esto sí que es gracioso! ¿Qué falta?

—Hela aquí: habéis dicho: las doctrinas revolucionarias te han persuadido de que eras igual a mí.

—¿Y qué?

—Que era es el imperfecto.

—Es claro.

—Pues debísteis usar el presente.

—¡Ah! —exclamó el abate sonrojándose.

—Traducid la frase en latín, y veréis qué enorme solecismo os dará el verbo puesto en imperfecto.

—¡Pitou, Pitou! —exclamó el abate creyendo entrever algo de sobrenatural en semejante erudición. ¿Quién es el demonio que te inspira todos esos ataques contra un anciano y contra la Iglesia?

—Pero señor abate —replicó Pitou, algo conmovido del acento de verdadera desesperación con que se habían pronunciado estas palabras—, advertid que no es el demonio quien me inspira, y que yo no os ataco; pero me tratáis siempre cómo a un estúpido, olvidando que todos los hombres son iguales.

El abate se irritó de nuevo.

—¡No toleraré nunca —dijo— que se profieran delante de mí semejantes blasfemias! ¡Tú, tú igual a un hombre que Dios y el trabajo, han necesitado sesenta años para formar! ¡Jamás, jamás!

—¡Pardiez! Preguntádselo al señor de Lafayette, que ha proclamado los derechos del hombre.

—¡Sí: cita como autoridad a ese mal súbdito del rey, a la tea de todas las discordias, al traidor!

—¡Oh! —exclamó Pitou, escandalizado—. ¡El señor de Lafayette mal súbdito del rey! ¡El señor de Lafayette tea de la discordia y traidor! ¡Vos sois quién blasfema, señor abate! ¿Habéis vivido en una caja desde hace tres meses? ¿Ignoráis que ese mal súbdito del rey es el único que le sirve, y que esa tea de discordia es la prenda de la paz pública? ¿No sabéis que ese traidor es el mejor de los franceses?

—¡Oh! —exclamó el abate—. ¡Jamás hubiera creído yo que la autoridad real descendiese hasta el punto de que un trasto de esta especie (y señalaba a Pitou) invocara el nombre de Lafayette, como en otro tiempo se invocaba el de Arístides[42] o de Foción[43]!

—No es poca fortuna que el pueblo no os oiga, señor abate —dijo imprudentemente Pitou.

—¡Ah! —exclamó el abate, triunfante—. He aquí que, al fin, te descubres y amenazas. ¡El pueblo, sí, el pueblo! ¡Aquel que asesinó cobardemente a los oficiales del rey! ¡Aquel que registró en las entrañas de sus víctimas! Sí, el pueblo del señor de Lafayette; el pueblo del señor Bailly; el pueblo del señor Pitou. Pues bien: ¿por qué no me denuncias ahora mismo a los revolucionarios de Villers-Cotterêts? ¿Por qué no me arrastras por el Pleux? ¿Por qué no te remangas para colgarme del reverbero? ¡Vamos, Pitou: macte animo, Pitou! ¡Sursum, sursum, Pitou! Vamos, vamos: ¿dónde está la cuerda? ¿Dónde la horca? Ya tenemos aquí al verdugo: Macte animo, generóse Pitoue.

Sic itur ad astra[44]! —continuó Pitou entre dientes, con la simple intención de terminar el verso, y sin echar de ver que acababa de pronunciar un equívoco sangriento.

Pero forzoso le fue notarlo por la exasperación del abate.

—¡Ah, ah! —vociferó este último—. ¡Lo tomas así! ¡Ah! Conque ¿así es como iré a los astros? ¡Ah! Conque ¿me destinas a la horca?

—Pero yo no he dicho eso —exclamó Pitou, comenzando a temer por el giro que tomaba la discusión.

—¡Ah!, ¿conque me prometes al cielo del desgraciado Foulon y del infeliz Berthier?

—Nada de eso, señor abate.

—¡Ah! ¡Ya debes tener el nudo corredizo, verdugo carnicero! ¿No eres tú aquel que en la plaza del Ayuntamiento subías a los reverberos y el que con tus repugnantes brazos de araña atraía las víctimas? .

Pitou profirió una exclamación de cólera y de indignación.

—¡Sí! Te reconozco —continuó el abate en un transporte de inspiración que le hacía asemejarse a Joad; te reconozco, Catalina, eres tú.

—Pero ¿advertís —exclamó Pitou— que me estáis diciendo cosas horribles, señor abate? ¿Sabéis, en fin, que me estáis injuriando?

—¡Yo injuriarte!

—Y ¿sabéis que si esto continúa me quejaré a la Asamblea Nacional?

El abate se echó a reír de una manera siniestramente irónica.

—¡Denunciadme! —exclamó.

—Y advertid que hay un castigo contra los malos ciudadanos que injurian a los buenos.

—¡El reverbero!

—Sois un mal ciudadano.

—¡La cuerda, la cuerda!

Y de pronto el abate exclamó, como iluminado repentinamente por alguna idea y poseído de generosa indignación:

—¡Ah! ¡El casco, el casco! ¡Él es!

—Y bien —dijo Pitou—, ¿qué hay con mi casco?

—¡Él hombre que arrastró el corazón humeante de Berthier, el antropófago que le depositó ensangrentado en la mesa de los electores, llevaba casco, y tú eres el hombre del casco, tú, Pitou, monstruo de ferocidad! ¡Huye, huye de aquí!

Y cada vez que pronunció esta última palabra, con aire trágico, el abate avanzó un paso, y Pitou retrocedió otro.

A esta acusación, que, como el lector sabe, era injusta, el pobre joven arrojó lejos de sí aquel casco de que estaba tan orgulloso, y que abolló contra el suelo, produciendo un sonido mate de cartón forrado de cobre.

—¿Lo ves, desgraciado? —exclamó el abate—. ¡Al fin confiesas!

Y tomó la actitud de Lekain en Orosmane en el momento en que, encontrando la carta, acusa a Zaira.

—Veamos, veamos —dijo Pitou, fuera de sí ante semejante acusación—, vos exageráis, señor abate.

—¿Yo exagero? ¿Conque es decir que solamente has ahorcado un poco? ¿Es decir que no has hecho más que ayudar a los que descuartizaban?

—Señor abate, bien sabéis que no he sido yo; bien sabéis que fue Pitt.

—¿Qué Pitt?

—Pitt segundo, el hijo de Pitt primero, de lord Chatam, aquel que distribuyó dinero, diciendo: «Gastad y no me rindáis cuentas». Si conocierais el inglés, os lo diría en este idioma; pero no lo sabéis.

—Y ¿tú le conoces?

—El señor Gilberto me lo enseñó.

—¿En tres semanas? ¡Miserable impostor!

Pitou vio que iba por mal camino.

—Escuchad, señor abate —dijo—; ya no os disputo nada, pues tenéis vuestras ideas.

—¡De veras!

—Es muy razonable.

—¿Lo reconoces así? El señor Pitou me permite tener ideas. Muchas gracias, caballero.

—Vamos, ya volvéis a incomodaros; pero ved que, si esto continúa, no podría deciros lo que me trae a esta casa.

—¡Desgraciado! ¿Qué puede traerte aquí? ¿Eres, por ventura, diputado?

Y el abate se echó a reír irónicamente.

—Señor abate —replicó Pitou, colocado por su mismo interlocutor en el terreno en que deseaba encontrarle desde el principio de la discusión—, bien sabéis que siempre os respeté por vuestro carácter.

—¡Ah! Sí, hablemos de eso.

—Y que admiré vuestra ciencia —añadió Pitou.

—¡Serpiente! —exclamó el abate.

—¡Yo! —dijo Pitou—. ¡Vamos, no habléis así!

—Veamos qué vienes a pedirme. ¿Acaso que te admita de nuevo aquí? ¡Oh! De ninguna manera: no quiero que se perviertan mis discípulos. Tienes un veneno contagioso, e infestarías a mis jóvenes plantas. Infecit pabula tabo.

—Pero, señor abate…

—No, no me pidas eso, si quieres únicamente comer, pues presumo que los feroces verdugos de París comen como personas honradas. En fin, si exiges que te arroje tu parte de carne ensangrentada, la tendrás; pero a la puerta de la calle, en las esportillas, como hacían los romanos con sus perros.

—Señor abate —repuso Pitou irguiéndose—, yo no pido mi alimento, pues ya lo tengo, a Dios gracias, y no quiero ser una carga para nadie.

—¡Ah! —exclamó el abate, sorprendido.

—Yo vivo como muchos sin mendigar, y de la industria a que la Naturaleza me ha inclinado; vivo de mi trabajo, y estoy tan lejos de ser costoso a mis conciudadanos, que varios de ellos me han elegido por jefe.

—¡Hola! —exclamó el abate con tal sorpresa, mezclada de temor, que se hubiera creído que había pisado un áspid.

—Sí, sí —repitió Pitou con aire complaciente.

—¿Jefe de qué? —preguntó el abate.

—Jefe de una tropa de hombres libres —dijo Pitou.

—¡Ah, Dios mío! —exclamó el abate. ¡Este desgraciado ha perdido el juicio!

—Jefe de la guardia nacional de Haramont —añadió Pitou con afectada modestia.

El abate se inclinó hacia el joven para ver mejor en sus facciones la confirmación de sus palabras.

—Y ¿hay una guardia nacional en Haramont? —exclamó.

—Sí, señor abate.

—Y ¿tú eres el jefe?

—Sí, señor abate.

—¡Tú, Pitou!

—Yo, Pitou.

El abate levantó los brazos al cielo, como el gran sacerdote Fineo[45].

—¡Abominación! —murmuró.

—No ignoráis, señor abate —dijo Pitou con dulzura—, que la guardia nacional es una institución destinada a proteger la vida, la libertad y las propiedades de los ciudadanos.

—¡Oh, oh! —continuó el anciano, abismado en su desesperación.

—Y no se podría dar nunca demasiada fuerza a esa institución, sobre todo en los campos, a causa de los bandidos.

—¡De los que tú eres jefe! —exclamó el abate—, de esas cuadrillas de malhechores, de incendiarios y de asesinos.

—¡Oh! No confundáis, apreciable señor abate: espero que veréis a mis soldados; y sabed que jamás ciudadanos más honrados…

—¡Cállate, cállate!

—Figuraos, por el contrario, señor abate, que somos vuestros protectores naturales, y la prueba es que he venido directamente a veros.

—¿Para qué?

—¡Ah! Esta es la cuestión —replicó Pitou, rascándose la oreja, y examinando el sitio donde había caído su casco, para ver si, yendo a recoger esta parte esencial de su traje militar, no se alejaría demasiado de su línea de retirada.

El casco había caído a pocos pasos de la puerta grande que daba a la calle de Soissons.

—Te he preguntado para qué —repitió el abate.

—Pues bien —dijo Pitou, retrocediendo dos pasos hacia su casco—, he aquí el objeto de la misión de que estoy encargado. Permitidme explicároslo.

—Exordio —murmuró el abate.

Pitou dio otros dos pasos hacia su casco.

Mas por una maniobra semejante y que no dejó de inquietar a Pitou, a medida que este avanzaba dos pasos hacia su casco, el abate, para conservar las distancias, adelantaba otros dos hacia Pitou.

—¡Pues bien! —dijo el joven, comenzando a cobrar valor por la inmediación de su arma defensiva—. Todo soldado debe tener fusil y nosotros no tenemos.

—¡Ah! ¡No tenéis fusiles! —exclamó el abate, agitándose de alegría—. ¡Ah! Conque ¡no tienen fusiles esos soldados! ¡Ah! ¡Magníficos soldados!

—Pero, señor abate —replicó Pitou, adelantándose dos pasos más hacia su casco—, cuando no se tienen fusiles se buscan.

—Sí —repuso el abate—. ¿Y buscáis?

Pitou tenía ya inmediato su casco y atraíale hacia sí con el pie; de modo que, ocupado en esta operación, tardó en contestar al abate.

—¿Y buscáis? —repitió el anciano.

Pitou recogió su casco.

—Sí, señor abate —contestó.

—Y ¿adónde?

—En vuestra casa —contestó Pitou, encajando el casco en su cabeza.

—¡Fusiles en mi casa! —exclamó el abate.

—Sí, en vuestra casa: no faltan.

—¡Ah! ¡Mi museo! —exclamó el abate—. ¡Tú vienes a saquear mi museo! ¡Las corazas de nuestros antiguos héroes en los hombros de tales tunos! Señor Pitou, ya os lo he dicho hace un momento, estáis loco. ¡Las espadas de los españoles de Almansa, las picas de los suizos de Marignan para armar al señor Pitou y sus compañeros! ¡Ja, ja, ja!

El abate comenzó a reírse con una expresión de tan desdeñosa amenaza, que Pitou sintió correr un estremecimiento por todas sus venas.

—No, señor abate —dijo—, no se trata de las picas de los suizos de Marignan, ni de las espadas de los españoles de Almansa, no; estas armas serían inútiles para nosotros.

—Es una fortuna que lo reconozcas así.

—No, señor abate: no hablo de esas armas.

—Pues ¿de cuáles?

—De esos buenos fusiles de marina, señor abate, de esos fusiles que tan a menudo limpié cuando tenía el honor de estudiar bajo vuestra dirección; dum me Galatea tenebat —añadió Pitou con graciosa sonrisa.

—¡De veras! —exclamó el abate, sintiendo que sus escasos cabellos se erizaban al ver la sonrisa de Pitou—. ¡Conque mis fusiles de marina!

—Es decir, las únicas armas que no tienen ningún valor histórico y que son susceptibles de prestar buen servicio.

—¡Ah! —exclamó el abate, acercando la mano al mango de sus disciplinas, como hubiera hecho un capitán para empuñar su espada—. ¡Ah! He aquí que el traidor se descubre.

—Señor abate —dijo Pitou, pasando del tono de la amenaza al de la súplica—, concedednos esos treinta fusiles de marina.

—¡Atrás! —exclamó el abate dando un paso hacia Ángel Pitou.

—Y tendréis la gloria —dijo Pitou, retrocediendo también un paso hacia la puerta—, la gloria de haber contribuido a librar el país de sus opresores.

—¡Proporcionar yo armas contra mí y los míos! —exclamó el abate—. ¡Dar yo fusiles para que hagan fuego contra mí! ¡Jamás, jamás!

Y sacó las disciplinas de su cintura, y agitólas sobre su cabeza repitiendo:

—¡Jamás, jamás!

—Señor abate, se inscribirá vuestro nombre en el diario del señor Prudhomme.

—¡Mi nombre en el diario del señor Prudhomme! —exclamó el abate.

—Y con mención honorífica de civismo.

—¡Más bien el presidio!

—¡Cómo! ¿Rehusáis? —insistió Pitou, débilmente.

—Rehuso y te echo de aquí.

Y el abate mostró con el dedo la puerta a Pitou.

—Pero esto producirá muy mal efecto —replicó el joven—; os acusarán de falta de patriotismo, y hasta de traidor. Señor abate, yo os suplico que no os expongáis a esto.

—¡Haz de mí un mártir, Nerón! Esto es todo lo que pido —exclamó el abate, con los ojos chispeantes y asemejándose al ejecutor más bien que al paciente.

Tal fue el efecto que produjo en Pitou, porque este emprendió la retirada.

—Señor abate —dijo dando un paso atrás—, yo soy embajador de paz, un diputado tranquilo; yo venía…

—¡A saquear mis armas, como tus compañeros saquearon los Inválidos!

—Lo cual les valió una infinidad de elogios allí abajo —dijo Pitou.

—Y lo que te valdrá a ti una buena rociada con mis disciplinas —dijo el abate.

—¡Oh, señor Fortier! —exclamó Pitou, que se acordaba del instrumento, por haberse familiarizado mucho con él en otro tiempo—. Vos no violaréis hasta este punto el derecho de gentes.

—¡Ahora lo verás, miserable! ¡Espera!

—Señor abate, estoy protegido por mi carácter de embajador.

—¡Espera!

—¡Señor abate, señor abate, señor abate, señor abate!

Pitou había llegado a la puerta de la calle, haciendo frente a su temible adversario; pero, acorralado allí, era preciso aceptar el combate o huir.

Para esto último debía abrir la puerta, y para abrirla volverse de espaldas.

Ahora bien: al hacerlo así, Pitou ofrecía a los golpes del abate aquella parte desarmada de su persona que no creía suficientemente protegida por una coraza.

—¡Ah! ¡Tú quieres mis fusiles!… ¡Ah! Tú vienes a decirme: «¡Vuestros fusiles o la muerte!».

—Señor abate —dijo Pitou—, muy por el contrario, no os digo una palabra de esto.

—Pues bien: ya sabes dónde están mis fusiles, asesíname para cogerlos, pasa sobre mi cadáver y ve por ellos.

—¡Soy incapaz, señor abate, incapaz!

Y Pitou, con la mano en el picaporte y la vista fija en el brazo levantado del abate, calculaba no el número de fusiles encerrados en el arsenal del abate, sino el número de golpes suspendidos de las disciplinas.

—Conque, señor abate, ¿no queréis darme los fusiles?

—No, no quiero dártelos.

—¿No queréis? Y va una.

—No.

—Van dos.

—No.

—Van tres.

—¡No, no y no!

—¡Pues bien! —dijo Pitou—. Guardáoslos.

Y, haciendo un rápido movimiento, volvióse y se precipitó por la puerta entreabierta.

Pero aquel movimiento no fue tan rápido que las disciplinas inteligentes no cayeran silbando sobre los ríñones de Pitou, tan vigorosamente que, por mucho que fuera el valor del vencedor de la Bastilla, no pudo menos de proferir un grito.

Al oírle, varios vecinos salieron, y con no poco asombro divisaron a Pitou que huía con toda la ligereza de sus piernas, con su casco y sable; mientras que el abate Fortier, de pie en el umbral de su puerta, blandía las disciplinas como el ángel exterminador su espada de fuego.