La mayor parte de las cosas que le suceden al hombre, y que son para él grandes felicidades o grandes honores, le provienen casi siempre de haber deseado mucho o de haber despreciado mucho.
Si se quiere hacer la aplicación de esta máxima a los acontecimientos y a los hombres de la historia, se verá que no solamente es profunda, sino que es verdadera.
Nos contentaremos, sin apelar a otras pruebas, con aplicarla a Pitou, nuestro hombre y nuestra historia.
En efecto: Pitou, si se nos permite volver algunos pasos atrás y referirnos a la herida que había recibido en pleno corazón, Pitou, decimos, después de lo que había visto en el lindero del bosque, se sintió poseído de un gran desdén por las cosas de este mundo.
El joven, que había esperado que floreciera en su corazón aquella planta preciosa y rara llamada amor; él, que había vuelto a su país con casco y sable, orgulloso de asociarse con Marte y Venus, como decía su ilustre compatriota Demoustier en sus Cartas a Emilio sobre la Mitología, quedó muy contristado al ver que en Villers-Cotterêts y en sus alrededores había rivales muy temibles; él, que había tomado una parte tan activa en la cruzada de los parisienses contra los caballeros, considerábase ahora muy pequeño ante la nobleza campesina, representada por el señor Isidoro de Charny.
¡Ay! Un joven tan apuesto, un hombre capaz de agradar a primera vista, un caballero que llevaba calzón de piel y traje de terciopelo. ¡Cómo luchar contra semejante hombre, que llevaba botas de montar con espuelas y a quien muchas personas titulaban aún el hermano monseñor!
¡Cómo luchar contra un hombre semejante! ¡Cómo no sentir a la vez vergüenza y admiración, dos sentimientos que en el corazón del celoso son un doble suplicio, tan horrible que jamás se ha podido decir si el que se halla en este caso prefiere un rival superior o inferior a él!
Pitou, pues, conocía los celos, llaga incurable, fértil en dolores ignorados hasta entonces del ingenuo y honrado corazón de nuestro héroe; los celos, vegetación fenomenal venenosa, salida sin simiente de un terreno donde hasta entonces nada había visto germinar ninguna mala pasión, ni aun el amor propio, esa mala hierba que invade los terrenos más estériles.
Un corazón así lacerado necesita una filosofía muy profunda para recobrar su acostumbrada calma.
¿Fue Pitou un filósofo, él, que al día siguiente de aquel en que experimentó la terrible sensación pensaba en ir a coger los conejos y las liebres de monseñor el duque de Orleans, y al otro día pronunciar los magníficos discursos que hemos citado?
¿Tenía su corazón la dureza del pedernal, en el que cada choque hace saltar una chispa, o simplemente la suave resistencia de la esponja, que tiene la facultad de absorber las lágrimas y de ablandarse sin romperse en el choque de las desgracias?
El porvenir nos lo dirá. Sin prejuzgar, limitémonos a referir.
Después de recibida la visita y de pronunciados sus discursos, Pitou, obligado por su apetito a descender a otras atenciones inferiores, ocupóse en la cocina, y se comió su gazapo, sintiendo que no fuera una liebre.
En efecto: si lo hubiese sido, Pitou la hubiera vendido en vez de comérsela.
Y no habría sido poco negocio, pues una liebre valía, según sus dimensiones, de dieciocho a veinticuatro sueldos, y, aunque poseedor aún de los pocos luises dados por el doctor Gilberto, Pitou, que, sin ser avaro como la tía Angélica, había heredado de su madre una buena parte de su espíritu de economía, habría reunido aquellos sueldos con su tesoro, redondeándolo en vez de mermarlo.
Porque Pitou se hacía la reflexión de que no es necesario que un hombre haga comidas tan pronto de tres libras como de dieciocho sueldos; comprendía que no era un Lúculo, y decíase que con los dieciocho sueldos de su liebre podría haber vivido toda una semana.
Ahora bien: durante este tiempo, suponiendo que hubiese cogido una liebre el primer día, muy bien hubiera podido obtener tres en los siete días, o, mejor dicho, en las siete noches siguientes; de modo que en una semana habría ganado el alimento del mes.
Según esta cuenta, cuarenta y ocho liebres le bastaban para un año, y todo lo demás era beneficio líquido.
Pitou hacía este cálculo económico comiendo al mismo tiempo su gazapo, que, en vez de reportarle dieciocho sueldos, le costaba dos de manteca. En cuanto a las cebollas, las había cogido en el territorio comunal.
«Después de comer, la lumbre o el paseo», dice el proverbio; y Pitou buscó en el bosque un rincón para dormir.
Inútil parece decir que, desde que el infeliz no hablaba ya de política, hallándose solo consigo mismo, tenía continuamente en su pensamiento el espectáculo del señor Isidoro galanteando a la señorita Catalina.
Sus profundos suspiros debían conmover a las encinas y las hayas. La Naturaleza, que siempre sonríe a los estómagos satisfechos, hacía una excepción en favor de Pitou, y se le presentaba como un vasto desierto negro, en el cual no quedaban más que conejos, liebres y corzos.
Una vez oculto bajo los grandes árboles de su bosque natal, Pitou, inspirándose en su sombra y su frescura, se fortaleció en su heroica resolución de no volver a ver a Catalina, dejarla libre y no afligirse él mismo demasiado por sus preferencias, ni humillarse más de lo que convenía por la comparación.
Muy doloroso era el esfuerzo que debía hacer para no ver más a la señorita Catalina; mas un hombre debía ser hombre.
Por otra parte, no toda la cuestión estaba en esto.
No se trataba precisamente de no ver más a la señorita Catalina, sino de no ser visto de ella.
Ahora bien: ¿qué se oponía a que de vez en cuando el amante importuno, ocultándose cuidadosamente, mirase al paso a la hermosa ingrata? Nada.
¿Cuál era la distancia desde Haramont a Pisseleux? Apenas legua y media, es decir, algunas zancadas y nada más.
Tan indigno sería por parte de Pitou buscar a Catalina después de lo que había visto, como discreto y hábil continuar observando sus hechos y ademanes, gracias a un ejercicio que sería muy saludable para Pitou.
Por lo demás, los cantones del bosque situados detrás de Pisseleux, y que se extendían hasta Boursonne, abundaban en liebres.
Pitou iría por la noche a tender sus lazos, y a la mañana siguiente, desde lo alto de algún montecillo, interrogaría la llanura, acechando las salidas de la señorita Catalina; estaba en su derecho, y era ciertamente su deber fundado en poderes recibidos de Billot.
Consolado así por esta reflexión, Pitou creyó que podía dejar de suspirar; comióse un enorme pedazo de pan que consigo llevaba, y, llegada la noche, tendió una docena de lazos, echándose después sobre los brezos aún calientes por el sol del día.
Allí durmió como un hombre desesperado, es decir, con un sueño semejante a la muerte.
La frescura de la noche le despertó; visitó sus lazos y no vio nada en ellos; pero Pitou no contaba nunca sino con la caza de la mañana. Sin embargo, como sintiese cierta pesadez en la cabeza, resolvió ir a su alojamiento y volver al día siguiente.
Pero aquel tiempo había pasado para él tan vacío de acontecimientos y de intrigas, como ocupado para los habitantes de la aldea, que se entretuvieron en reflexionar y hacer combinaciones.
Hacia la mitad de aquel día que Pitou había pasado meditando en el bosque hubiérase podido ver a los leñadores apoyados en sus hachas; a los cavadores con sus azadas en el aire, y a los carpinteros con el cepillo inmóvil sobre la tosca tabla.
De todos aquellos momentos perdidos, Pitou era la causa; Pitou había sido el soplo de la discordia lanzado entre aquellos átomos que comenzaban a flotar confusamente.
Y Pitou, causa de la perturbación, ni siquiera se acordaba de ella.
Pero a la hora en que se encaminaba hacia su domicilio, y aunque hubiesen dado ya las diez, hora en que de costumbre no hay ni una luz encendida, ni un ojo abierto en el pueblo, Pitou vio un espectáculo inusitado alrededor de su casa: eran varios grupos de hombres, sentados los unos, de pie los otros y algunos paseando.
La actitud de cada uno de estos grupos tenía una significación particular.
Pitou, sin saber por qué, pensó que aquella gente hablaba de él.
Y, al penetrar en la calle, todos experimentaron como una sacudida eléctrica, señalándosele unos a otros.
—¿Qué tendrán? —se preguntó Pitou—. Pues yo no llevo mi casco, para que me miren así.
Y entró humildemente en su casa después de cruzar algunos saludos con sus vecinos.
Aún no había cerrado la puerta, bastante mal unida, cuando creyó oír un golpe sobre la madera.
Pitou no encendía luz antes de acostarse, pues la vela era demasiado lujo para un hombre que, no teniendo más que una cama, no podía confundirla con otra, y que, careciendo de libros, no le era dado leer.
Pero lo cierto era que llamaban a su puerta.
Pitou levantó el picaporte.
Dos hombres, dos jóvenes de Haramont, entraron familiarmente en su casa.
—¡Calla! No tienes luz, Pitou —dijo uno de ellos.
—No —contestó Pitou—. ¿Para qué la quiero?
—Pues para ver.
—¡Oh! Ya veo yo de noche: soy nictálope[35].
Y como en prueba de lo que decía, añadió:
—Buenas noches, Claudio; buenas noches, Desirée.
—¡Pues ya estamos aquí, Pitou! —contestaron los dos hombres.
—Es una buena visita. ¿Qué deseáis, amigos míos? —preguntó Pitou.
—Ven adonde haya claridad —dijo Claudio.
—¿Claridad de qué, si no hay luna?
—Claridad del cielo.
—¿Tienes que hablarme?
—Sí: debemos hablarte, Ángel.
Y Claudio recalcó significativamente estas palabras.
—Vamos allá —dijo Pitou. Y todos tres salieron.
Llegados a la primera encrucijada del bosque, detuviéronse, sin que Pitou supiera lo que de él deseaban.
—Veamos qué hay —dijo Pitou al ver que sus dos compañeros se detenían.
—Escucha, Ángel —dijo Claudio—, hétenos aquí, a Desirée Maniquet y yo, que llevamos la voz en el país. ¿Quieres ser de los nuestros?
—¿Para qué?
—¡Ah! Para…
—¿Para qué? —volvió a preguntar Pitou irguiéndose.
—Para conspirar —murmuró Claudio al oído del joven.
—¡Ah, ah! —exclamó Pitou con sonrisa burlona.
La verdad es que le daba miedo aquella palabra y hasta su eco, aun en medio del bosque.
—Vamos, explícate —dijo, al fin.
—He aquí el hecho; acércate tú, Desirée, que eres cazador furtivo en el arma y que conoces todos los rumores del día y de la noche, de la llanura y del bosque: mira si nos han seguido y observa si nos espían.
Desirée hizo una señal con la cabeza, y describió un círculo alrededor de Pitou y de Claudio, tan silencioso como el de un lobo que gira en torno de un redil.
Después volvió y dijo:
—Habla: estamos solos.
—Hijos míos —continuó Claudio—, todos los distritos de Francia, según nos has dicho, Pitou, quieren estar armados bajo el pie de guardias nacionales.
—Es verdad —contestó Pitou.
—Pues bien; ¿por qué Haramont no ha de estar también sobre las armas, como los demás distritos?
—Tú mismo lo dijiste ayer, Claudio, cuando hice la proposición de armarnos —replicó Pitou—. Haramont no lo hace porque carece de fusiles.
—¡Oh! Los fusiles no nos inquietan, puesto que tú sabes dónde hay.
—Sí sé, sí sé —dijo Pitou, que veía venir a Claudio y comprendía el peligro.
—Pues bien —continuó el otro—, todos los jóvenes patriotas del país nos hemos consultado hoy.
—Muy bien.
—Y somos treinta y tres.
—La tercera parte de ciento menos uno.
—¿Sabes el ejercicio tú? —preguntó Claudio.
—¡Pardiez! —exclamó Pitou, que ni siquiera sabía llevar el arma.
—Y ¿conoces la táctica bien?
—He visto maniobrar diez veces al general Lafayette con cuarenta mil hombres —contestó desdeñosamente Pitou.
—¡Muy bien! —dijo Desirée, que se cansaba de no hablar nada, y que, sin ser exigente, quería intercalar alguna palabra a su vez.
—Pues ¿quieres mandarnos tú? —preguntó Claudio.
—¡Yo! —exclamó Pitou dando un salto de sorpresa.
—Tú mismo.
Y los dos conspiradores miraron fijamente a Pitou.
—¡Oh! Tú vacilas —dijo Claudio.
—Pero…
—Tú no eres buen patriota —añadió Desirée.
—¡Oh! En cuanto a eso…
—Tú temes, sin duda, alguna cosa.
—¡Yo! ¡Un vencedor de la Bastilla, que ha sido condecorado!
—¿Tú condecorado?
—Lo seré cuando se acuñen las medallas. El señor Billot me ha prometido retirar la mía en mi nombre.
—¡Y será condecorado! ¡Tendremos un jefe condecorado! —exclamó Claudio en un transporte de alegría.
—Veamos: ¿aceptas? —preguntó Desirée.
—¿Aceptas tú? —preguntó Claudio.
—¡Pues bien, sí, acepto! —contestó Pitou, llevado de su entusiasmo y acaso también de un sentimiento que se despertaba en él y que se llama orgullo.
—¡Punto concluido! —exclamó Claudio—. Desde mañana, tú nos mandas.
—Y ¿qué he de mandaros?
—Pues el ejercicio.
—¿Y los fusiles?
—¿No sabes tú dónde hay?
—¡Ah! Sí, en casa del abate Fortier.
—Sin duda.
—Pero el abate Fortier está en el derecho de rehusármelos.
—Pues bien: harás como los patriotas hicieron en los Inválidos: los tomarás.
—¿Yo solo?
—Llevarás nuestras firmas, por lo pronto, y, en caso necesario, te daremos auxilio, sublevando a Villers-Cotterêts. Pitou movió la cabeza.
—El abate Fortier es testarudo —dijo.
—¡Bah! Tú eras su discípulo predilecto, y no podrá negarte nada.
—Bien se ve que no le conocéis mucho —dijo Pitou suspirando.
—¡Cómo! ¿Crees tú que ese viejo rehusaría?
—Aunque fuese a un escuadrón del Real Alemán. Es un testarudo, injusium et tenacean… ¡Ah! Olvidaba que no sabéis latín —añadió Pitou interrumpiéndose.
Pero los dos vecinos de Haramont no se dejaron deslumbrar por la cita ni por el apostrofe.
—A fe mía —dijo Desirée—, ¡vaya un jefe que hemos ido a elegir, Claudio, que se espanta de todo!
Claudio movió la cabeza.
Entonces Pitou, comprendiendo que acababa de comprometer su elevada posición, recordó que la fortuna ayuda a los audaces.
—¡Pues bien! —exclamó—. Sea. Ya veremos.
—Conque ¿te encargas de los fusiles?
—Me encargo de… tratar de obtenerlos.
Un murmullo de satisfacción sustituyó al de descontento que se había producido.
—¡Oh, oh! —pensó Pitou—. Esa gente me impone ya la ley antes de que sea su jefe. ¿Qué será cuando llegue a serlo?
—Intentar —dijo Claudio moviendo la cabeza—. ¡Oh! No es bastante.
—Pues si no es bastante —replicó Pitou—, hazlo tú mejor: te cedo mi mando: así podrás habértelas tú mismo con el abate y sus disciplinas.
—No valía la pena —dijo desdeñosamente Maniquet— volver de París con un sable y un casco para temer unas disciplinas.
—Un sable y un casco no son una coraza, y, aunque lo fueran, el abate Fortier sabría encontrar muy pronto el defecto de aquella.
Claudio y Desirée comprendieron, al parecer, esta observación.
—Vamos, Pitou, hijo mío —dijo Claudio. (Hijo mío es un término amistoso muy usado en el país).
—¡Pues sea! —contestó Pitou—. Pero que haya obediencia, ¡pardiez!
—Ya verás cómo somos obedientes —dijo Claudio guiñando el ojo a Desirée.
—Pero —añadió este último— encárgate tú de los fusiles.
—Convenido —dijo Pitou, muy inquieto en el fondo, pero a quien la ambición aconsejaba ya las grandes audacias.
—¿Lo prometes?
—Lo juro.
Pitou y sus dos compañeros extendieron la mano, y he aquí cómo a la claridad de las estrellas, a la entrada del bosque, la insurrección quedó declarada en el departamento del Aisne por los tres vecinos de Haramont, plagiarios inocentes de Guillermo Tell y de sus compañeros.
El hecho es que Pitou entreveía al fin de sus trabajos la felicidad de mostrarse gloriosamente revestido de las insignias de un mando en la guardia nacional, y estas insignias le parecían muy propias para producir, si no remordimientos, por lo menos reflexiones a la señorita Catalina. Así consagrado por la voluntad de sus electores, Pitou entró en su casa, meditando sobre los medios de proporcionar armas a sus treinta y tres guardias nacionales.