Capítulo LXII

Sin embargo, al llegar a Villers-Cotterêts a eso de las diez de la noche, después de marchar seis horas antes y de haber hecho en el intervalo el largo viaje que hemos procurado describir, Pitou comprendió que, por triste que estuviese, más valía permanecer en la posada del Delfín y dormir en una cama que pasar la noche al sereno bajo alguna haya o encina del bosque.

No debía pensar en dormir en una casa de Haramont, llegando allí a las diez y media de la noche, pues haría ya hora y media que todas las luces se habían apagado y que todas las puertas estaban cerradas.

Pitou se detuvo, pues, en la posada del Delfín, donde mediante una moneda de treinta sueldos obtuvo una excelente cama, un pan de cuatro libras, un pedazo de queso y un jarrón de sidra.

Pitou estaba rendido y enamorado, a la vez que desesperado, de lo cual resultó entre la parte física y la moral una lucha en que la segunda, vencedora en un principio, acabó por sucumbir.

Es decir, que desde las once de la noche hasta las dos de la madrugada, Pitou lloró, suspiró y revolvióse en su lecho sin poder dormir; pero después, vencido por la fatiga, cerró los ojos para no abrirlos hasta las siete.

Si todo el mundo está acostado en Haramont a las diez y media de la noche, a las siete de la mañana todo el mundo está levantado en Villers-Cotterêts.

Al salir de la posada del Delfín, Pitou pudo ver de nuevo cómo su casco y su sable llamaban de nuevo la atención pública; de tal modo que después de andar cien pasos se Vio rodeado de un considerable grupo.

Decididamente, Pitou había conquistado una inmensa popularidad en el país.

Pocos viajeros tienen tanta suerte: el sol, que, según dicen, luce para todo el mundo, no brilla siempre favorablemente para las personas que vuelven a su patria con el deseo de ser profetas.

Pero tampoco todos tienen una tía gruñona y avara hasta la ferocidad, como lo era la tía Angélica; ni tampoco todos los que son capaces de comerse un gallo con arroz pueden ofrecer un escudo de oro para pagarlo.

Pero menos frecuente es aún en los aparecidos, cuyo origen y tradiciones se remontan a la Odisea, el volver con casco en la cabeza y sable en la cintura, sobre todo cuando el resto del equipo tiene un poco de todo menos de militar.

Pues debe advertirse que lo que más llamaba la atención de sus conciudadanos sobre la persona de Pitou eran su casco y su sable.

Excepto las penas de amor, que habían contristado a Pitou a su vuelta, bien se ve que para el mozo las satisfacciones y los triunfos eran una compensación.

Por eso algunos habitantes de Villers-Cotterêts, que habían acompañado la víspera a Pitou desde la puerta del abate Fortier, en la calle de Soissons, hasta la puerta de la tía Angélica, en el Pleux, resolvieron continuar la ovación, conduciendo a Pitou desde Villers-Cotterêts hasta Haramont.

Y lo hicieron como lo habían resuelto, visto lo cual por los habitantes de Haramont, estos comenzaron a apreciar a su compatriota en su justo valor.

Justo es decir que ya estaba la tierra preparada para recibir la simiente: el primer pasaje de Pitou, por rápido que fuese, había dejado una huella en los ánimos; su casco y su sable estaban grabados en la memoria de aquellos que le habían visto en el estado de aparición luminosa.

En su consecuencia, los habitantes de Haramont, viéndose favorecidos por este segundo regreso de Pitou, a quien no esperaban ya, rodeáronle con toda especie de muestras de consideración, rogándole que se despojara de su marcial atavío para descansar al pie de los cuatro tilos que sombreaban la plaza del pueblo, como se rogaba a Marte en Tesalia, en los aniversarios de sus grandes triunfos.

Pitou se dignó acceder a lo que le pedían, con tanta más razón cuanto que su objeto era establecerse en Haramont; y aceptó el refugio de una habitación que un compatriota belicoso del pueblo le alquiló con todos los muebles necesarios, es decir, un catre de tablas con colchón, dos sillas, una mesa y un jarro para el agua.

El todo fue apreciado por el mismo propietario en seis libras anuales, o sea el valor de dos gallos con arroz.

Hecho el trato, Pitou tomó posesión de su domicilio, pagando la bebida a todos cuantos le habían acompañado; y como los acontecimientos, no menos que la sidra, se le habían subido a la cabeza, les dirigió un discurso en el umbral de su puerta.

Era un gran acontecimiento aquel discurso de Pitou, y así es que todo Haramont formó círculo alrededor de la casa.

El mozo había aprendido un poco, conocía las formas de la oratoria, y no ignoraba las ocho palabras con que en aquella época los organizadores de naciones, como los llamaba Homero, ponían en movimiento a las masas populares.

Del señor de Lafayette a Pitou había, sin duda, gran distancia; pero Haramont estaba también muy lejos de París.

Moralmente hablando, por supuesto, Pitou comenzó por un exordio que no hubiera desagradado al mismo abate Fortier, por descontentadizo que fuese.

—Ciudadanos —dijo—, conciudadanos: esta palabra es dulce de pronunciar, como ya lo manifesté a otros franceses, pues todos ellos son hermanos; pero aquí creo hablar a hermanos verdaderos, y encuentro toda una familia en mis compatriotas de Haramont.

Las mujeres, de las cuales se contaban algunas en el auditorio, no eran las mejor dispuestas en favor de Pitou, porque este conservaba las rodillas muy voluminosas y las piernas demasiado delgadas para tener atractivo alguno en el auditorio femenino. Al oír la palabra familia, pensaron en aquel pobre Pitou, pobre huérfano abandonado que desde la muerte de su madre no había podido nunca satisfacer del todo las necesidades de su estómago; y aquella palabra familia, pronunciada por el joven que carecía de ella, conmovió en algunas esa fibra tan sensible que constituye el depósito de las lágrimas.

Terminado el exordio, Pitou comenzó la narración, segunda parte de su discurso.

Refirió su viaje a París, los motines, la toma de la Bastilla y la venganza del pueblo; tocó ligeramente sobre la parte que había tomado en el combate del Palais Royal y del arrabal de San Antonio; pero cuanto menos se envanecía, tanto más grande parecía a los ojos de sus compatriotas, y, al fin del relato de Pitou, su casco era tan inmenso como la cúpula de los Inválidos, y su sable tan alto como el campanario de Haramont.

Terminado el discurso, Pitou pasó a confirmar aquella delicada operación por la que Cicerón reconocía al verdadero orador.

Probó que las pasiones populares se habían sublevado justamente contra los agiotistas[33]; dijo algunas palabras acerca de los señores Pitt, padre e hijo; explicó la revolución por los privilegios concedidos a la nobleza y al clero; y, por último, invitó al pueblo de Haramont a hacer en particular lo que el pueblo francés había hecho en general, es decir, reunirse contra el enemigo común.

Después pasó de la confirmación a la peroración, por una de esas transiciones comunes a todos los grandes oradores.

Dejó caer su sable, y al levantarlo lo desenvainó inadvertidamente, lo cual le proporcionó el texto de una proposición incendiaria que llamaba a las armas a los habitantes del distrito, a imitación de los parisienses revoltosos.

Los de Haramont, muy entusiastas, contestaron enérgicamente.

La revolución fue proclamada y aclamada en el pueblo.

Los de Villers-Cotterêts, que habían asistido a la sesión, marcharon con el corazón henchido de patriotismo, cantando de la manera más amenazadora para los aristócratas, y con salvaje furor:

¡Viva Enrique IV!

¡Viva el rey valiente!

Rouget de l’lsle no había compuesto aún la Marsellesa, y los federales del año 90 no habían despertado todavía el antigua Ça ira popular, atendido que se estaba aún en el año de gracia de 1789.

Pitou creyó no haber hecho más que pronunciar un discurso; pero Pitou acababa de promover una revolución.

Entró en su casa, se regaló con un pedazo de pan moreno, y el resto de su queso de la posada del Delfín, resto cuidadosamente guardado en su casco, y después fue a comprar alambre de latón para construir sus ballestas y lazos: llegada la noche, los colocó en el bosque.

Poco tiempo después, Pitou cogió un conejo y un gazapo.

Pitou hubiera querido una liebre; pero no observó ningún paso de este animal, lo cual le fue explicado por aquel antiguo axioma de los cazadores: perros y gatos, liebres y conejos, no viven juntos.

Hubiera necesitado recorrer tres o cuatro leguas para llegar a un cantón donde abundaban las liebres, y Pitou estaba algo cansado, porque sus piernas habían hecho la víspera todo cuanto podían hacer en un día. Además de recorrer unas quince leguas, habían llevado durante las cuatro o cinco últimas a un hombre agobiado de dolor, y nada hay tan pesado para las piernas largas.

Hacia la una de la madrugada entró en su casa con la primera presa, y esperaba obtener otra durante el resto del día.

Se acostó, conservando en sí un resto tan amargo de aquel dolor que la víspera fatigó tanto sus piernas que no pudo dormir más de seis horas seguidas sobre aquel mísero colchón que el mismo propietario llamaba galleta.

Pitou durmió desde la una hasta las siete de la mañana, y el sol le sorprendió durmiendo, con la ventana abierta. Por aquella ventana, treinta o cuarenta vecinos de Haramont miraban cómo dormía.

Despertó lo mismo que Turena sobre su cureña, sonrió a sus compatriotas y preguntóles graciosamente por qué iban a visitarle tan de mañana y en tan considerable número.

Uno de ellos tomó la palabra, y reproduciremos fielmente el diálogo que medió entre los dos: era un leñador llamado Claudio Tellier.

—Ángel Pitou —dijo—, hemos reflexionado toda la noche: los ciudadanos deben, en efecto, como nos dijistes ayer, armarse para la libertad.

—Sí lo he dicho —replicó Pitou, con un tono firme que indicaba que estaba dispuesto a sostener sus palabras.

—Mas para armarnos nos falta lo principal.

—¿El qué?

—Armas.

—¡Ah! Es cierto —dijo Pitou.

—Sin embargo, hemos reflexionado lo suficiente para no perder el tiempo, y nos armaremos a toda costa.

—Cuando yo me marché —dijo Pitou— había cinco armas de fuego en Haramont, tres fusiles de ordenanza, una escopeta de un tiro y otra de dos.

—Pues ahora solamente hay cuatro —repuso el orador—, porque una escopeta se inutilizó de puro vieja hace un mes.

—Era la de Desirée Maniquet —dijo Pitou.

—Sí, y por cierto que se me llevó dos dedos al reventar —dijo Maniquet, elevando sobre la cabeza su mano mutilada—, y como el accidente me ocurrió en las tierras de ese aristócrata, de ese que llaman señor de Longpré, los aristócratas me pagarán el daño.

Pitou inclinó la cabeza en señal de que aprobaba aquella justa venganza.

—Tenemos, pues, cuatro armas de fuego solamente —continuó Claudio Tellier.

—Pues bien: con eso se pueden armar ya cinco hombres —dijo Pitou.

—¿Cómo?

—Sí: el quinto llevará una pica, como se hace en París: por cada cuatro hombres armados de fusiles, siempre hay uno que tan sólo lleva una pica, y esto es muy cómodo, porque así se pueden llevar las cabezas cortadas.

—¡Oh, oh! —dijo una voz alegremente—. Debe esperarle que nosotros no cortaremos cabezas.

—No —dijo gravemente Pitou—. Con tal que sepamos despreciar el oro de los señores Pitt, padre e hijo. Pero volvamos a las armas de fuego, sin salir de la cuestión, como dice el señor Bailly. ¿Cuántos hombres hay en Haramont capaces de empuñar las armas? ¿Os habéis contado?

—Sí.

—Y ¿cuántos sois?

—Treinta y dos.

—¿De modo que faltan veintiocho fusiles?

—Que nunca tendremos —dijo la voz de antes, que era la de un hombre grueso, de rostro pálido.

—¡Ah! —exclamó Pitou—. Ya veremos eso, Bonifacio.

—¿Cómo?

—Sí: es preciso saber, como yo sé.

—Y ¿qué sabes?

—Sé dónde se han de buscar.

—¿Buscar?

—Sí. El pueblo de París no tenía armas tampoco; pero el señor Marat, médico tan sabio como feo, dijo al pueblo dónde había armas; el pueblo fue adonde el señor Marat indicó, y las encontró.

—Y ¿adónde dijo el señor Marat que fueran? —preguntó Maniquet.

—A los Inválidos.

—Sí; pero en Haramont no tenemos Inválidos.

—Yo conozco un sitio donde hay más de cien fusiles —dijo Pitou.

—¿Dónde?

—En una de las salas del colegio del abate Fortier.

—¿El abate Fortier tiene cien fusiles? ¿Acaso quiere armar a sus niños de coro ese galopín[34]? —preguntó Claudio Tellier.

Pitou no profesaba mucho afecto al abate Fortier; pero aquella injuria contra su antiguo profesor le resintió profundamente.

—¡Claudio! —exclamó—. ¡Claudio!

—Y bien, ¿qué?

—Yo no he dicho que los fusiles fueran del abate Fortier.

—Si están en su casa, suyos son.

—Ese dilema es falso, Claudio. Yo estoy en la casa de Bastian Godinet, y, sin embargo, esta casa no es mía.

—Es verdad —dijo Bastian, contestando, sin que Pitou tuviera necesidad de hacerlo.

—Los fusiles, pues, no son del abate Fortier —dijo Pitou.

—Pues ¿a quién pertenecen?

—Al distrito.

—Si son del distrito, ¿por qué están en casa del abate?

—Están allí porque la casa del abate se halla en el distrito, que le permite ocuparla en recompensa de que dice la misa e instruye gratis a los hijos de los ciudadanos pobres. Ahora bien: puesto que la casa del abate pertenece al distrito, este último tiene derecho para reservar en el edificio que le pertenece un aposento donde poner sus fusiles.

—¡Es verdad! —dijeron los oyentes—. El distrito tiene derecho para eso.

—Pues bien: sepamos ahora cómo haremos para adquirir esos fusiles.

Esta pregunta apuró un poco a Pitou, que se rascó la oreja.

—Vamos, contesta —dijo otra voz—. Es preciso que vayamos a trabajar.

Pitou respiró. El último interlocutor acababa de proporcionarle una salida.

—¡Trabajar! —exclamó Pitou—. ¡Habláis de armaros para la defensa de la patria, y pensáis en trabajar!

Y Pitou recalcó la frase con una sonrisa de tal modo irónica y desdeñosa, que sus oyentes se miraron humillados.

—Bien sacrificaríamos algunos días para ser libres, si fuese de todo punto preciso —dijo otro.

—Para ser libres —repuso Pitou—, no es un día lo que se ha de sacrificar, sino todos.

—Entonces, cuando se trabaja por la libertad se descansa —dijo Bonifacio.

—Escucha, Bonifacio —repuso Pitou, con cierto aire de Lafayette irritado—. Jamás podrán ser libres los que no sepan hollar bajo los pies las preocupaciones.

—Nada deseo tanto como no trabajar —repuso Bonifacio—. Pero ¿quién me dará de comer?

—¿Acaso se come? —preguntó Pitou.

—En Haramont sí, aún se come. ¿No hacen lo mismo en París?

—Se come cuando se ha vencido a los tiranos —replicó Pitou—. ¿Se comió, por ventura, el catorce de julio, ni se pensaba en comer aquel día? No: faltaba tiempo para ello.

—¡Ah, ah! —exclamaron los más celosos—. ¡Qué hermosa debía ser la toma de la Bastilla!

—¡Comer! —continuó Pitou, con acento desdeñoso—. ¡Ah! Si fuera beber, no digo, porque hacía mucho calor, y la pólvora de cañón es muy áspera.

—Pero ¿qué bebían?

—Agua, vino y aguardiente. Las mujeres se cuidaban de esto.

—¿Las mujeres?

—Sí: mujeres heroicas, que habían hecho banderas con sus vestidos.

—¿De veras? —exclamaron los oyentes, maravillados.

—Pero, en fin —dijo un escéptico—, al día siguiente se comería, sin duda.

—No digo lo contrario —contestó Pitou.

—Pues entonces —repuso Bonifacio, con aire triunfante—, si se comió, también se trabajaría.

—Señor Bonifacio —dijo Pitou—, habláis de esas cosas sin conocerlas. París no es un caserío, ni se compone de un grupo de campesinos rutinarios, que se ocupan tan sólo de atender a las necesidades de su vientre: Obediencia ventri, como decimos en latín nosotros los sabios. No: París, como dice el señor de Mirabeau, es la cabeza de las naciones; es un cerebro que piensa para el mundo entero; y un cerebro no come jamás, señores.

—Es verdad —pensaron los oyentes.

—Y, sin embargo —continuó Pitou—, el cerebro que no come se nutre lo mismo.

—¿Y cómo lo hace? —preguntó Bonifacio.

—Invisiblemente: con el alimento del cuerpo.

En este punto los de Haramont dejaron de comprender.

—Explícanos eso, Pitou —dijo Bonifacio.

—Muy fácilmente —contestó el mozo—. París es el cerebro, como ya se ha dicho; las provincias son los miembros que trabajarán, beberán y comerán, mientras que París piensa.

—Entonces, abandono la provincia y me voy a París —repuso el escéptico Bonifacio—. ¿Queréis venir conmigo vosotros?

Una parte del auditorio se echó a reír, participando, al parecer, de la opinión de Bonifacio.

Pitou comprendió que iba a quedar desacreditado por aquel burlón.

—¡Pues id a París! —exclamó a su vez—. Y si encontráis una sola figura tan ridícula como la vuestra, os compraré gazapos, como ese que veis, a razón de un luis cada uno.

Y, con una mano, Pitou mostró su gazapo, mientras que con la otra hacía resonar los pocos luises que le quedaban de la munificencia de Gilberto.

Pitou hizo reír a su vez, lo cual bastó para que Bonifacio se sonrojara.

—¡Oye tú, Pitou, parece que te das mucho tono llamándonos ridículos!

Ridículus tu es —dijo majestuosamente Pitou.

—¡Pero, hombre, mírate tú mismo! —replicó Bonifacio.

—Por más que mire —dijo el mozo—, podré ver alguna cosa tan fea como tú, pero nunca tan estúpida.

Apenas había acabado Pitou de pronunciar estas palabras, cuando Bonifacio (son muy cerriles los de Haramont) le asestó un puñetazo, que Pitou paró diestramente con un ojo, pero contestando con un puntapié muy parisiense, el cual fue seguido de otro que derribó en tierra al escéptico.

Pitou se inclinó sobre su adversario como para completar su victoria de una manera fatal, y todos se precipitaban en auxilio de Bonifacio, cuando Pitou se incorporó, diciendo:

—Has de saber que los vencedores de la Bastilla no se baten a puñetazos: tengo mi sable, coge otro, y concluyamos.

Y el joven desenvainó, olvidando; o sin olvidar, que no había en Haramont más que su sable y el del guarda de campo, algunas pulgadas más corto.

No olvidemos que, para restablecer el equilibrio, Pitou se puso su casco.

Aquella grandeza de alma electrizó a la asamblea, y se convino en que Bonifacio era un gañán, un mentecato, indigno de tomar parte en la discusión sobre los asuntos públicos, por lo cual fue expulsado de la casa.

—Ya veis —dijo entonces Pitou—, la imagen de las revoluciones de París, como lo ha dicho el señor Prudhomme o Loustalot… Creo que fue el virtuoso Loustalot… Sí, estoy seguro de que fue él: «Los grandes no nos parecen tales sino porque estamos de rodillas. ¡Levantémonos!».

Estas palabras no tenían la menor relación con el caso; pero, tal vez a causa de esto mismo, produjeron un efecto prodigioso.

El escéptico Bonifacio, que aún estaban allí, aunque a veinte pasos de distancia, quedó admirado, y volvió humildemente para decir a Pitou:

—No debes tenernos ojeriza, Pitou, si no conocemos la libertad tan bien como tú.

—No es la libertad: se trata de los derechos del hombre.

Este segundo golpe bastó a Pitou para anonadar por segunda vez a sus oyentes.

—Decididamente —dijo Bonifacio—, eres un sabio y debemos acatarte.

Pitou se inclinó.

—Sí —repuso—, la educación y la experiencia me han elevado sobre vosotros; y si hace un momento te hablé con cierta dureza era por la amistad que te profeso.

Los aplausos resonaron, y Pitou vio que podía lanzarse.

—Acabáis de hablar de trabajo —dijo—, pero ¿sabéis lo que es? Para vosotros, el trabajo consiste en cortar leña, segar las mieses… recogerlas y hacer gavillas; colocar piedras y asegurarlas con argamasa… He aquí lo que es el trabajo para vosotros. A vuestro modo de ver, yo no trabajo. Pues bien: os engañáis: yo solo hago más que todos vosotros, porque medito vuestra emancipación, porque sueño vuestra libertad, vuestra igualdad; y uno solo de mis momentos vale cien de vuestros días. Los bueyes que aran la tierra hacen todos la misma cosa; pero el hombre que piensa sobrepuja a todas las fuerzas de la materia. Yo solo valgo tanto como todos vosotros.

»Ved al señor de Lafayette: es hombre delgado, rubio, no mucho más alto que Claudio Tellier; tiene la nariz puntiaguda, piernas enjutas y brazos como los palos de esa silla. En cuanto a las manos y a los pies, no hablemos de ellos, pues tanto valdría no tener. Pues bien: ese hombre ha llevado dos mundos sobre sus hombros, uno más que Atlas, y sus pequeñas manos han roto las cadenas de América y de Francia.

»Ahora bien: puesto que tales brazos han hecho eso, siendo como los de una silla, juzgad lo que pueden hacer los míos.

Así diciendo, Pitou mostró sus brazos, nudosos como troncos de acebo.

Y con esta comparación se detuvo, seguro de haber producido un gran efecto sin decir nada.

Y lo había producido.