Sin embargo, la madre Billot, conformándose con las funciones de primera criada, había vuelto a ocuparse en su trabajo sin afectación, sin amargura, y de la mejor voluntad; de modo que el movimiento interrumpido un instante en la jerarquía agrícola comenzaba a parecerse de nuevo al interior de una colmena, por su actividad y su afanoso trabajo.
Mientras que se preparaba el caballo de Catalina, esta entró, miró de reojo a Pitou, que permanecía inmóvil, pero cuya cabeza giró como una veleta, para seguir el movimiento de la joven, hasta que esta desapareció en su habitación.
—¿Qué tendrá que hacer en su aposento? —se preguntó Pitou.
¡Pobre muchacho! Catalina iba a ponerse una gorrita blanca y unas medias más finas.
Después, cuando se hubo arreglado y oyó que su caballo piafaba a la puerta, salió, abrazó a su madre y púsose en marcha.
Pitou, desocupado y nada tranquilo, con la mirada indiferente y, en parte, misericordiosa que Catalina le había dirigido al salir, no pudo resolverse a permanecer así perplejo.
Desde que Ángel Pitou había vuelto a ver a la joven parecíale que la vida de esta le era de todo punto necesaria.
Y, además, en el fondo de aquel espíritu pesado y algo dormido agitábase algo como una sospecha con la monótona regularidad de la péndola de un reloj.
Es propio de las almas ingenuas verlo todo por grados iguales. Esas naturalezas perezosas no son menos sensibles que las demás, pero sienten y no analizan.
El análisis es la costumbre de gozar y sufrir. Es preciso haberse acostumbrado a las sensaciones para ver su fermentación en el fondo de ese abismo que se llama corazón humano.
No hay ancianos ingenuos.
Cuando Pitou hubo oído el paso del caballo que se alejaba, corrió hacia la puerta, y entonces vio a Catalina siguiendo un sendero de travesía que se prolongaba desde la granja al camino grande de La Ferté-Milon, desembocando al pie de una pequeña montaña, cuya cima se pierde en el bosque.
Desde el umbral de aquella puerta envió a la linda joven un adiós lleno de sentimiento y de humildad.
Mas, apenas se lo hubo enviado con la mano y el corazón, Pitou reflexionó una cosa.
Catalina podía prohibirle que la acompañase; pero no impedirle que la siguiese.
Bueno que la joven hubiese dicho a Pitou que no quería verle; pero no podía prohibirle que la mirase.
Pitou pensó, pues, que, no teniendo qué hacer, nada en el mundo se oponía a recorrer en el bosque el camino que Catalina debía franquear; y de este modo, sin ser visto, la vería desde lejos a través de los árboles.
No había más que legua y media desde la granja a La Ferté-Milon; legua y media para ir, y otro tanto para volver. ¿Qué era esto para Pitou?
Por lo demás, Catalina ganó el camino por una senda que formaba ángulo con el bosque: tomando la perpendicular, Pitou economizaba un cuarto de legua; de modo que no tendría que recorrer más que dos y media para ir a La Ferté-Milon y volver.
Dos leguas y media no eran nada para un hombre que tan buen uso sabía hacer de sus zancas.
Apenas el mozo hubo ideado este proyecto en su mente, púsolo en ejecución.
Mientras que Catalina se dirigía al camino grande, Pitou, agachándose detrás de los altos centenos, ganaba el bosque.
En un instante llegó al lindero, y, una vez aquí, saltó al foso del bosque y precipitóse, con menos gracia, pero con más rapidez que un corzo espantado.
Así corrió un cuarto de hora, y al cabo de este tiempo divisó el claro del camino.
Allí se detuvo, apoyándose en una enorme encina que le ocultaba completamente detrás de su tronco rugoso, y estaba bien seguro de que no se hubiese adelantado Catalina.
Sin embargo, esperó diez minutos, y hasta un cuarto de hora; pero no vio a nadie.
¿Habría olvidado alguna cosa en la granja y tendría que volver a buscarla? Esto era muy posible.
Con las mayores precauciones, Pitou se acercó al camino, alargó la cabeza por detrás de una robusta haya que crecía en el foso mismo, perteneciendo tanto al camino como al bosque, fijó su mirada hasta la llanura, que le era dado ver a causa de la rigidez de la línea, y no divisó un alma.
Decididamente Catalina había olvidado alguna cosa y volvía a la granja.
Pitou emprendió la carrera: o no había llegado aún y la vería entrar, o había llegado y la vería salir.
Pitou abrió el compás de sus largas piernas, y comenzó a medir con estas el espacio que le separaba de la llanura.
Corría por el suelo arenoso del camino, más suave para sus pies, cuando de pronto se detuvo.
El caballo, que avanzaba al paso, se había desviado del camino real para seguir una estrecha senda a cuya entrada se leía en un poste:
«Senda que conduce desde el camino de La Ferté-Milon a Boursonne».
Pitou levantó los ojos, y en la extremidad opuesta de la senda divisó, a gran distancia, algo confusamente en el horizonte azulado del bosque: el caballo blanco y el corpiño encarnado de Catalina.
Ya hemos dicho que la distancia era considerable, pero sabido es que no había distancias para Pitou.
—¡Ah! —exclamó el joven lanzándose otra vez al bosque—. No es a La Ferté-Milon donde va, sino a Boursonne. Y, sin embargo, no me equivoco: ella dijo La Ferté-Milon más de diez veces; le han dado encargos para este punto, y la misma madre Billot habló de La Ferté-Milon.
Y, mientras pronunciaba estas palabras, Pitou corría siempre; Pitou corría cada vez más; Pitou corría como un loco.
Porque el joven, impulsado por la duda, esa primera mitad de los celos, no era ya un bípedo: Pitou parecía ser una de esas máquinas aladas, como Dédalo en particular, que los grandes mecánicos de la antigüedad soñaron tan bien y ejecutaron tan mal.
Se parecía en un todo a uno de esos monigotes de paja de largos y delgados brazos que el viento hace girar en los escaparates de los vendedores de juguetes de niños.
Brazos, piernas y cabezas se mueven; todo da vueltas y todo vuela.
Las piernas inmensas de Pitou trazaban ángulos de cinco pies de anchura; sus manos, semejantes a dos grandes paletas que tuvieran por mango un palo, hendían el aire como remos; su cabeza, toda ella boca, y su nariz, toda ojos, absorbían el aire, devolviéndolo en ruidosos resoplidos.
Ningún caballo había tenido tanta rabia por correr.
A ningún león le habría animado aquella voluntad feroz de alcanzar su presa.
Pitou debía recorrer más de media legua cuando divisó a Catalina; pero cuando la joven hubo franqueado la mitad de esta distancia, él la anduvo toda; de modo que su carrera había tenido doble rapidez que la de un caballo al trote.
Al fin, alcanzó una línea paralela a la suya.
Pitou no seguía ya a Catalina tan sólo para verla, sino para vigilarla.
La joven había mentido. ¿Con qué objeto?
No importaba: para recobrar sobre ella cierta superioridad era preciso sorprenderla en flagrante delito de mentira. Pitou penetró de cabeza entre los helechos y los espinos, rompiendo los obstáculos con su casco, y sirviéndose de su sable en caso necesario.
Sin embargo, como Catalina iba ahora al paso, de vez en cuando el ruido de las ramas rotas llegaba hasta ella, y hacía enderezar las orejas al caballo, mientras que su ama escuchaba atenta.
Entonces Pitou, que no perdía de vista a la joven, deteníase para tomar aliento, desvaneciendo así toda sospecha.
Sin embargo, esto no podía durar, y, por lo tanto, no duró.
Pitou oyó de pronto relinchar al caballo de Catalina, y al punto le contestó otro relincho.
Aún no se podía ver el segundo caballo; pero, cualquiera que fuese, Catalina hostigó a Cadet con su varita de boj, y el caballo, que había relinchado un instante, emprendió el trote largo.
Al cabo de cinco minutos, gracias a esta mayor velocidad, la joven se había reunido con un jinete, que llegaba a su encuentro con tanta prisa como la que ella había tenido para llegar.
El movimiento de Catalina había sido tan rápido e inesperado, que el pobre Pitou permaneció inmóvil, de pie en el mismo sitio, empinándose para ver más lejos.
Sin embargo, había mucha distancia.
Pero si el mozo no pudo ver, sintió como una conmoción eléctrica al observar la alegría y el rubor de la joven, el estremecimiento que agitó todo su cuerpo, y la viveza de sus ojos, tan dulces y serenos de ordinario y tan brillantes en aquel momento.
No vio tampoco quién era aquel jinete, ni pudo distinguir sus facciones; pero, reconociendo, por su aspecto, por su levita de caza de terciopelo verde, por su sombrero con una ancha gasa y por su aire gracioso, que debía pertenecer a la clase más elevada de la sociedad, su pensamiento se fijó al punto en aquel bello joven, en aquel elegante bailarín de Villers-Cotterêts. Y su corazón, su boca, todas las fibras de sus entrañas se estremecieron a la vez, murmurando el nombre de Isidoro de Charny.
Y él era, en efecto.
Pitou dejó escapar un suspiro semejante a un rugido, y, penetrando de nuevo en la espesura, consiguió situarse a la distancia de veinte pasos de los dos jóvenes, demasiado atentos uno para otro en sus personas para cuidarse de si el ruido que oían era ocasionado por el paso de un cuadrúpedo o de un bípedo.
El joven caballero, sin embargo, se volvió hacia el lado de Pitou, empinándose sobre los estribos, y dirigió una vaga mirada a su alrededor.
Pero en el mismo instante, para que no le viesen, Pitou se tendió en el suelo boca abajo.
Después, arrastrándose como una serpiente, adelantó diez pasos más, pudo ponerse así al alcance de la voz y escuchó.
—Buenos días, señor Isidoro —decía Catalina.
—¡Señor Isidoro! —murmuró Pitou—. Ya lo sabía yo.
Entonces sintió en toda su persona la inmensa fatiga de todo aquel trabajo que la duda, la desconfianza y los celos le habían inducido a emprender hacía una hora.
Los dos jóvenes, uno frente a otro, habían dejado las riendas para cogerse las manos; estaban temblorosos, mudos y risueños; mientras que los dos caballos, acostumbrados, sin duda, a verse, acariciábanse con el hocico y retozaban.
—Os habéis retrasado hoy, señor Isidoro —dijo Catalina, rompiendo el silencio.
—¡Hoy! —dijo Pitou—. Parece que los demás días no se retrasa.
—No es culpa mía, querida Catalina —replicó el joven—; me ha entretenido una carta de mi hermano, recibida esta mañana, y a la cual he debido contestar a correo vuelto; pero no temáis nada, pues mañana seré más puntual.
Catalina sonrió, e Isidoro estrechó más tiernamente aún la mano que le abandonaban.
¡Ay!, estas eran otras tantas espinas que desangraban el corazón del pobre Pitou.
—¿Tenéis, pues, noticias recientes de París? —preguntó Catalina.
—Sí.
—Pues yo también —repuso la joven sonriendo—. ¿No me dijisteis el otro día que cuando sucede alguna cosa semejante a dos personas que se aman, esto se llama simpatía?
—Precisamente. Y ¿cómo habéis recibido vos noticias, hermosa Catalina?
—Por Pitou.
—¿Qué es eso de Pitou? —preguntó el joven noble con un aire de broma, que convirtió en carmesí el color rojo de las mejillas de Pitou.
—Pues ya lo sabéis —dijo Catalina—, Pitou es ese pobre muchacho que mi padre había admitido en la granja y que me daba el brazo un domingo.
—¡Ah! Sí —dijo el caballero—; aquel que tiene rodillas como nudos de servilleta.
Catalina se echó a reír. Pitou, sensible a la humillación, desesperado, miró sus rodillas, que parecían, en efecto, nudos, apoyándose sobre las manos para levantarse un poco, y después se aplanó de nuevo, profiriendo un suspiro.
—Vamos —dijo Catalina—; no maltratéis demasiado a mi pobre Pitou. ¿Sabéis lo que me proponía hace poco?
—No: contadme eso, bella Catalina.
—¡Pues bien! Quería acompañarme a La Ferté-Milon.
—¿Adónde no vais, seguramente?
—No, puesto que sabía que me esperabais aquí, mientras que yo soy quien ha esperado casi.
—¡Ah! Ved que acabáis de pronunciar una frase propia de un rey.
—¿De veras? Pues no lo sabía.
—Y ¿por qué no habéis aceptado la oferta de ese galante joven? —preguntó el caballero—. Nos hubiéramos divertido un poco.
—Tal vez no —replicó Catalina, sonriendo.
—Tenéis razón —repuso Isidoro, fijando en la bella aldeana sus ojos brillantes de amor.
Y ocultó la cabeza de la joven en sus brazos, cruzándolos sobre ella.
Pitou cerró los ojos para no ver; pero se había olvidado taparse los oídos para no oír, y el rumor de un beso llegó hasta él.
Pitou se cogió los cabellos con desesperación, como hace el apestado en el cuadro de Gros, que representa a Bonaparte visitando el hospital de Jaffa.
Cuando Pitou volvió en sí, los jóvenes habían vuelto a poner sus caballos al paso y alejábanse lentamente.
Las últimas palabras que Pitou pudo oír fueron las siguientes:
—Sí, tenéis razón, señor Isidoro: pasearemos una hora. Yo desquitaré este tiempo a costa de las piernas de mi caballo, y como es un buen animal, no dirá nada.
Y esto fue todo. La visión se desvaneció; la oscuridad se hizo en el alma de Pitou, como se hacía en la naturaleza, y, revolcándose en los brezos, el pobre muchacho se dejó llevar de los ingenuos impulsos de su dolor.
La frescura de la noche le serenó.
—No volveré a la granja —dijo— porque me vería humillado, burlado y debería comer el pan de una mujer que ama a otro hombre, a un hombre que, debo confesarlo, es más guapo, más rico y más elegante que yo. No: mi lugar no está ya en Pisseleux, sino en Haramont, en mi país, donde tal vez hallaré personas que no echarán de ver si mis rodillas parecen nudos de servilleta.
Dicho esto, Pitou se frotó sus largas piernas y encaminóse hacia Haramont, donde, sin que él lo sospechase, le habían precedido su reputación y la de su casco y su sable, y donde le esperaban, si no la felicidad, por lo menos un destino glorioso.
Ya se sabe que no es atributo de la humanidad hallar siempre felicidad completa.