Para escuchar las voluntades de aquel honrado padre de familia, las dos mujeres concentran toda su atención. Pitou no ignoraba que su misión era difícil; conocía bien el carácter de la madre Billot y de Catalina, y también la costumbre de mando en la una, y el amor a la independencia en la otra.
Catalina, hija tan dulce, tan laboriosa y buena, había adquirido, por efecto mismo de sus cualidades, un gran ascendiente sobre todos los habitantes de la granja; y sabido es que el espíritu de dominación no es más que la firme voluntad de no obedecer.
Pitou, exponiendo su misión, estaba seguro del placer que causaría a una de las dos mujeres, y del pesar que resultaría para la otra.
La madre Billot, reducida a un papel secundario, parecíale una cosa anormal, absurda. Esto engrandecía a Catalina con relación a Pitou; pero la joven no necesitaba esto en las circunstancias actuales.
Pitou representaba en la granja el papel de uno de los heraldos de Homero, una boca, una memoria, y no una inteligencia; y se expresó en los términos siguientes:
—Señora Billot, el objeto de vuestro esposo es que os fatiguéis lo menos posible.
—¿Cómo es eso? —preguntó la buena mujer con sorpresa.
—¿Qué significa fatigarse? —preguntó Catalina.
—Quiere decir —contestó Pitou— que la administración de una granja como la vuestra es lo mismo que un gobierno, que exige muchos cuidados y trabajo. Es preciso hacer compras…
—¿Y qué? —preguntó la señora Billot.
—Se han de hacer también pagos…
—¿Qué más?
—Se han de vigilar las labores…
—Adelante.
—Cuidar de la recolección…
—¿Quién dice lo contrario?
—Seguramente nadie, señora Billot; mas para hacer las compras se ha de viajar.
—Tengo mi caballo.
—Para pagar son inevitables las disputas.
—¡Oh! Tengo buen pico.
—Para labrar las tierras…
—¿No estoy acostumbrada a vigilar los trabajos?
—Y para la recolección… ¡Ah! Este es otro asunto. Además, se ha de guisar para los trabajadores, y ayudar a los carreteros…
—Todo esto no me espanta, pues lo hago en bien de mi hombre —exclamó la digna mujer.
—Pero señora Billot… En fin…
—¿En fin qué?
—Tanto trabajo… y… un poco de edad.
—¡Ah! —exclamó la madre Billot, mirando a Pitou de reojo.
—Ayudadme, señorita Catalina —dijo el pobre mozo, notando que sus fuerzas disminuían a medida que la situación se hacía más difícil.
—Yo no sé lo que se ha de hacer para ayudaros —dijo Catalina.
—¡Pues bien! He aquí la cosa —replicó Pitou—. El señor Billot no quiere que su esposa sobrelleve tantas fatigas.
—¡Cómo! —interrumpió la buena mujer, temblando a la vez de admiración y de respeto.
—Ha elegido una persona que es como él mismo y como vos misma: ha elegido a la señorita Catalina.
—¡Mi hija para gobernar la casa! —exclamó la buena madre con un acento de desconfianza y de indefinible envidia.
—Bajo vuestras órdenes, madre mía —se apresuró a decir la joven ruborizándose.
—¡No, no! —insistió Pitou, que habiéndose atrevido a explicarse estaba resuelto a llegar hasta el fin. ¡No! Yo desempeño mi comisión fielmente; el señor Billot delega y autoriza a la señorita Catalina en vuestro lugar para todos los trabajos y los asuntos de la casa.
Cada una de estas palabras, pronunciadas con el acento de la verdad, penetraban en el corazón de la señora Billot; pero tal era la bondad de su carácter, que, en vez de manifestar indignación ni cólera porque se rebajaba su importancia, mostróse más resignada y obediente, más convencida de la infalibilidad de su marido.
¿Podía engañarse Billot? ¿Era posible desobedecerle?
He aquí los dos únicos argumentos que la buena mujer se opuso a sí propia.
Y toda su resistencia cesó.
Miró a su hija, en cuyos ojos no vio más que modestia, confianza y buena voluntad para llenar su cometido, así como ternura y respeto inalterables, y cedió del todo.
—El señor Billot tiene razón —dijo—; Catalina es joven, con buena cabeza, y hasta enérgica si es necesario.
—¡Oh! Sí —contestó Pitou, seguro de que halagaba el amor propio de Catalina, al mismo tiempo que le dirigía un epigrama.
—Catalina —continuó la madre Billot— estará más a gusto que yo en los caminos; sabrá correr mejor días enteros en pos de los labradores; venderá más, y sabrá comprar con más seguridad, haciéndose obedecer también de toda nuestra gente. ¡Hija mía!
Catalina sonrió.
—Pues bien —continuó la buena mujer—; he aquí que Catalina deberá correr un poco por los campos; tendrá la bolsa y la verán siempre en marcha. ¡He aquí a mi hija transformada en mozo!
—No temáis nada por la señorita Catalina —dijo Pitou, con aire de suficiencia—, porque aquí estoy yo, y la acompañaré a todas partes.
Esta generosa oferta, con la que Ángel contaba, sin duda, para producir efecto, le atrajo, de parte de Catalina, una mirada tan extraña que el mozo quedó confuso.
La joven se ruborizó, no como las mujeres a quienes se complace, sino con ese color encendido que, traduciendo por un doble síntoma la doble operación del alma, su causa primera, revela a la vez cólera y la impaciencia, el deseo de hablar y la necesidad de callarse.
Pitou no era hombre de mundo; no entendía de matices; mas, habiendo comprendido que el rubor de Catalina no era una conformidad completa, exclamó con una agradable sonrisa, que dejó ver sus poderosos dientes bajo los gruesos labios:
—¡Cómo, cómo! ¿Os calláis, señorita Catalina?
—¿Ignoráis acaso, señor Pitou, que habéis dicho un disparate?
—¡Un disparate! —exclamó el enamorado.
—¡Diantre! —exclamó la señora Billot—. ¡Estaría de ver mi hija con un guardia de corps!
—¡Pero, en fin, en los bosques!… —dijo Ángel Pitou, con un aire tan ingenuo que hubiera sido indigno reírse de él.
—¿También se halla esto en las instrucciones de nuestro hombre? —preguntó la madre Billot, mostrando así disposiciones para el epigrama.
—¡Oh! —añadió Catalina—, sería un oficio de holgazán que mi padre no podía haber aconsejado a Pitou, y que este no hubiera aceptado tampoco.
Pitou miraba con los ojos muy abiertos, y como espantados, a Catalina y a su madre.
Todo el edificio que había levantado mentalmente se hundía.
La joven, verdadera mujer, comprendió la dolorosa decepción del mozo.
—Señor Pitou —dijo—, ¿es en París dónde habéis visto a las jóvenes comprometerse así, llevando siempre a su lado acompañantes?
—Pero vos no sois una muchacha —balbuceó Pitou—, sino la dueña de la casa.
—¡Vamos: ya hemos hablado suficiente! —dijo la madre Billot, con tono brusco—. La dueña de la casa tiene mucho que hacer. Ven, Catalina: te lo entregaré todo, según las órdenes de tu padre.
Entonces comenzó, a los ojos de Pitou, aturdido e inmóvil, una ceremonia que no carecía de grandeza y de poesía en su rústica sencillez.
La señora Billot sacó todas las llaves del manojo y las entregó, una tras otra, a Catalina, dándole cuenta de la ropa blanca, de los muebles, de los vinos y de las provisiones. Después condujo a su hija al antiguo armario ropero, del año 1738 o 1740, en cuyo secreto el padre Billot encerraba sus papeles, sus luises de oro, y toda la riqueza y los archivos de la familia.
Catalina se dejó investir, con gravedad, de todas las atribuciones. Hizo sagaces preguntas a su madre, reflexionó a cada respuesta, y, una vez recibido el informe de todo, hubiérase dicho que lo guardaba en las profundidades de su memoria y de su razón, como un arma reservada para las necesidades de la lucha.
Después del examen de los objetos, la madre Billot pasó al de los animales, de los que se hizo el recuento con toda exactitud.
Carneros válidos y enfermos, corderos, cabras, gallinas, pichones, caballos, bueyes y vacas.
Pero esto fue una simple formalidad. En aquel ramo de la explotación, Catalina era, hacía largo tiempo, el administrador especial.
Nadie mejor que Catalina conocía las aves domésticas, con su rudo cacareo; los corderos, familiares con ella al cabo de un mes; los pichones, los cuales la conocían tan bien, que a menudo la encerraban, en medio del patio, en las espirales de su vuelo, posándose con frecuencia en sus hombros, después de saludarla con el extraño movimiento de vaivén que caracteriza a los osos.
Los caballos relinchaban al acercarse Catalina. Solamente esta sabía hacer que los más fogosos la obedeciesen. Uno de ellos, potro criado en la granja, y que llegó a ser caballo padre indomable, rompíalo todo en la cuadra para acercarse a Catalina, y buscar en sus manos y en sus bolsillos la corteza de pan duro, que tenía la seguridad de encontrar.
Nada era tan hermoso ni tan propio para hacer sonreír como aquella linda joven rubia, con sus grandes ojos azules, su blanco cuello, sus brazos redondeados y sus manos bien perfiladas, cuando se acercaba, con su delantal lleno de trigo, a la inmediación de la charca, a un espacio apisonado, de suelo batido y duro, donde el grano resonaba al caer a puñados.
Entonces se hubiera visto a todos los polluelos, a todas las palomas, a todos los corderos libres precipitarse hacia la charca: los picotazos agujereaban el suelo, la lengua sonrosada de los cabritos lamía la avena o el trigo, y aquel espacio, cubierto de grano, quedaba, a los dos minutos, tan blanco y limpio como el plato de loza del segador cuando acaba de comer.
Ciertos seres humanos tienen en los ojos la fascinación que seduce y otros la que espanta: dos sensaciones tan poderosas en los animales, que jamás intentan resistirlas.
¿Quién de nosotros no ha visto al toro feroz mirar melancólicamente, durante algunos minutos, al niño, que le sonríe sin comprender el peligro? Es que le compadece.
¿Quién no ha visto a ese mismo toro fijar una mirada inquieta en el robusto vaquero, que le cubre con la vista, manteniéndole inmóvil, bajo una amenaza muda? El animal inclina la cabeza y parece prepararse para la lucha; pero sus pies están como arraigados en el suelo, se estremece y tiene miedo.
Catalina ejercía una de esas dos influencias en todo cuanto la rodeaba. Era, a la vez, tan serena y tan firme, había tanta mansedumbre y fuerza de voluntad en ella, tan poca desconfianza, tan poco miedo, que el animal que estaba enfrente de la joven no sentía tentación de hacerle daño.
Con más razón ejercía aquella influencia singular en los seres pensadores. El encanto de aquella virgen era irresistible. Ningún hombre del país había sonreído al separarse de ella; ningún mozo abrigaba, respecto a ella, ninguna segunda intención: los que la amaban deseábanla por esposa; los que no la amaban hubiéranla querido por hermana.
Pitou, con la cabeza baja, los brazos pendientes y abstraído el pensamiento, seguía maquinalmente a la joven y a su madre en la operación de la entrega.
No le habían dirigido la palabra: estaba allí como un guarda de tragedia, y su casco no contribuía poco a que lo pareciese.
Después se procedió a pasar lista a los criados de la casa.
La madre Billot mandó formar un semicírculo, y colocóse en su centro.
—Hijos míos —les dijo—, nuestro amo no vuelve aún de París; pero ha elegido ama en su lugar: es mi hija Catalina, que veis aquí, muy joven y fuerte; yo soy vieja ya, y mi cabeza se debilita; de modo que el amo ha hecho bien. La dueña es ahora Catalina: ella debe dar el dinero y recibirlo; yo seré la primera en obedecer sus órdenes y en ejecutarlas, y aquellos de vosotros que no lo hagan así, deberán entenderse con ella.
Catalina, sin añadir una palabra, abrazó tiernamente a su madre.
El efecto de aquel beso fue más poderoso que todas las frases. La madre Billot lloró, y Pitou no pudo menos de enternecerse.
Todos los criados aclamaron la nueva dominación.
Catalina, entrando al punto en el desempeño de sus funciones, distribuyó los servicios; cada cual recibió su orden y marchó a ejecutarla con la mejor voluntad.
Pitou, que se había quedado solo, acabó por acercarse a Catalina y le dijo:
—¿Y yo?
—¡Ah!… —contestó la joven—. No tengo nada que ordenaros.
—¡Cómo! ¿Voy a estar sin hacer nada?
—¿Qué habéis de hacer?
—Pues lo que hacía antes de marcharme.
—Antes de marchar fuisteis acogido por mi madre.
—Pero vos sois la dueña: dadme trabajo.
—No tengo ninguno para vos, señor Ángel.
—¿Por qué?
—Porque sois un sabio, un señor de París, a quien estas faenas rústicas no convienen.
—¿Es posible? —exclamó Pitou.
Catalina hizo una señal, como queriendo decir: «Así es».
—¡Yo un sabio! —repitió Pitou.
—Sin duda.
—Pero ved mis brazos, señorita Catalina.
—No importa.
—En fin, señorita —dijo el pobre muchacho, desesperado—. ¿Por qué me obligaríais a morir de hambre, bajo el pretexto de que soy un sabio? ¿Ignoráis, pues, que el filósofo Epicteto trabajaba para comer, y que el fabulista Esopo ganaba el pan con el sudor de su frente? Sin embargo, esos dos señores eran más sabios que yo.
—¡Qué queréis que le haga! Las cosas han venido así.
—Pero advertid que el señor Billot me había aceptado para servir en la casa, y que me envía de París para que siga en ella.
—Bien; pero mi padre podía obligaros a ejecutar trabajos que yo, su hija, no me atrevería a imponeros.
—Pues no me los impongáis, señorita Catalina.
—Sí, pero entonces estaríais en la ociosidad, y esto es lo que no podría permitiros. Mi padre tenía derecho para obrar como amo, y a mí me está prohibido como delegada suya. Administro su hacienda, y es preciso que esta produzca.
—Pero ¡si yo trabajaré y daré ganancias!… Bien veis, señorita Catalina, que giráis en un círculo vicioso.
—¿Qué quiere decir eso? —repuso Catalina, que no comprendía las grandes frases de Pitou—. ¿Qué significa un círculo vicioso?
—Se llama círculo vicioso, señorita, a un mal razonamiento. No: dejadme en la granja para cuidar de los animales, si lo tenéis a bien, y entonces veréis si soy un sabio o un holgazán. Por lo demás, aquí se han de llevar los libros de cuentas, teniendo en orden los registros, y esta aritmética es mi especialidad.
—En mi concepto, no es ocupación suficiente para un hombre —dijo Catalina.
—Es decir, que ¿no sirvo para nada? —exclamó Pitou.
—Por ahora seguid viviendo aquí —repuso la joven dulcificándose; reflexionaré y veremos.
—¿Necesitáis tiempo para reflexionar y decidir si debéis conservarme? Pero ¿qué os he hecho yo, señorita Catalina? ¡Ah! No erais así antes de marcharme.
La joven se encogió de hombros imperceptiblemente.
No tenía buenas razones que dar a Pitou, y, sin embargo, era evidente que su insistencia le molestaba.
Y, cortando la conversación, dijo:
—Basta ya de este asunto, señor Pitou; pues ahora debo marchar a La Ferté-Milon.
—Pues, entonces, corro a ensillar vuestro caballo, señorita Catalina.
—Nada de eso: quedaos aquí.
—¿Rehusáis que os acompañe?
—¡Digo que os quedéis! —contestó Catalina con acento imperioso.
Pitou permaneció como clavado en su sitio, con la cabeza baja, reprimiendo una lágrima que se agolpaba a sus párpados, abrasándolos como si fuese de aceite hirviendo.
Catalina dejó a Pitou donde se hallaba, y dio a un criado de la granja la orden de ensillar su caballo.
—¡Ah! —murmuró Pitou—. Os parezco muy cambiado, señorita Catalina; pero vos sois la que habéis variado mucho más que yo.