Después de satisfacer los primeros deberes de la obediencia, Pitou quiso llenar las primeras necesidades de su corazón.
Es cosa muy dulce obedecer cuando la orden del amo se aviene con las secretas simpatías de aquel que obedece.
Por eso emprendió la marcha de la mejor voluntad; y, siguiendo la callejuela que va desde Pleux a la calle de Lormet, formando como un verde cinturón, con sus dos cercas en aquel lado de la ciudad, atravesó los campos para llegar antes a la granja de Pisseleux.
Pero muy pronto disminuyó su celeridad, pues a cada paso evocaba un recuerdo.
Cuando se entra en la ciudad o en el pueblo donde se nació, «se pisa la juventud, se anda sobre los días pasados, que se desarrollan, como dice el poeta inglés, cual una alfombra bajo los pies, para honrar al viajero que vuelve».
A cada paso se encuentra un recuerdo en un latido del corazón.
Aquí se ha sufrido; allá fue uno feliz; acullá se sollozó de pesar, y en otro punto se lloró de alegría.
Pitou, que no era analista, se vio obligado a ser hombre: recogió reminiscencias del pasado en todo el camino, y llegó con el alma llena de sensaciones a la granja de la madre Billot.
Cuando divisa a cien pasos la prolongada arista de los tejados, cuando midió con los ojos los olmos seculares, que se elevan retorcidos, cual para mirar desde la altura cómo humean las ennegrecidas chimeneas; cuando oyó el rumor lejano de los animales domésticos, los perros que gruñen y el de las carretas que ruedan, levantó su casco sobre la cabeza, sujetó mejor su sable de dragón, y esforzóse para tomar cierto aire marcial, tal como conviene a un enamorado y a un militar.
Nadie le reconoció, al pronto, lo cual probaba que conseguía su objeto.
Un criado hacía beber a los caballos en el pantano; oyó ruido, volvió la cabeza, y a través del ramaje de un sauce vio a Pitou, o, más bien, un casco y un sable.
El criado quedó mudo de asombro, y Pitou, pasando a su lado, llamóle por su nombre.
—¡Eh, Barnaut! Buenos días —exclamó.
El criado, poseído de asombro al ver que el del sable y el casco conocía su nombre, se quitó su pequeño sombrero, soltando el ronzal de sus caballos.
Pitou pasó junto a él sonriendo.
Pero el criado no se tranquilizó por eso: la sonrisa benévola de Pitou había quedado oculta bajo su casco.
Al mismo tiempo, la madre Billot vio a aquel militar a través de los vidrios de la ventana de su sala, y al punto se levantó.
Se estaba entonces en continua alarma en los campos, y circulaban espantosos rumores, hablándose de bandoleros que recorrían los bosques y que cortaban las mieses verdes aún.
¿Qué podía significar la llegada de aquel soldado? ¿Era un ataque o un auxilio?
La madre Billot había examinado de una ojeada a Pitou en todo su conjunto, y preguntábase por qué llevaría calzado de aldeano con un casco tan brillante, observación que la inclinaba, en sus suposiciones, tanto a sospechar como a tener esperanzas.
El soldado, fuera quien fuese, entró en la cocina.
La madre Billot dio dos pasos hacia el recién venido, y Pitou, para no ser menos cortés, se quitó el casco.
—¡Angel Pitou! —exclamó la buena mujer—. ¡Ángel aquí!
—Buenos días, madre Billot —contestó Pitou.
—¡Ángel! ¡Oh, Dios mío! ¡Quién te hubiera adivinado! ¿Estás en el servicio?
—¡Oh! ¡En el servicio! —exclamó Pitou, sonriendo con aire de superioridad.
Y miró a su alrededor, buscando lo que no veía.
La madre Billot sonrió, y adivinando la causa de las miradas de Pitou, preguntóle sencillamente:
—Buscas a Catalina, ¿eh?
—Para saludarla, sí señora Billot —contestó el joven.
—Está secando la ropa. Vamos, siéntate, mírame y habíame.
—Con mucho gusto —dijo Pitou—. Buenos días, buenos días, buenos días, señora Billot.
Y Pitou tomó una silla.
Alrededor de él se agruparon, en las puertas y en las escaleras, todos los criados de la granja, atraídos por el relato de aquel mozo de cuadra.
Y a cada noticia se prestaba atento oído y oíase cuchichear.
—¿Es Pitou?
—Sí, él es.
—¡Bah!
Pitou paseó una benévola mirada sobre todos sus antiguos compañeros, y su sonrisa fue una caricia para los más.
—Y ¿tú vienes de París, Ángel? —continuó la dueña de la casa.
—Directamente, señora Billot.
—¿Cómo sigue tu amo?
—Muy bien, señora.
—Y ¿cómo está París?
—Muy mal.
—¡Ah!
Y el círculo de los oyentes se estrechó.
—¿Y el rey? —preguntó la madre Billot.
Pitou movió la cabeza, produciendo con la lengua un chasquido muy humillante para la monarquía.
—¿Y la reina?
Esta vez Pitou no contestó absolutamente nada.
—¡Oh! —exclamó la dueña.
—¡Oh! —repitieron todos los oyentes.
—Vamos, continúa, Pitou —dijo la madre Billot.
—¡Pardiez! Interrogadme —repuso el joven, que tenía empeño en no decir todo lo más interesante en ausencia de Catalina:
—¿Por qué llevas ese casco? —preguntó la Billot.
—Es un trofeo —dijo Pitou.
—¿Qué significa un trofeo, amigo mío? —preguntó la buena mujer.
—¡Ah! Es verdad, señora —dijo el joven con una sonrisa protectora—; vos no podéis saber lo que es un trofeo. El trofeo significa que se ha vencido a un enemigo, señora Billot.
—Y ¿tú has vencido a un enemigo, Pitou?
—¡Uno! —replicó el joven con desdén—. ¡Ah, mi buena señora! ¿No sabéis que hemos tomado la Bastilla entre mi amo y yo?
Estas palabras mágicas electrizaron al auditorio.
Y Pitou sintió el hálito de los asistentes sobre sus cabellos, viendo que las manos de todos querían coger el respaldo de su silla.
—Cuenta, cuenta algo de lo que nuestro hombre ha hecho —dijo la señora Billot, muy engreída y temblorosa al mismo tiempo.
Pitou miró otra vez para ver si Catalina llegaba; pero esta no aparecía.
Y entonces juzgó ofensivo que la señorita Billot no abandonase su ropa para oír noticias tan frescas, traídas por semejante correo.
Movió la cabeza, y comenzó a estar descontento.
—Es cosa muy larga de referir —dijo.
—Y ¿acaso tienes ganas de comer? —preguntó la señora Billot.
—Puede ser muy bien.
—¿Y sed?
—No digo que no.
En el mismo instante, criados y criadas se apresuraron a servir al viajero; de modo que Pitou tuvo al punto bajo sus manos el jarro del vino, pan, carne y frutas de todas clases, tanto que ni tuvo tiempo para reflexionar sobre el alcance de su demanda.
Pitou tenía buen diente, como suele decirse, o, más bien, digería pronto; mas, por rápidamente que lo hiciera, aún no podía haber digerido el gallo de la tía Angélica, cuyo último bocado no hacía aún media hora que había pasado por su gaznate.
Lo que había pedido no le permitió, pues, ganar todo el tiempo que esperaba, por lo rápidamente que le sirvieron.
Vio que era preciso hacer un esfuerzo superior, y comenzó a comer.
Mas, por mucha que fuese su buena voluntad de continuar, al cabo de un instante debió detenerse.
—¿Qué tienes? —preguntó la señora Billot.
—¡Diantre! Tengo que…
—Que traigan de beber a Pitou.
—Aquí tengo sidra, señora.
—Pero tal vez prefieras un vaso de aguardiente.
—¿Aguardiente?
—Sí. ¿No te has acostumbrado a beberlo en París?
La buena mujer suponía que, durante sus doce días de ausencia, Pitou habría tenido tiempo de pervertirse.
Pitou rechazó orgullosamente la suposición.
¿Aguardiente? —dijo—. ¡Jamás!
—Pues, entonces, habla.
—Si hablo —dijo Pitou— será necesario que vuelva a comenzar para la señorita Catalina, y es cosa larga.
Dos o tres criados se precipitaron hacia el lavadero para ir en busca de la señorita Catalina.
Pero, mientras que todo el mundo corría hacia el mismo lado, Pitou miró maquinalmente hacia la escalera que conducía al primer piso; y como se hubiese establecido una corriente de aire entre abajo y arriba, vio por una puerta entornada a la joven con la vista fija en una ventana.
Catalina miraba por el lado del bosque, es decir, en dirección a Boursonne.
Tan absorta estaba la joven en su contemplación, que no se había fijado en nada de todo aquel movimiento del interior, llamando su atención solamente lo que pasaba fuera.
—¡Ah, ah! —murmuró, suspirando—. Por la parte del bosque, hacia Boursonne, por el lado del señor Isidoro de Charny; sí, eso es.
Y suspiró de nuevo, más dolorosamente aún.
En aquel instante los criados volvían no solamente del lavadero, sino de todos los sitios donde Catalina podía estar.
—¿Qué hay? —preguntó la señora Billot.
—No hemos visto a la señorita.
—¡Catalina! ¡Catalina! —gritó la madre.
La joven no oía nada.
Pitou se aventuró entonces a decir:
—Señora Billot, yo sé muy bien por qué no se encuentra a la señorita Catalina en el lavadero.
—¿Por qué?
—¡Pardiez! Porque no está allí.
—¿Sabes tú dónde está?
—Sí.
—¿Dónde?
—Allí arriba.
Y, cogiendo a la señora Billot de la mano, hízola franquear los tres o cuatro primeros peldaños de la escalera, y mostróle a Catalina sentada en el reborde de la ventana en medio del marco de enredaderas y de yedra.
—Ahora se peina —dijo la buena mujer.
—¡Ay! —contestó melancólicamente Pitou—. No es así: ya está peinada.
La madre, sin hacer aprecio de la melancolía de Pitou, gritó con voz sonora:
—¡Catalina! ¡Catalina!
La joven se estremeció sorprendida, cerró ligeramente la ventana y dijo:
—¿Qué ocurre?
—Pero ven aquí, Catalina —exclamó la madre Billot, sin dudar del efecto que sus palabras iban a producir—. ¡Es Ángel, que llega de París!
Pitou escuchó con ansiedad, deseoso de saber qué contestaría Catalina.
—¡Ah! —exclamó la joven, fríamente.
Tanto, que aquella frialdad heló el corazón del pobre Pitou.
Catalina bajó la escalera con la flema que los flamencos manifiestan en los cuadros de Van Ostade o de Brauwer.
—¡Toma! —exclamó al pisar el suelo de la habitación—. ¡Es él!
Pitou se inclinó, muy colorado y estremeciéndose.
—Lleva casco, dijo una criada al oído de su señorita.
Pitou oyó la frase, y estudió el efecto producido en el rostro de Catalina.
Rostro encantador, un poco pálido tal vez, pero aún bien redondeado y terso.
La joven no manifestó la menor admiración por el casco de Pitou.
—¡Ah! —exclamó—. Lleva casco. Y ¿para qué?
Esta vez la indignación se apoderó del honrado mozo.
—Tengo casco y sable —dijo con altivez— porque me he batido y matado dragones y suizos; y si lo dudáis, señorita Catalina, preguntádselo a vuestro padre. Esto es todo.
La joven estaba tan preocupada, que, al parecer, no oyó más que la última parte de la contestación de Pitou.
—Y ¿cómo sigue mi padre? —preguntó—. Y ¿por qué no vuelve con vos? ¿Son malas acaso las noticias de París?
—Muy malas.
—Yo creía que todo estaba arreglado —repuso Catalina.
—Sí, es verdad; pero todo se ha desarreglado —replicó Pitou.
—Pues ¿no hay acuerdo entre el pueblo y el rey por la vuelta del señor de Necker?
—¡Bah! No se trata ahora del señor de Necker —dijo Pitou con aire de suficiencia.
—Sin embargo, eso habrá satisfecho al pueblo. ¿No es verdad?
—Sí; tanto, que el pueblo se dispone a hacerse justicia por su mano, matando a todos sus enemigos.
—¡A todos sus enemigos! —exclamó Catalina, asombrada—. Y ¿quiénes son los enemigos del pueblo?
—Pues los aristócratas —contestó Pitou. Catalina palideció.
—Pero ¿a quiénes llaman aristócratas? —preguntó.
—¡Diantre! A los que poseen grandes tierras, a los que tienen magníficos palacios, a los que matan de hambre a la nación, a los que lo tienen todo, mientras que nosotros no tenemos nada.
—¿Qué más? —preguntó Catalina con impaciencia.
—A los que poseen buenos caballos y elegantes coches, mientras que nosotros vamos a pie.
—¡Dios mío! —exclamó la joven, palideciendo hasta la lividez.
Pitou observó aquella alteración en sus facciones.
—Llamo aristócratas —añadió— a ciertas personas que conocéis.
—¿Que yo conozco?
—¿Que conocemos? —dijo la madre Billot.
—Pero ¿de qué habláis? —insistió Catalina.
—Del señor Berthier de Savigny, por ejemplo.
—¿Del señor Berthier de Savigny?
—Sí, aquel que os regaló los pendientes de oro que llevabais el día en que bailasteis con el señor Isidoro.
—Y bien…
—Pues bien; que yo he visto a hombres que se comían su corazón; yo, que os hablo en este momento.
Un grito terrible se escapó de todos los pechos. Catalina se dejó caer sobre la silla en que se apoyaba.
—¿Tú has visto eso? —exclamó la madre Billot, temblando de horror.
—Y el señor Billot lo ha visto también.
—¡Oh! ¡Dios mío!
—Sí; y a estas horas —continuó Pitou— deben haber quemado a todos los aristócratas de París y de Versalles.
—¡Eso es espantoso! —murmuró Catalina.
—¡Espantoso! Y ¿por qué? Vos no sois aristócrata, ni la señora Billot tampoco.
—Señor Pitou —dijo Catalina con sombría firmeza—, me parece que no erais tan feroz antes de ir a París.
—Y no lo soy más, señorita —contestó Pitou, algo vacilante; pero…
—Pero entonces no os jactabais de los crímenes que los parisienses cometen, puesto que no sois hijo de París ni habéis cometido crímenes…
—Esto es tan verdad —dijo Pitou— que una vez faltó poco para que el señor Billot y yo fuéramos víctimas defendiendo al señor Berthier.
—¡Oh, mi buen padre, mi valeroso padre! —exclamó Catalina con exaltación—. Bien le reconozco en eso.
—¡Mi digno esposo! —dijo la madre Billot con los ojos humedecidos—. Y ¿qué ha hecho él?
Pitou refirió entonces la terrible escena de la plaza de Gréve, la desesperación de Billot y su deseo de regresar a Villers-Cotterêts.
—¿Por qué no ha vuelto entonces? —dijo Catalina con un acento que conmovió profundamente el corazón de Pitou, como uno de esos siniestros presagios que los adivinos sabían hacer penetrar tan profundamente en los corazones.
La madre Billot unió las manos.
—El señor Gilberto no ha querido —dijo Pitou.
—El señor Gilberto desea, sin duda, que maten a mi marido —dijo la señora Billot, sollozando.
—¿Quiere, por ventura, que la casa de mi padre se pierda? —añadió Catalina con el mismo tono melancólico.
—¡Oh! No —contestó Pitou—; el señor Billot y el doctor Gilberto se han entendido, y nuestro amo se quedará algún tiempo más en París para terminar la revolución.
—¿Ellos solos? ¿Cómo es eso?
—No, con el señor Lafayette y el señor Bailly.
—¡Ah! —exclamó la buena mujer con admiración—. Estando con el señor Lafayette y el señor Bailly…
—¿Cuándo piensa volver? —preguntó Catalina.
—¡Oh! En cuanto a eso, no sé nada, señorita.
—Y tú ¿por qué has vuelto entonces?
—Para acompañar a Sebastián Gilberto a casa del abate Fortier, y soy portador de las instrucciones del señor Billot.
Al pronunciar estas palabras, Pitou se levantó, no sin cierta dignidad diplomática, que fue comprendida, si no de los criados, por lo menos de los amos.
La madre Billot se levantó también, despidiéndolos a todos.
Catalina quedó sentada, y estudió hasta el fondo del alma el pensamiento de Pitou antes de pronunciar una palabra.
—¿Qué me dirá ahora? —se preguntó.