Pitou llegó a Villers-Cotterêts por la parte del parque que se llama la Faisanderie, cruzando después por el salón de baile, desierto durante la semana, y el mismo a que había conducido tres semanas antes a Catalina.
¡Qué de cosas habían pasado a Pitou y a Francia durante aquellas tres semanas!
Después, habiendo seguido la larga calle de castaños, se dirigió a la plaza del palacio y fue a llamar a la puerta falsa del colegio del abate Fortier.
Tres años hacía que Pitou había salido de Haramont, y sólo tres semanas que faltaba de Villers-Cotterêts: de modo que nada tenía de extraño que no fuese conocido al punto en Haramont, ni tampoco en Villers-Cotterêts.
En un momento se propagó por todas partes el rumor de que Pitou acababa de llegar con el joven Sebastián Gilberto y que ambos habían entrado por la puerta falsa de la casa del abate Fortier; que Sebastián estaba poco más o menos lo mismo que cuando se marchó; pero que Pitou llevaba un casco y un gran sable.
Esto dio por resultado que mucha gente se agolpara delante de la puerta principal del colegio, pensándose que, si Pitou había entrado por la puerta falsa, saldría luego por la que daba a la calle de Soissons.
Este era el camino que debía tomar para dirigirse a Pleux.
Efectivamente, Pitou no se detuvo en casa del abate Fortier más que el tiempo necesario para entregar a su hermana la misiva del doctor, la persona de Sebastián Gilberto, y cinco luises destinados a pagar su pensión en el colegio.
La hermana del abate Fortier tuvo en un principio mucho miedo cuando vio introducirse por la puerta del jardín al formidable soldado; pero bien pronto bajo el casco del dragón reconoció el semblante risueño y cándido de Pitou, lo cual la tranquilizó un poco.
Por último, la vista de los cinco luises acabó de tranquilizarla por completo.
Este temor era tanto más fácil de explicar en aquella pobre mujer, cuanto que el abate Fortier había salido de paseo con sus discípulos y se hallaba del todo sola en la casa.
Pitou, después de haber entregado la carta y los cinco luises, abrazó a Sebastián y salió, poniéndose su casco en la cabeza con envidiable marcialidad.
Sebastián derramó algunas lágrimas al separarse de Pitou, aunque aquella separación no debiera ser larga y su compañía no fuese de lo más entretenida; pero la constante alegría, la complacencia y la completa abnegación del joven Pitou habían conmovido a Sebastián; porque Pitou se asemejaba a uno de esos grandes perros de Terranova que cansan muchas veces, pero que concluyen por desarmar la cólera lamiendo las manos.
Una cosa endulzaba el dolor de Sebastián, y era que Pitou le había prometido ir a verle a menudo; y a su vez otra mitigaba el dolor de Pitou, y era que Sebastián le había dado las gracias por su ofrecimiento.
Ahora sigamos por un momento a nuestro héroe desde la casa del abate Fortier a la de su tía Angélica, situada, como ya sabemos, en la extremidad de Pleux.
Al salir de la casa del abate, Pitou se encontró con una veintena de personas que le esperaban. Su extraño equipo, cuya descripción había circulado por toda la ciudad, era ya en parte conocido de la multitud; y al verle volver así de París donde se batían, presumíase que Pitou habría hecho lo propio, y todos deseaban oír noticias de su boca.
Pitou dio las noticias que le pedían con su acostumbrada gravedad; refirió la toma de la Bastilla, las hazañas de Billot y del señor de Maillard, así como de los señores Elias y Hullin; dijo cómo Billot había caído en el foso de la fortaleza y como él, Pitou, le había sacado de allí; en fin, contó de qué manera había sido puesto en libertad el doctor Gilberto, que hacía ocho días se hallaba prisionero en la Bastilla.
Los oyentes sabían ya, sobre poco más o menos, lo que les contaba Pitou, puesto que habían leído los diarios de aquella época; mas, por interesante que sea lo que un gacetillero escribe, nunca lo es tanto como un testigo ocular, a quien se puede hacer preguntas y de quien se pueden escuchar datos interesantes.
Ahora bien: Pitou hablaba, respondía, daba todos los detalles que le pedían, sin llevar a mal las interrupciones, y contestaba con mucha amenidad.
De aquí resultó que, al cabo de una hora, poco más o menos, de estar dando detalles delante de la puerta del abate Fortier, en la calle de Soissons, obstruida por los curiosos, uno de los oyentes, notando algunas señales de inquietud en el rostro de Pitou, se atrevió a decir:
—Pitou estará cansado y le tenemos aquí de pie en vez de dejarle ir a casa de su tía Angélica. ¡Pobre solterona! ¡Cómo se alegrará al verle!
—Lo que es cansado, no lo estoy —dijo Pitou—, pero sí tengo hambre. Yo no me canso nunca; mas siempre tengo apetito.
Ante esta ingenua declaración, la multitud, que respetaba las exigencias del estómago de Pitou, le abrió paso respetuosamente, y el joven, seguido de algunos curiosos más tenaces que los demás, pudo tomar el camino de Pleux, es decir, de la casa de su tía.
La solterona se hallaba ausente, sin duda, visitando a las vecinas, y la puerta estaba cerrada.
Muchas personas invitaron a Pitou a entrar en su casa para comer lo que necesitase; pero Pitou rehusó orgullosamente.
—Pero ya ves, Pitou —le dijeron—, que la puerta de la casa de tu tía está cerrada.
—La puerta de la casa de una tía no puede permanecer mucho tiempo cerrada ante un sobrino sumiso y hambriento —dijo sentenciosamente Pitou.
Y, desenvainando su gran sable, cuya hoja hizo retroceder a las mujeres y los niños, introdujo la punta entre el pestillo y la armella de la cerradura, empujó vigorosamente, y la puerta se abrió, con gran admiración de los circunstantes, que ya no pusieron en duda las hazañas de Pitou al verle arrostrar tan temerariamente la cólera de la solterona.
El interior de la casa seguía siendo el mismo que antes de abandonarla Pitou. El famoso sillón de cuero ocupaba orgullosamente el centro de la habitación; dos o tres sillas estropeadas y cojas servían de acompañamiento al macizo sillón; en el fondo se hallaba la alacena; a la derecha la mesa, y a la izquierda la chimenea.
Pitou entró en la casa con benévola sonrisa; nada tenía que decir contra aquellos pobres muebles, y, lejos de ello, debía considerarlos como amigos de la infancia. Cierto que eran casi tan duros como la tía Angélica; pero al abrirlos se encontraba en ellos, por lo menos, alguna cosa buena, en tanto que si se hubiera abierto a la tía Angélica se habría encontrado seguramente el interior aún más seco y más malo que el exterior.
Pitou dio en el instante mismo una prueba de lo que decimos a las personas que le seguían, y que, viendo lo que pasaba, miraban desde afuera con la curiosidad de saber qué sucedería al volver la tía Angélica.
Era fácil de ver, por lo demás, que aquellas personas miraban a Pitou con la mayor simpatía.
Hemos dicho que Pitou tenía hambre, hasta el punto de que se hubiera podido notar la alteración de sus facciones.
Así es que, sin detenerse ni un instante, se fue derecho a la alacena.
En otro tiempo, y decimos en otro tiempo, aunque apenas hayan transcurrido tres semanas desde la marcha de Pitou, porque, a nuestro modo de ver, el tiempo no se mide por la duración, sino por los sucesos; ocurridos en otro tiempo, repetimos, Pitou, a menos de ser impulsado por el ángel malo o por un hambre irresistible, poderes infernales que se asemejan mucho, se hubiera sentado en el umbral de la puerta cerrada, habría esperado humildemente la vuelta de su tía Angélica, y así que hubiese vuelto la hubiera saludado con una dulce sonrisa, apartándose luego a un lado para dejarla pasar.
Una vez dentro su tía, habría entrado a su vez, presentándole enseguida el pan y el cuchillo para que le diese su ración, y, después de cortado aquel, hubiera dirigido una mirada de codicia, una triste mirada humilde y magnética, por lo menos así lo creía, como para atraer el queso o la tajada que veía sobre la tabla de la alacena.
Electricidad magnética que rara vez producía buen resultado, pero que lo tenía en alguna ocasión.
Pero hoy Pitou era ya un hombre, y obraba de distinto modo; así es que abrió tranquilamente la alacena, sacó de su bolsillo la navaja, cogió el pan, y cortó angularmente un pedazo que podía pesar un kilogramo, bien como se dice elegantemente desde la adopción de nuevas medidas. Después volvió a dejar el pan en la alacena, y, hecho esto, sin perder nada de su calma, abrió la despensa.
Por un momento, Pitou creyó oír refunfuñar a su tía Angélica; pero la puerta de la despensa rechinaba, y este ruido, que tenía toda la fuerza de la realidad, ahogó el otro, que tan sólo tenía la influencia de la imaginación.
Cuando Pitou formaba parte de la casa, la avara tía se limitaba a las provisiones ordinarias de puro alimento, como el queso de Marolles o la tenue tajada de tocino rodeada de las verdosas hojas de una enorme col; pero desde que el temible glotón desapareció, la tía, a pesar de su avaricia, se confeccionaba ciertos platos que duraban una semana, y que no dejaban de tener valor.
Tan pronto era el asado a la moda rodeado de zanahorias y de cebolletas, como el guisado de carnero con sabrosas patatas, o unas patas de ternera sazonadas con alguna conserva en vinagre; o bien una tortilla gigantesca, hecha en la sartén grande, y esmaltada de perejil o lonjas de tocino, una sola de las cuales bastaba para la comida de la vieja hasta en sus días de apetito.
Durante toda la semana, la tía Angélica acariciaba estos manjares con mucha parsimonia sin hacer más brecha que la precisa para satisfacer las exigencias del momento.
Todos los días se regocijaba de estar sola para comer tan buenas cosas, y durante aquella feliz semana pensó en su sobrino Pitou cuantas veces llevó la mano al plato y el bocado a los labios.
Pitou fue afortunado.
Llegó en un día, era lunes, en que la tía Angélica había puesto en una cazuela de arroz un gallo viejo, el cual coció tanto, rodeado de su blanda capa de pasta, que la carne llegó a separarse de los huesos, poniéndose casi tierna.
El manjar era formidable y hallábase en una cazuela profunda, negra por fuera, pero reluciente y llena de atractivos a la vista.
Las viandas coronaban el arroz como los disloques de un gran lago, y la cresta del gallo, elevábase entre los pitones múltiples como el pico de Ceuta sobre el estrecho de Gibraltar.
Pitou no tuvo ni siquiera la cortesía de prorrumpir en un ¡ay!, de admiración al contemplar aquella maravilla.
El ingrato olvidaba que jamás semejante magnificencia había adornado la despensa de la tía Angélica.
Tenía un pedazo de pan en la mano derecha.
Cogió la espaciosa cazuela con la izquierda y la sostuvo en equilibrio por la presión de su dedo pulgar, que sumergió en una grasa compacta de apetitoso olor.
En aquel instante parecióle que una sombra se interponía entre la luz que penetraba por la puerta y él.
Entonces volvióse sonriendo, pues Pitou era uno de esos jóvenes felices y sencillos en quien la satisfacción del alma se revela en el semblante.
Aquella sombra era la del cuerpo de la tía Angélica, más avara, más inflexible y más seca que nunca.
En otro tiempo, y aquí nos vemos obligados a volver a la comparación, porque tan sólo esta puede expresar nuestra idea, en otro tiempo, repetimos, al ver a la tía Angélica, Pitou hubiera dejado caer la cazuela, y, en tanto que la solterona se agachaba para recoger los restos de su gallo y los granos de arroz, él hubiera saltado por encima de su cabeza, dándose a correr con su pan debajo del brazo.
Pero Pitou no era ya el mismo de antes; su casco y su sable no habían cambiado tanto su físico como el trato con los grandes filósofos de la época su parte moral.
En vez de huir aterrado a la vista de su tía, se acercó con graciosa sonrisa, extendió hacia ella los brazos, y, aunque la solterona procuró esquivar tan afectuosa demostración, la estrechó entre ellos, oprimiéndola contra su pecho, en tanto que sus manos, ocupadas ambas, la una con el pan y la otra con la cazuela, se cruzaban sobre la espalda.
Después, cuando hubo cumplido con este acto de nepotismo, que consideraba como un deber indispensable, respiró con toda la plenitud de sus pulmones, diciendo:
—¡Sí, tía Angélica, aquí está vuestro querido sobrino Pitou!
Al sentir aquel inusitado apretón, la solterona creyó que, habiendo sorprendido en flagrante delito a su sobrino, este había tratado de ahogarla, como en otro tiempo lo hizo Hércules con Anteo.
Así es que respiró a su vez cuando se vio libre de aquel peligroso abrazo.
Pero la tía pudo notar que Pitou no había manifestado siquiera su admiración a la vista del gallo.
Pitou era no tan sólo un ingrato, sino un desatento.
Sin embargo, otra cosa afectó más a la tía Angélica, y era que Pitou, que en otro tiempo, cuando ella imperaba en su sillón de cuero, no se atrevía ni aun a sentarse en una de las sillas rotas o de los escabeles cojos que le rodeaban, se había arrellanado cómodamente en él, con la cazuela entre las piernas y disponiéndose a dar cuenta de su contenido.
Con su poderosa diestra, como dice la Escritura, empuñaba el cuchillo, verdadera espátula, con ayuda de la cual Polifemo se hubiera comido su pitanza.
En la otra mano tenía un enorme pedazo de pan de tres pulgadas de ancho por seis de longitud, que hacía las veces de escoba para empujar el arroz del plato; mientras que el cuchillo servía para acercar la carne al pan.
Diestra e infalible maniobra que dio por resultado a los pocos minutos dejar en descubierto el fondo de la cazuela, como quedan en el reflujo las argollas y las piedras de los muelles cuando el agua se retira.
Pintar el indecible asombro de la tía Angélica, dar idea de su desesperación, sería cosa imposible.
Por un momento creyó poder gritar; mas no le fue posible.
Pitou sonreía con un aire tan fascinador, que el grito expiró en los labios de la tía Angélica.
Entonces procuró sonreír, esperando conjurar el feroz animal, llamado hambre, que se hallaba en aquel momento en el estómago de su sobrino.
Pero el proverbio tiene razón: el estómago hambriento de Pitou permaneció sordo y mudo.
La solterona, en vez de sonreír, lloró.
Esto disgustó un poco a Pitou; pero no le impidió seguir comiendo.
—¡Oh, querida tía! —exclamó—. ¡Qué buena sois al llorar así de gozo por mi llegada! ¡Gracias, querida tía, gracias!
Y continuó comiendo.
Evidentemente la revolución francesa había desnaturalizado completamente a Pitou.
Devoró tres cuartas partes del gallo, y dejó un poco de arroz en el fondo de la cazuela, diciendo:
—Querida tía: vos preferís, sin duda, el arroz, ¿no es verdad? Es más blando y más fácil de mascar para vuestros dientes, y, por lo tanto, os lo dejo.
Ante aquella atención, que la tía Angélica tomó, sin duda, por una burla, la mujer estuvo a punto de sufrir una sofocación. Se adelantó resueltamente hacia su sobrino, arrancó la cazuela de sus manos, y profirió una blasfemia, que veinte años después hubiera sentado perfectamente a un granadero de la guardia veterana.
Pitou exhaló un suspiro.
—¡Oh, querida tía! —exclamó—. Lo sentís por vuestro gallo, ¿no es verdad?
—¡Bribón! —exclamó la solterona—. ¡Creo que aún se burla de mí!
Pitou se levantó.
—Tía —dijo majestuosamente—, mi intención es pagaros, pues tengo dinero, y, si lo deseáis, me quedaré aquí de huésped; pero me reservo el derecho de elegir los platos.
—¡Tunante! —exclamó la tía Angélica.
—¡Vaya! Pongamos por la ración cuatro sueldos, y así os debo una comida: cuatro de arroz y dos de pan son seis.
—¡Seis sueldos! —exclamó la solterona—. ¡Seis sueldos, cuando tú te has comido más de ocho de arroz y seis de pan!
—El gallo —dijo Pitou— no lo pongo en cuenta porque es de vuestro corral y antiguo conocido mío, como he observado por la cresta.
—Pero no deja de tener su precio —contestó la solterona.
—Nueve años hace que lo robé para vos, cogiéndolo bajo las alas de su madre cuando no abultaba más que el puño, y recuerdo que me zurrasteis porque, al mismo tiempo, no traje trigo para alimentarle al día siguiente. La señorita Catalina me lo dio después. Era mío —continuó Pitou— y he comido lo mío, porque tenía derecho para ello.
La tía, ciega de cólera, quiso anonadar al revolucionario con la mirada, pues no podía hablar.
—¡Sal de aquí! —exclamó al fin.
—¿Así, de pronto, después de haber comido, sin tener tiempo de hacer la digestión? ¡Ah! Esto no es equitativo.
—¡Sal de aquí, repito!
Pitou, que estaba repleto, se levantó, notando con la mayor satisfacción que su estómago no podía contener ni un grano más de arroz.
—Tía —dijo majestuosamente—, sois una mala parienta, y quiero demostraos que incurrís para mí en las mismas faltas de otro tiempo, siempre tan dura, siempre tan avara. Pues bien: no quiero que vayáis diciendo por todas partes que soy un tragón y mal pagador.
Así diciendo, se colocó en el umbral de la puerta, y con una voz estentórea que pudo ser oída no solamente de los curiosos que le habían acompañado, testigos de aquella escena, sino de cuantas personas pasaban a quinientos pasos de allí, exclamó:
—Pongo a estas buenas personas por testigos de que acabo de llegar de París a pie, después de haber tomado la Bastilla; de que me he sentado para comer en casa de mi tía y de que me han echado en cara tan duramente el alimento, expulsándome de una manera tan despiadada que me veo obligado a marcharme.
Y Pitou imprimió un tono tan patético a su exordio, que los vecinos comenzaron a murmurar contra la vieja solterona.
—A un pobre viajero —continuó Pitou— que ha recorrido diecinueve leguas a pie; a un joven honrado con la confianza del padre Billot y la del doctor Gilberto; que ha conducido al hijo de este último a la casa del abate Fortier; a un vencedor de la Bastilla; a un amigo del señor de Bailly y del general Lafayette. Pues bien: yo, señores, os pongo a todos por testigos de que me han arrojado de esta casa.
Los murmullos fueron tomando cuerpo.
—Y como yo no soy ningún mendigo —prosiguió Pitou—, como cuando se me echa en cara mi pan lo pago, he aquí un escudo que voy a depositar en pago de lo que comí en casa de mi tía.
Y, diciendo esto, Pitou sacó orgullosamente un escudo de su bolsillo y lo arrojó sobre la mesa, donde, a la vista de todo el mundo, rebotó y fue a sepultarse a medias en la cazuela de arroz.
Este último rasgo acabó de anonadar a la vieja solterona, que inclinó la cabeza bajo el peso de la reprobación general, expresada en un prolongado murmullo. Veinte brazos se alargaron hacia Pitou, que salió de la casa de su tía, sacudiendo los zapatos en el umbral, y desapareció, escoltado por la multitud, que le ofrecían mesa y cama, deseosos todos de dar alojamiento gratis a un vencedor de la Bastilla, a un amigo del señor de Bailly y del general Lafayette.
La solterona recogió el escudo, lo limpió y lo puso en su escondite, donde debía esperar, en compañía de otros muchos, que lo cambiaran por un viejo luis de oro.
Pero al guardar este escudo, llegado a sus manos de una manera tan singular, la tía Angélica suspiró, reflexionando que tal vez Pitou tenía derecho para comer de todo, puesto que pagaba tan bien.