Capítulo LVII

Ya hemos visto en qué circunstancias, muy anteriores a las que nos encontramos, se había resuelto la partida de Pitou y de Sebastián Gilberto.

Siendo nuestra intención abandonar momentáneamente a los principales personajes de nuestra historia, para seguir a los dos jóvenes viajeros, esperamos que nuestros lectores nos permitirán entrar en algunos pormenores relativos a su partida, al camino que siguieron y a su llegada a Villers-Cotterêts, donde Pitou no dudaba que su salida hubiese dejado un gran vacío.

Gilberto encargó a Pitou que fuese a buscar a Sebastián y que le condujese a su presencia. Al efecto, se le hizo subir en un coche de alquiler, y del mismo modo que se había confiado Sebastián a Pitou se recomendó a este último al cochero.

Al cabo de una hora el carruaje volvió, conduciendo a los dos jóvenes.

Gilberto y Billot los esperaban en una habitación que habían alquilado en la calle de San Honorato, un poco más arriba de la Asunción.

El doctor comunicó a su hijo que marcharía aquella misma tarde con Pitou, y le preguntó si se alegraba de volver a ver aquellos hermosos bosques, a los que tanto amaba.

—Sí, padre mío —contestó el niño—. Con tal de que vos vayáis a verme a Villers-Cotterêts, o que yo venga a veros a París, sí, con gusto.

—No tengas cuidado, hijo mío —dijo Gilberto, besando la frente de su hijo—. Ya sabes que no podría estar sin verte.

En cuanto a Pitou, se estremecía de gozo, pensando en que iba a partir aquella misma tarde; y palideció de alegría cuando el doctor le puso en una mano las dos de Sebastián, y en la otra una docena de luises de cuarenta y ocho libras cada uno.

Una interminable serie de recomendaciones, higiénicas en su mayor parte, hechas por el doctor Gilberto, fue escuchada atentamente por los dos jóvenes.

Sebastián inclinaba la cabeza, con sus grandes ojos humedecidos.

Pitou pesaba y hacía resonar los luises en su inmenso bolsillo.

Gilberto entregó una carta a Pitou, a quien revestía de las funciones de ayo.

Esta carta era para el abate Portier.

Terminado el discurso de Gilberto, el padre Billot tomó a su vez la palabra, diciendo:

—El doctor te ha confiado la parte moral de Sebastián: yo te confío la parte física. Tienes excelentes puños, y, en caso necesario, es menester que te sirvas de ellos.

—Sí —contestó Pitou; y también tengo un sable.

—No abuses de tus fuerzas —continuó Billot.

—Seré clemente, o clemens ero —replicó Pitou.

—Héroe si quieres —repuso Billot, que no entendía latín.

—Ahora —dijo Gilberto—, tan sólo me resta indicaros de qué modo viajaréis Sebastián y tú.

—¡Oh! —exclamó Pitou—. Desde París a Villers-Cotterêts no hay más que dieciocho leguas. Sebastián y yo recorreremos el camino hablando.

Sebastián miró un momento a Gilberto, como preguntándole si sería muy divertido hablar con Pitou durante un trayecto de dieciocho leguas.

Pitou sorprendió esta mirada.

—Hablaremos en latín —dijo—; y así nos tendrán por sabios.

Este era su sueño. ¡Pobre muchacho! Cuántos otros, teniendo aquellos doce luises, hubieran dicho:

—¡Nos regalaremos bien!

Gilberto dudó un momento; miró a Pitou y luego a Billot.

—Ya comprendo —dijo este último—. Os preguntáis si Pitou será un guía seguro, y vaciláis en confiarle vuestro hijo.

—¡Oh! —exclamó Gilberto—. No es a él a quien se lo confío.

—Pues ¿a quién?

Gilberto levantó la vista al cielo. Era aún demasiado volteriano para atreverse a responder:

—¡A Dios!

Y todo quedó convenido. Resolvióse, por lo tanto, no cambiar en nada el plan de Pitou, que prometía, sin demasiada fatiga, un viaje lleno de distracciones para el joven Sebastián. Y se dispuso que los jóvenes se pusieran en marcha a la mañana siguiente.

Gilberto hubiera podido enviar a su hijo a Villers-Cotterêts en uno de los carruajes públicos que desde aquella época prestaban el servicio desde París a la frontera, o ya en su propio coche; pero sabido es cuánto temía el aislamiento del espíritu para el joven Sebastián; y nada abstrae tanto la imaginación como el rumor producido por un carruaje.

Así es que se contentó con acompañar a los dos jóvenes hasta Bourget, y allí, indicándoles el camino, bañado por un hermoso sol y flanqueado de una doble fila de árboles, los estrechó en sus brazos y les dijo:

—¡Marchad!

Pitou se alejó, pues, conduciendo a Sebastian, que volvió muchas veces la cabeza para enviar sus últimos besos a Gilberto, el cual permanecía inmóvil, con los brazos cruzados, en el sitio donde se había separado de su hijo, a quien seguía con la vista como en un sueño.

Pitou, con su elevada estatura, erguíase cuanto le era posible, porque estaba orgulloso de la confianza que en él tenía un personaje de la importancia del doctor Gilberto, médico de cámara de Su Majestad.

Nuestro héroe se disponía ya a cumplir escrupulosamente con la misión en que debía desempeñar a la vez las funciones de un ayo y de aya.

Por lo demás, poseído de confianza en sí mismo, conducía al pequeño Sebastián, cruzando tranquilamente por los pueblos, agitados y poseídos de terror desde los últimos acontecimientos de París, muy recientes aún, según se recordará; pues, si bien los hemos registrado hasta el 5 y el 6 de octubre, se tendrá presente que hacia fines de julio o principios de agosto fue cuando Pitou y Sebastián salieron de París.

Pitou conservaba como sombrero su casco, y como arma su gran sable; es decir, todo cuanto había ganado en los sucesos del 13 y 14 de julio. Pero este doble trofeo satisfacía su ambición, dándole un aspecto formidable que al mismo tiempo bastaba para su seguridad.

Por otra parte, este aspecto, al que contribuía, sin duda, aquel casco y aquel sable de dragón, era de por sí una conquista que Pitou había hecho independientemente de dichos objetos. No se asiste a la toma de la Bastilla, contribuyendo a ella, sin conservar cierto aire heroico.

Además, Pitou había llegado a ser algo abogado.

No se han oído los debates en la Casa Ayuntamiento, los discursos del señor de Bailly y las arengas de Lafayette sin hacerse un poco orador, sobre todo si se han estudiado los Conciones latinos, cuya elocuencia francesa, a fines del siglo XVIII, era una copia bastante pálida, aunque muy exacta. Provisto de estos dos poderosos auxiliares, que sabía unir a unos puños vigorosos, a una fisonomía risueña y a un apetito de los más extraordinarios, Pitou viajaba, con la mayor confianza y alegría, por el camino de Villers-Cotterêts.

Para los curiosos respecto a política, era portador de noticias, y hasta las inventaba, en caso necesario; pues había aprendido en París, donde en aquella época era muy notable la confección de aquellas.

Contaba que el señor de Berthier había dejado inmensos tesoros escondidos, que se desenterrarían algún día; que el señor de Lafayette, parangón de toda gloria y el orgullo de la Francia provincial entera, no era ya en París más que un maniquí gastado, cuyo caballo blanco servía de asunto a los aficionados a equívocos; además, que Bailly, a quien Lafayette honraba con la más sincera amistad, así como a las demás personas de su familia, era un aristócrata y que las malas lenguas decían alguna cosa más.

Cuando Pitou refería todas estas cosas, promovía tempestades de cólera; pero él poseía el quos ego de todas aquellas borrascas, y contaba anécdotas inéditas sobre la Austriaca.

Esta facundia inagotable le proporcionó una serie no interrumpida de magníficos convites hasta llegar a Vauciennes, último pueblo en el camino que le conduciría a Villers-Cotterêts.

Como Sebastián, por el contrario, comía poco o nada, como no despegaba sus labios, y era un niño enfermizo y pálido, todos se interesaban por él, admirando la paternal vigilancia de Pitou, que le acariciaba, cuidaba y mimaba, comiéndose además su ración, sin más objeto, al parecer, que el de complacerle.

Así que llegaron a Vauciennes, Pitou pareció dudar. Miró a Sebastián, y este a su compañero.

Pitou se rascó la cabeza: era su manera de indicar que se hallaba en algún apuro; pero Sebastián conocía demasiado a Pitou para ignorar este detalle.

—Y bien, ¿qué hay? —preguntó Sebastián.

—Hay —dijo Pitou— que si te fuese igual, y no estuvieses muy cansado, en vez de continuar nuestro camino todo derecho, volveríamos a Villers-Cotterêts por Haramont.

Y el pobre Pitou se ruborizó al manifestar este deseo, como lo hubiese hecho Catalina al expresar otro no menos inocente.

Sebastián comprendió a Pitou.

—¡Ah!, sí —dijo—; allí es donde murió nuestra pobre mamá.

—Vamos, hermano mío, vamos.

Pitou estrechó en sus brazos a Sebastián con tal violencia, que le sofocaba, y, cogiéndole de la mano, se dio a correr por un camino de travesía, que costeaba el valle de Wualu, tan rápidamente que, a los cien pasos, Sebastián, sin aliento, se vio precisado a decirle:

—Vamos demasiado deprisa, Pitou.

Este último se detuvo: no había notado nada, pues había tomado su paso ordinario.

Entonces vio a Sebastián pálido y desfallecido.

Le cogió en sus brazos, como San Cristóbal a Jesús, y se lo llevó.

De este modo Pitou podía andar tan deprisa como quisiera; y como no era esta la primera vez que llevaba en brazos a Sebastián, este le dejó hacer.

Así llegaron a Largny; pero aquí, Sebastián, observando que el pecho de Pitou palpitaba con violencia, dijo que ya no estaba cansado y que podía seguirle a pie al paso que quisiera.

Pitou, mostrándose magnánimo, acortó el paso.

Media hora después, Pitou se halló a la entrada del pueblo de Haramont, el pintoresco lugar de su nacimiento, como dice la romanza de un gran poeta, romanza cuya música vale seguramente mucho más que la letra.

Así que llegaron, ambos jóvenes dirigieron una mirada a su alrededor para orientarse.

La primera cosa que vieron fue el crucifijo, que la piedad popular coloca generalmente a la entrada de los pueblos.

¡Ay! Hasta el mismo Haramont se resentía de la extraña progresión de París hacia el ateísmo. Los clavos que sujetaban la cruz, el brazo derecho y los pies del Cristo se habían roto, corroídos por la humedad. La imagen del Señor pendía sujeta solamente por el brazo izquierdo y nadie había tenido la piadosa idea de reponer el símbolo de aquella libertad, de aquella igualdad y fraternidad, tan preconizadas por todas partes.

Pitou no era devoto, pero conservaba en la memoria las tradiciones de su infancia, y aquel Cristo abandonado le oprimió el corazón. Buscó en una cerca uno de esos mimbres delgados y tenaces como un alambre, dejó en el suelo su casco y su sable, subió por el sagrado árbol, ató el brazo derecho del divino mártir al travesaño de la cruz y, besando los pies de la imagen, bajó. Entretanto Sebastián oraba de rodillas al pie de la cruz. ¿Por quién oraba? ¡Quién sabe!

Tal vez por la visión de su infancia, que creía volver a encontrar bajo los seculares árboles del bosque, por aquella madre desconocida, que no es desconocida nunca, pues si nos alimentó nueve meses con la leche de sus pechos, nos nutrió al mismo tiempo con su sangre.

Terminado aquel piadoso acto, Pitou volvió a cubrirse la cabeza con su casco sujetando su sable en la cintura.

Terminada su oración, Sebastián hizo la señal de la cruz y volvió a cogerse de la mano de Pitou.

Ambos entraron entonces en el pueblo y dirigiéronse hacia la casita donde Pitou había nacido y donde Sebastián se crio.

Pitou conocía muy bien el pueblo, pero no pudo encontrar su vivienda; de modo que debió informarse, y entonces le indicaron una casita de piedra con un tejado de pizarra.

El jardín de aquella casita estaba cercado por una tapia. La tía Angélica había vendido la casa de su hermana, y el nuevo propietario, en uso de su derecho, lo había derribado todo: las antiguas paredes revocadas con tierra; la vieja puerta con su agujero para que pasase el gato; las vetustas ventanas con sus vidrios, en parte rotos y tapados sus huecos con papel, en el que se veían los palotes de la inexperta escritura de Pitou; el tejado de rastrojo con su musgo verdoso y las hierbas que crecían encima. ¡Todo había desaparecido!

La puerta estaba cerrada, y en el exterior veíase un enorme perro negro, que enseñó los dientes a Pitou en cuanto este trató de aproximarse.

—Ven —dijo Pitou a Sebastián, con lágrimas en los ojos—, ven a un sitio donde estoy seguro que nada habrá cambiado.

Y Pitou condujo al muchacho hacia el cementerio, donde estaba enterrada su madre.

El pobre chico tenía razón; nada había cambiado allí; pero la hierba estaba muy crecida, y tanto crece en los cementerios, que podía suceder muy bien que Pitou no llegase a reconocer la tumba de su madre.

Por fortuna, al mismo tiempo que la hierba, había crecido una rama de sauce llorón, la cual en tres o cuatro años se había hecho un árbol. Pitou se dirigió sin vacilar hacia el sauce, y besó la tierra a que prestaba sombra con la misma piedad instintiva con que había besado los pies del Salvador.

Al levantarse sintió las ramas del árbol que agitadas por el viento flotaban alrededor de él.

Entonces alargó los brazos, las reunió y estrechólas sobre su corazón.

Esto era como el último abrazo a la cabellera de su madre.

Los dos muchachos se detuvieron allí mucho tiempo; pero el día avanzaba y fue preciso abandonar otra vez aquella tumba, única cosa que parecía acordarse del pobre Pitou.

Y al separarse de ella tuvo por un momento la idea de arrancar una de las ramas de aquel sauce y guardarla en su casco; mas en el momento de hacerlo se detuvo.

Parecíale que sería causar un dolor a su pobre madre el arrancar la rama de un árbol cuyas raíces rodeaban tal vez el ataúd desunido en que el cadáver reposaba.

Besó por última vez la tierra, volvió a tomar de la mano a Sebastián y alejáronse.

Toda la gente se hallaba en los campos, y así es que muy pocas personas habían visto a Pitou, que, disfrazado además con su casco y su gran sable, no fue reconocido por ninguna.

Tomó, pues, el camino de Villers-Cotterêts, camino delicioso que cruza la selva en la extensión de tres cuartos de legua, sin que ningún objeto animado le distrajese en su dolor.

Sebastián le seguía silencioso y pensativo.

A eso de las cinco de la tarde llegaron los viajeros a Villers-Cotterêts.