El relato de los acontecimientos que acabamos de referir se ha hecho ya de cien maneras diferentes; porque es, sin duda, uno de los más interesantes de aquel gran período transcurrido desde 1789 a 1795, y que se llama la revolución francesa.
Aún se hará ese relato de otras cien maneras; pero aseguramos, desde luego, que nadie lo habrá hecho con más imparcialidad que nosotros.
Pero después de todos esos relatos, incluso el nuestro, aún quedarán otros tantos que hacer, pues la historia no es nunca completa: cien mil testigos tienen cada cual su versión, y cien mil detalles diferentes ofrecen cada uno de por sí su interés y su poesía, por lo mismo que son diferentes.
Pero ¿de qué servirán todos los relatos, por verídicos que sean?
¿Ha instruido jamás al político ninguna lección de política?
¿Han tenido jamás las lágrimas, los relatos y la sangre de los reyes la fuerza de la simple gota de agua que socava las piedras?
No: las reinas han llorado. No: los reyes fueron asesinados, y esto sin que sus sucesores se aprovecharan nunca de la cruel instrucción dada por la fortuna.
Los hombres fieles y adictos prodigaron su abnegación sin que aprovecharan a las personas a quienes la fatalidad había destinado a la desgracia.
¡Ay de mí! Hemos visto a la reina tropezar casi con el cadáver de uno de esos hombres que los reyes que se van dejan ensangrentados en el camino recorrido en su caída.
Algunas horas después de haber proferido la reina el grito de espanto, y en el momento en que, con el rey y sus hijos, abandonaba Versalles, adonde no debía volver más, he aquí lo que pasaba en un pequeño patio interior, humedecido por la lluvia que el áspero viento del otoño comenzaba a secar.
Un hombre vestido de negro estaba inclinado sobre un cadáver.
Y en el lado opuesto veíase otro hombre, con el uniforme de los guardias y arrodillado.
A tres pasos de distancia permanecía en pie, con las manos crispadas y los ojos fijos, un tercer compañero.
El muerto era un joven de veintidós o veintitrés años, cuya sangre parecía haber escapado toda por profundas heridas en la cabeza y en el pecho, surcado de líneas sangrientas, y que, lívido ahora, parecía palpitar aún bajo la respiración convulsa de una defensa sin esperanza.
Su boca entreabierta, y su cabeza echada hacia atrás con una expresión de dolor y de cólera, recordaba aquella hermosa imagen del pueblo romano:
«Y la vida escapó con un profundo gemido hacia la mansión de las sombras».
El hombre vestido de negro era Gilberto.
El oficial arrodillado era el conde.
El hombre de pie era Billot.
Y el cadáver era el del barón Jorge de Charny. Gilberto, inclinado sobre el cadáver, miraba, con esa sublime fijeza que en el moribundo detiene la vida próxima a escapar, y que en el muerto recuerda casi el alma que voló.
—¡Frío, rígido! ¡Está bien muerto! —murmuró, al fin.
El conde de Charny dejó escapar un ronco gemido, y estrechando entre sus brazos aquel cuerpo de Charny, prorrumpió en sollozos tan desgarradores, que el médico se estremeció, mientras que Billot ocultaba la cabeza en un ángulo del pequeño patio.
Después, de repente, el conde levantó el cadáver, apoyóle en la pared y se retiró poco a poco, mirando siempre a su hermano para ver si se levantaba y le seguía.
Gilberto permaneció con una rodilla en tierra, apoyada la cabeza en la mano, pensativo, espantado e inmóvil.
Billot se retiró de su rincón y dirigióse hacia Gilberto, pues ya no oía los gritos del conde, que le habían lacerado el corazón.
—¡Ah, ah señor Gilberto! —dijo—. He aquí lo que es la guerra civil, y lo que me habíais predicho; pero esto sucede más pronto de lo que yo creía y de lo que vos mismo pensabais. He visto esos bribones asesinar a hombres perversos; mas ahora los veo hacer lo mismo con personas honradas. He visto asesinar a Flesselles, al señor de Launay, a Foulon y a Berthier; me he estremecido, y los demás asesinatos me han horrorizado.
»Y, sin embargo, los hombres que mataban eran unos miserables. Entonces me predijisteis, señor Gilberto, que día llegaría en que viese matar a los hombres honrados.
»Han dado muerte al señor barón de Charny, y ya no me estremezco, sino que lloro; ya no me horrorizo de los demás, sino que tengo miedo de mí mismo.
—¡Billot! —exclamó Gilberto.
Pero, sin escuchar, Billot continuó:
—He ahí un pobre joven a quien han asesinado, señor Gilberto. Era un soldado, y ha combatido; pero no asesinaba.
Billot exhaló un suspiro que parecía salir de lo más profundo de su corazón.
—¡Ah! —murmuró—. A ese desgraciado le conocí niño aún; le veía pasar cuando iba desde Boursonne a Villers-Cotterêts en su caballito gris, y llevaba pan a los pobres de parte de su madre. Era un hermoso niño, blanco y sonrosado, con grandes ojos azules: siempre se reía.
»Pues bien: es extraño, desde que le he visto ahí tendido, sangriento y desfigurado, ya no es un cadáver lo que vuelvo a ver; es siempre el mismo niño risueño que llevaba en el brazo izquierdo una cesta, y en la derecha su bolsa.
»¡Ah, señor Gilberto! A decir verdad, creo que ya basta con esto, y no deseo ver más, pues me lo habéis pronosticado, y llegará el caso de que os vea morir también, y entonces…
Gilberto movió la cabeza suavemente.
—Billot —dijo—, tranquilízate: mi hora no ha llegado aún.
—Sea; pero la mía sí, doctor. Tengo allí abajo mieses que se han perdido; tierras que están sin cultivar, y una familia a quien amo, diez veces más aún al ver ese cadáver que su familia llora.
—¿Qué queréis decir, querido Billot? ¿Suponéis, por ventura, que me compadeceré de vos?
—¡Oh!, no —contestó ingenuamente Billot—, pero como sufro y me quejo, y como esto no conduce a nada, quiero ayudarme y aliviarme a mi manera.
—Es decir, que…
—Es decir, que deseo volver a la granja.
—¿Otra vez, Billot?
—¡Ay, señor Gilberto! Ved que hay allí una voz que me llama.
—Cuidado, Billot: esa voz os aconseja la deserción.
—No soy soldado, y, por lo tanto, no puedo desertar, señor Gilberto.
—Lo que haréis, Billot, será una deserción tan culpable como la del soldado.
—Explicadme eso, doctor.
—¡Cómo! ¿Habréis venido a demoler París, y escaparíais a la caída del edificio?
—Para no aplastar a mis amigos, sí.
—O, más bien, para no ser aplastado vos mismo.
—¡Eh, eh! —exclamó Billot—. No es cosa prohibida pensar un poco en sí mismo.
—¡Ah! ¡He aquí un buen cálculo, como si las piedras no rodaran, y como si al rodar no aplastasen a los miedosos que huyen!
—¡Ah! Bien sabéis que no soy miedoso, señor Gilberto.
—Pues, entonces, os quedaréis, Billot, pues aún os necesito aquí.
—También me necesita mi familia.
—Billot, Billot, yo creía que habíais convenido conmigo en que no existe la familia para el hombre que ama a su patria.
—Yo quisiera saber si repetiríais lo que acabáis de decir, suponiendo que vuestro hijo Sebastián estuviera donde se halla ese infeliz joven.
Y señalaba el cadáver.
—Billot —repuso estoicamente Gilberto—, día vendrá en que mi hijo Sebastián me verá a mí como yo veo ese cadáver.
—Tanto peor para él, señor Gilberto, si aquel día se muestra tan frío como vos.
—Espero que él valdrá más que yo, Billot, y que tendrá mayor firmeza aún, precisamente porque yo le habré dado el ejemplo.
—Entonces, queréis que el niño se acostumbre pronto a ver correr la sangre, y que en su tierna edad se familiarice con los incendios, con las horcas, con los motines y con los ataques nocturnos; que vea insultar a las reinas y amenazar a los reyes; y cuando sea duro como la hoja de una espada y frío como ella, que os ame y que os respete. ¿No es así?
—No. Yo no quiero que vea todo eso, Billot, y he aquí por qué le he enviado a Villers-Cotterêts, de lo cual me arrepiento casi ahora.
—¿Qué os arrepentís ahora?
—Sí.
—Y ¿por qué?
—Porqué hoy hubiera visto poner en práctica ese axioma del león y el ratón, que para él no pasa de ser una fábula.
—¿Qué queréis decir, señor Gilberto?
—Digo que, si hubiera visto a un pobre labrador a quien la casualidad trajo a París, a un hombre honrado que no sabe leer ni escribir, y que jamás hubiese creído que su vida podía tener una influencia, buena o mala, en los altos destinos que apenas osaba medir con la vista; digo que si hubiera visto a ese hombre que ya deseaba antes salir de París, como lo quiere ahora, digo que habría visto a ese hombre contribuir eficazmente a salvar hoy un rey, una reina y dos príncipes.
Billot miraba a Gilberto con expresión de asombro.
—¿Cómo es eso, señor Gilberto? —preguntó.
—¿Cómo, sublime ignorante? Voy a decírtelo: ha sido despertando al primer rumor, adivinando que este era el de una tempestad que iba a caer sobre Versalles y corriendo a despertar al señor Lafayette, que dormía.
—¡Pardiez! Era muy natural, pues hacía doce horas que estaba a caballo, y veinticuatro que no había dormido.
—Y conduciéndole al palacio —continuó Gilberto—, e impeliéndole en medio de los asesinos, mientras gritaba: «¡Atrás, miserables! ¡He aquí el vengador!».
—¡Toma! Pues es verdad —dijo Billot—, yo hice todo eso…
—Pues bien: ya ves que es una gran compensación, amigo mío. Si no has impedido que asesinaran a ese joven, tal vez impediste que mataran al rey, a la reina y a sus dos hijos. Ingrato, que abandonas el servicio de la patria en el momento que esta te recompensa.
—Pero ¿quién sabrá jamás lo que yo he hecho, puesto que ni yo mismo lo sospechaba?
—¿No es bastante que lo sepamos tú y yo?
Billot reflexionó un instante, y, presentando después su tosca mano al doctor, le dijo:
—Vamos, tenéis razón, señor Gilberto; pero ya sabéis que el hombre es un ser débil, egoísta e inconstante. Solamente vos sois fuerte, incansable y generoso. ¿Quién os ha hecho así?
—¡La desgracia! —contestó Gilberto, con una sonrisa en la que había más tristeza que en un sollozo.
—Es singular —dijo Billot—; yo creía que la desgracia hacía malos a los hombres.
—A los débiles, sí.
—¿Y si yo llegase a ser desgraciado y después malo?
—Tal vez serás desgraciado, pero nunca malo, Billot.
—¿Estáis seguro?
—Respondo de ti.
—Entonces… —replicó Billot suspirando.
—Entonces ¿qué?
—Entonces me quedo; pero sé que más de una vez flaquearé así.
—Y cada vez, Billot, estaré aquí para sostenerte.
—Así sea —contestó el labrador suspirando.
Y, dirigiendo la última mirada al cadáver del barón de Charny, que los criados se disponían a llevarse; en un ataúd, añadió:
—De todos modos, era un hermoso muchacho el pequeño Jorge de Charny, con su caballito gris, su cesta en el brazo izquierdo y su bolsa en la mano derecha.