Un hombre esperaba a la reina en el límite de las dos habitaciones.
Aquel hombre era Charny, cubierto de sangre.
—¡El rey! —exclamó María Antonieta al ver las ropas enrojecidas del joven—. ¡El rey, caballero! Me habéis prometido salvarle.
—El rey está salvado, señora.
Y clavando la mirada a través de las puertas, que la reina había dejado abiertas para llegar a la estancia de su esposo, donde se hallaban reunidos en aquel momento el Delfín, madame Royale y algunos guardias, disponíase a preguntar dónde estaba Andrea, cuando su mirada se encontró con la de la reina.
Esto detuvo la palabra en sus labios.
Pero la mirada de la reina penetraba profundamente en el corazón de Charny.
No tuvo necesidad de hablar, pues María Antonieta adivinó su pensamiento.
—Ya viene —dijo—, estad tranquilo.
Y corrió hacia el Delfín, a quien cogió en sus brazos.
En efecto: Andrea cerraba la última puerta y entraba a su vez en la cámara.
Andrea y Charny no cruzaron una sola palabra, la sonrisa del uno contestó a la del otro, y no hubo más.
¡Cosa extraña! Aquellos dos corazones, tan largo tiempo separados, comenzaban a latir uno por otro.
Entretanto, la reina miraba a su alrededor; y como si se alegrase de coger a Charny en falta, preguntó:
—¿Y el rey? ¿Dónde está el rey?
—Ahora os busca, señora —contestó tranquilamente Charny—. Ha ido a vuestra habitación por un corredor, mientras que vos veníais por el otro.
En el mismo instante se oyeron ruidosos gritos en la habitación inmediata.
Eran los asesinos, que vociferaban: «¡Muera la austriaca! ¡Muera la Mesalina! ¡Abajo el Veto! ¡Es preciso ahorcar a la austriaca!».
Al mismo tiempo oyéronse dos pistoletazos, y dos balas atravesaron la puerta a diferentes alturas.
Uno de los proyectiles pasó rozando la cabeza del Delfín y fue a hundirse en el artesonado.
—¡Oh Dios mío, Dios mío! —exclamó la reina cayendo de rodillas—. ¡Todos moriremos!
A una señal de Charny, los cinco o seis guardias formaron con sus cuerpos como un muro delante de la reina y de sus hijos.
En aquel momento, el rey apareció con los ojos llenos de lágrimas y el rostro pálido. Llamaba a la reina como esta le llamó antes.
Al verla, se lanzó en sus brazos.
—¡Salvado, salvado! —exclamó María Antonieta.
—Por él —repuso el rey, mostrando a Charny—, y vos también salvada, ¿no es verdad?
—Por su hermano —contestó la reina.
—Caballero —dijo Luis XVI al conde—, debemos mucho a vuestra familia, demasiado, para que podamos pagarlo jamás.
La reina cruzó su mirada con la de Andrea y volvió la cabeza ruborizándose.
Los golpes de los sitiadores comenzaban a resonar en la puerta.
—Vamos, señores —dijo Charny—, es preciso resistir aquí una hora. Somos siete, y bien tardarán una hora en matarnos si nos defendemos como es debido. De aquí a una hora es imposible que Sus Majestades no reciban algún auxilio.
Y, al decir estas palabras, Charny cogió un gran armario que estaba en un ángulo de la cámara real.
Los demás siguieron el ejemplo, y muy pronto hubo un montón de muebles hacinados, a través de los cuales los guardias formaron una especie de troneras para hacer fuego.
La reina cogió en brazos a sus dos hijos, y, elevando ambas manos sobre sus cabezas, oró.
Los niños sofocaron sus gemidos y sus lágrimas. El rey entró en el gabinete contiguo a la cámara a fin de quemar algunos documentos preciosos que deseaba librar de manos de los sitiadores.
Estos últimos se lanzaron contra la puerta, y a cada momento se veía saltar alguna astilla bajo el golpe de un hacha o el impulso de una barra.
Por las aberturas practicadas, las puntas de las picas y las bayonetas ensangrentadas pasaban y repasaban, tratando de dar la muerte.
Al mismo tiempo, las balas agujereaban la dorada techumbre sobre la barricada.
Al fin, una banqueta cayó desde lo alto del armario, llevándose un fragmento del mismo; todo un tablero de la puerta que el mueble cubría cayó abajo, y se vieron por la abertura ensanchada, en vez de bayonetas y de picas, brazos ensangrentados que se cogían a las aberturas, cada vez más grandes.
Los guardias habían quemado ya hasta su último cartucho, y no inútilmente, pues a través de aquella abertura, cada vez mayor, se podía ver el suelo de la galería cubierto de heridos y de cadáveres.
A los gritos de las mujeres, que por aquella abertura creían ver entrar ya la muerte, el rey volvió.
—Señor —dijo Charny—, encerraos con la reina en el gabinete más lejano; cerrad todas sus puertas, y dos de nosotros nos pondremos de centinela. Deseo guardar la última puerta y respondo de dos horas, pues han tardado más de cuarenta minutos en hundir esta.
El rey vacilaba, porque le parecía humillante huir así de una habitación en otra y atrincherarse detrás de cada tabique.
Si no hubiera sido por la reina, no habría retrocedido un paso.
Y si la reina no hubiese tenido sus hijos, habría permanecido firme junto al rey.
Pero ¡ay, pobres humanos! Reyes o súbditos, siempre tenemos en el corazón una abertura secreta por la que se escapa la osadía y penetra el terror.
El rey, pues, iba a dar la orden de huir al gabinete más lejano, cuando de pronto los brazos se retiraron.
Las picas y las bayonetas desaparecieron, y los gritos y las amenazas cesaron.
Hubo un instante de silencio, durante el cual todos permanecieron inmóviles, con el oído atento y conteniendo la respiración.
Después se oyó el paso cadencioso de una tropa regular.
—¡Es la guardia nacional! —gritó Charny.
—¡Caballero Charny, caballero Charny! —gritó una voz.
Al mismo tiempo, el rostro bien conocido de Billot apareció por la abertura.
—¡Billot! —exclamó Charny—. ¿Sois vos, amigo mío?
—Sí, yo soy. ¿Dónde están el rey y la reina?
—Aquí.
—¿Sanos y salvos?
—Sanos y salvos.
—¡Loado sea Dios! ¡Señor Gilberto, señor Gilberto! ¡Por aquí!
Al oír este nombre, dos corazones de mujer se estremecieron de una manera muy diferente.
El corazón de la reina y el de Andrea.
Charny se volvió instintivamente, y vio palidecer a su esposa y a la reina al oír aquel nombre.
Y, moviendo la cabeza, suspiró.
Los guardias de corps, precipitándose al punto, derribaron los restos de la barricada.
Entretanto, oíase la voz de Lafayette gritando:
—Señores de la guardia nacional parisiense: he dado ayer al rey mi palabra de que no se haría daño alguno a nada de cuanto pertenece a Su Majestad. Si dejáis asesinar a los guardias, me haréis faltar a mi promesa, y ya no me creeré digno de ser vuestro jefe.
Cuando la puerta se abrió las dos primeras personas que entraron fueron Lafayette y Gilberto; un poco a la izquierda estaba Billot, muy satisfecho de la parte que acababa de tomar en la salvación del rey.
Billot era quien había ido a despertar a Lafayette.
Detrás del general, Gilberto y Billot hallábase el capitán Gondran, que mandaba la compañía del centro de San Felipe de Roule.
Madame Adelaida fue la primera en salir al encuentro de Lafayette, y estrechóle entre sus brazos con el agradecimiento del terror.
—¡Ah, caballero! —exclamó—. Vos sois quien nos ha salvado.
El general se adelantó respetuosamente para franquear el umbral de la cámara; pero un oficial le detuvo.
—Dispensad, caballero: debéis decirme si tenéis derecho para entrar.
—Si no lo tiene —dijo el rey, ofreciendo la mano al general—, yo se lo otorgo.
—¡Viva el rey! ¡Viva la reina! —gritó Billot.
El rey se volvió sonriendo.
—He ahí una voz —dijo— que reconozco.
—Sois muy bueno, señor —respondió el honrado Billot—. Sí, sí, es la voz que oísteis en el viaje a París. ¡Ah, si hubieseis permanecido allí en vez de volver!
La reina frunció el ceño.
—¡Sí, como son tan amables los parisienses!
—Y bien, caballero —preguntó el rey al general, como si quisiera decir: «¿Qué se ha de hacer, en vuestra opinión?».
—Señor —contestó Lafayette—, creo que convendría que Vuestra Majestad saliera al balcón.
El rey interrogó a Gilberto, pero solamente con la mirada, y después abrió el balcón sin vacilar y presentóse.
En el mismo instante resonó un ruidoso grito, un grito unánime.
—¡Viva el rey! Pero después se oyó otro. —¡El rey a París!
Y entre aquellos dos gritos, predominando algunas veces, oíanse otros que decían:
—¡La reina, la reina!
Al oír este grito, todos se estremecieron; el rey palideció, y también Charny y el mismo Gilberto. La reina levantó la cabeza.
Pálida ella también, con los labios oprimidos y las cejas fruncidas, hallábase cerca del balcón; madame Royale se apoyaba en ella, y delante tenía el Delfín, sobre cuya rubia cabeza se crispaba su mano blanca como el mármol.
—¡La reina, la reina! —siguieron gritando las voces, cada vez más formidables.
—El pueblo desea veros, señora —dijo Lafayette.
—¡Oh! No vayáis, madre mía —dijo madame Royale, abrazándose al cuello de la reina. María Antonieta miró a Lafayette.
—No temáis nada, señora —dijo este.
—Pero ¿yo sola? —preguntó la reina.
El general sonrió, y respetuosamente, con esos modales encantadores que había conservado hasta en la vejez, separó a los dos niños de su madre, e hízolos salir los primeros al balcón.
Después, ofreciendo su mano a la reina, dijo:
—Dígnese Vuestra Majestad fiarse de mí: yo respondo de todo.
Y a su vez condujo a la reina al balcón.
Terrible espectáculo era y propio para inspirar terror aquel patio de Mármol transformado en un mar de cabezas humanas, lleno de oleadas mugidoras.
Al ver a la reina, un grito inmenso partió de toda aquella multitud; pero no se hubiera podido decir si era de amenaza o de alegría.
Lafayette besó la mano a la reina, y entonces resonaron los aplausos.
Y era que en aquella noble nación francesa hasta en las venas más ordinarias circula sangre caballerosa.
La reina respiró.
—¡Extraño pueblo! —murmuró. Y, estremeciéndose de pronto, preguntó al general—: ¿Y mis guardias, caballero? ¿Y mis guardias, que me han salvado la vida? ¿No podéis hacer nada en su favor?
—Presentadme uno, señora —dijo Lafayette.
—¡Señor de Charny, señor de Charny! —gritó la reina.
Pero Charny retrocedió un paso, comprendiendo de qué se trataba.
No siendo culpable, no necesitaba justificarse. Andrea, por su parte, había sentido la misma impresión, alargando la mano hacia Charny para detenerle.
Su mano se encontró con la del conde, y ambas se estrecharon.
La reina lo vio, ella, que tantas cosas tenía que ver, sin embargo, en aquel momento.
Sus ojos chispearon, y, con el seno palpitante y la voz alterada por la cólera, dirigió la palabra a otro guardia, diciéndole:
—Caballero, venid: yo os lo mando. El guardia obedeció.
Verdad es que no tenía los mismos motivos que Charny para vacilar.
Lafayette atrajo al guardia al balcón, puso en el sombrero de aquel su propia escarapela tricolor, y le abrazó.
—¡Viva Lafayette! ¡Vivan los guardias de corps! —gritaron cincuenta mil personas.
Algunas, sin embargo, dejaron oír ese murmullo sordo que es la última amenaza de la tempestad que se aleja. Pero fueron ahogadas por la aclamación universal.
—Vamos —dijo Lafayette—, todo ha concluido, y ya vuelve el buen tiempo.
Y, retirándose del balcón, añadió:
—Mas para que no se perturbe de nuevo, señor, se ha de hacer el último sacrificio.
—Sí —dijo el rey pensativo—, abandonar Versalles, ¿no es verdad?
—Venir a París, sí, señor.
—Caballero —repuso el rey—, podéis anunciar al pueblo que a la una marcharemos a París la reina, yo y mis hijos.
Y, volviéndose hacia la reina, añadió:
—Señora, pasad a vuestra habitación para prepararos.
Esta orden del rey recordó, al parecer, a Charny algo como un acontecimiento importante que había olvidado, y se adelantó a la reina precipitadamente.
—¿Qué vais a hacer en mis habitaciones, caballero? —preguntó la reina con dureza—. No tenéis necesidad de entrar en ellas.
—Lo deseo muy vivamente, señora —dijo Charny—, y podéis estar tranquila. Aunque no tengo realmente necesidad de entrar, no permaneceré allí bastante tiempo para molestar a Vuestra Majestad.
La reina le siguió. En el suelo había manchas de sangre. María Antonieta las vio, cerró los ojos, y buscando un brazo para guiarse tomó el de Charny, con el cual avanzó a ciegas.
De repente, sintió que el conde se estremecía.
—¿Qué hay, caballero? —preguntó, abriendo los ojos.
Y exclamó al punto:
—¡Un cadáver, un cadáver!
—Vuestra Majestad me dispensará —dijo Charny, dejando el brazo de la reina—. He encontrado lo que venía a buscar en sus habitaciones: el cadáver de mi hermano Jorge.
En efecto: era el del desgraciado joven, a quien su hermano había ordenado que se dejase matar por la reina.
Y había obedecido puntualmente.