Capítulo LIV

La noche fue bastante tranquila: la Asamblea estuvo en sesión permanente hasta las tres de la madrugada.

A esta hora, antes de separarse sus individuos, envió dos de sus ujieres para recorrer Versalles, visitar las inmediaciones del palacio y dar la vuelta al parque.

Todo estaba, o parecía estar, tranquilo.

La reina quiso salir, a eso de las doce de la noche, por la verja de Trianón; pero la guardia nacional rehusó dejarla pasar.

Y como alegara temores, contestáronle que estaba más segura en Versalles que en ninguna otra parte.

En su consecuencia, se retiró a sus habitaciones, y, en efecto, allí pudo tranquilizarse al verse protegida por sus más fieles guardias.

A su puerta se encontró a Jorge de Charny; estaba armado, y apoyábase en la carabina corta que los guardias usaban, así como los dragones: esto era contra las costumbres, pues los guardias del interior de palacio no hacían centinela más que con sus sables.

La reina se acercó a él.

—¡Ah! ¿Sois vos, barón? —dijo.

—Sí, señora.

—¿Siempre fiel?

—¿No estoy en mi puesto?

—Y ¿quién os lo ha señalado?

—Mi hermano, señora.

—¿Dónde está vuestro hermano?

—Junto al rey.

—¿Por qué junto al rey?

—Porque es el jefe de la familia, según ha dicho, y porque, en calidad de tal, tiene derecho a morir por el rey, que es jefe del Estado.

—Sí —dijo María Antonieta, con cierta amargura—. Mientras que vos no tenéis derecho de morir sino por la reina.

—Será un gran honor para mí, señora —dijo el joven inclinándose—, si Dios permite que alguna vez cumpla con este deber.

La reina dio un paso para retirarse, pero una sospecha penetró en su corazón.

Detúvose, y, volviendo a medias la cabeza, preguntó:

—¿Y… la condesa? ¿Qué ha sido de ella?

—La condesa, señora, entró hace diez minutos, y ha ordenado que coloquen un lecho en la antecámara de Vuestra Majestad.

La reina se mordió los labios.

Bastaba que se tratase de cualquier cosa de la familia de Charny, para que no se pudiera encontrar falta.

—Gracias, gracias, caballero —dijo la reina, haciendo, con la cabeza y la mano a la vez, un ademán encantador—. Daréis gracias a vuestro hermano por lo bien que se cuida del rey.

Y, pronunciadas estas palabras, entró en su habitación. En la antecámara encontró a Andrea, no echada, sino de pie, respetuosa y esperando.

No pudo menos de ofrecerle su mano.

—Acabo de dar las gracias a vuestro cuñado Jorge, condesa —dijo—, y le he encargado que las transmita a vuestro esposo, así como os las doy a vos.

Andrea hizo una reverencia y se apartó para que pasase la reina, que entró en su habitación.

No dijo a Andrea que le siguiese, pues aquella fidelidad, en que ya no existía el afecto y que, por helada que fuera, se ofrecía, sin embargo, hasta la muerte, causábale malestar.

Así, pues, a las tres de la madrugada, como ya hemos dicho, todo estaba tranquilo.

Gilberto había salido del palacio con el general Lafayette, que, a causa de haber estado a caballo doce horas, desfallecía de fatiga. A la puerta se encontró a Billot, llegado con la guardia nacional: había visto marchar a Gilberto, y, pensando que este podría necesitarle, había venido a reunirse con él, como el perro lo hace con el amo que ha marchado solo.

A las tres, según hemos dicho, todo estaba tranquilo, y la misma Asamblea, tranquilizada por los informes de sus ujieres, se había retirado.

Esperábase que aquella tranquilidad no se turbaría.

Pero se esperaba mal.

En casi todos los movimientos populares que preparan las grandes revoluciones hay un tiempo de espera, durante el cual se cree que todo ha concluido y que se puede dormir tranquilamente.

Pero se engañan.

Detrás de los hombres que hacen los primeros movimientos hay otros que esperan que se hayan ejecutado, y que, cansados o satisfechos, en uno u otro caso, y no queriendo ir más lejos, dejan descansar a los que los practicaron.

Entonces es cuando, a su vez, aquellos hombres desconocidos, misteriosos agentes de fatales pasiones, se deslizan en las tinieblas, vuelven a comenzar el movimiento donde quedó abandonado, y avanzan hasta los últimos límites, espantando a los que les habían abierto el camino y que se quedaron a la mitad de él, creyendo que ya estaba conseguido el objeto.

Hubo un impulso muy distinto durante aquella noche terrible, comunicado por dos fuerzas llegadas a Versalles, la una por la tarde y la otra por la noche.

La primera venía porque tenía hambre, y pedía pan.

La segunda llegaba bajo el impulso del odio, y pedía venganza.

Ya sabemos que la primera fuerza era conducida por Maillard y Lafayette.

¿Quién mandaba la segunda? La historia no cita ningún nombre; pero, a falta de historia, la tradición nos da el de Marat.

¡Marat!

Ya le conocemos; le hemos visto en las fiestas del matrimonio de María Antonieta, cortando piernas en la plaza de Luis XV y, más tarde, le vimos igualmente en la plaza de la Casa Ayuntamiento, impeliendo a los ciudadanos hacia la Bastilla.

Por último, le vemos deslizándose durante la noche, como esos lobos que rondan alrededor de los rebaños de carneros, esperando a que el pastor se halle dormido para emprender su sangrienta obra.

¡Verriére!

Citamos por primera vez este nombre: era el de un enano deforme; un jorobado repugnante, con las piernas desmesuradamente largas.

En cada tormenta que removía el fondo de la sociedad veíase al sangriento pigmeo subir con la espuma y agitarse en la superficie. Dos o tres veces, en las épocas terribles, se le vio pasar por París agachado sobre un caballo negro, semejante a una figura del Apocalipsis o a uno de esos diablos inverosímiles, nacidos bajo el lápiz de Callot, para tentar a San Antonio.

Cierto día, en un club, y subido en una mesa, atacó, amenazó y acusó a Danton: era la época en que comenzaba a decaer la popularidad del hombre del 2 de septiembre; y, bajo aquel venenoso ataque, Danton se sintió perdido, como el león que ve a dos dedos de sus labios la repugnante cabeza de la serpiente. Miró a su alrededor, como si buscase un arma con la cual defenderse o un apoyo, y, por fortuna, vio otro jorobado; cogióle al punto por los hombros, y, levantándole, colocóle sobre la mesa, frente a su cofrade.

—Amigo mío —le dijo—, contestad a ese caballero; os cedo la palabra.

Todos se echaron a reír, y Danton se salvó.

Al menos por aquella vez.

Había, pues, según la tradición, tres jefes: Marat, Verriére y el duque de Aiguillon.

El duque de Aiguillon, es decir, uno de los primeros enemigos de la reina.

Y el duque de Aiguillon iba disfrazado de mujer. ¿Quién ha dicho esto? Todo el mundo.

El abate Delille y el abate Maury, esos dos sacerdotes que tan poco se parecen.

Se han atribuido al primero estos famosos versos:

Como hombre, es un cobarde.

Como mujer, asesino.

En cuanto al abate Maury, era otra cosa.

Quince días después de los acontecimientos que referimos, el duque de Aiguillon le encontró en el terrado de los Feuillans, y quiso hablarle.

—Pasa de largo, puerco —le dijo el abate Maury.

Y se alejó del duque majestuosamente.

Ahora bien: se dice qué estos tres hombres llegaron a Versalles a eso de las cuatro de la madrugada, y que conducían las segundas fuerzas de que hemos hablado.

Se componían de aquellos que llegan después de los que combaten para vencer.

Iban para entregarse al saqueo y asesinar.

Ahora bien: ya habían asesinado un poco en la Bastilla, pero sin saquear.

Y Versalles ofrecía un magnífico desquite.

A eso de las cinco y media de la mañana, los habitantes del palacio se estremecieron en medio de su plácido sueño.

Acababa de resonar un tiro en el patio de Mármol.

Quinientos o seiscientos hombres se habían presentado de pronto en la verja, y, excitándose y animándose, empujábanse unos a otros y acababan de escalar la verja, mientras que algunos la forzaban.

Entonces fue cuando el tiro del centinela dio la señal de alarma. Uno de los sitiadores había caído muerto; su cadáver estaba tendido en tierra.

Aquel tiro ha cruzado por el grupo de los saqueadores, que buscan, unos, la plata del palacio, y otros, tal vez, hasta la corona del rey.

Cortado como por un poderoso hachazo, el grupo se divide en dos.

Uno de ellos se dirige hacia la habitación de la reina; el otro sube hacia la capilla, es decir, en dirección a los aposentos del rey.

Sigamos primeramente a este último.

¿Habéis visto cómo sube la ola en las grandes mareas? Pues bien: la ola popular se le parece, con la diferencia de que avanza siempre, sin retroceder.

Toda la guardia del rey se compone, en aquel momento, del centinela, que guarda la puerta, y de un oficial que sale precipitadamente de las antecámaras, armado de una alabarda, arrancada de manos del suizo, espantado.

—¡Quién vive! —grita el centinela—. ¡Quién vive!

Y como no recibe contestación, y la oleada sube siempre, grita por tercera vez:

—¡Quién vive!

Y se echa el fusil a la cara.

El oficial comprende lo que resultará si se oye el ruido de una detonación en las habitaciones. Aparta el fusil, precipítase al encuentro de los sitiadores, e intercepta el paso de la escalera con su alabarda.

—¡Señores, señores! —grita—. ¿Qué deseáis? ¿Qué pedís?

—Nada, nada —contestan algunas voces, con tono burlón—. ¡Vamos! Dejadnos pasar, que somos buenos amigos del rey.

—¡Sois buenos amigos de Su Majestad, y le traéis la guerra!

Esta vez no hubo más contestación que una carcajada siniestra.

Un hombre coge el mango de la alabarda, que el oficial no quiere soltar, y, para obligarle, el hombre le muerde la mano.

El oficial arranca la alabarda de la diestra de su enemigo y, con el mango, de encina, descarga tan furioso golpe sobre la cabeza de su contrincante, que le parte el cráneo; pero la violencia ha sido tal, que el arma queda dividida en dos.

Entonces el oficial tiene dos armas en vez de una: un palo y un puñal.

Con el palo hace el molinete, y con el puñal hiere. Entretanto el centinela abre la puerta de la antecámara y pide auxilio.

Cinco o seis guardias salen al punto.

—¡Señores, señores! —dice el centinela—. ¡Auxilio al señor de Charny, auxilio!

Los sables, desenvainados, brillan un momento a la luz de la lámpara que arde en lo alto de la escalera, y a derecha e izquierda de Charny descargan furiosos golpes sobre los sitiadores.

Entonces se oyen gritos de dolor. La sangre brota por todas partes, y la oleada retrocede, rodando sobre los escalones, que, así descubiertos, aparecen rojos y resbaladizos.

La puerta de la antecámara se abre por tercera vez, y el centinela grita:

—¡Entrad, señores: el rey lo ordena! Los guardias se aprovechan de aquel momento de confusión de la multitud y se precipitan hacia la puerta, siendo Charny el último que entra, cerrando aquellas después con los dos cerrojos grandes.

Mil golpes se descargan a la vez contra la puerta; pero se han acumulado detrás banquetes, mesas y taburetes, y resistirá bien durante diez minutos. ¡Diez minutos!

En este tiempo, algún refuerzo llegará. Veamos qué sucede en las habitaciones de María Antonieta.

El segundo grupo se ha precipitado hacia ellas; pero la escalera es muy estrecha y apenas pueden pasar dos personas de frente por el corredor. Allí vela Jorge de Charny.

Y como el tercer ¡quién vive!, no recibe contestación, hace fuego.

Al ruido de la detonación, la puerta de la reina se abre.

Y Andrea asoma la cabeza, pero con expresión tranquila.

—¿Qué hay? —pregunta.

—Señora —exclama Jorge—, salvad a Su Majestad, pues su vida es lo que quieren. Yo estoy solo aquí contra mil, pero no importa, pues resistiré cuanto tiempo sea posible. ¡Apresuraos, apresuraos!

Y como los sitiadores se precipitan sobre él, cierra la puerta gritando:

—¡Echad el cerrojo! Yo viviré lo bastante para dar a la reina tiempo de levantarse y huir.

Y, al volverse, atraviesa con su bayoneta a los dos primeros que encuentra en el corredor.

La reina lo ha oído todo, y cuando Andrea entra en su habitación la encuentra ya de pie.

Dos de sus doncellas, las señoras Hogué y Thibault, la visten apresuradamente.

Después, a medio vestir, las dos mujeres la empujan hacia la habitación del rey por un pasillo secreto, mientras que, siempre tranquila y como indiferente a su propio peligro, Andrea corre uno tras otro los cerrojos de cada puerta que franquea para seguir los pasos de la reina.