Capítulo LIII

Charny y Gilberto se precipitaron por la escalera.

—¡En nombre del rey! —grita el uno.

—¡En nombre de la reina! —grita el otro.

—Abrid las puertas —añaden los dos.

Pero esta orden no se ejecuta bastante deprisa para impedir que el presidente de la Asamblea Nacional sea derribado en el patio y pisoteado.

Y junto a él dos mujeres de la diputación han sido heridas.

Gilberto y Charny se precipitan. Aquellos dos hombres, salido el uno de la más elevada categoría de la sociedad, y el otro de la más ínfima, se han encontrado en el mismo medio.

El uno quiere salvar a la reina por amor a esta; el otro quiere salvar al rey por amor a la monarquía.

Abiertas las verjas, las mujeres se han precipitado en el patio, arrojándose sobre las filas de los guardias y las de los soldados del regimiento de Flandes, a quienes amenazan, ruegan y acarician. ¡Cómo resistir a mujeres que imploran a los hombres en nombre de sus madres y de sus hermanas!

—¡Paso, señores, paso a la diputación! —grita Gilberto.

Y todas las filas se abren para que pase Mounier con las desgraciadas mujeres que deben presentar al rey.

Luis XVI, prevenido por Charny, que se ha adelantado, espera a la diputación en una cámara contigua a la capilla.

Mounier hablará en nombre de la Asamblea.

Luisa Chambry, aquella ramilletera, que tocaba el tambor, hablará en nombre de las mujeres.

Mounier dice algunas palabras al rey y le presenta a la joven ramilletera.

Esta última se adelanta un paso, y quiere hablar, pero solamente puede pronunciar estas palabras:

—¡Señor, pan!

Y cae desvanecida.

—¡Socorro! —grita el rey.

Andrea acude presurosa y presenta su frasquito de esencias al rey.

—¡Ah, señora! —dice Charny a la reina con tono de reconvención.

María Antonieta palidece y se retira a su aposento.

—Preparad los equipajes —dice—. El rey y yo marchamos a Rambouillet.

Entre tanto, la pobre ramilletera volvía en sí, y, al verse entre los brazos del rey, que le hacía aspirar la esencia, profirió un grito de vergüenza y quiso besarle la mano.

Pero el rey la detuvo.

—Hija mía —dijo—, permitidme abrazaros, pues bien merecéis la pena de que lo haga.

—¡Oh señor, señor! Puesto que sois tan bueno —dijo la joven—, dad la orden.

—¿Qué orden? —preguntó el rey.

—La orden de que vengan los trigos para que cese el hambre.

—Hija mía —contestó el rey—, yo firmaré la orden que me pedís; pero temo que os sirva de muy poca cosa.

Luis XVI fue a sentarse a una mesa, y comenzaba a escribir, cuando de pronto resonó una detonación aislada, seguida de un nutrido fuego.

El tiro de fusil había sido disparado por un hombre del pueblo, y la bala fracturó el brazo al señor de Savonniéres, teniente de los guardias, en el momento de levantarlo para castigar a un joven soldado refugiado tras de una barraca, el cual extendía los suyos, sin armas, para proteger a una joven que estaba de rodillas detrás de él.

A la detonación han contestado cinco o seis tiros de carabina de los guardias.

Dos balas habían tocado en el blanco, y acababa de caer una mujer muerta; mientras que otra ha sido herida gravemente.

El pueblo contesta, y a su vez dos guardias de corps caen de sus caballos.

En el mismo instante, los gritos de «¡Paso, paso!», se oyen a lo lejos: son los hombres del arrabal de San Antonio que llegan arrastrando tres cañones, los cuales sitúan en batería frente a la verja.

Por fortuna, la lluvia cae a torrentes; inútilmente se aproxima la mecha a la luz, pues la pólvora mojada no se inflama.

En aquel momento, una voz murmura a oídos de Gilberto:

—El general Lafayette llega y está ya tan sólo a media legua de aquí.

El doctor mira inútilmente para ver quién le ha dado el aviso; pero de dondequiera que venga, es bueno.

Paseando la mirada a su alrededor, ve un caballo sin jinete: es de uno de los guardias que acaban de matar.

Gilberto monta de un salto, y parte a galope en dirección a París.

El segundo caballo sin jinete quiere seguirle; mas, apenas ha dado veinte pasos por la plaza, es detenido por la brida. Gilberto cree que se adivina su intención, que se trata de perseguirle, y, volviendo la cabeza, dirige una mirada tras sí, sin dejar de alejarse.

No se piensa en tal cosa: tienen hambre; quieren comer, y se mata el caballo a cuchilladas.

El animal cae, y en un momento le hacen pedazos.

Entretanto, alguno ha ido a decir al rey, como a Gilberto:

—El señor de Lafayette llega.

Luis XVI acababa de firmar a Mounier la aceptación de los Derechos del Hombre; y a Luisa Chambry la orden para que viniesen los cereales.

Provistos de este decreto y de esta orden, que debían calmar todos los ánimos, según se pensaba, Maillard, Luisa Chambry y unas mil mujeres tomaron de nuevo el camino de París.

En las primeras casas de la ciudad encontraron a Lafayette, que, instado por Gilberto, llegaba a la carrera, conduciendo la guardia nacional.

—¡Viva el rey! —gritaron Maillard y las mujeres, elevando los decretos sobre sus cabezas.

—¿Qué hablabais, pues, de los peligros que Su Majestad corre? —preguntó Lafayette asombrado.

—Venid, general, venid —exclamó Gilberto—, vos mismo juzgaréis.

Lafayette continúa su marcha, y la guardia nacional entra en Versalles a tambor batiente.

A los primeros redobles que se oyen en Versalles, el rey siente que le tocan respetuosamente en el brazo.

Vuelve la cabeza y ve a la condesa de Charny.

—¡Ah! ¡Sois vos, señora! ¿Qué hace la reina?

—Señor, la reina os suplica que marchéis sin aguardar a los parisienses. A la cabeza de vuestros guardias y soldados del regimiento de Flandes pasaréis por todas partes.

—¿Opináis así, señor de Charny? —preguntó el rey.

—Sí, señor, si de paso atravesáis la frontera: si no…

—¿Qué?

—Será mejor quedarse.

El rey movió la cabeza y se quedó, no porque tuviese valor para ello, sino porque no tenía fuerza para marchar.

Y murmuró en voz muy baja:

—¡Un rey fugitivo! ¡Un rey fugitivo!

Y, volviéndose hacia Andrea, añadió:

—Id a decir a la reina que marche sola.

Andrea salió para cumplir con la orden.

Cinco minutos después, la reina entró y colocóse junto al rey.

—¿A qué venís aquí, señora? —preguntó Luis XVI.

—A morir con vos, caballero —contestó la reina.

—¡Ah! —murmuró Charny—. Ahora es cuando está verdaderamente hermosa.

La reina se estremeció, pues había oído.

—Creo, en efecto —dijo mirándole—, que mejor sería morir que vivir.

En aquel momento, la guardia nacional tocaba los tambores debajo de las ventanas mismas del palacio.

Gilberto entró vivamente.

—Señor —dijo el rey—, vuestra Majestad no tiene nada que temer, porque el general Lafayette está abajo.

Al rey no le agradaba el general; pero se contentaba con no quererle.

La reina, por el contrario, le odiaba francamente y no ocultaba su adversión.

De aquí resultó que Gilberto no recibió contestación, aunque la noticia que daba era, en su concepto, una de las más felices que podía comunicar.

Pero Gilberto no era hombre que pudiera intimidarse por el silencio de los reyes.

—¿Me ha oído Vuestra Majestad? —preguntó con tono firme—. El señor Lafayette está abajo, y se pone a las órdenes de Vuestra Majestad.

La reina permanecía muda.

El rey hizo un esfuerzo y contestó:

—Que vayan a darle gracias y que le inviten de mi parte a subir.

Un oficial se inclinó y salió.

La reina retrocedió tres pasos, como para retirarse; pero un ademán casi imperativo del rey la detuvo.

Los cortesanos se formaron en dos grupos.

Charny y Gilberto permanecieron junto al rey.

Todos los demás, retrocediendo como la reina, se colocaron detrás de ella. Entonces se oyó el paso de un solo hombre, y el general Lafayette apareció en el umbral de la puerta.

En medio del silencio que se produjo a su vista, una voz que salía del grupo de la reina pronunció estas tres palabras:

—Ahí está Cromwell.

Lafayette sonrió.

—Cromwell —dijo— no hubiera ido solo a ver a Carlos I.

Luis XVI se volvió hacia aquellos terribles amigos que convertían en adversario suyo al hombre que acudía en su auxilio.

Después dijo a Charny:

—Conde, yo me quedo; pues hallándose aquí el señor de Lafayette, nada tengo que temer. Decid a las tropas que se retiren a Rambouillet; la guardia nacional prestará el servicio exterior, y los guardias de corps, el del interior del palacio.

Y volviéndose hacia Lafayette, añadió:

—Venid, general: deseo hablaros.

Y como Gilberto diera un paso para retirarse, le dijo:

—No estáis de sobra, doctor: venid también.

Y, mostrando el camino a Lafayette y a Gilberto, entró en un gabinete con aquellos.

La reina le siguió hasta que la puerta se hubo cerrado.

—¡Ah! —exclamó—. Hoy era cuando debíamos haber huido. Hoy era tiempo todavía; mañana tal vez será demasiado tarde.

Y salió a su vez para entrar en sus habitaciones.

Sin embargo, un inmenso resplandor, semejante al de un incendio, se reflejaba en los cristales del palacio.

Era una gran hoguera, donde se asaban los cuartos del caballo muerto.