Gilberto dirigió una mirada a los diferentes personajes que acabamos de presentar en escena, y, adelantándose respetuosamente hacia María Antonieta, le dijo:
—¿Me permitirá la reina, en ausencia de su augusto esposo, comunicarle las noticias de que soy portador?
—Hablad, caballero —dijo la reina—. Al veros venir tan rápidamente he llamado en mi auxilio toda mi energía, sospechando que traíais alguna funesta noticia.
—¿Hubiera preferido la reina que la sorprendiera? Advertida, y con su sano criterio y la fuerza de raciocinio que la caracterizan. Vuestra Majestad podrá salir al encuentro del peligro, y tal vez este retrocederá entonces ante ella.
—Veamos, caballero, qué peligro es ese.
—Señora, siete u ocho mil mujeres han salido de París y vienen armadas a Versalles.
—¡Siete u ocho mil mujeres! —exclamó la reina con expresión desdeñosa.
—Sí; pero se han detenido en el camino, y tal vez sean quince o veinte mil al llegar aquí.
—Y ¿a qué vienen?
—Tienen hambre, señora, y vienen a pedir pan al rey.
La reina se volvió hacia Charny.
—¡Ay de mí, señora! —dijo el conde—. Ha sucedido lo que yo había previsto.
—¿Qué hacer? —preguntó María Antonieta.
—Avisar al rey la primera cosa —contestó Gilberto.
La reina se volvió vivamente.
—¡El rey! ¡Oh! ¡No! —exclamó la reina—. ¿De qué sirve exponerle?
Aquel grito, escapado del corazón de María Antonieta, más bien que proferido, ponía de manifiesto su valor, la confianza que en sí misma tenía, pero también revelaba una debilidad que no debía encontrar en su esposo, ni dar a conocer a personas extrañas.
Pero ¿eran extranjeros Charny y Gilberto?
No. Estos dos hombres, por el contrario, parecían elegidos por la Providencia: el uno para salvar a la reina, y el otro para defender al rey.
Charny contestó a la vez a la reina y a Gilberto. Recobraba todo su dominio sobre sí, porque había hecho el sacrificio de su orgullo.
—Señora —dijo—, el señor Gilberto tiene razón. Es preciso avisar al rey, porque aún es amado. Su Majestad se presentará a las mujeres, las arengará y las desarmará.
—Pero —preguntó la reina—, ¿quién se encargará de avisarle? El camino está cortado ya, sin duda alguna, y será empresa peligrosa.
—¿Está el rey en Meudon?
—Sí; y si, como es probable, los caminos…
—Dígnese Vuestra Majestad no ver en mí más que un soldado —interrumpió Charny sescillamente—. El soldado nace para sacrificarse.
Pronunciadas estas palabras no esperó la contestación ni oyó el suspiro de la reina. Bajó rápidamente, saltó a un caballo de los guardias y dirigióse a escape a Meudon, seguido de dos jinetes.
Apenas hubo desaparecido, contestando con una última señal al ademán de despedida que Andrea hacía por la ventana, un rumor lejano, semejante al mugido de las olas en un día de tempestad, llegó al oído de la reina. Este rumor parecía elevarse de los árboles más distantes del camino de París, y desde la habitación donde la reina se hallaba veíanse desarrollarse entre la bruma hasta las últimas casas de Versalles.
Muy pronto el horizonte comenzó a ser amenazador a la vista, como lo era al oído, y una lluvia blancuzca y menuda comenzó a cortar la niebla gris.
Sin embargo, a pesar de esta amenaza del cielo, Versalles se llenaba de gente.
Los emisarios llegaban al palacio unos tras otros. Cada cual señalaba una numerosa columna procedente de París, y todos pensaban en las alegrías y en los fáciles triunfos de los días precedentes, sintiendo en el corazón, los unos, como un remordimiento, y los otros una especie de terror.
Los soldados, inquietos y mirándose, cogían lentamente sus armas, semejantes a hombres ebrios que tratan de sacudir los vapores del vino, mientras que los oficiales, desmoralizados por la visible turbación de su gente y los murmullos de la multitud, respiraban con dificultad aquella atmósfera cargada de desgracias, que naturalmente les imputarían a ellos.
Por su parte, los guardias de corps, trescientos hombres, poco más o menos, montaban a caballo fríamente, con esa vacilación que se pinta en los militares cuando comprenden que se habrá de luchar contra enemigos cuyo ataque es desconocido.
¿Qué hacer contra mujeres que habían salido armadas y amenazadoras, pero que llegaban sin armas y no podían ni siquiera levantar los brazos por efecto del cansancio y del hambre?
Sin embargo, van a ocupar sus filas, desenvainan los sables y esperan.
Al fin, aparecen las mujeres, que llegan por dos caminos. A media distancia se habían separado, tomando unas la vía de Saint-Cloud, y las otras la de Sévres.
Antes de separarse se habían repartido ocho panes, todo lo que pudieron encontrar en Sévres.
¡Treinta y dos libras de pan para siete mil personas! Al llegar a Versalles, apenas podían tenerse en pie; más de tres cuartas partes de ellas habían dejado sus armas en el camino; pero, como ya hemos dicho, Maillard consiguió que las demás depositaran las suyas en las primeras casas de la ciudad.
Después, al entrar en Versalles, dijo:
—¡Vamos: para que no duden que somos amigos de la monarquía, cantemos el Viva Enrique IV!
Y con voz desfallecida, que apenas tenía suficiente fuerza para pedir pan, entonaron el cántico real.
Por eso el asombro fue grande en Palacio al oír cantos en vez de gritos y amenazas y, sobre todo, al ver que las cantantes, tambaleándose y vacilando, pues el hambre se parece a la embriaguez, llegaban hasta la verja y se cogían a las cancelas para apoyar en ellas sus rostros desencajados y lívidos, bañados en agua y sudor, miles de caras espantosas que parecían duplicarse y se confundían con las crispadas manos cogidas a lo largo de los barrotes.
Después, de vez en cuando, del seno de aquellos grupos fantásticos partían lúgubres alaridos y brillaban miradas como relámpagos entre aquellas figuras agonizantes.
Algunas veces, todas aquellas manos dejaban la barra que les servía de apoyo, y por los huecos se alargaban hacia el castillo.
Las más, abiertas y temblorosas, como pidiendo; las otras, crispadas y rígidas, como amenazando.
¡Oh! ¡Qué sombrío era aquel cuadro!
La lluvia y el lodo, por lo que hace al cielo y la tierra.
El hambre y la amenaza respecto a los sitiadores; la compasión y la duda para los sitiados.
Entretanto, Luis XVI era esperado por la reina, que, poseída de fiebre y de resolución, daba órdenes para la defensa. Poco a poco, los cortesanos, los oficiales y los altos funcionarios se han agrupado alrededor de la soberana.
En medio de ellos, aquella vio al señor de Saint-Priest, ministro de París.
—Id a ver de una vez lo que esa gente quiere, caballero —le dijo la reina.
El señor de Saint-Priest baja, atraviesa el patio y acércase a la verja.
—¿Qué deseáis? —preguntó a las mujeres.
—¡Pan, pan, pan! —contestaron a la vez mil voces.
—¡Pan! —exclama el señor de Saint-Priest con impaciencia—. Cuando no teníais más que un amo no os faltaba nunca; ahora que tenéis doscientos, ya veis a qué os han reducido.
Y el señor de Saint-Priest se retira, en medio de los gritos de aquellas hambrientas, ordenando que se mantenga la verja cerrada.
Pero una diputación se adelanta, y ante ella será necesario abrirla.
Maillard se había presentado a la Asamblea en nombre de las mujeres, y obtuvo que el presidente, con una comisión de doce de aquellas, hiciera una representación al rey.
En él momento mismo en que la diputación, con Mounier a la cabeza, sale de la Asamblea, el rey entra a galope por una puerta excusada.
Charny se había reunido con él en el bosque de Meudon.
—¡Ah! ¿Sois vos, caballero? —le preguntó el soberano—. ¿Es a mí a quien buscáis?
—Sí, señor.
—¿Qué ocurre? Parece que habéis venido muy deprisa.
—Señor, diez mil mujeres se hallan en este momento en Versalles; llegan de París, y piden pan.
El rey se encogió de hombros, pero más bien por un sentimiento de compasión que de indiferencia.
—¡Ay de mí! —exclamó—. Si yo tuviera pan, no esperaría a que ellas viniesen a Versalles para pedírmelo.
Y sin hacer ninguna otra observación, aunque dirigiendo una mirada dolorosa hacia el lado por donde se alejaba la caza, que debía interrumpir, añadió:
—Vamos a Versalles, caballero.
Y emprendió la marcha.
Acababa de llegar, como hemos dicho, cuando resonaron ruidosos gritos en la plaza de Armas.
—¿Qué es eso? —preguntó el rey.
—Señor —gritó Gilberto, entrando, pálido como un difunto—, son vuestros guardias, que, conducidos por el señor Jorge de Charny, atacan al presidente de la Asamblea Nacional y a la diputación que viene a presentarse a Vuestra Majestad.
—¡Imposible! —exclama el rey.
—¡Escuchad los gritos de los que asesinan! Ved, ved cómo todo el mundo huye.
—¡Mandad abrir las puertas! —exclama el rey—. Recibiré a la diputación.
—¡Pero, señor! —exclama la reina.
—Mandad abrir —dice Luis XVI—; los palacios de los reyes son lugar de asilo.
_¡Ay! —dijo María Antonieta—. Excepto tal vez para los reyes.