En Versalles, como sucedía siempre, ignorábase por completo lo que pasaba en París.
Después de las escenas que hemos descrito, y de que la reina se felicitó al día siguiente en alta voz, la soberana descansaba.
Tenía un ejército, había contado sus enemigos, y deseaba empeñar la lucha.
¿No debía vengar la derrota del 14 de julio? ¿No era preciso hacer olvidar a su corte y a ella misma aquel viaje del rey a París, viaje del cual regresó con la escarapela tricolor en el sombrero?
¡Pobre mujer! ¡Qué poco esperaba el viaje que a su vez debía emprender forzosamente!
Desde su altercado con Charny no le había hablado más; y afectaba tratar a Andrea con esa antigua amistad un momento debilitada en su corazón, pero que jamás se extinguió ante su rival.
En cuanto a Charny, no le miraba sino cuando le era preciso dirigirle la palabra para su servicio, o darle alguna orden.
No era una desgracia de familia, pues en la misma mañana del día en que los parisienses debían salir de París para ir a Versalles se vio a la reina hablar afectuosamente con el joven Jorge de Charny, el segundo de los tres hermanos, y el mismo que, contra la voluntad de Oliverio, había dado a la reina tan belicosos consejos al recibirse la noticia de la toma de la Bastilla.
En efecto: a eso de las nueve de la mañana, aquel joven atravesaba por la galería para anunciar al montero que el rey iría a cazar, cuando María Antonieta, que acababa de oír misa en la capilla, le vio y le llamó.
—¿Adónde corréis así, caballero? —preguntóle.
—No corría ya desde que vi a Vuestra Majestad —contestó Jorge—; me había detenido, por el contrario, y esperaba humildemente el honor que me dispensa dirigiéndome la palabra.
—Esto no os impide, caballero, contestar y decirme dónde ibais.
—Señora —contestó Jorge—, debo ir en la escolta. Su Majestad caza, y voy a tomar órdenes del montero respecto al punto de reunión.
—¡Ah! El rey caza también hoy —dijo la reina, mirando las nubes que avanzaban negras y amenazadoras por la parte de París—. Pues hace mal, pues parece que habrá alguna tempestad. ¿No es verdad, Andrea?
—Sí, señora —contestó distraídamente la joven.
—¿No sois de mi opinión, caballero?
—Sí tal, señora; pero el rey lo quiere.
—Cúmplase la voluntad del rey —replicó la reina— lo mismo en los bosques que en los caminos —añadió con esa alegría que le era natural y que ni las penas del corazón ni los acontecimientos políticos bastaban para hacerla perder.
Y, volviéndose hacia Andrea, le dijo en voz baja.
—Bueno es que al menos se entretenga.
—¿Podéis decirme —añadió en voz alta— dónde ha de cazar el rey?
—En los bosques de Meudon, señora.
—Vamos: acompañadle y velad por él.
En aquel momento, el conde de Charny entró, saludó con una dulce sonrisa a Andrea y, moviendo la cabeza, aventuróse a decir a la reina:
—Es una recomendación de la que mi hermano se acordará, señora, no en medio de los placeres del rey, sino en medio de sus peligros.
Al sonido de aquella voz que acababa de herir su oído, sin que su vista le advirtiese la presencia de Charny, María Antonieta se estremeció al volver la cabeza.
—Me habría extrañado —dijo con desdeñosa rudeza— que esas palabras no saliesen de boca del conde Oliverio de Charny.
—¿Por qué, señora? —preguntó respetuosamente el conde.
—Porque eso es una profecía de desgracia, caballero.
Andrea palideció al ver palidecer al conde.
Charny se inclinó sin contestar.
Pero al observar la mirada de su esposa, que parecía extrañarse de verle tan resignado, repuso:
—Es para mí una verdadera desgracia no saber ya cómo habla a la reina sin ofenderla.
Este ya se había acentuado como en el teatro acentúa las sílabas un actor hábil.
La reina tenía el oído demasiado ejercitado para no sorprender al paso la intención que Charny había dado a la palabra.
—¡Ya! —exclamó vivamente—. Y ¿qué significa ese «ya»?
—Según parece, también ahora he dicho mal —repuso sencillamente el señor de Charny.
Y cruzó con Andrea una mirada que la reina interceptó esta vez.
Entonces palideció, y con los dientes oprimidos por la cólera repuso:
—La palabra es mala cuando la intención lo es.
—Y el oído es hostil —repuso Charny— cuando hostil es el pensamiento.
Y después de esta réplica, más justa que respetuosa, guardó silencio.
—Para contestar —dijo la reina— esperaré a que el señor de Charny sea más feliz en sus ataques.
—Y yo —dijo Charny— esperaré, para atacar, a que la reina sea más dichosa de lo que ha sido desde hace algún tiempo en la elección de sus servidores.
Andrea cogió vivamente la mano de su esposo y se dispuso a salir con él.
Pero una mirada de la reina detuvo a la condesa.
—Pero, en fin —preguntó María Antonieta—, ¿qué tenía que decirme vuestro esposo?
—Quería decir a Vuestra Majestad que, enviado ayer a París por el rey, había observado en la ciudad una extraña fermentación.
—¡Otra vez! —exclamó la reina—. Y ¿con qué motivo? Los parisienses han tomado la Bastilla y están disponiéndose a demolerla. ¿Qué más quieren? Contestad, señor de Charny.
—Es verdad, señora —respondió el conde—, pero como no pueden comer piedras, dicen que tienen hambre.
—¡Qué tienen hambre! —exclamó la reina—. Y ¿qué quieren que hagamos nosotros con eso?
—Hubo un tiempo, señora —repuso Charny—, en que la reina era la primera en participar de los dolores públicos y en aliviarlos; hubo un tiempo en que subía hasta las buhardillas de los pobres, y en que las oraciones de estos se elevaban hasta el trono de Dios.
—Sí —contestó la reina con amargura—, y bien me han recompensado la compasión que manifesté por las miserias de los demás. ¿No es cierto? Una de mis mayores desgracias provino de haber subido a una de esas buhardillas.
—Porque Vuestra Majestad se ha engañado una vez —dijo Charny—, porque ha dispensado sus gracias y sus favores a una miserable, ¿acaso es permitido a la reina poner a toda la humanidad al nivel de una infame? ¡Ah, señora, señora! ¡Cómo os amaban en aquella época!
La reina dirigió a Charny una mirada iracunda.
—En fin —dijo—, ¿qué pasó ayer en París? No me habléis sino de las cosas que hayáis visto, pues quiero estar segura de la veracidad de vuestras palabras.
—¡Lo que he visto, señora! He visto a una parte de la población aglomerada en los muelles, esperando inútilmente la llegada de las harinas; y he visto a la otra formando cola a la puerta de las panaderías, esperando, en vano, el pan. Lo que he visto es un pueblo hambriento, maridos mirando tristemente a sus mujeres; madres que contemplaban entristecidas a sus hijos; he visto puños crispados y amenazadores, señalando a Versalles. ¡Ah, señora, señora! Temo mucho que esos peligros de que os hablaba, esa oportunidad de morir por Vuestra Majestad, dicha que mi hermano y yo reclamamos los primeros, no tardará mucho tiempo en presentarse.
La reina volvió la espalda a Charny con un movimiento de impaciencia, y apoyó su frente abrasada, aunque pálida, contra los cristales de una ventana que daba al patio de mármol.
Apenas había hecho este movimiento, viéronla estremecerse.
—Andrea —dijo—, venid a ver quién es ese jinete que nos llega. Parece portador de noticias muy urgentes.
Andrea se acercó a la ventana, pero casi al punto retrocedió un paso palideciendo.
—¡Ah, señora! —exclamó con tono de reconvención.
Charny se acercó vivamente a la ventana, pues había observado todo lo que acababa de pasar.
—Ese jinete —dijo, mirando a la reina y a Andrea— es el doctor Gilberto.
—¡Ah! Es cierto —dijo la reina, de tal modo que ni la misma Andrea pudiese adivinar si la soberana había llamado su atención en uno de esos accesos de venganza femenina a los que la pobre María Antonieta se entregaba algunas veces, o si fue porque sus ojos, debilitados por las veladas y las lágrimas, no reconocían ya a cierta distancia ni aun a los que tenía interés en reconocer.
Al punto reinó un silencio glacial entre los tres principales actores de aquella escena, cuyas miradas tan sólo continuaron preguntando y contestándose.
Efectivamente, Gilberto era quien llegaba para dar las siniestras noticias que Charny había previsto.
Sin embargo, aunque se hubiese apeado precipitadamente de su caballo, aunque subiese con rapidez la escalera, y aunque las tres cabezas inquietas de la reina, de Andrea y de Charny se hubiesen vuelto hacia la puerta de entrada, por la cual debía penetrar el doctor, esta última no se abrió.
Entonces se produjo en las tres personas una ansiosa inquietud de algunos minutos.
De repente, en el lado opuesto abrióse una puerta, y un oficial se adelantó.
—Señora —dijo—, el doctor Gilberto, que venía para hablar al rey de asuntos importantes y urgentes, solicita el honor de ser recibido por Vuestra Majestad, puesto que el soberano ha marchado a Meudon hace una hora.
—Que entre —exclamó la reina, fijando en la puerta una mirada firme, casi dura, mientras que Andrea, como si hubiera debido encontrar naturalmente un apoyo en su esposo, iba retrocediendo para apoyarse en el brazo del conde.
El doctor apareció en el umbral de la puerta.