Capítulo L

Realmente era un ejército el que Maillard mandaba.

Tenía cañones, sin cureñas, es verdad; pero se habían colocado en carretas.

Tenía fusiles, muchos de ellos sin llaves o batería, es verdad; pero a ninguno le faltaba la bayoneta.

Y contaban además con otras armas, no pocas de ellas bastante incómodas, es cierto; pero, al fin, eran armas.

Además llevaba pólvora en los pañuelos, en las cofias, en los bolsillos; y en medio de aquellas cartucheras vivientes se paseaban los artilleros con sus mechas encendidas.

Si todo el ejército no voló durante aquel extraño viaje por efecto de una explosión, fue verdaderamente por milagro.

Maillard acaba de apreciar de una ojeada las disposiciones de su ejército, y observa que todo cuanto puede hacer es conducirle a Versalles y, una vez allí, impedir el mal que pueda ocasionar: no debe pensarse en mantenerle donde se halla ni encadenarle en París.

Maillard llevará a cabo tan heroica misión, por difícil que sea.

En su consecuencia, baja a la plaza y toma el tambor suspendido del cuello de la joven.

La infeliz, nutriéndose de hambre, no tenía ya fuerza para llevarlo; abandona el tambor, y, resbalando por la pared, cae de cabeza sobre un poste.

¡Lúgubre almohada…, almohada del hambre!

Maillard le pregunta cuál es su nombre, y contesta que se llama Magdalena Chambry. Ocupábase en esculpir en madera para las iglesias; pero ¿quién piensa ahora en dotar los templos con esos hermosos tallados en madera, esas ricas estatuas y esos preciosos bajorrelieves, obras maestras del siglo XV?

Medio muerta de hambre, la joven quiso ser ramilletera en el Palais Royal.

Pero ¿quién piensa en comprar flores cuando falta dinero para comprar pan? Las flores, esas estrellas que brillan en el cielo de la paz y de la abundancia, se marchitan al viento de las tempestades y de las revoluciones.

No pudiendo ya esculpir sus frutos de maderas, ni vender sus rosas, jazmines y lirios, Magdalena Chambry cogió un tambor e hizo resonar aquella terrible llamada del hambre.

Irá a Versalles la que ha reunido toda aquella triste diputación; pero como está demasiado débil para andar, irá en carreta.

Llegada a Versalles, se solicitará que sea introducida en el palacio con otras doce mujeres, y ella será el orador hambriento que debe abogar ante el rey por la causa del hambre.

Se aplaude esta idea de Maillard.

—Y he aquí que con pocas palabras ha cambiado todas las disposiciones hostiles por simpatías.

No se sabía por qué se iba a Versalles, ni qué se trataba de hacer allí; mas ahora se sabe: van a Versalles para que una diputación de doce mujeres, con Magdalena Chambry a la cabeza, vaya a suplicar al rey, en nombre del hambre, que se compadezca de su pueblo.

Se han reunido siete mil mujeres, poco más o menos, las cuales emprenden la marcha, siguiendo los muelles.

Pero, llegadas a las Tullerías, se oyen ruidosos gritos.

Maillard se sube a un guardacantón para dominar todo su ejército.

—¿Qué deseáis? —pregunta.

—Queremos atravesar las Tullerías.

—Imposible —contesta Maillard.

—Y ¿por qué imposible? —preguntan siete mil voces.

—Porque las Tullerías son la casa y el jardín del rey, porque atravesar sin su permiso es insultarle, y, aún más que eso, es atentar en la persona del rey contra la libertad de todos.

—¡Pues bien, sea! —dicen las mujeres—. Pedid permiso al suizo.

Maillard se acerca al hombre con su tricornio en la mano.

—Amigo mío —le dice—, ¿permitiréis a esas señoras cruzar por las Tullerías? Pasarán solamente por las galerías, sin hacer daño alguno a las plantas ni los árboles del jardín.

Por toda contestación, el suizo desenvaina su larga espada y acomete a Maillard.

Este último pone mano a la suya, un pie más corta, y al punto cruzan los aceros; pero de pronto una mujer se acerca al suizo, y con el mango de su escoba le descarga un golpe en la cabeza y le tiende a los pies de Maillard.

Este envaina su espada, apodérase de la del suizo, se la coloca debajo del brazo, recoge su tricornio caído durante la lucha, se cubre y continúa su marcha a través de las Tullerías, donde, según la promesa que ha hecho, no se ha ocasionado ningún daño.

Dejémosles continuar su marcha a través de Cours-la-Reine y encaminarse hacia Sévres, donde se dividen en dos cuerpos, y veamos lo que sucedía en París.

Aquellas siete mil mujeres no habían estado a punto de ahogar a los electores, de ahorcar al abate Lafévre y de incendiar la Casa Ayuntamiento sin hacer algún ruido.

A este ruido, que tuvo su eco en los barrios más lejanos de la capital, Lafayette había acudido al punto.

Pasaba una especie de revista en el Campo de Marte, y había estado a caballo desde las ocho de la mañana: era mediodía cuando llegó a la plaza de la Casa Ayuntamiento. Las caricaturas de aquella época representaban a Lafayette bajo las formas de un centauro, cuyo cuerpo era el del famoso caballo blanco, ya proverbial; mientras que la cabeza era la del comandante de la guardia.

Desde el principio de la revolución, Lafayette hablaba a caballo, comía a caballo y mandaba a caballo.

Y muchas veces hasta dormía a caballo; de modo que cuando por casualidad le era dado reposar en su cama, Lafayette dormía muy bien.

Cuando el general llegó al muelle Belletier le detuvo un hombre que partía al galope de un excelente caballo de carrera.

Aquel hombre era Gilberto, que iba a Versalles para anunciar al rey lo que le amenazaba y ponerse a su disposición.

En dos palabras refirióselo todo a Lafayette, y después cada cual continuó su camino.

Lafayette en dirección a la Casa Ayuntamiento, y Gilberto hacia Versalles; pero como las mujeres seguían la orilla derecha del Sena, él tomó la izquierda.

La plaza de la Casa Ayuntamiento, libre de mujeres, hallábase llena de hombres.

Aquellos hombres eran guardias nacionales, con paga o sin ella, y, sobre todo, antiguos guardias franceses, que por haber pasado a las filas del pueblo habían perdido todos sus privilegios de guardias del rey, heredados por los guardias de corps y los suizos.

Al ruido que las mujeres hacían siguió el toque de generala.

Lafayette cruzó solo entre la multitud, se apeó al pie de la escalera, sin cuidarse de los aplausos mezclados de amenazas que su presencia excitaba, y comenzó a dictar una carta al rey respecto a la insurrección ocurrida aquella mañana.

Llegaba a la sexta línea de su carta, cuando la puerta de la secretaría se abrió con violencia.

Lafayette levantó los ojos. Una diputación de granaderos solicitaba ser recibida por el general.

Lafayette hizo señal de que podía entrar, y así lo hizo.

El granadero encargado de tomar la palabra se adelantó hasta la mesa.

—Mi general —dijo con voz firme—, venimos comisionados por diez compañías de granaderos. No creemos que seáis traidor, pero sí que el Gobierno nos hace traición, y ya es tiempo de que esto concluya. No nos es posible volver nuestras bayonetas contra las mujeres que nos piden pan. El Comité de Subsistencias malversa sus fondos, o es incapaz de administrarlos, y, en uno u otro caso, se debe cambiar. El pueblo es desgraciado, y el origen del mal está en Versalles. Es preciso ir a buscar al rey para traerle a París; se han de exterminar el regimiento de Flandes y los guardias de corps, que osaron hollar bajo sus pies la escarapela nacional; y si el rey es demasiado débil para llevar la corona, que la deponga. Nosotros coronaremos a su hijo, se nombrará un consejo de regencia, y todo irá mejor.

Lafayette, asombrado, mira al orador. Ha visto motines, ha llorado asesinatos; pero es la primera vez en que el soplo revolucionario le toca realmente el rostro.

Aquella posibilidad que el pueblo ve de prescindir del rey le admira y, más aún, le confunde.

—¡Cómo! —exclama—. ¿Tenéis acaso el proyecto de hacer la guerra al rey y de obligarle a que nos abandone?

—Mi general —contesta el orador—, amamos y respetamos al rey y sentiríamos mucho que nos abandonase, porque le amamos en extremo; pero, si nos deja, tenemos el Delfín.

—¡Señores, señores! —dijo Lafayette. ¡Cuidado con lo que hacéis, porque tocáis a la corona, y mi deber es no tolerarlo!

—Mi general —replicó el guardia nacional inclinándose—, daríamos por vos hasta la última gota de sangre. Mas el pueblo es desgraciado; el origen del mal está en Versalles, y es preciso ir a buscar al rey y traerle a París: el pueblo lo quiere.

Lafayette ve que le es forzoso pagar con su persona, necesidad ante la cual no retrocedió nunca.

Baja a la plaza y quiere arengar al pueblo; pero los gritos de ¡A Versalles, a Versalles!, ahogan su voz.

De repente se oye un gran estrépito hacia la calle de la Vannerie: es Bailly, que a su vez se dirige a la Casa Ayuntamiento.

A la vista del alcalde resuenan los gritos de «¡Pan, pan! ¡A Versalles, a Versalles!».

Lafayette, a pie, y perdido en la multitud, comprende que las oleadas suben cada vez más y que acabarán por ahogarle.

Atraviesa entre la multitud para llegar hasta su caballo, con un ardimiento semejante al del náufrago que corta las olas para cogerse a una roca.

Le alcanza, al fin, monta y dirígese hacia el pórtico; pero el camino estaba obstruido completamente entre él y la Casa Ayuntamiento, interceptando el paso una muralla humana.

—¡Pardiez, general! —gritan aquellos hombres—. Os quedaréis con nosotros.

Y al mismo tiempo redoblan los gritos de «¡A Versalles, a Versalles!». Lafayette vacila: sin duda, yendo a Versalles podrá ser útil al rey; pero ¿podrá dominar toda aquella, multitud que le impele hacia ese punto? ¿Le será posible contener aquellas oleadas que le han hecho perder pie y contra las cuales reconoce que lucha él mismo para su propia salvación?

De improviso un hombre baja por la escalera del pórtico, hiende la multitud llevando una carta, y maneja tan bien los pies y las manos, y en particular los codos, que llega hasta Lafayette.

Aquel hombre es el infatigable Billot.

—Tomad, general —dice—; es de parte de los Trescientos.

Así se llamaba a los electores.

Lafayette rasga el sello y trata de leer la carta en voz baja; pero veinte mil voces gritan:

—¡La carta, la carta!

Forzoso le es a Lafayette leerla en alta voz. Hace una señal para que se callen, y en el mismo instante, como por milagro, el silencio sigue al inmenso tumulto; de modo que, sin que se pierda una sola palabra, Lafayette lee lo siguiente:

«Atendidas las circunstancias y el deseo del pueblo, y en vista de la declaración del señor comandante general de que es imposible rehusar, se autoriza al señor comandante, y hasta se le ordena, que se traslade a Versalles.

»Cuatro comisarios del Ayuntamiento le acompañarán».

El pobre Lafayette no había declarado nada a los señores electores, a quienes no desagradaba dejarle una parte de la responsabilidad de los acontecimientos que iban a ocurrir; pero el pueblo creyó que había declarado realmente; y como esta declaración de su comandante general estaba en armonía con su deseo, gritó:

—¡Viva Lafayette!

Entonces el general, palideciendo, repitió a su vez:

—¡A Versalles!

Quince mil hombres le siguieron con un entusiasmo más silencioso y al mismo tiempo más terrible que el de las mujeres que iban en vanguardia.

Toda aquella gente debía reunirse en Versalles para pedir al rey las migas de pan caídas de la mesa de los guardias de corps durante la orgía del 1 al 2 de octubre.