Capítulo IL

En Versalles, la corte se mostraba heroica contra el pueblo.

En París eran solamente caballeros contra la corte; pero corrían por las calles.

Estos caballeros del pueblo vagaban errantes y andrajosos, con la mano en la empuñadura de un sable o en la culata de una pistola, interrogando sus bolsillos vacíos y sus estómagos hambrientos.

Mientras que en Versalles se bebía demasiado, en París…, ¡ay!…, no se comía bastante.

Demasiado vino en las mesas de Versalles, y no suficiente harina en las tahonas de París.

¡Cosa singular, sombría ceguedad, que hoy, que estamos acostumbrados a todas estas caídas de tronos, arrancará una sonrisa de compasión a los hombres políticos!

¡Hacer la contrarrevolución y provocar a la batalla a hombres hambrientos!

¡Ay!, dirá la historia, obligada a ser filósofo materialista. ¡Jamás se bate el pueblo tan encarnizadamente como cuando no ha comido!

Bien fácil era, sin embargo, dar pan al pueblo, y entonces, seguramente, el pan de Versalles le hubiera parecido menos amargo.

Pero las harinas de Corbeil no llegaban ya. ¡Estaba este punto tan lejos de Versalles! Y además ¿quién hubiera pensado en Corbeil hallándose junto al rey o la reina?

Desgraciadamente, ante este olvido de la corte, el hambre, ese espectro que se duerme con tanta dificultad y que se despierta tan fácilmente, el hambre había penetrado pálida e inquieta en las calles de París; escuchaba en todas las esquinas de las calles, reclutando su séquito de vagabundos y malhechores, e iba a tocar con su rostro siniestro las ventanas de los ricos y de los altos funcionarios.

Los hombres se acuerdan de los motines que tanta sangre cuestan; se acuerdan de la Bastilla; no han olvidado a Foulon, Berthier y Flesselles: temen que se les llame otra vez asesinos y esperan.

Pero las mujeres, que no han hecho más que sufrir, y que sufren tres veces, por el hijo que llora, sin conocer la causa, por el hijo que pide pan a su madre, por el marido que, sombrío y taciturno, sale de su casa por la mañana para volver por la noche más sombrío y más taciturno aún; y, en fin, por ellas mismas, eco doloroso de los padecimientos conyugales y maternales, las mujeres arden en deseos de tomar el desquite y quieren servir a la patria a su manera.

Por otra parte, las mujeres eran las que habían llevado a cabo la obra del 1 de octubre en Versalles.

Y ahora les llegaba la vez de hacer la jornada del 5 de octubre en París.

Gilberto y Billot estaban en el Palais Royal, en el café Foy, aquel donde se dirigían las opiniones. De repente se abre la puerta; una mujer entra como espantada, y denuncia las escarapelas blancas y negras que desde Versalles han pasado a París, proclamando después el peligro público.

Ya se recordará lo que Charny había dicho a la reina.

—Señora, habrá que temer verdaderamente cuando las mujeres intervengan.

También era esta la opinión de Gilberto; y, por lo mismo, al ver que las mujeres se mezclaban, volvióse hacia Billot y solamente le dijo estas palabras:

—¡A la Casa Ayuntamiento!

Desde la conversación que había mediado entre Billot, Gilberto y Pitou, y a consecuencia de la cual este último había regresado a Villers-Cotterêts con el hijo del doctor, Billot obedecía a Gilberto a la primera palabra, a la menor insinuación, pues comprendía que si él era la fuerza, el doctor representaba la inteligencia.

Ambos salieron al punto del café, cruzaron diagonalmente el jardín del Palais Royal, atravesaron el patio de Fontaines y muy pronto llegaban a la calle de San Honorato.

A la altura del mercado encontraron una joven que salía de la calle de Bourdonnais tocando el tambor.

Gilberto se detuvo admirado.

—¿Qué es eso? —preguntó.

—¡Diantre! Bien lo veis —contestó Billot—. Es una joven que toca el tambor, y no muy mal, a fe mía.

—Habrá perdido alguna cosa —dijo un transeúnte.

—Está muy pálida —añadió Billot.

—Preguntadle qué quiere —añadió Gilberto.

—¡Eh, muchacha! —gritó Billot—. ¿Por qué tocas así el tambor?

—Porque tengo hambre —contestó la joven con voz débil y estridente.

Y continuó su marcha, redoblando siempre en la caja. Gilberto había oído.

—¡Oh, oh! —exclamó—. Esto comienza a ser temible.

Y comenzó a mirar con más atención a las mujeres que seguían a la joven del tambor.

Aquellas mujeres, pálidas y vacilantes, parecían desesperadas.

Algunas de ellas no habían comido hacía treinta horas.

De vez en cuando partía del grupo un grito, amenazador por su debilidad misma, pues conocíase que era proferido por bocas hambrientas.

—¡A Versalles —gritaban—, a Versalles!

Y en su camino hacían señas a todas las mujeres que veían en las casas, llamando a las que estaban en las ventanas.

Un coche pasó. En el interior iban dos damas, y, asomándose estas a las ventanillas, se echaron a reír.

La escolta de la tamborilera se detuvo. Una veintena de mujeres se precipitaron hacia las portezuelas del coche, y obligaron a las señoras a apearse para unirse al grupo, a pesar de sus recriminaciones y de una resistencia a que pusieron término dos o tres vigorosos mojicones.

Detrás de aquellas mujeres, que avanzaban lentamente, a causa del reclutamiento que hacían en el camino, iba un hombre con las manos en los bolsillos.

De rostro flaco y pálido, y de elevada estatura, vestía casaca de color gris, con chupa y calzones negros, y cubría su cabeza un pequeño tricornio raído, puesto de lado sobre la frente.

Una larga espada azotaba sus piernas flacas, pero nerviosas.

El hombre seguía detrás, mirando, escuchando y observándolo todo con sus ojos penetrantes, sobrepuestos de cejas negras.

—¡Ah! —exclamó Billot—. Conozco esa cara: la he visto en todos los motines.

—Es el ujier Maillard —dijo Gilberto.

—¡Ah! Sí, es el que pasó después que yo por la tabla de la Bastilla. Fue más diestro y no cayó al foso.

Maillard desapareció con las mujeres al doblar la esquina de la calle.

Billot hubiera querido imitar a Maillard; pero el doctor se lo llevó consigo a la Casa Ayuntamiento.

Estaba bien seguro de que el motín refluiría siempre allí, bien fuera un motín de hombres o de mujeres, y, en vez de seguir el curso del río, iba derecho a su desembocadura.

En la Casa Ayuntamiento se sabía lo que pasaba en París; mas apenas se ocupaban de ello. ¿Qué importaba, en efecto, al flemático Bailly y al aristocrático Lafayette que se le hubiese ocurrido a una mujer tocar el tambor? Era anticipar el Carnaval, y nada más.

Pero cuando se vieron llegar detrás de aquella mujer que tocaba el tambor otras dos o tres mil, cuando en los flancos de aquella multitud, que aumentaba de minuto en minuto, se vio avanzar un considerable número de hombres, sonriendo de un modo siniestro, y con sus armas en reposo, cuando se comprendió que aquellos hombres sonreían de antemano al pensar en el mal que las mujeres se proponían hacer, mal tanto más irremediable cuanto que era sabido que la fuerza pública no llegaría a tiempo para evitarlo, y que la fuerza legal no castigaría después, se comenzó a comprender la gravedad de la situación.

Aquellos hombres sonreían porque el daño que no habían osado hacer iban a verlo realizado por la más inofensiva mitad del género humano.

Al cabo de media hora se habían reunido diez mil mujeres en la plaza de Gréve.

Y, juzgándose el número suficiente, comenzaron a deliberar con las manos sobre las caderas.

La deliberación no fue tranquila. Las que discutían eran en su mayor parte porteras, vendedoras del mercado y mujeres públicas. Había también no pocas realistas, y, en vez de tener el propósito de hacer daño al rey y a la reina, se hubieran dejado matar por ellos. Se habrían podido oír los gritos de aquella discusión al otro lado del río, en las torres silenciosas de Nuestra Señora, que después de haber visto tantas cosas se preparaban para ver otras más curiosas aún.

El resultado de la deliberación fue el siguiente: «Vamos a prender fuego a la Casa Ayuntamiento, donde se fabrican tantos papelotes que nos impiden comer todos los días».

Precisamente el Ayuntamiento se ocupaba en juzgar a un panadero que había vendido pan falto de peso.

Se comprenderá que, cuanto más caro es el pan, tanto más lucrativa es una operación de este género; pero, si lo es demasiado, tanto más peligro ofrece.

En su consecuencia, los que se cuidaban del reverbero esperaban al panadero con una cuerda nueva.

La guardia del Ayuntamiento quería salvar al infeliz, y servíase de todas sus fuerzas; pero hacía algún tiempo, según se ha visto, que el resultado secundaba mal sus filantrópicas disposiciones.

Las mujeres se precipitaron contra aquella guardia diseminándola, penetraron en la Casa Ayuntamiento y comenzó el saqueo.

Querían arrojar al Sena cuanto encontraran, y quemar en el sitio lo que no pudieran llevarse.

Así, pues, los hombres al agua, y las mujeres al fuego.

La tarea era ímproba.

En la Casa Ayuntamiento había un poco de todo.

Primeramente trescientos electores.

Además, los tenientes alcaldes.

Y luego los alcaldes.

—Será operación muy larga arrojar al agua a toda esa gente —dijo una mujer de criterio que tenía prisa.

—Pues no dejan de merecerlo —repuso otra.

—Sí, pero falta tiempo.

—¡Pues bien: quemémoslo todo! —dijo una voz—. Esto es lo más sencillo.

Se buscaron hachas y se pidió fuego. Después, provisionalmente, y para no perder tiempo, entretuviéronse en ahorcar a un abate, el abate Lefevre d’Ormesson.

Por fortuna, el hombre de la casaca gris se hallaba allí; y como cortase la cuerda, el abate cayó desde una altura de tres metros, dislocóse un pie y se alejó cojeando, en medio de las risas de todas aquellas furiosas mujeres.

Lo que favoreció la retirada del sacerdote tan tranquilamente fue que las hachas estaban encendidas ya y en las manos de las incendiarias. Acercábanlas a los archivos, y dentro de diez minutos todo ardería.

De repente, el hombre de la casaca gris se precipita y arranca restos de hachas de las manos de las mujeres. Estas se resisten, pero el hombre las azota con ellos; y mientras que el fuego prende en los vestidos, apaga el que comenzaba en los papeles.

¿Quién es aquel hombre que se opone así a la voluntad terrible de diez mil mujeres furiosas?

¿Por qué se dejan dominar por aquel hombre? Se acaba de ahorcar a medias al abate Lefevre, y bien se podrá ahorcar del todo al que se opone a sus voluntades.

Por este razonamiento se produjo un clamoreo frenético, que amenazó con la muerte al hombre, y a esto se siguen los hechos.

Las mujeres rodean al de la casaca gris y le arrojan una cuerda al cuello.

Pero Billot acude al punto, y Billot prestará a Maillard el servicio que este dispensó al abate.

Se coge a la cuerda, la corta en dos o tres sitios con un cuchillo muy afilado, que sirve a su propietario para cortar cuerdas, pero que en un momento de apuro, empuñado por un brazo vigoroso, se puede utilizar para algo más.

Y mientras Billot se ocupa en esto, haciendo de la cuerda tantos pedazos como puede, exclama:

—¡Pero, desgraciadas!, ¿no reconocéis a uno de los vencedores de la Bastilla, al que pasó por la tabla para ir en busca de la capitulación, mientras que yo me enfangaba en el foso? ¿No reconocéis a Maillard?

Al oír este nombre tan conocido y temido, todas aquellas mujeres se detienen, míranse unas a otras y enjugan el sudor de su frente.

La tarea había sido fatigosa, y, aunque se estaba en el mes de octubre, se podía sudar al ocuparse en ella.

—¡Un vencedor de la Bastilla, y además el señor Maillard, el ujier del Chátelet! ¡Viva el señor Maillard!

Las amenazas se convirtieron en caricias. Se abraza a Maillard y se grita «¡Viva Maillard!».

El hombre estrecha la mano de Billot, y la mirada de ambos se cruza.

El apretón de manos quiere decir: «¡Somos amigos!».

La mirada significa: «Si alguna vez me necesitáis, contad conmigo».

Maillard vuelve a ejercer sobre todas aquellas mujeres una influencia, tanto mayor cuanto que ellas comprenden que el hombre les ha de perdonar algunos ligeros agravios.

Pero Maillard es un antiguo marinero popular, y conoce aquel mar de los arrabales, que se embravece con un soplo y se calma con una palabra.

Sabe cómo se ha de hablar a esas oleadas humanas cuando dan tiempo para ello.

Además, el momento es oportuno para hacerse escuchar, y se guarda silencio alrededor de Maillard.

Este último no quiere que las parisienses destruyan la Casa Ayuntamiento, es decir, la única autoridad que les protege, ni tampoco que destruyan el registro civil, el cual prueba que no todos sus hijos son bastardos.

La palabra de Maillard, sonora, estridente y burlona, produce su efecto.

No se matará a nadie, ni se quemará nada; pero se quiere ir a Versalles. Allí es donde está el mal, allí donde se pasan las noches en orgías, mientras que París se muere de hambre. En Versalles es donde se consume todo. En París falta el trigo y la harina, porque esta última, en vez de quedar en París, va directamente desde Corbeil a Versalles.

No sucedería esto si el panadero, la panadera y el mozo de pala se hallaran en París.

Con estos nombres se designan al rey, a la reina y al Delfín, esos repartidores naturales del pan del pueblo.

De todos modos, se irá a Versalles.

Puesto que las mujeres se hallan organizadas como tropas, puesto que tienen fusiles, cañones y pólvora, y las que carecen de todo esto van armadas de picas y de hoces, necesitan un general.

¿Por qué no? Bien tiene uno la guardia nacional.

Lafayette es el general de los hombres; Maillard será el de las mujeres.

Lafayette capitanea esos granaderos holgazanes que parecen un ejército de reserva por lo poco que hacen cuando tanto hay que hacer.

Maillard mandará el ejército activo.

Sin sonreír ni pestañear, el hombre acepta.

Maillard es el general de las mujeres de París.

La campaña no será larga, pero sí decisiva.