En el momento en que la reina se presentó con el rey y su hijo en la sala del teatro, una inmensa aclamación, semejante a la explosión de una mina, resonó por todas partes.
Los soldados embriagados y los oficiales delirantes levantaban sus sombreros y sus espadas, gritando: «¡Viva el rey! ¡Viva la reina! ¡Viva el Delfín!».
La música comenzó a tocar: ¡Oh Ricardo! ¡Oh rey mío!
La alusión que este aire encerraba era tan transparente, convenía tan bien con el pensamiento de todos y traducía con tal fidelidad el espíritu del banquete, que el acompañamiento con la letra fue general cuando comenzó la música.
La reina, entusiasmada, olvidó que se hallaba en medio de hombres embriagados; y el rey, sorprendido, comprendía bien, con su buen criterio de costumbre, que su lugar no era aquel y que obraba contra su conciencia; pero débil y halagado, al encontrar de nuevo una popularidad y un celo que ya no veía en su pueblo, dejábase llevar poco a poco del entusiasmo general.
Charny, que durante toda la comida no había bebido más que agua, se levantó, palideciendo, al ver a la reina y al rey. Había esperado que todo se haría fuera de su presencia, importándole así poco lo que sucediese, pues se podría desmentir todo; mientras que la presencia del rey y de la reina sería de la historia.
Pero su terror fue mucho mayor aún al ver que su hermano Jorge se acercaba a la reina, y estimulado por una sonrisa le dirigía la palabra.
Estaba demasiado lejos para oír lo que decía; mas por sus ademanes comprendió que hacía una súplica.
La reina contestó con una señal de asentimiento, y, desprendiendo de pronto la escarapela que llevaba en su cofia, entregósela al joven.
Charny se estremeció, extendió los brazos y estuvo a punto de proferir un grito.
No era ni siquiera la escarapela blanca, la escarapela francesa, la que la reina presentaba al imprudente caballero, sino la escarapela negra, la escarapela austriaca, la escarapela enemiga.
Esta vez lo que la reina acababa de hacer era más que una imprudencia; era una traición.
Y, sin embargo, eran tan insensatos todos aquellos pobres fanáticos, a quienes Dios quería perder, que, cuando Jorge de Charny les presentó la escarapela negra, los que tenían la blanca la rechazaron, y los que tenían la tricolor pisoteáronla.
Y entonces la embriaguez llegó a tal extremo, que, a riesgo de quedar sofocados por los besos, o de hollar bajo los pies a los que se arrodillaban ante ellos, los augustos visitantes del regimiento de Flandes debieron tomar el camino de sus habitaciones.
Todo esto no hubiera sido, sin duda, más que una locura de jóvenes, locura que los franceses se hallan siempre dispuestos a perdonar, si la orgía se hubiese limitado al entusiasmo; pero muy pronto se pasó de esto.
—¿No debían los buenos realistas humillar un poco a la nación al acariciar al rey?
Esta nación, en nombre de la cual se hacía tanto daño al rey, que la música se creía con derecho para tocar:
Peut-on affliger ce qu’on aime?[32]
Con esta música se acompañó la salida del rey, de la reina y el Delfín.
Apenas estuvieron fuera, cuando, animándose unos a otros, los convidados transformaron la sala del banquete en una ciudad tomada por asalto.
A una señal dada por el señor de Perseval, ayudante de campo del señor de Estaing, el clarín dejó oír el toque de carga.
—¿Contra quién sería? ¿Contra el enemigo ausente? ¿Contra el pueblo?
El toque de carga, esa música tan dulce al oído francés, produjo la ilusión de que se tomara la sala de espectáculos de Versalles por un campo de batalla, y por enemigos a las hermosas damas, que contemplaban desde los palcos la escena.
El grito de «¡Al asalto!», resonó de pronto, proferido por cien voces, y el escalamiento de los palcos comenzó; cierto que los sitiadores estaban en disposiciones tan poco temibles, que las sitiadas les alargaron las manos.
El primero que llegó a la galería fue un granadero del regimiento de Flandes. El señor de Perseval arrancó una condecoración de su pecho, y la puso en el de aquel militar.
Cierto que era una cruz de Limburgo, una de esas que apenas merecen el nombre de tales.
Y todo esto se hacía en nombre de la escarapela negra, vociferando contra la escarapela nacional.
Acá y allá percibíanse algunos sordos y siniestros clamores; pero, ahogados por los gritos de los que cantaban, por los vivas de los sitiadores y por el sonido de los clarines, estos rumores iban a refluir amenazadores hasta en los oídos del pueblo, que escuchaba a la puerta, asombrándose al principio e indignándose después.
Entonces se supo fuera, en la plaza, y luego en las calles, que la escarapela negra había sustituido a la blanca, hollándose bajo los pies la escarapela tricolor.
También se supo que un valeroso oficial de la guardia nacional, que a pesar de las amenazas conservó su escarapela tricolor, había sido gravemente mutilado en las mismas habitaciones del rey.
Después se repitió vagamente que un solo oficial, inmóvil, triste y de pie a la entrada de aquella inmensa sala, convertida en circo, donde se agitaban todos aquellos furiosos, había mirado y escuchado, dejándose ver, corazón leal, intrépido soldado, que, sometiéndose a la fuerza de la mayoría y tomando sobre sí la falta de los otros, aceptaba la responsabilidad de todos los excesos cometidos por el ejército, representado en aquel funesto día por los oficiales del regimiento de Flandes. Mas el nombre de aquel individuo, único juicioso entre tantos locos, no se pronunció siquiera, y aunque se hubiese citado no se habría creído que el conde de Charny, el favorito de la reina, era precisamente aquel que, dispuesto a morir por ella, fue el que más dolorosamente sufrió por lo que María Antonieta había hecho.
En cuanto a la reina, había entrado en sus habitaciones verdaderamente aturdida por la magia de aquella escena, y muy pronto se vio asediada por los cortesanos y aduladores.
—Vea —le dijeron— cuál es el verdadero espíritu de vuestras tropas; ved si cuando os hablen de la furia popular por las ideas anárquicas, ved si esa furia podrá luchar contra el ardimiento entusiasta de esos militares franceses en favor de las ideas monárquicas.
Y como todas estas palabras correspondían a los secretos deseos de la reina, esta se dejaba mecer por las quimeras, sin notar que Charny estaba lejos de ella.
Poco a poco, sin embargo, los rumores cesaron, y el sueño del espíritu extinguió todos los fuegos fatuos, todas las fantasmagorías de la embriaguez.
El rey, por su parte, hizo una visita a María Antonieta antes de acostarse, y le dirigió algunas palabras llenas de prudencia.
—Veremos mañana —dijo.
Con esta frase, que para otra cualquiera persona hubiera sido una juiciosa advertencia, el imprudente rey acababa de reavivar en María Antonieta todos los odios y los deseos de provocación, casi apagados ya.
—En efecto —murmuró la reina cuando el rey se hubo marchado—; la llama encendida en el palacio esta noche será mañana un incendio para Francia entera. Todos esos soldados, todos esos oficiales que me han dado esta noche tan relevantes pruebas de adhesión serán llamados traidores y rebeldes a la nación. Asesinos de la patria se llamará a los jefes de esos aristócratas, a los subalternos asalariados de Pitt y de Coburgo, satélites del poder, bárbaros y salvajes del Norte.
»Cada una de esas cabezas que han ostentado la escarapela negra será señalada para el reverbero de la plaza de Gréve.
»Cada uno de esos pechos de que tan lealmente se escapaba el grito de “¡Viva la reina!”, será atravesado en los primeros motines por los viles cuchillos y por las picas infames.
»¡Y seré yo, siempre yo, la que le habrá ocasionado todo esto! Yo soy quien condenará a muerte a tantos valerosos servidores, yo, la soberana inviolable a quien halagarán por hipocresía a mi alrededor, y a quien ultrajarán después por odio cuando estén lejos.
»¡Oh! No. Antes que ser hasta este punto ingrata para mis últimos y únicos amigos, antes de ser tan cobarde y desnaturalizada, que recaiga sobre mí la falta. Por mí se ha hecho todo, y yo cargaré con la culpa. Veremos hasta qué punto llegará el odio; veremos hasta qué grada de mi trono osará subir la oleada impura.
Y la reina, así animada por aquel insomnio cargado de sombríos consejos, veía con claridad el resultado del día siguiente.
El otro día llegó cargado de remordimientos y de sordos murmullos.
Aquel día, la guardia nacional, a la que la reina acababa de distribuir sus banderas, se presentó con la cabeza baja y la mirada torva para dar gracias a Su Majestad.
Fácil era adivinar en la actitud de aquellos hombres que no aprobaban nada, pero que hubieran desaprobado, por el contrario, si se hubiesen atrevido a ello. Habían formado parte del acompañamiento; habían salido a recibir al regimiento de Flandes; habían aceptado invitaciones para el banquete; pero, más ciudadanos que soldados, ellos fueron los que durante la orgía osaron hacer algunas observaciones que fueron desoídas.
Pero al día siguiente estas observaciones eran una acusación, una censura.
Cuando fueron al palacio para dar gracias a la reina, iban escoltados por una inmensa multitud.
Y, atendida la gravedad de las circunstancias, la ceremonia tomó un carácter imponente.
Se iba a ver por una y otra parte con quién era preciso habérselas.
Todos aquellos soldados, todos aquellos oficiales comprometidos la víspera, queriendo saber hasta qué punto les apoyaría la reina en su imprudente demostración, habían buscado sitios enfrente de aquel pueblo escandalizado y escarnecido la víspera, deseosos de oír las primeras palabras oficiales que la reina pronunciara.
El peso de toda la contrarrevolución estaba, pues, suspendido sobre la cabeza de María Antonieta.
Sin embargo, aún podía declinar semejante responsabilidad, conjurando las desgracias.
Pero la reina, altiva como los más orgullosos de su raza, paseaba su mirada clara, límpida y tranquila sobre los que la rodeaban, amigos y enemigos, y con voz sonora dijo a los oficiales de la guardia nacional:
—Señores: estoy muy satisfecha de haberos dado las banderas. La nación y el ejército deben amar al rey, como nosotros amamos a la nación y al ejército. Me ha complacido el día de ayer.
Al oír estas palabras, que la reina acentuó con su voz más firme, un sordo murmullo partió de la multitud, mientras que en las filas de los militares resonó un ruidoso aplauso.
—Se nos apoya —exclamaron estos.
—Nos han vendido —dijo la multitud.
¡Pobre reina! Aquella tarde fatal del 1 de octubre no era una sorpresa, y, por eso, desgraciada mujer, no lamentarás el día de ayer, ni te arrepentirás tampoco. ¡Muy lejos de arrepentirte, estás complacida!
Charny, que se hallaba en un grupo, oyó, exhalando un profundo suspiro de dolor, aquella justificación, o, mejor dicho, aquella glorificación de la orgía de los guardias de corps.
La reina, apartando su mirada de la multitud, la fijó en el joven para leer en la fisonomía de su amante la impresión que le había producido.
—¿No es verdad que soy intrépida? —quería decir la reina.
—¡Ay de mí! ¡Sois más loca que intrépida! —contestó la expresión contristada del conde.