Desgraciadamente para la reina, todos los hechos que hemos dado a conocer eran accidentes en los que una mano firme e industriosa podía poner remedio; y tan sólo se trataba de concentrar las fuerzas.
La reina, viendo que los parisienses se habían convertido en militares y querían, al parecer, la guerra, resolvió demostrarles lo que era una guerra verdadera.
—Hasta entonces —decíase— han tenido que habérselas tan sólo con los inválidos de la Bastilla y los suizos mal sostenidos y vacilantes; mas ahora se les demostrará lo que valen uno o dos buenos regimientos realistas y bien disciplinados.
»Tal vez haya en alguna parte uno de esos regimientos que han puesto ya fin a los motines, derramando su sangre en las convulsiones de la guerra civil; se mandará llamar a uno de ellos, el más conocido, y los parisienses comprenderán entonces que no se les deja más remedio que la abstención.
Esto sucedía después de todas las discusiones de la Asamblea y del rey sobre el veto. Luis XVI había luchado durante dos meses para recobrar un resto de su soberanía; y juntamente con el ministerio y Mirabeau trató de neutralizar el impulso republicano que deseaba eliminar de Francia la monarquía.
La reina se había debilitado en aquella lucha, sobre todo porque vio al rey sucumbir.
Luis XVI había perdido en aquel combate todo su poder y el resto de su popularidad; mientras que a la reina le valió un sobrenombre, un mote; una de esas palabras extrañas al oído del pueblo, y que por lo mismo le acaricia, un nombre que no era todavía una injuria, pero que debía llegar a ser la más sangrienta de todas, una palabra que se convirtió más tarde en palabra de sangre: la llamaban Madame Veto.
Este nombre debía ir, en alas de las canciones revolucionarias, a espantar en Alemania a los súbditos y amigos de aquellos que, al enviar a Francia una reina alemana, tenían derecho para extrañar que se la injuriase con el nombre de Austriaca.
Este nombre debía acompañar en París, en las asonadas, en los días de matanza y en los últimos gritos, las agonías espantosas de las víctimas.
María Antonieta se llamó en lo sucesivo Madame Veto, hasta el día que se llamara la Viuda Capeto.
Era la tercera vez que cambiaba de nombre: después de llamarse la Austriaca apellidáronla Madame Déficit.
Después de las luchas en que la reina trató de interesar a sus amigos por la inminencia de su propio peligro, fue cuando observó que se habían pedido ya en la Casa Ayuntamiento sesenta mil pasaportes.
Sesenta mil personas notables de París y de Francia habían ido a reunirse en el extranjero con los amigos y parientes de la reina. ¡Doloroso desengaño que había herido profundamente a María Antonieta!
Por eso no hacía más que meditar, desde aquel momento, una fuga hábilmente concertada, una fuga que se apoyase por la fuerza en caso necesario; una fuga que asegurase la salvación, y, después de la cual, los fieles que se hallaran en Francia podrían hacer la guerra civil, es decir, castigar a los revolucionarios. El plan no era malo, y seguramente habría tenido buen resultado; pero detrás de la reina velaba también el genio maléfico.
¡Extraño destino! Aquella mujer que inspiró antes tan generosas abnegaciones no encontró en ninguna parte discreción.
En París se supo que deseaba huir antes de que estuviese persuadida de esto ella misma.
A partir del momento en que se supo, María Antonieta no echó de ver que su proyecto había llegado a ser impracticable.
Sin embargo, un regimiento famoso por sus simpatías realistas, el regimiento de Flandes, llegaba a París a marchas forzadas.
La municipalidad de Versalles había pedido aquel regimiento, pues fatigada por las guardias extraordinarias y por la vigilancia precisa alrededor del palacio, amenazado sin cesar por las distribuciones de víveres y los motines sucesivos, necesitaba otra fuerza además de la guardia nacional y las milicias.
El palacio tenía ya bastante quehacer para defenderse a sí propio.
El regimiento de Flandes llegaba, como hemos dicho, y, para que adquiriese al punto la autoridad con que se quería revestirle, era preciso que un recibimiento particular atrajese sobre él la atención del pueblo.
El almirante de Estaing reunió los oficiales de la guardia nacional y todos aquellos de los cuerpos presentes en Versalles, y salió a su encuentro.
El regimiento hizo una entrada solemne en Versalles con sus cañones y sus bagajes.
Alrededor de aquel punto céntrico llegaron para agruparse muchos jóvenes caballeros que no pertenecían a ningún arma especial.
Eligieron un uniforme para reconocerse, uniéndose con todos los oficiales que estaban fuera de servicio, con todos los caballeros de San Luis, a quienes el peligro o la previsión conducían a Versalles, y que desde aquí se diseminaban por París, el cual vio entonces con profundo estupor aquellos nuevos enemigos insolentes y orgullosos, por ser dueños de un secreto que ha de escapárseles alguna vez.
Desde aquel instante, el rey podía marchar, pues le apoyarían y protegerían en su viaje, y tal vez París, ignorante aún del hecho, y mal preparado, le hubiera dejado marchar.
Pero el genio maléfico de la Austriaca velaba siempre.
Lieja se rebeló contra el emperador, y la preocupación que este hecho produjo en Austria impidió que se pensase en la reina de Francia.
Sin contar que María Antonieta creyó deber abstenerse por delicadeza en semejante momento.
Entonces, las cosas a que se había dado impulso continuaron su marcha con espantosa rapidez.
Después de la ovación dispensada al regimiento de Flandes, los guardias de corps acordaron ofrecer un banquete a sus oficiales.
Aquella comida, o mejor dicho aquella fiesta, debía darse el 1 de octubre, y se convidó a todas las personas importantes de la ciudad.
¿De qué se trataba? ¿De fraternizar con los soldados de Flandes? ¿Por qué no habían de fraternizar los soldados entre sí, puesto que los distritos y las provincias fraternizaban?
¿Estaba prohibido por la Constitución que los caballeros fraternizasen?
El rey era dueño aún de sus regimientos, y solamente él los mandaba; también era suyo el palacio de Versalles, y tenía derecho únicamente él para recibir a quien le pareciese bien.
¿Por qué no había de recibir a valerosos soldados y dignos caballeros que llegaban de Douai, dónde tan bien se habían conducido?
Nada más natural; nadie pensaba en admirarse de ello, y mucho menos aún en alarmarse.
Aquella comida en reunión debía cimentar el afecto que entre sí se profesaban todos los cuerpos de un ejército francés destinado a defender a la vez la libertad y la monarquía.
Por otra parte, ¿sabía el rey siquiera lo que se había convenido?
Desde los últimos acontecimientos, Luis XVI, libre ya, gracias a sus concesiones, no se ocupaba ya en nada; le habían aliviado del peso de los negocios; no quería reinar más, puesto que reinaban por él; pero tampoco se creía obligado a estar aburrido todo el día.
El rey, mientras que los señores de la Asamblea cortaban y mermaban fraudulentamente, ocupábase en cazar.
En tanto que los nobles y los obispos abandonaban el 4 de agosto sus derechos feudales, sus tierras y sus pergaminos, el rey, deseando, como todo el mundo, hacer sacrificios, hacía renunciar de sus posesiones reales; mas no dejaba de cazar por eso.
Ahora bien: el rey, mientras que los señores del regimiento de Flandes comían con los guardias de corps, se iba a cazar como todos los días, y la mesa debía servirse a su vuelta.
Esto le inquietaba tan poco, y por su parte ocasionaba tan ligera molestia, que se resolvió pedir a la reina el palacio de Versalles para celebrar el festín.
La reina no veía motivo para rehusar la hospitalidad a los soldados de Flandes.
En su consecuencia, cedió la sala de espectáculos, en la cual permitió que para aquel día se construyese un tablado a fin de que hubiera espacio suficiente para sus soldados y sus huéspedes.
Cuando una reina da hospitalidad a caballeros franceses, la dispensa por completo. Ya tenían comedor; pero faltaba el salón, y la reina concedió el de Hércules.
El jueves, 1 de octubre, según hemos dicho, se dio aquel festín, que señalará tan cruelmente en la historia las imprevisiones o ceguedades de la monarquía.
El rey estaba de caza.
La reina se había encerrado en su habitación, triste, pensativa y resuelta a no oír un solo choque de los vasos ni el sonido de una sola voz.
Tenía a su hijo en brazos y a Andrea junto a sí; dos damas trabajaban en un ángulo de la habitación, y este era todo su acompañamiento.
Poco a poco iban entrando en el palacio los brillantes oficiales con sus ricos uniformes y fulgurantes armas; los caballos relinchaban junto a las verjas de las cuadras, y las músicas del regimiento de Flandes y de los guardias llenaban el aire de armonías.
A las puertas del palacio, una multitud inquieta, curiosa y burlona acechaba, analizaba y comentaba la alegría y las músicas.
Por las puertas abiertas exhalábanse, como las ráfagas de una tempestad lejana, los vapores de una suculenta comida, juntamente con alegres murmullos.
Era por demás imprudente hacer aspirar a aquel pueblo hambriento y encolerizado el olor de las viandas y del vino, haciéndole pensar en la alegría y la esperanza.
El festín continuaba, no obstante, sin que nada viniese a perturbarlo. Sobrios en un principio, y respetuosos a sus uniformes, los oficiales habían hablado en voz baja, bebiendo moderadamente; y, durante el primer cuarto de hora, esta fue la ejecución del programa tal como se había concertado.
Se sirvió el segundo plato.
El señor de Lusignan, coronel del regimiento de Flandes, se levantó y propuso cuatro brindis, por el rey, por la reina, por el Delfín y por la familia real.
Cuatro exclamaciones que hicieron retumbar hasta las bóvedas del salón fueron a herir fugitivas el oído de los tristes espectadores que estaban fuera.
Un oficial se levantó. Sin duda, era hombre de talento y de valor, un hombre de buen sentido, que preveía el resultado de todo aquello, un hombre sinceramente afecto a la familia real por quien se brindaba tan ruidosamente.
Aquel hombre comprendía que entre los brindis se olvidaba uno que se presentaría por sí mismo de una manera brutal.
Y propuso brindar por la nación.
Un prolongado murmullo precedió a un ruidoso grito.
—¡No, no! —exclamaron a coro los presentes.
Y se rechazó el brindis por la nación.
El festín acababa de tomar así su verdadero carácter, y el torrente su verdadero curso.
Se ha dicho, y aún se dice, que aquel que acababa de proponer este brindis era el agente promovedor de la manifestación contraria.
Como quiera que sea, su palabra produjo un efecto desastroso: olvidar a la nación, pase; pero insultarla era demasiado, y por eso se vengó.
Como desde aquel momento se rompió el dique, y como al silencio reservado siguieron los gritos y las conversaciones exaltadas, la disciplina llegó a ser una vana quimera; se dejó entrar a los dragones, a los granaderos y a los cien suizos, y, en fin, a cuantos soldados se hallaban en el palacio.
El vino circuló, llenándose diez veces los vasos; sirviéronse los postres, y las manos los arrebataron; la embriaguez se hizo general, y los soldados olvidaron que trincaban con sus oficiales. Aquello era realmente una fiesta fraternal.
Por todas partes se gritaba: «¡Viva el rey! ¡Viva la reina!». Y tantas flores, tantas luces reflejándose en las bóvedas doradas, tantas alegres ideas iluminando las frentes, y tal expresión de lealtad en los rostros de aquellos hombres intrépidos eran un espectáculo que habría sido muy grato para la reina y no poco tranquilizador para el rey.
¡Aquel rey tan desgraciado y aquella reina tan triste que no asistían a semejante fiesta!
Servidores oficiosos corren en busca de María Antonieta y le refieren lo que han visto, exagerándolo.
Entonces los ojos apagados de la mujer se reaniman, y levántase, satisfecha al ver que aún hay lealtad y afecto en corazones franceses.
Aún quedaba esperanza.
Pero la reina dirige en torno suyo una mirada triste y desolada.
A sus puertas comienza a circular la multitud de servidores. Se ruega, se conjura a la reina a visitar, nada más que un momento, aquella sala del festín, donde dos mil entusiastas consagran por sus vivas el culto de la monarquía.
—El rey está ausente —contesta con tristeza—, y yo no puedo ir sola.
—Con monseñor el Delfín —dicen algunos imprudentes insistiendo.
—Señora, señora —murmuraba una voz a su oído—, permaneced aquí, yo os lo suplico.
La reina vuelve la cabeza y ve al señor de Charny.
—¡Cómo! —exclama—. ¿No estabais abajo con todos esos caballeros?
—Ya he salido, señora. Allí hay una exaltación cuyas consecuencias pueden perjudicar a Vuestra Majestad más de lo que cree.
María Antonieta estaba en uno de esos días de mal humor y de caprichos, y esta vez quiso hacer precisamente lo contrario de lo que hubiera complacido a Charny.
Dirigió al conde una mirada desdeñosa, y disponíase a contestarle con alguna palabra malsonante, cuando Charny la contuvo por un respetuoso ademán.
—¡Por favor! —dijo—, esperad, por lo menos, el consejo del rey, señora. —El conde creía ganar tiempo.
—¡El rey, el rey! —exclamaron varias voces—. Su Majestad vuelve de la caza.
Y era verdad.
María Antonieta se levanta y corre al encuentro de su esposo, cubierto de polvo.
—Señor —le dice—, abajo hay un espectáculo digno del rey de Francia. ¡Venid, venid!
Y, cogiéndole del brazo, se le lleva sin mirar a Charny, que clava las uñas furioso en su pecho.
La reina lleva a su hijo de la mano izquierda y baja presurosa; toda una oleada de cortesanos la precede y la empuja, y llega a las puertas de la sala de espectáculos, en el momento en que las copas se apuraban por vigésima vez a los gritos de: «¡Viva el rey! ¡Viva la reina!».