Capítulo XLV

En Versalles había seguido un poco de calma a las terribles agitaciones morales y políticas que acabamos de poner a la vista de nuestros lectores.

El rey respiraba; y pensando algunas veces en lo que había debido sufrir su orgullo borbónico en aquel viaje a París, consolábale la idea de haber reconquistado su popularidad.

Entretanto, de Necker organizaba y perdía suavemente la suya.

En cuanto a la nobleza, comenzaba a preparar su decepción o su resistencia.

El pueblo velaba y esperaba.

Por su parte, la reina, concentrada en sí misma, segura de que era el blanco de todos los odios, se hacía muy pequeña y disimulaba, comprendiendo también que, aunque fuese el punto de mira de muchas aversiones, era al mismo tiempo objeto de no pocas esperanzas.

Desde el viaje del rey a París, apenas había vuelto a ver a Gilberto.

Una vez, sin embargo, se había presentado a ella en el vestíbulo que conducía a la habitación del rey.

Y allí, como la saludase profundamente, la reina fue la primera en trabar conversación.

—Buenos días, caballero —dijo—. ¿Vais a ver al rey?

Y añadió con una sonrisa que revelaba cierta ironía:

—¿Vais como consejero o como médico?

—Como médico, señora —contestó Gilberto—. Hoy tengo señalado el servicio.

María Antonieta hizo una señal a Gilberto para que la siguiese, y este obedeció.

Los dos entraron en un saloncito que precedía a la habitación del rey.

—Ya veis, caballero —dijo la reina—, que me engañabais el otro día, cuando al hablar del viaje a París me asegurasteis que el rey no corría peligro alguno.

—¡Yo, señora! —replicó Gilberto con asombro.

—Sin duda. ¿No han disparado un tiro contra Su Majestad?

—¿Quién dice eso, señora?

—Todo el mundo, caballero, y sobre todo los que han visto caer a la pobre mujer casi bajo las ruedas del coche de mi esposo. ¿Preguntáis quién dice eso? Los señores de Beauvau y de Estaing, que vieron vuestro traje perforado.

—¡Señora!

—La bala que os rozó, caballero, pudo muy bien matar al rey, como mató a esa pobre mujer, pues la bala de los asesinos no iba dirigida contra la infeliz, ni contra vos tampoco.

—No creo en un crimen, señora —repuso el doctor, algo vacilante.

—Pues yo sí creo, caballero —replicó la reina, mirando a Gilberto fijamente.

—En todo caso, si hay crimen, no se debe imputar al pueblo.

La reina fijó en Gilberto una mirada más penetrante aún.

—¡Ah! —exclamó María Antonieta—. Pues ¿a quién debe atribuirse entonces?

—Señora —continuó el doctor, moviendo la cabeza—, desde hace algún tiempo veo y estudio al pueblo, y puedo decir que este, cuando asesina en tiempo de revolución, mata con sus manos, porque es en tal caso el tigre enfurecido, el león irritado. Estas dos fieras no se sirven de intermediario, de agente entre la fuerza y la víctima; matan por matar; derraman la sangre por puro gusto, y agrádales teñir en ella sus dientes y humedecer sus garras.

—Sí, testigos de ello pudieron ser Foulon y Berthier. ¿No es verdad? Pero Flesselles fue muerto de un pistoletazo o, por lo menos, así lo he oído decir; mas, después de todo —continuó la reina con ironía—, tal vez no sea cierto. ¡Estamos tan rodeados de aduladores nosotros los reyes!

Gilberto miró a su vez fijamente a María Antonieta.

—¡Oh! —exclamó—. Seguramente no creéis, señora, que fue el pueblo quien le mató. En cuanto a ese, había muchas personas interesadas en que muriera.

—En rigor, es posible —contestó la reina después de reflexionar un momento.

—Pues entonces… —dijo el doctor, inclinándose como para preguntar a la reina si tenía alguna cosa más que hablar.

—Comprendo, caballero —contestó la soberana, deteniendo al doctor con un ademán casi amistoso—. Como quiera que sea, me permitiré deciros que nunca salvaréis al rey tan positivamente con vuestra ciencia como le salvasteis tres días hace con vuestro pecho.

Gilberto se inclinó por segunda vez; pero como viese que la reina no se movía, permaneció quieto.

—Yo hubiera debido volver a veros, caballero —dijo María Antonieta después de una pausa.

—Vuestra Majestad no me necesitaba ya —replicó el doctor.

—Sois muy modesto.

—Quisiera no serlo, señora.

—¿Por qué?

—Porque siendo menos modesto sería menos tímido, y, de consiguiente, más propio para servir a mis amigos o molestar a los enemigos.

—¿Por qué decís «Mis amigos», y no «Mis enemigos»?

—Porque yo no tengo enemigos, o, más bien, porque no quiero reconocerlos, al menos de mi parte.

La reina miró con sorpresa al doctor.

—Quiero decir —continuó Gilberto— que solamente los que me odian son mis enemigos, pero que yo no aborrezco a nadie.

—¿Por qué?

—Porque no amo a nadie tampoco.

—¿Sois ambicioso, señor Gilberto?

—Hubo un instante en que esperé llegar a serlo, señora.

—Y…

—Y esta pasión abortó en mi alma como todas las demás.

—Pero aún os queda una —dijo la reina con una especie de finura irónica.

—¡A mí, señora! Y ¿cuál puede ser, Dios mío?

—El… patriotismo.

Gilberto se inclinó.

—¡Oh! Esto es verdad —dijo—; adoro mi patria y haré en su favor todos los sacrificios.

—¡Ay de mí! —exclamó la reina con encantadora e indefinible melancolía—. Hubo un tiempo en que jamás un buen francés hubiera expresado este pensamiento como acabáis de hacerlo.

—¿Qué quiere decir la reina? —preguntó respetuosamente el doctor.

—Quiero decir, caballero, que en el tiempo de que hablo era imposible que uno amase su patria sin amar al mismo tiempo a su reina y a su rey.

Gilberto se sonrojó e inclinóse, sintiendo en su corazón como un choque de esa electricidad que se desprendía de la reina en sus seductoras intimidades.

—¿No me contestáis, caballero?

—Señora —replicó el doctor—, me precio de amar la monarquía más que nadie.

—¿Estamos en un tiempo en que baste decirlo? ¿No valdría más probarlo?

—Pero, señora —repuso Gilberto, sorprendido—, ruego a Su Majestad que crea que en todo cuanto el rey o la reina ordenen, yo…

—Lo haréis, ¿no es verdad?

—Seguramente, señora.

—Con lo cual, caballero —replicó la reina, tomando a pesar suyo un poco de su altanería ordinaria—, no habríais hecho más que cumplir con vuestro deber.

—Señora…

—Dios, que ha dado la omnipotencia a los reyes —continuó María Antonieta—, les ha librado de la obligación de mostrarse agradecidos a los que tan sólo cumplen con un deber.

—¡Ay de mí, ay de mí, señora! —repuso a su vez el doctor—. Se acerca el tiempo en que vuestros servidores merecerán más que vuestro agradecimiento, si tan sólo quieren cumplir con su deber.

—¿Qué quiere decir eso, caballero?

—Quiere decir, señora, que en estos días de trastorno y de demolición, en vano buscaréis amigos allí donde estáis acostumbrada a encontrar servidores. Pedid a Dios, señora, que os envíe otros con nuevos apoyos y nuevos amigos diferentes de los que tenéis.

—Y ¿conocéis alguno?

—Sí, señora.

—Pues indicádmelo.

—Mirad, señora, el que os habla en este momento era ayer vuestro enemigo.

—¡Mi enemigo! ¿Y por qué?

—Porque ordenasteis mi prisión.

—¿Y hoy?

—Hoy, señora —contestó Gilberto inclinándose—, soy vuestro servidor.

—¿Y el motivo?

—Señora…

—Sí, el motivo que os ha inducido a ser mi servidor. No está en vuestra naturaleza, caballero, cambiar así tan pronto de parecer, de creencias o de afecciones. Sois un hombre profundo en los recuerdos, señor Gilberto, y sabéis hacer durar vuestras venganzas. Veamos, decidme cuál es el objeto de vuestro cambio.

—Señora, me habéis censurado hace un momento por amar demasiado mi patria.

—Nunca se puede amarla demasiado, caballero, y solamente se trata de saber cómo se la ama. Yo adoro la mía —Gilberto sonrió—. ¡Oh! No hagáis una falsa interpretación, caballero: mi patria es Francia, y yo la he adoptado. Alemana por la sangre, soy francesa por el corazón, y amo a Francia por el rey, por el respeto debido a Dios, que nos ha consagrado. Decid vos ahora.

—¿Yo, señora?

—Sí, vos. Confesad que no pensáis lo mismo: vos amáis la Francia pura y simplemente por lo que es en sí.

—Señora —contestó Gilberto inclinándose—, sería una falta de respeto a vuestra Majestad no hablar con franqueza.

—¡Oh! —exclamó María Antonieta—. Espantosa época aquella en que las personas que pretenden ser honradas aíslan dos cosas que no se han separado nunca, dos principios que siempre marcharon juntos: Francia y su rey. Pero ¿no tenéis una tragedia de uno de vuestros poetas en que se pregunta a una reina abandonada del todo? ¿Qué os queda? A lo cual contesta ella: «¡A mí! Yo soy como Medea; descanso, y ya veremos».

Y pasó por delante de Gilberto con expresión de enojo, dejándole poseído de asombro.

Acababa de levantar ante él, por el soplo de su cólera, una punta de aquel velo tras el cual se elaboraba toda la obra de la contrarrevolución.

—¡Vamos! —se dijo Gilberto al entrar en la habitación de Luis XVI—. La reina medita un proyecto.

—¡Vamos! —se dijo la reina al entrar en su aposento—. Decididamente no se puede hacer nada con ese hombre: tiene la fuerza y carece de la abnegación.

¡Pobres príncipes! Para ellos la palabra abnegación es sinónimo de la palabra servilismo.