Capítulo XLIV

—Pitt —continuó Gilberto— es el hijo de Pitt.

—¡Toma! —dijo Pitou—. Es como en la Escritura. De modo que hay Pitt primero y Pitt segundo.

—Sí, y el Pitt primero, amigos míos… Escuchad bien lo que voy a deciros.

—Ya escuchamos —contestaron a la vez Billot y Pitou.

—Este Pitt primero —prosiguió el doctor— fue durante treinta años el enemigo jurado de Francia; y desde el fondo de su gabinete, donde la gota le tenía clavado, combatió a Montcalm y a Vaudreuil en América, al bailío de Suffren y a Estaing en el mar, y a Noailles y Broglie en el continente. Este Pitt primero había tenido por principio que era necesario destronar a los franceses de Europa, y durante treinta años nos volvió a tomar una por una todas nuestras colonias y factorías, todo el litoral de la India, y mil quinientas leguas de territorio en el Canadá; después, cuando vio que Francia estaba arruinada en sus tres cuartas partes, aconsejó a su hijo que la arruinase por completo.

—¡Ah, ah! —exclamó Billot, visiblemente interesado—. De modo que el Pitt que ahora tenemos…

—Precisamente —contestó Gilberto— es hijo del Pitt que hemos tenido, que ya conocéis, padre Billot, así como también Pitou; que todo el universo conoce, y que cumplió treinta años en el mes de mayo último.

—¿Treinta años?

—Ya veis que ha empleado bien su tiempo, amigos míos. Pues sabed que hace ya siete años que gobierna la Inglaterra, siete años que pone en práctica las teorías de su padre.

—Pues entonces aún nos queda para tiempo —respondió Billot.

—Sí, tanto más cuanto que el soplo vital es muy activo en los Pitt. Dejadme daros una prueba de ello.

Pitou y Billot indicaron por un ligero movimiento de cabeza que escuchaban con la mayor atención.

Gilberto continuó:

—En 1778, el padre de nuestro enemigo se moría; los médicos le habían anunciado que su vida estaba pendiente de un hilo, y que el menor esfuerzo le rompería. Se agitaba entonces en pleno parlamento la cuestión de abandonar las colonias americanas a su independencia, según lo deseaban, para evitar la guerra, que amenazaba, fomentada por los franceses, dar fin de toda la riqueza y de todos los soldados de la Gran Bretaña.

Era el momento en que Luis XVI, nuestro buen rey, aquel a quien toda la nación acababa de otorgar el título de padre de la libertad francesa, acababa de reconocer solemnemente la independencia de América. Allí, en los campos de batalla y en los consejos habían prevalecido la espada y el genio de los franceses, e Inglaterra mandó ofrecer a Washington, es decir, al jefe de los rebeldes, el reconocimiento de la nación americana si, volviéndose esta contra los franceses, la nueva nación quería aliarse con Inglaterra.

—Pero me parece —dijo Billot— que no era honroso hacer ni aceptar semejante proposición.

—Amigo Billot, esto es lo que se llama diplomacia, y en el mundo político se admira esta clase de ideas. Pues bien, amigo mío: por inmoral que la cosa os parezca, tal vez a pesar de Washington, el más leal de los hombres, se hubieran encontrado americanos dispuestos a comprar la paz al precio de esa vergonzosa concesión a Inglaterra; pero lord Chatam, el padre de Pitt, ese enfermo condenado, ese moribundo, ese fantasma que había entrado ya hasta las rodillas en la tumba; Chatam, que, al parecer, no debía pedir ya más que el reposo en la tierra antes de entregarse al sueño eterno bajó su monumento, ese viejo, en fin, quiso que le condujeran al parlamento, donde se iba a tratar la cuestión.

»Se apoyaba en el brazo de su hijo Guillermo Pitt, entonces joven de diecinueve años, y en el de su yerno. Iba revestido de un traje suntuoso para encubrir ridículamente su mortal flacura; y, pálido como un espectro, con los ojos amortiguados bajo los párpados lánguidos, se hizo conducir a su asiento; mientras que todos los lores, estupefactos ante tan inesperada aparición, inclinábanse y admiraban, como hubiera podido hacerlo el senado romano al ver de pronto a Tiberio, muerto y olvidado ya.

Escuchó silencioso, con profundo recogimiento, el discurso de lord Richmond, autor de la proposición; y cuando este hubo terminado, Chatam se levantó para contestar.

«Entonces aquel hombre muerto halló fuerzas para hablar tres horas; tuvo fuego en su corazón para que sus ojos centellearan y en su alma acentos que agitaron todos los corazones.

»Mas cierto es que hablaba contra Francia, cierto que avivaba el odio de sus compatriotas y cierto también que había concentrado todas sus fuerzas y su fuego para arruinar y consumir el país odioso rival del suyo. Prohibió que se reconociese la independencia de América; prohibió toda transacción, y exclamó: “¡La guerra, la guerra!”. Habló como Aníbal contra Roma, como Catón contra Cartago, y declaró que el deber de todo inglés leal era perecer arruinado antes de consentir que una colonia, una sola, se desprendiese de la madre patria.

»Terminó su discurso, profirió la última amenaza, y cayó como herido del rayo.

»Nada le quedaba ya que hacer en el mundo, y se le llevaron expirante.

»Pocos días después había muerto.

—¡Oh, oh! —exclamaron a la vez Billot y Pitou—. ¡Qué hombre era ese lord Chatam!

—Era el padre del joven de treinta años que nos ocupa —repuso Gilberto—. Chatam murió a los setenta años; y si el hijo vive tanto como el padre, aún tendremos que sufrir a Pitt cuarenta años. He aquí, padre Billot, el hombre con quien tenemos que habérnoslas; he aquí el hombre que gobierna la Gran Bretaña, que recuerda los nombres Lameth, de Rochambeau y de Lafayette, que sabe ahora cómo se llaman todos los individuos de la Asamblea Nacional, que ha jurado un odio mortal a Luis XVI, autor del tratado de 1778; y aquel, en fin, que no respirará libremente mientras que haya en Francia un fusil cargado y una bolsa repleta. ¿Comenzáis a comprender ahora, amigo Billot?

—Comprendo que aborrece mucho a Francia; pero no veo nada más.

—Ni yo —dijo Pitou.

—Pues bien: leed esas cuatro palabras.

Y presentó el papel a Pitou.

—¿Inglés? —dijo este.

Don’t mind the money —dijo Gilberto.

—Oigo bien —dijo Pitou—; pero no entiendo.

No hagáis caso del dinero —replicó el doctor.

Y más adelante, volviendo a la misma recomendación, leyó:

«Decidles que no ahorren el dinero ni me den cuenta alguna».

—Entonces arman —dijo Billot.

—No, corrompen.

—Pero ¿a quién va dirigida esta carta?

—A todo el mundo y a nadie. El dinero que se da, que se distribuye y se prodiga, se entrega a los campesinos, a los obreros miserables, a personas, en fin, que nos echarán a perder la revolución.

El padre Billot inclinó la cabeza: aquella frase explicaba muchas cosas.

—¿Habríais muerto ante Launay de un culatazo con vuestro fusil, amigo Billot? —preguntó Gilberto.

—No.

—¿Habríais dado muerte a Flesselles de un pistoletazo?

—No.

—¿Habríais ahorcado a Foulon?

—No.

—¿Habríais llevado el corazón ensangrentado de Berthier a la mesa de los electores?

—Eso es una infamia —exclamó Billot—. Por culpable que fuese aquel hombre, me habría dejado hacer pedazos para salvarle, y la prueba es que fui herido al defenderle, y que, a no ser por Pitou, que me condujo a la orilla del río…

—¡Oh! Eso es verdad —dijo el joven—. A no ser por mí, el padre Billot hubiera pasado un mal cuarto de hora.

—Pues bien: advertid, amigo Billot, que hay muchas personas que obrarían como vos si tuvieran junto a sí un apoyo; pero abandonadas, por el contrario, a los malos ejemplos, llegan a ser malignas primero, feroces después, frenéticas al fin, y cuando el mal está hecho no tiene remedio.

—Pero aun admitiendo —objetó Billot— que el señor Pitt, o más bien su agente, haya intervenido por algo en la muerte de Flesselles, de Foulon y de Berthier, ¿qué beneficio puede reportarle esto?

Gilberto comenzó a sonreír silenciosamente, de esa manera que causa extrañeza a las personas sencillas y estremece a los pensadores.

—Y ¿me preguntáis vos qué beneficio le reportaría?

—Sí, quisiera saberlo.

—Pues voy a decíroslo, y helo aquí. ¿Amáis mucho la revolución, vos que habéis pisado la sangre para tomar la Bastilla?

—Sí, la amaba.

—Pues bien: ahora no la amáis tanto, y echáis de menos Villers-Cotterêts, Pisseleux, la calma de vuestra llanura y la sombra de vuestros grandes bosques.

Frígida Tempe —murmuró Pitou.

—¡Oh! Sí: tenéis razón —dijo Billot.

—Pues bien: vos, padre Billot, vos, labrador y propietario, hijo de la Isla de Francia, y de consiguiente francés puro, representáis el Tercer Estado, y pertenecéis a lo que llaman la mayoría. ¡Y, no obstante, estáis disgustado!

—Lo confieso.

—Entonces, la mayoría lo estará también.

—¿Qué más?

—Que un día abriréis los brazos a los soldados del señor de Brunswick o del señor Pitt, los cuales vendrán en nombre de esos dos libertadores de Francia para que adoptéis las sanas doctrinas.

—Jamás.

—¡Bah! Esperad un poco.

—Flesselles, Berthier y Foulon eran en el fondo unos bribones —murmuró Pitou.

—¡Pardiez! Como los señores de Sartines y de Maurepas, como Argenson y Philippeaux lo fueron antes que ellos, como el señor Law, como Duverney, los Leblanc y los de Paris, como Fouquet y Mazarino, como Semblancey y Enguerrand de Marigny, como los señores de Brienne y de Calonne lo son para el señor de Necker, y como este lo será para el Ministerio que tendremos dentro de dos años.

—¡Oh, oh doctor! —murmuró Billot—. ¿El señor de Necker un bribón? ¡Jamás!

—Como lo seréis vos, mi buen Billot, para el joven que tenemos aquí, en el caso de que un agente del señor Pitt le enseñe ciertas teorías bajo la influencia de unas copas de aguardiente y diez francos por cada día de motín. La palabra bribón, mi querido Billot, es la que sirve para designar durante la revolución al hombre que piensa de distinta manera que cada uno de por sí; y estamos destinados a que nos califiquen a todos con ella, poco o mucho. Algunos la confirmarán de tal modo, que sus compatriotas la inscribirán en su tumba; mientras que otros la merecerán tanto, que la posteridad ratificará el epíteto. He aquí, amigo Billot, lo que yo veo, y vos no. Amigo mío, es preciso que los hombres honrados no se retiren.

—¡Bah! —exclamó Billot—. Aunque los hombres honrados se retirasen, la revolución no dejaría de seguir su curso, porque ya ha comenzado.

Otra sonrisa entreabrió los labios de Gilberto.

—¡Niño grande! —exclamó—, que abandona el cabo del arado, que desengancha los caballos y dice: «Bueno, el arado no me necesita, y hará el surco por sí solo». Pero, amigo mío, ¿quién ha hecho esta revolución? Los hombres honrados, ¿no es verdad?

—Francia se lisonjea de ello. A mí me parece que Lafayette es honrado, que Bailly lo es también, así como el señor de Necker; y opino, en fin, que los señores Elias y Hullin, lo mismo que Maillard, que combatía conmigo, son personas honradas, y me parece, en fin, que vos…

—Pues bien, Billot, si los hombres honrados, si vos, yo, Maillard, Hullin, Elias, Necker, Bailly y Lafayette se abstienen, ¿quién trabajará? Esos miserables, esos asesinos, esos bribones que antes os indicaba, los agentes de los agentes del señor Pitt…

—Contestad a eso, padre Billot —dijo Pitou muy convencido.

—Pues bien —replicó el labrador—; nos armaremos, y se hará fuego contra ellos como si fuesen perros.

—Esperad. ¿Quién se armará?

—Todo el mundo.

—Billot, Billot, recordad una cosa, amigo mío, y es que lo que hacemos en este momento se llama… ¿Cómo llamaréis a lo que hacemos ahora, Billot?

—Esto se llama hablar de política, ¿señor Gilberto?

—Pues bien: sabed que en política no hay crimen absoluto. Se puede ser un bribón o un hombre honrado según que se perjudiquen o se sirvan los intereses de aquel que nos juzga. Aquellos a quienes llamáis bribones darán una razón especiosa de sus crímenes, y para muchos hombres honrados que hayan tenido un interés directo o indirecto en que esos crímenes se cometan, llegarán a ser personas muy honradas. Desde el momento en que suceda así, andemos con tiento, Billot, y tengamos cuidado. Hay ya gente que coge el arado, y caballos dispuestos a tirar de él; y advertid, Billot, que ya está en marcha sin nosotros.

—Esto me parece espantoso —dijo el labrador—; pero, si el arado avanza ya sin nosotros, ¿dónde irá?

—¡Dios lo sabe! —contestó Gilberto—. En cuanto a mí, no sé nada.

—Pues bien: si no lo sabéis vos, que sois un sabio, señor Gilberto, con mucha más razón yo, que soy un ignorante, nada puedo decir tampoco. Pronostico, sin embargo…

—¿Qué pronosticáis, Billot? Veamos.

—Yo preveo que lo mejor que podemos hacer Pitou y yo es volver a Pisseleux. Allí manejaremos otra vez el arado, el verdadero arado, el de hierro y madera, con el cual se labran las tierras y no se cortan las carnes ni se rompen los huesos de lo que se llama el pueblo francés. Haremos crecer el trigo en vez de derramar sangre, y viviremos libres y contentos y señores de nuestras casas. ¡Venid con nosotros, señor Gilberto, qué diablo! A mí me agrada saber adonde voy.

—Un instante, mi buen amigo —repuso Gilberto—. Yo no sé dónde voy, según os he dicho y os repito; pero voy y quiero ir siempre adelante. Mi deber está trazado, y mi vida pertenece a Dios; pero mis obras son la deuda que pagaré a la patria; basta que mi conciencia me diga: «¡Adelante, Gilberto, que vas por buen camino!». Esto es todo cuanto necesito. Si me engaño, los hombres me castigarán; pero Dios me absolverá.

—Sin embargo, los hombres castigan también a los que no se engañan, según me habéis dicho antes.

—Y lo digo aún, y persisto en ello, Billot: error o no, sigo adelante. ¡Dios me libre, sin embargo, de asegurar que el resultado no probará mi impotencia! Pero, ante todo, Billot, el Señor lo ha dicho: «Paz a los hombres de buena voluntad». Seamos, pues, de aquellos a quienes el Todopoderoso promete la paz. Mira al señor de Lafayette, tanto en América como en Francia; ya monta su tercer caballo blanco, y no sabemos cuántos usará aún; mira al señor de Bailly, que gasta sus pulmones y mira al rey, que pierde su popularidad. ¡Vamos, vamos, Billot: no seamos egoístas! Gastémonos un poco, amigo mío, y quédate donde estás.

—Pero ¿con qué fin, si no hemos de impedir el mal?

—Billot, no vuelvas a repetir esa palabra, porque te apreciaré menos. Has recibido puntapiés, puñetazos y hasta bayonetazos cuando quisiste salvar a Foulon y a Berthier…

—Sí, y muchos —contestó Billot, pasando la mano por sus miembros doloridos aún.

—Y yo tengo un ojo casi hundido —dijo Pitou.

—Y todo esto para nada —añadió Billot.

—Pues bien, hijos míos: si en lugar de ser diez, quince o veinte de vuestro valor, hubierais sido cien, doscientos o trescientos, habríais librado al infeliz de la espantosa muerte que sufrió, evitando así un trabajo a la nación. He aquí por qué, en vez de marchar a los campos, que están bastante tranquilos, exijo, amigo Billot, en cuanto puedo exigir de vos, que permanezcáis en París, para que yo tenga a mano un brazo fuerte y un corazón leal, para que yo pruebe mi espíritu y mi obra en la fiel piedra de toque de vuestro buen sentido y de vuestro puro patriotismo, para que, en fin, distribuyendo, no el oro, puesto que no le tenemos, sino el amor a la patria y al bien público, seas mi agente cerca de una infinidad de infelices extraviados, y también mi bastón cuando yo resbale, o cuando deba aplicar un castigo.

—Un perro de ciego —dijo Billot con sublime sencillez.

—Precisamente —contestó Gilberto con el mismo tono.

—Pues bien, acepto —dijo Billot—, seré lo que deseáis.

—Sé que lo abandonas todo, fortuna, mujer e hijos y felicidad, Billot; mas no será por largo tiempo: pierde cuidado.

—Y yo —preguntó Pitou—, ¿qué haré?

—Tú —contestó Gilberto, mirando al ingenuo y robusto mozo, poco orgulloso de su inteligencia—, tú volverás a Pisseleux para consolar a la familia de Billot y explicar la santa misión que ha emprendido.

—Ahora mismo —dijo Pitou estremeciéndose de alegría ante la idea de volver a estar junto a Catalina.

—Billot —dijo Gilberto—, dadle vuestras instrucciones.

—Helas aquí —repuso Billot.

—Ya escucho.

—Catalina queda nombrada por mí dueña de la casa. ¿Me entiendes bien?

—¿Y la señora Billot? —preguntó Pitou, algo sorprendido de que se transfiriese a la hija el derecho de la madre.

—Pitou —dijo Gilberto, que había comprendido la idea de Billot al notar un ligero rubor en la frente del padre de familia—, recuerda este proverbio árabe: «Oír es obedecer».

Pitou se sonrojó a su vez, pues casi había comprendido también su indiscreción.

—Catalina es el espíritu de la familia —añadió Billot, sin rodeo alguno para aclarar su idea.

Gilberto se inclinó en señal de asentimiento.

—¿Esto es todo? —preguntó el joven.

—Para mí sí —contestó Billot.

—Pero no para mí —dijo Gilberto.

—Ya escucho —replicó Pitou, dispuesto a poner en práctica el proverbio árabe citado cinco minutos antes por Gilberto.

—Llevarás una carta mía al colegio de Luis el Grande —añadió Gilberto—; se la darás al abate Bérardier, quien debe entregarte a Sebastián; me lo traerás a fin de que le abrace, y le acompañarás después a Villers-Cotterêts, dejándole en casa del abate Fortier para que no pierda demasiado tiempo. Quiero que salga contigo los domingos y los jueves, y le harás andar sin temor por las llanuras y los bosques. Más vale, para mi tranquilidad y para su salud, que esté allá y no aquí.

—He comprendido —exclamó Pitou, halagado de encontrar a la vez las amistades de la infancia y las vagas aspiraciones de un sentimiento algo más adulto que se despertaba en él tan sólo al oír el nombre mágico de Catalina.

Pitou se levantó, despidióse de Gilberto, que sonreía, y de Billot, que meditaba.

Después marchó corriendo para ir en busca de Sebastián, su hermano de leche, en casa del abate Bérardier.

—Y nosotros —dijo Gilberto a Billot—, trabajemos.