Billot, que juntamente con Pitou había disfrutado de todas las libaciones gloriosas, comenzaba a notar que llegaba al cáliz de la copa.
Cuando hubo recobrado el conocimiento por la frescura del río, Pitou le dijo:
—Señor Billot, echo muy de menos Villers-Cotterêts. ¿Y vos?
Estas palabras despertaron al labrador con una fresca sensación de virtud y de calma, y Billot encontró vigor para atravesar entre la multitud y alejarse de aquella carnicería.
—Ven —dijo a Pitou—; tienes razón.
Y se resolvió a ir a buscar a Gilberto, que habitaba en Versalles, y que, sin haber vuelto a ver a la reina desde el viaje del rey a París, había llegado a ser el brazo derecho de Necker, el cual figuraba otra vez en el Ministerio, renunciando a la novela de su vida por la historia de todos, y proponiéndose organizar la prosperidad para generalizar la miseria.
Pitou siguió a su amo como siempre.
Ambos fueron introducidos en el gabinete donde el doctor trabajaba.
—Doctor —dijo Billot—, vuelvo a mi granja.
—Y ¿por qué? —preguntó Gilberto.
—Porque aborrezco París.
—¡Ah! Sí, lo comprendo —repuso Gilberto con frialdad—. Estáis cansado.
—Más que cansado.
—¿Ya no amáis la revolución?
—Quisiera verla concluida.
—Pues ahora comienza —replicó Gilberto, sonriendo con tristeza.
—¡Oh! —exclamó Billot.
—¿Os extraña esto? —preguntó el doctor.
—Lo que me extraña es vuestra sangre fría.
—¿Sabéis, amigo mío, de qué proviene esta sangre fría? —preguntó Gilberto.
—No puede resultar más que de una convicción.
—Precisamente.
—Y ¿qué convicción es esa?
—Adivinad.
—Que todo acabará bien.
Gilberto sonrió más tristemente aún que la primera vez.
—No —repuso—; tengo la convicción de que todo acabará mal.
Billot manifestó asombro.
En cuanto a Pitou, abrió los ojos desmesuradamente, porque el argumento le parecía poco lógico.
—Veamos —dijo Billot, rascándose la oreja con su gruesa mano—, veamos, porque me parece que no comprendo bien.
—Tomad una silla, Billot —dijo Gilberto—, y colocaos bien junto a mí.
El labrador obedeció.
—Más cerca, más cerca —dijo el doctor—, para que vos me oigáis bien, y nadie más.
—¿Y yo, señor Gilberto? —preguntó tímidamente Pitou, haciendo señal de que estaba dispuesto a retirarse si el doctor lo deseaba.
—¡Oh! Puedes quedarte —dijo este—. Eres joven, y, por lo tanto, escucha.
Pitou preparó los oídos para que no se le escapase nada, y sentóse en el suelo junto a la silla del padre Billot.
Curioso espectáculo era el de aquel conciliábulo entre los tres hombres en el gabinete de Gilberto.
Estaban junto a una mesa cargada de cartas, de impresos, de papeles y de diarios, a cuatro pasos de una puerta sitiada por solicitantes, sin poder franquearla por impedírselo un dependiente viejo, casi ciego y manco.
—Ya escucho —dijo Billot—; explicaos, maestro. ¿Cómo acabará todo mal?
—Helo aquí, Billot. ¿Sabéis qué hago en este momento, amigo mío?
—Escribís líneas.
—Pero ¡imagináis su sentido, Billot!
—¿Cómo queréis que lo imagine, si apenas sé leer?
Pitou levantó tímidamente la cabeza para ver el papel que el doctor tenía delante.
—Hay cifras —dijo.
—Eso es, hay cifras; pero no sabéis que son a la vez la ruina y la salvación de Francia.
—¡Ah! —exclamó Billot.
—¡Hola, hola! —repitió Pitou.
—Estas cifras, impresas mañana —continuó el doctor—, irán a pedir al palacio del rey, al castillo de los nobles y a las cabañas de los pobres la cuarta parte de sus haberes.
—¡Cómo! —exclamó Billot.
—¡Oh! ¡Qué muecas hará mi pobre tía Angélica! —murmuró Pitou.
—¿Qué decís, buen amigo? —continuó Gilberto—. Si se hacen revoluciones, preciso es pagarlas.
—Muy justo —contestó heroicamente Billot. Esta bien: se pagará.
—¡Pardiez! —exclamó Gilberto—. Sois un hombre convencido, y en vuestra contestación no hay nada que me extrañe; pero los que no están convencidos…
—Y bien…
—Sí. ¿Qué harán?
—Se resistirán —dijo Billot con un tono que indicaba que él lo haría vigorosamente, si le pedían la cuarta parte de su renta para llevar a cabo una obra contraria a sus convicciones.
—Entonces, habrá lucha —dijo Gilberto.
—Pero la mayoría… —dijo Billot.
—Concluid, amigo mío.
—La mayoría está ahí para imponer su voluntad.
—Pues habrá opresión.
Miró Billot a Gilberto con aire de duda primeramente, y después, brilló en sus ojos un rayo de inteligencia.
—Esperad, Billot —repuso el doctor—; ya sé lo que vais a decirme: que los nobles y el clero lo tienen todo, ¿no es verdad?
—Ciertamente —contestó Billot, y también los conventos…
—¿Los conventos?
—Sí, los conventos están repletos.
—Notum certumque[30] —murmuró Pitou.
—Los nobles no pagan un impuesto comparativo —continuó Billot—, y por eso yo, labrador, pago por impuestos, yo solo, doble cantidad que los tres hermanos de Charny, mis vecinos, los cuales tienen para los tres más de doscientas mil libras de renta.
—Pero veamos —prosiguió Gilberto—; ¿creéis que los nobles y los sacerdotes sean menos franceses que vos?
Pitou aguzó el oído a esta proposición, algo herética, en un tiempo en que el patriotismo se medía por la fuerza de los codos en la plaza de Gréve.
—¿No lo creéis, eh, amigo mío? ¿No podéis reconocer que esos nobles y esos sacerdotes, que lo absorben todo sin devolver nada, son tan patriotas como vos?
—Es verdad.
—Error, amigo mío, error; lo son más, y voy a probároslo.
—¡Oh! En cuanto a eso, niego —dijo Billot.
—A causa de los privilegios, ¿no es verdad?
—¡Pardiez!
—Esperad.
—¡Oh! Ya espero.
—¡Pues bien! Os aseguro, Billot, que de aquí a tres días el hombre más privilegiado que haya en Francia será el hombre que no posea nada.
—Entonces seré yo —dijo con gravedad Pitou.
—¡Pues bien, sí, serás tú!
—¿Cómo es eso? —preguntó el labrador.
—Escuchad, Billot: esos nobles y esos eclesiásticos a quien acusáis de egoístas comienzan a sentirse dominados por esa fiebre de patriotismo que dará la vuelta a Francia. En este momento se reúnen como los carneros a la orilla del foso; deliberan; el más atrevido saltará mañana, o esta noche tal vez, y después le seguirán todos.
—¿Lo cual quiere decir, señor Gilberto…?
—Quiere decir que, renunciando a sus prerrogativas, los señores feudales dejarán en libertad a sus campesinos; los señores hacendados abandonarán sus granjas y sus rentas; y los nobles que tienen palomares, sus pichones.
—¡Oh, oh! —exclamó Pitou, estupefacto—. ¿Creéis que dejarán todo eso?
—¡Oh! —dijo Billot, iluminado de pronto—. Esa libertad sería magnífica.
—Y bien —repuso Pitou—; ¿qué haremos una vez libres?
—¡Diantre! —exclamó Billot algo perplejo—, ya veremos lo que se hace.
—¡Ah! ¡He aquí la palabra suprema! —exclamó Gilberto—. ¡Veremos!
Y se levantó con expresión sombría, paseóse silencioso durante algunos momentos, y, dirigiéndose después al labrador, cuya mano callosa tomó con una severidad semejante a la amenaza, le dijo:
—Sí, veremos; todos veremos, lo mismo tú que yo, lo mismo yo que los demás; y he aquí precisamente en qué pensaba ahora, cuando me has visto con esa sangre fría que tanto te ha sorprendido.
—¡Me atemorizáis! El pueblo unido, abrazándose, uniéndose para contribuir a la prosperidad común, ¿cómo puede ser asunto que os entristezca, señor Gilberto?
El doctor se encogió de hombros.
—Entonces —continuó Billot—, ¿qué diréis de vos mismo si hoy dudáis, después de haberlo preparado todo en el antiguo mundo para dar libertad al nuevo?
—Billot —repuso Gilberto—, sin saberlo acabas de pronunciar una palabra que es el sentido del enigma, esa palabra que Lafayette pronuncia y que tal vez nadie comprende, comenzando por él mismo. Sí: hemos dado la libertad al nuevo mundo.
—Nosotros los franceses. Esto es muy hermoso.
—Sí que lo es; pero también muy caro —replicó Gilberto con tristeza.
—¡Bah! El dinero se ha gastado, y la cuenta está pagada —dijo alegremente Billot—. Un poco de oro, mucha sangre, y la deuda queda satisfecha.
—¡Ciego —exclamó Gilberto—, ciego, que no ves en esa aurora de Occidente el germen de nuestra ruina para todos! ¡Ay de mí! ¿Por qué los acusaré yo, que no le he visto más que ellos? Mucho temo, Billot, que haber dado la libertad al Nuevo Mundo tan sólo sirva para perder al antiguo.
—Rerum novus nascitur ordo[31] —dijo Pitou con gran aplomo revolucionario.
—¡Silencio, muchacho! —exclamó Gilberto.
—¿Sería más difícil —replicó Billot— someter a los ingleses que calmar a los franceses?
—Nuevo mundo —repitió Gilberto—, es decir, lugar despejado, tabla rasa; sin leyes, pero sin abusos; sin ideas, pero también sin preocupaciones. En Francia, treinta mil leguas cuadradas para treinta millones de hombres, es decir, en caso de división del país, apenas terreno suficiente para la cuna y la tumba de cada cual. Allí abajo, en América, doscientas mil leguas cuadradas para tres millones de hombres; fronteras ideales con el desierto, o sea el espacio con el mar, con la inmensidad; en esas doscientas mil leguas, ríos navegables en la extensión de mil; bosques vírgenes cuyas profundidades únicamente Dios conoce; y, en fin, todos los elementos de la vida, de la civilización y del porvenir. ¡Oh! ¡Qué fácil es, Billot, cuando uno se llama Lafayette y está acostumbrado a manejar la espada; cuando uno se llama Washington y ejercita su pensamiento, qué fácil es combatir contra muros de madera, de tierra, de piedra, o de carne humana! Pero cuando en vez de fundar o destruir, cuando vemos en el antiguo orden de cosas que se atacan muros de ideas que se hunden y que detrás de sus mismas ruinas se refugian tantos hombres y tantos intereses, cuando después de haber encontrado la idea se ve que para hacerla adoptar al pueblo se necesitará tal vez diezmarle, desde el anciano que recuerda hasta el niño que aprendería, desde el monumento que es la memoria hasta el anciano que es el instinto, entonces, ¡oh Billot!, la tarea es una de aquellas que hace estremecer a los que ven más allá del horizonte. Tengo muy larga la vista, Billot, y por eso tiemblo.
—Dispensadme, doctor —dijo el labrador con su rudo buen sentido; me acusabais hace un momento de odiar la revolución, y he aquí que la hacéis execrable a mis ojos.
—Pero ¿te he dicho yo que renunciase?
—Errare humanum est —murmuró Pitou—, sed perseverare diabolicum.
—Perseveraré, sin embargo —continuó Gilberto—; pues, aun viendo los obstáculos, entreveo el objeto, y este es grandioso, Billot. No es solamente la libertad de Francia lo que sueño, sino la del mundo entero; no es la igualdad física, sino la igualdad ante la ley; no es la fraternidad ante los ciudadanos, sino la fraternidad ante los pueblos. Perderé tal vez el alma, y acaso dejaré el cuerpo —continuó el doctor con expresión melancólica—; pero no importa: el soldado a quien se envía al asalto de una fortaleza ve los cañones, ve las balas con que se cargan, ve la mecha que se aproxima, y más aún: ve la dirección en que se apunta, ve aquel fragmento de hierro negro que le atravesará el pecho; pero va, si es necesario, a tomar la fortaleza. ¡Pues bien, padre Billot: nosotros somos soldados! ¡Adelante, aunque sobre nuestros cuerpos pasen algún día las generaciones cuya vanguardia representa ese muchacho que nos oye!
—No sé verdaderamente por qué desesperáis, señor Gilberto. ¿Será porque un infeliz ha sido asesinado en la plaza de Gréve?
—Pues ¿por qué te horrorizas tú? Anda, Billot: asesina tú también.
—Pero ¡qué decís, señor Gilberto!
—¡Pardiez! ¡Preciso es ser consecuente! Tú has venido pálido, tembloroso, tú, tan intrépido y tan fuerte, y me has dicho que estabas cansado. Yo me reí en tus barbas, Billot, y he aquí que cuando te explico por qué estabas pálido, por qué te cansabas, tú eres quien se ríe de mí a tu vez.
—¡Hablad, hablad! Mas, por lo pronto, dejadme la esperanza de que volveré curado a mis campos.
—Los campos, escucha Billot, toda nuestra esperanza está en ellos; el campo, revolución encantadora que se agita cada mil años y que comunica el vértigo a la monarquía siempre que sucede esto. La campiña se moverá a su vez cuando llegue la hora de comprar o de conquistar esos bienes mal adquiridos de que hablabas hace un instante, y de los que están repletos la nobleza o el clero; mas para, impulsar a la campiña a cosechar ideas es preciso inducir al campesino a conquistar la tierra. El hombre, una vez propietario, queda libre, y, al serlo, es más bueno. A nosotros, pues, obreros privilegiados, por quienes Dios consiente levantar el velo del porvenir, a nosotros corresponde el trabajo terrible que, después de haber dado al pueblo su libertad, le proporcionará la propiedad. Aquí, Billot, buena obra y mala recompensa tal vez; pero obra activa, poderosa, llena de alegrías y de dolores, llena de gloria y de calumnias; allí abajo, sueño frío e impotente, en la expectativa de un despertar que se hará a nuestra voz, de una aurora que vendrá de nosotros. Una vez despertado el campo, nuestra sangrienta tarea habrá concluido, y su labor pacífica comenzará entonces.
—¿Qué consejo me dais, pues, señor doctor?
—Si quieres ser útil a tu país, a tu nación, a tus hermanos y al mundo, quédate aquí, Billot; coge un martillo y trabaja en ese taller de Vulcano, que forja rayos para el mundo.
—¡Quedarme yo para ver cómo asesinan, y llegar a ser yo asesino tal vez!
—¿Cómo es eso? —replicó el doctor con una ligera sonrisa—. ¡Tú asesinar, Billot! ¿Qué me dices?
—Digo que, si me quedo aquí, como me aconsejáis —exclamó al labrador, tembloroso—, digo que al primero a quien vea atar una cuerda a un farol, le colgaré yo mismo con las manos que veis.
Gilberto se sonrió más marcadamente.
—Vamos —dijo—; veo que me comprendes, y hete aquí asesino también.
—Sí, asesino de bribones.
—Dime, Billot: ¿no has visto matar a de Losme, de Launay, de Flesselles, de Foulon y de Berthier?
—Sí.
—¿Cómo los llamaban sus asesinos?
—Bribones.
—¡Oh! Es verdad —dijo Pitou—; ese nombre les dieron…
—Sí; pero yo soy quien tiene razón —dijo Billot.
—La tendrás si ahorcas; pero no si te ahorcan a ti.
Billot inclinó la cabeza bajo aquel golpe de maza; pero, levantándola después con noble expresión, repuso:
—¿Me sostendréis que los que asesinan a hombres indefensos y bajo la salvaguardia del honor público son franceses como yo?
—¡Ah! —dijo Gilberto—. Esto es otra cosa. Sí, en el país hay varias clases de franceses: primeramente, el pueblo francés, al que pertenecemos tú, Pitou y yo, y después el clero y la nobleza franceses; de modo que tenemos tres clases, francesa cada cual bajo el punto de vista de su propio interés, y esto sin contar el rey, que es francés a su manera. ¡Ah, Billot! Aquí ves tú la diferente manera de ser francés, y aquí está la verdadera revolución. Tú lo serás de una manera, el abate Maury de otra, Mirabeau de distinto modo que el abate Maury, y en fin, el rey no será francés como Mirabeau. Pues bien, Billot, mi buen amigo, hombre de corazón y de inteligencia sana: tú acabas de tocar la segunda parte de la cuestión que yo trato, y te ruego que tengas la bondad de pasar la vista por esto.
Y Gilberto presentó a Billot un papel impreso.
—¿Qué es lo que me dais? —dijo el labrador tomando el papel.
—Lee.
—¡Oh! Bien sabéis que yo no sé leer.
—Pues di a Pitou que lea.
Pitou se empinó para mirar por encima del hombro de Billot.
—No es francés —dijo—, ni latín, ni tampoco griego.
—Es inglés —dijo Gilberto.
—Pues yo no conozco el inglés —replicó orgullosamente Pitou.
—Yo lo sé —contestó Gilberto—, y voy a traduciros este papel; pero ved primero la firma.
—PITT —dijo Pitou—. ¿Qué significa PITT?
—Voy a explicároslo —dijo Gilberto.