Entonces se vio a los que profanaban los tristes restos de Foulon renunciar a su sangrienta diversión para lanzarse en busca de una nueva venganza.
De las calles adyacentes a la plaza desembocó al punto una gran parte de aquella ruidosa multitud, que se precipitó con los cuchillos levantados y los puños amenazadores al encuentro de la nueva procesión de muerte.
La reunión se efectuó muy pronto, porque unos y otros se daban igual prisa.
Entonces he aquí lo que sucedió.
Algunos de aquellos hombres sanguinarios a quienes hemos visto en la plaza de Gréve llevaban al yerno, en la punta de una pica, la cabeza de su suegro.
El señor Berthier llegaba por la calle de San Martín con el comisario, y hallábase, poco más o menos, a la altura de la calle Saint-Merry.
Iba en su cabriolé, ese vehículo eminentemente aristocrático en aquella época y odiado del pueblo, que tantas veces había debido quejarse de la rapidez que sus amos le imprimían, o bien las bailarinas, las cuales, guiando por sí propias y conducidas por un caballo ardiente, hacían rodar con frecuencia a los transeúntes y los llenaban de barro siempre.
Berthier, en medio de los gritos, de los silbidos y de las amenazas, avanzaba paso a paso, hablando tranquilamente con el elector Riviére, aquel comisario enviado a Compiègne para salvarle, y que, abandonado por su compañero, no pudo salvarse a sí propio sin mucho trabajo.
El pueblo había comenzado por el cabriolé; y como rompiese la capota, Berthier y su compañero quedaron a descubierto.
Entretanto, el primero oía que le recordaban sus crímenes, comentados y aumentados por el furor popular.
—Había querido matar de hambre a París —decía uno.
—Sí —añadía otro—, mandó que se cortaran los centenos y los trigos verdes, y, habiendo subido el precio de los cereales, realizó sumas enormes.
—No solamente hizo eso, lo cual era ya bastante —decían—, sino que también conspiraba.
—Se le había cogido una cartera, en la cual se hallaron cartas incendiarias, órdenes de matanza, y la prueba era el hecho de haberse distribuido diez mil cartuchos entre sus agentes.
Estos eran monstruosos absurdos; pero, como ya se sabe, la multitud, cuando llega al paroxismo de la cólera, da por verdaderas las noticias más insensatas.
Aquel a quien acusaban de todo esto era un hombre joven aún, de treinta a treinta y dos años, vestido con elegancia, casi risueño en medio de los golpes y de las injurias; y miraba a su alrededor, con la mayor indiferencia, los carteles infames que le mostraban, sin dejar de hablar con Riviére.
Dos hombres, irritados al ver aquel aplomo, quisieron espantarle, humillando su actitud; habíanse colocado cada cual en los estribos del cabriolé, y ambos apoyaban sobre el pecho de Berthier las bayonetas de sus fusiles.
Pero Berthier, intrépido hasta la temeridad, no se intimidó por tan poca cosa, y siguió hablando con el elector como si aquellos dos fusiles no hubieran sido más que un accesorio inofensivo del cabriolé.
La multitud, profundamente irritada ante aquel desdén, que contrastaba de un modo tan opuesto con el terror de Foulon, rugía alrededor del coche, esperando con impaciencia el momento en que, en vez de una amenaza, podría causar un dolor.
Entonces fue cuando Berthier fijó su mirada en algún objeto informe y ensangrentado que agitaban delante de él, y, de repente, reconoció la cabeza de su suegro, que se inclinaba casi a la altura de sus labios.
Se quería que la besase.
El señor Riviére, indignado, apartó la pica con su mano.
Berthier le dio las gracias con un ademán, sin dignarse siquiera volver la cabeza para seguir con la vista aquel hediondo trofeo que los verdugos llevaban detrás del cabriolé, sobre la cabeza de Berthier.
Así se llegó a la plaza de Gréve.
El prisionero, después de los inusitados esfuerzos de la guardia que se había reunido apresuradamente, fue entregado en manos de los electores en la Casa Ayuntamiento.
Peligrosa misión, terrible responsabilidad que hizo palidecer de nuevo a Lafayette, agitando el corazón del alcalde de París.
La multitud, después de haber destrozado un poco el cabriolé, abandonado al pie de la escalera de la Casa Ayuntamiento, ocupó los mejores sitios, guardó todas las salidas, y adoptó sus disposiciones, preparando nuevas cuerdas para las poleas de los reverberos.
Billot, al ver a Berthier subir tranquilamente la gran escalera de la Casa Ayuntamiento, no pudo menos de llorar amargamente, mesándose los cabellos.
Pitou, que dejando la orilla del río volvió a subir al muelle, cuando creyó terminado el suplicio de Foulon; Pitou, espantado a pesar de su odio al señor Berthier, culpable a sus ojos no solamente de todo cuanto le acusaban, sino de haber regalado unos pendientes de oro a Catalina, se dejó caer detrás de un banco sollozando.
Entretanto, Berthier, como si se tratase de alguna otra persona y no de él, había entrado en la sala del consejo y hablaba con los electores.
Conocía a los más de ellos, y hasta era amigo de algunos.
Estos últimos se alejaban de él con el terror que inspira a las almas tímidas el contacto de un hombre impopular.
Por eso Berthier se vio muy pronto casi solo con Bailly y con Lafayette.
Solicitó que le refiriesen todos los detalles del suplicio de Foulon, y después, encogiéndose de hombros, dijo:
—Sí, comprendo eso: nos aborrecen porque somos los instrumentos con que la monarquía atormentó al pueblo.
—Os acusan de grandes crímenes, caballero —dijo severamente Bailly.
—Señor —contestó Berthier—, si yo hubiera cometido todos los crímenes que me imputan, sería más o menos que un hombre, un animal feroz o un demonio; pero van a juzgarme, según presumo, y entonces se hará la luz.
—Sin duda —repuso Bailly.
—Pues bien —continuó Berthier—, esto es todo lo que yo deseo; tienen mi correspondencia, por la cual se verá a qué órdenes he obedecido, y la responsabilidad recaerá sobre el verdadero culpable.
Los electores dirigieron sus miradas a la plaza, de donde partían espantosos rumores.
Berthier comprendió la contestación.
Entonces Billot, abriéndose paso entre la multitud que rodeaba a Bailly, acercóse al intendente y ofrecióle su ruda mano callosa.
—Buenos días, señor Savigny —le dijo.
—¡Hola! ¿Eres tú, Billot? —contestó Berthier, sonriendo, mientras que estrechaba con mano firme la del labrador—. ¿Vienes ahora a tomar parte en los motines de París, tú, tan honrado y que tan bien vendías tu trigo a los traficantes de Villers-Cotterêts, de Crépy y de Soissons?
Billot, a pesar de sus tendencias democráticas, no pudo menos de admirar la tranquilidad de aquel hombre, que así se chanceaba cuando tenía su vida pendiente de un hilo.
—Sentaos, señores —dijo Bailly a sus compañeros—, vamos a comenzar la instrucción contra el acusado.
—Sea —dijo Berthier—, pero os advierto una cosa, señores, y es que estoy rendido; desde hace dos días no me han dejado dormir; hoy, durante todo el camino, desde Compiègne a París, me han maltratado, y cuando pedí de comer me ofrecieron heno, lo cual es muy poco estomacal. Sírvanse señalarme un sitio donde pueda dormir siquiera una hora.
En aquel momento Lafayette salió un instante para informarse, y entró luego en la sala más abatido que nunca.
—Querido Bailly —dijo al alcalde—, la exasperación llega a su colmo; conservar al señor Berthier aquí es exponerse a un sitio; defender la Casa Ayuntamiento es dar a los furiosos el pretexto que piden; y no defender el edificio es tomar la costumbre de ceder cuantas veces se ataca.
Entretanto Berthier se había sentado, y después se echó sobre una banqueta, disponiéndose a dormir.
Los furiosos gritos llegaban hasta él por la ventana, pero sin perturbarle: su rostro conservaba la serenidad del hombre que lo olvida todo para que le sea posible conciliar el sueño.
Bailly deliberaba con los electores y Lafayette.
Billot miraba a Berthier.
Lafayette recogió rápidamente los votos, y, dirigiéndose al prisionero, que comenzaba a dormitar, le dijo:
—Caballero, podéis prepararos.
Berthier exhaló un suspiro, incorporóse después, y apoyándose en el codo preguntó:
—¿Prepararme para qué?
—Estos señores han acordado que se os traslade a la Abadía.
—Sea —contestó el intendente—, pero de una manera u otra —añadió, mirando a los electores confusos y comprendiendo la causa—, concluyamos de una vez.
Una explosión de gritos de impaciencia resonó otra vez en la plaza de Gréve.
—No, señores, no —exclamó Lafayette—, no le dejaremos marchar en este momento.
Bailly tomó una resolución, y con su noble valor bajó a la plaza acompañado de dos electores e impuso silencio.
El pueblo sabía tan bien como él lo que iba a decir, y, estando resuelto a cometer otro crimen, no quiso ni siquiera oír la reprensión; de modo que cuando Bailly abría la boca, un clamor inmenso de la multitud ahogó su voz antes de que nadie la oyera.
Bailly, viendo que le sería imposible articular una sola palabra, volvió a tomar el camino de la Casa Ayuntamiento, perseguido por los gritos de: «¡Berthier, Berthier!».
Otros gritos resonaban entre aquellos, como esas notas agudas que se oyen de pronto en los coros de demonios de Weber o de Meyerbeer, y que decían: «¡Al farol, al farol!».
Al ver que Bailly volvía, Lafayette se lanzó a su vez; joven, ardiente y amado, parecíale que lo que el viejo no había podido conseguir con su popularidad de ayer, él, amigo de Washington y de Necker, lo obtendría, sin duda, a la primera palabra.
Pero en vano el general del pueblo penetró en los grupos más furiosos; en vano habló en nombre de la justicia y de la humanidad; y en vano, reconociendo, o aparentando reconocer a ciertos jefes de la multitud, suplicó, estrechando las manos y deteniendo los pasos de aquellos hombres.
Ni una sola de sus palabras fue escuchada, ninguno de sus ademanes fue comprendido, y no se vio ninguna de sus lágrimas.
Rechazado palmo a palmo, se arrodilló al fin en el pórtico de la Casa Ayuntamiento, conjurando a aquellos tigres, a quienes llamaba sus conciudadanos, a no deshonrar su nación, a no deshonrarse a sí propios, a no erigir en mártires a los culpables, a quienes la ley aplicaría el castigo de sus delitos.
Y como insistiese, las amenazas llegaron hasta él; pero luchó contra las amenazas; y entonces algunos desalmados le mostraron los puños amenazadores, levantando sobre él sus armas.
Pero Lafayette se adelantó hacia ellos, y sus armas se inclinaron.
Sin embargo, si se acababa de amenazar a Lafayette, lo mismo hacían con Berthier.
El general, vencido, entró como Bailly en la Casa Ayuntamiento.
Los electores todos habían visto a Lafayette impotente contra la tempestad, y él era su último baluarte, derribado ahora.
En su consecuencia, acordaron que la guardia de la Casa Ayuntamiento condujera a Berthier a la Abadía.
Era como enviarle la muerte.
—¡Al fin! —exclamó Berthier cuando se hubo adoptado este acuerdo.
Y, mirando a todos aquellos hombres con profundo desdén, se colocó en medio de los guardias, después de haber dado gracias con un ademán a Bailly y a Lafayette, ofreciendo luego su mano a Billot.
Bailly apartó la mirada para ocultar sus lágrimas, y Lafayette para disimular su indignación.
Berthier bajó la escalera de la Casa Ayuntamiento al mismo paso con que la había subido.
En el momento de aparecer en el pórtico, un espantoso clamoreo, partiendo de la plaza, hizo retemblar hasta los escalones de piedra en que asentaba el pie.
Pero Berthier, desdeñoso e impasible ante aquellos ojos chispeantes, con calma y serenidad, y encogiéndose de hombros, pronunció estas palabras:
—¡Qué extraño es ese pueblo! ¿Por qué aulla de ese modo?
Antes de que hubiese acabado de hablar, ya pertenecía a ese pueblo.
En el pórtico mismo, varios brazos le cogieron en medio de sus guardias; unos ganchos de hierro le atrajeron, faltóle el pie, y rodó en los brazos de sus enemigos, que en un segundo dispersaron la escolta.
Después, una oleada irresistible arrastró al prisionero por el camino manchado de sangre que Foulon había seguido dos horas antes.
Un hombre estaba ya en el reverbero fatal con una cuerda en la mano.
Pero a Berthier se había cogido otro hombre, que distribuía con ciega rabia, con delirio, golpes e imprecaciones a los verdugos, gritando:
—¡No le tendréis, no le mataréis!
Aquel hombre era Billot, a quien la desesperación enloquecía, y que en aquel momento tenía la fuerza de veinte hombres.
—¡Soy uno de los vencedores de la Bastilla! —gritaba a los unos.
Y no pocos, reconociéndole, moderaban sus ataques.
—¡Dejad que le juzguen! —decía a los otros—. Yo respondo de él, y si consigue huir me ahorcaréis en su lugar.
¡Pobre Billot, pobre hombre honrado! El torbellino le arrastraba, a él y a Berthier, como una tromba arrastra a la vez una pluma y una paja en sus vastas espirales.
Andaba sin ver, sin divisar nada.
El rayo hubiera sido menos rápido.
Berthier, a quien se llevaba a empujones, Berthier, a quien habían levantado ya, notando que se detenían, se volvió, alzó los ojos, y su vista se fijó en la infame cuerda, que se balanceaba sobre su cabeza.
Por un esfuerzo tan violento como imprevisto, desasióse de las manos que le sujetaban, arrancó el fusil de las de un guardia nacional y comenzó a descargar bayonetazos sobre los verdugos.
Pero en un segundo miles de golpes le alcanzaron por detrás: entonces cayó y otros mil le hirieron.
Billot había desaparecido bajo los pies de los asesinos.
Berthier no tuvo tiempo de sufrir: su sangre y su alma salieron a la vez de su cuerpo por mil heridas.
Entonces Billot pudo ver un espectáculo más hediondo aún que todo cuanto había contemplado hasta entonces: vio a un hombre introducir su mano en el pecho abierto del cadáver y sacar el corazón humeante.
Después, pinchando este corazón con la punta de su sable, en medio de la multitud que aullaba, abriéndole paso, fue a depositarle en la mesa del gran consejo, donde los electores celebraban sus sesiones.
Billot, aquel hombre de hierro, no pudo resistir la vista de semejante espectáculo, y cayó desvanecido sobre un poste, a diez pasos del reverbero fatal.
Lafayette, ante aquel insulto infame inferido a su autoridad, inferido a la revolución que dirigía, o más bien que había creído dirigir, rompió su espada y arrojó los pedazos a las cabezas de los asesinos.
Pitou fue a recoger a Billot, y se le llevó en sus brazos, murmurando a su oído:
—¡Billot, padre Billot, tened cuidado, pues si viesen que estáis malo, os tomarían por su cómplice y os matarían también! ¡Sería lástima… tan buen patriota!
Y se le llevó hacia el río, ocultándole lo mejor posible a las miradas de algunos envidiosos que murmuraban.