Sin embargo, según lo demostraban los rumores siempre crecientes de la multitud, los ánimos se enardecían en la plaza. Aquello no era ya odio, sino horror; ya no se amenazaba, sino que se quería pasar a las vías de hecho.
Los gritos de «¡Abajo Foulon! ¡Muerte a Foulon!», se cruzaban como proyectiles mortales en un bombardeo; y la multitud, siempre aumentando, llegaba, por decirlo así, a sofocar a los guardias en sus puestos.
Y ya en aquella muchedumbre comenzaban a circular y acrecentarse aquellos rumores que autorizaban las violencias.
Y estos rumores no amenazaban solamente a Foulon, sino también a los que le protegían.
—¡Han dejado huir al prisionero! —gritaban los unos.
—¡Entremos, entremos! —decían los otros.
—¡Incendiemos la Casa Ayuntamiento!
Bailly comprendió que no quedaba más que un recurso, puesto que el señor de Lafayette no llegaba.
Se reducía a que los mismos electores bajaran y se mezclasen con los grupos para convencer a los más furiosos.
—¡Foulon, Foulon!
Tal era el grito incesante, el alarido de aquella ciega multitud.
Se preparaba un asalto general que los muros no hubieran resistido.
—Caballero —dijo Bailly a Foulon—, si no os dejáis ver de la multitud, esa gente creerá que os hemos dejado escapar; forzará la puerta, entrarán aquí, y, una vez dentro, no respondo de nada si os encuentran.
—¡Oh! No creía que fuese tan aborrecido —dijo Foulon, dejando caer sus brazos inertes.
Y, sostenido por Bailly, se arrastró hasta la ventana.
Al verle resonó un clamor terrible; el pueblo forzó la línea de los guardias, derribó las puertas, y el torrente se precipitó por las escaleras, los corredores y las salas, quedando estas invadidas en un momento.
Bailly situó alrededor del prisionero cuantos guardias disponibles había, y después arengó a la multitud.
Quería hacer comprender al pueblo que asesinar es algunas veces hacer justicia.
Y al fin lo consiguió después de inusitados esfuerzos, después de arriesgar veinte veces su propia vida.
—¡Sí, sí! —gritaron los sitiadores—. ¡Qué se le juzgue, que se le juzgue; pero que le ahorquen!
A este punto llegaban de su argumentación, cuando el señor de Lafayette se presentó en la Casa Ayuntamiento acompañado de Billot.
La vista de su penacho tricolor, uno de los primeros que se habían llevado, bastó para que cesasen al punto el ruido y las cóleras.
El comandante general de la guardia nacional mandó abrir paso, y repitió, más enérgicamente aún que Bailly, todo lo que este había dicho ya.
Su discurso llamó la atención de todos los que pudieron oírle, y la causa de Foulon se ganó en la sala de los electores.
Pero fuera, veinte mil furiosos no habían podido oír al señor de Lafayette, y persistían en su frenesí.
—¡Vamos! —dijo en conclusión Lafayette, creyendo naturalmente que el efecto producido por los que le rodeaban se extendía hasta los de afuera. Es preciso juzgar ese hombre.
—¡Sí! —gritó la multitud.
—En su consecuencia, ordeno que se le conduzca a la prisión —prosiguió Lafayette.
—¡A la prisión, a la prisión! —vociferó la multitud.
La muchedumbre que estaba fuera no comprendió nada sino que su presa llegaría muy pronto, y a nadie le ocurrió la idea de que se la disputaran.
Olfateaba, por decirlo así, el olor de la carne fresca que bajaba por la escalera.
Billot se había asomado a la ventana con algunos electores, y con el mismo Bailly, para seguir con los ojos al prisionero, mientras que atravesaba la plaza, escoltado, pollos guardias de la ciudad.
En el trayecto, Foulon dirigía acá y allá palabras sueltas que atestiguaban un terror profundo, mal embazado bajo protestas de confianza.
—¡Noble pueblo! —decía al bajar la escalera—. No temo nada; porque estoy en medio de mis conciudadanos.
Y ya las risas y los insultos se cruzaban en torno suyo, cuando de improviso se encontró fuera de la bóveda sombría, en lo alto de la escalera que dominaba la plaza y donde el aire y el sol tocaban su rostro.
En el mismo instante un solo grito de rabia, alarido amenazador, rugido de odio, partió de veinte mil pechos, y al punto los guardias son levantados en alto, los dispersan, y mil brazos se apoderan de Foulon para llevarle al, ángulo fatal, bajo el reverbero, innoble horca de las cóleras que el pueblo llamaba sus justicias.
Billot, desde su ventana, veía y gritaba, y los electores estimulaban también a los guardias, que no podían hacer más.
Lafayette, desesperado, se precipitó fuera de la Casa Ayuntamiento; pero ni siquiera pudo traspasar las primeras filas de aquella multitud, que se extendía, semejante a un lago inmenso entre él y el reverbero.
Subiéndose a los postes para ver mejor, cogiéndose a las ventanas, a los salientes de los edificios y a todo cuanto les ofrecía un punto de apoyo, los simples espectadores estimulaban con sus gritos terribles aquella espantosa efervescencia de los actores.
Estos se burlaban de su víctima, como pudiera hacerlo un tigre con una presa inofensiva.
Todos se disputaban a Foulon, y al fin se comprendió que para disfrutar de su agonía era preciso distribuirse los papeles.
A no ser por esto, iban a despedazarle.
Los unos levantaron a Foulon, que ya no tenía fuerza ni para gritar.
Los otros, que le habían quitado la corbata, rasgándole la ropa, le pasaron una cuerda al cuello.
Y algunos, en fin, subidos en el reverbero, bajaban aquella cuerda para que sus compañeros la colocasen en el cuello del exministro.
Durante un momento se elevó a Foulon a fuerza de brazos, y mostráronle así a la multitud, con la cuerda puesta y las manos atadas a la espalda.
Después, cuando la muchedumbre hubo contemplado bien al paciente y aplaudido con frenesí, se hizo una señal, y Foulon, pálido y cubierto de sangre, fue izado a la altura del brazo de hierro del farol en medio de una silba más terrible que la muerte.
Todos aquellos que aún no habían podido ver nada, divisaron entonces al enemigo público cerniéndose sobre la multitud.
Nuevos gritos resonaron; pero esta vez contra los verdugos. ¿Había de morir tan pronto Foulon?
Los verdugos se encogieron de hombros, limitándose a mostrar la cuerda.
Esta última era vieja, y se podía ver cómo se deshilachaba poco a poco. Los desesperados movimientos de Foulon en su agonía acabaron de romper el hilo que la sujetaba; al fin se rompió, y Foulon, casi estrangulado, cayó en el suelo.
Este no era más que el prólogo del suplicio; la víctima había penetrado tan sólo en el vestíbulo de la muerte.
Todos se precipitaron hacia el paciente, pero estaban tranquilos porque no podía huir, pues al caer acababa de romperse una pierna por debajo de la rodilla.
Y, sin embargo, oyéronse algunas imprecaciones, ininteligibles y calumniosas: se acusaba a los ejecutores, calificándolos de torpes a ellos, tan ingeniosos por el contrario; a ellos, que habían elegido la cuerda vieja y gastada con la esperanza de que se rompiese.
Esperanza que se había realizado, como se acaba de ver.
Se hizo un nudo en la cuerda, y la pasaron otra vez por el cuello del desgraciado, que, medio muerto, la mirada vaga y la voz ronca, buscaba a su alrededor, en aquella ciudad que se llama centro del universo civilizado, para ver si alguna de las bayonetas de aquel rey de quien había sido ministro, y que poseía cien mil, abriría brecha en aquella horda de caníbales.
Pero en torno suyo no había más que odio, el insulto y la muerte.
—¡Matadme al menos, sin hacerme sufrir tan atrozmente! —gritó Foulon, desesperado.
—¡Hola! Y ¿por qué abreviaríamos tu suplicio a ti, que tanto has hecho durar el nuestro?
—Y además —dijo otro—, aún no has tenido tiempo de digerir las ortigas.
—¡Esperad, esperad! —gritó un tercero—. Ahora le traerán a su yerno Berthier, que aún queda sitio en el reverbero de enfrente.
—Ya veremos qué muecas hacen el suegro y el yerno —añadió otro.
—¡Rematadme, rematadme! —gritaba el desgraciado.
Durante este tiempo, Bailly y Lafayette rogaban, suplicaban y gritaban, tratando de penetrar en aquella multitud; pero de repente Foulon se eleva otra vez en la extremidad de la cuerda, que de nuevo se rompe; y las súplicas de Bailly y de su compañero, así como su angustia, no menos dolorosa que la del paciente, se pierden y se confunden con la hilaridad general que acoge aquella segunda caída.
Bailly y Lafayette eran tres días antes soberanos árbitros de la voluntad de seiscientos mil parisienses; pero hoy ni aun el niño de la escuela los escucha. Murmúrase contra ellos, porque molestan e interrumpen los espectáculos.
Billot ha prestado inútilmente el concurso de su vigor; el robusto atleta ha derribado veinte hombres; mas para llegar hasta Foulon necesitaría saltar sobre cincuenta, ciento o doscientos; ya se han agotado sus fuerzas, y cuando se detiene para enjugar el sudor y la sangre que corren de su frente, Foulon se eleva por tercera vez hasta la polea del reverbero.
Esta vez han tenido compasión de él, encontrándose una cuerda nueva.
El condenado ha muerto al fin; la víctima no sufre ya.
Medio minuto ha bastado a la multitud para reconocer que la chispa de la vida se ha extinguido; y ahora que el tigre ha matado, puede ya devorar.
El cadáver, precipitado desde lo alto del farol, ni siquiera toca el suelo, pues antes de llegar le hicieron pedazos.
La cabeza, separada del tronco en un segundo, fue levantada en la punta de una pica. Estaba muy de moda en aquella época llevar así las cabezas de los enemigos.
Ante aquel espectáculo, Bailly quedó aterrado: aquella cabeza era para él la Medusa antigua.
Lafayette, pálido y con la espada en la mano, apartaba de sí con disgusto a los guardias, que trataban de excusarse de haber sido menos fuertes.
Billot pataleaba de cólera, moviéndose a derecha e izquierda, y al fin entró en la Casa Ayuntamiento para no ver cosa alguna de lo que sucedía en aquella plaza ensangrentada.
En cuanto a Pitou, su sed de venganza popular se había convertido en un movimiento convulsivo; acababa de llegar a la orilla del río, y allí cerraba los ojos y tapábase los oídos para no ver ni oír más.
La consternación reinaba en la Casa Ayuntamiento, y los electores comenzaban a comprender que no reprimirían nunca los movimientos del pueblo sino en el sentido que a este conviniera.
De repente, mientras que los furiosos se entretenían en arrastrar hasta el arroyo el cuerpo decapitado de Foulon, un nuevo grito, un nuevo estrépito se propaga hasta más allá de los puentes.
Un correo se precipita: la noticia que trae es conocida ya de la multitud, que la adivina por indicación de sus más hábiles jefes, como la jauría que toma la huella por el olfato del más ejercitado podenco.
La multitud se oprime alrededor del correo, rodeándole completamente; adivina que se aproxima una nueva presa, y comprende que aquel hombre llega para hablar del señor Berthier.
Interrogado por diez mil bocas a la vez, el correo se ve en la precisión de contestar:
—El señor Berthier de Savigny acaba de ser detenido en Compiègne.
Después penetra en la Casa Ayuntamiento, donde anuncia la misma cosa a Lafayette y a Bailly.
—Bien, bien: ya lo sabía —dijo Lafayette.
—Lo sabíamos —repitió Bailly—, y se han dado órdenes para que le tengan allí.
—¿Guardado allí? —repitió el correo.
—Sin duda. He enviado dos comisarios con una escolta.
—Una escolta de doscientos cincuenta hombres, ¿no es verdad? —preguntó un elector—. Es más que bastante.
—Señores —dijo el correo—, he aquí precisamente lo que vengo a manifestaros: la escolta ha sido dispersada, y el prisionero arrebatado por la multitud.
—¡Arrebatado! —exclamó Lafayette—. ¿La escolta se ha dejado coger el prisionero?
—No la acuséis, general, pues ha hecho cuanto era posible.
—Pero ¿y el señor Berthier? —preguntó con ansiedad Bailly.
—Le traen a París —contestó el correo—, y en este instante se halla en el Bourget.
—Pero ¡si viene hasta aquí está perdido! —exclamó Billot.
—¡Pronto, pronto! —gritó Lafayette—. Quinientos hombres al Bourget. Que pasen allí la noche los comisarios y el señor Berthier, y entretanto resolveremos.
—Pero ¿quién se atreverá a encargarse de semejante comisión? —preguntó el correo, mirando con terror por la ventana aquella inmensa multitud semejante a un mar revuelto, de cada una de cuyas olas partía un grito de muerte.
—¡Yo! —gritó Billot—. Lo que es a ese quiero salvarle.
—Pereceréis en la demanda —exclamó el correo—, pues el camino está negro por la mucha gente que lo ocupa.
—¡Pues marcho! —dijo el labrador.
—¡Inútil! —murmuró Bailly, que acababa de prestar oído—. ¡Escuchad, escuchad!
Entonces se oyó por el lado de la puerta de San Martín un rumor semejante al mugido del mar entre las rocas.
Aquel rumor furioso pasaba por encima de las casas, como el vapor hirviente se escapa sobre los bordes de un vaso.
—¡Demasiado tarde! —exclamó Lafayette.
—¡Ya vienen, ya vienen! —murmuró el correo—. ¿Lo oís?
—¡Un regimiento, un regimiento! —gritó Lafayette con esa generosa locura de la humanidad que era el lado brillante de su carácter.
—¡Eh, pardiez! —exclamó Bailly, que tal vez juraba por primera vez—. ¿Olvidáis que nuestro ejército es precisamente esa multitud que os proponéis combatir? Y ocultó su rostro entre las manos. Los gritos oídos a lo lejos se habían comunicado desde la multitud apiñada en las calles hasta la que ocupaba la plaza con la rapidez de un reguero de pólvora.