Capítulo XL

Billot rebosaba de alegría.

Había tomado la Bastilla, devolviendo la libertad a Gilberto; y Lafayette le había distinguido llamándole por su nombre.

Por último, había visto el entierro de Foulon.

En aquella época, pocos hombres eran tan execrados como Foulon. Solamente uno tal vez hubiera podido hacerle competencia en este sentido, y era su yerno, el señor Berthier de Savigny.

Por eso los dos habían sido afortunados al día siguiente de la toma de la Bastilla.

Foulon murió, y Berthier pudo salvarse.

Lo que había puesto el colmo a la impopularidad de Foulon fue que, al retirarse Necker, había aceptado el cargo del virtuoso genovés, como se le llamaba entonces, habiendo sido tres días administrador general.

Por eso hubo muchos cantos y bailes en su entierro.

Por un momento se tuvo la idea de sacar el cadáver del ataúd y de colgarle; pero Billot se subió a un poste, pronunció un discurso acerca del respeto debido a los muertos, y el coche mortuorio prosiguió su marcha.

En cuanto a Pitou, había pasado a la categoría de héroe.

Pitou era amigo de los señores Elias y Hullin, que se dignaban utilizarle como recadero.

También era confidente de Billot, distinguido a su vez por Lafayette, como hemos dicho, el cual le encargaba algunas veces vigilar cerca de él, con sus anchos hombros y sus puños de Hércules.

Desde el viaje del rey a París, Gilberto, a quien Necker había puesto en comunicación con los principales individuos de la Asamblea Nacional y de la municipalidad, trabajaba sin descanso para educar aquella revolución en la infancia.

Por eso descuidaba a Billot y Pitou, que, abandonados por él, lanzábase con ardimiento en las reuniones de los ciudadanos, en cuyo seno agitábanse cuestiones de política trascendental.

En fin, cierto día que Billot había pasado tres horas emitiendo su parecer sobre el abastecimiento de París, en una reunión de electores, y que, cansado de su peroración, aunque dichoso en el fondo por haber hecho de orador, reposaba con delicia, oyendo los discursos monótonos de sus sucesores, a quienes se guardaba muy bien de escuchar, Pitou llegó, muy trastornado, y deslizóse como una anguila hasta el salón de sesiones de la Casa Ayuntamiento, y con una voz conmovida, que contrastaba con la acostumbrada placidez de su acento, exclamó:

—¡Oh querido señor Billot, apreciable señor Billot!

—Y bien, ¿qué hay?

—¡Gran noticia!

—¿Buena?

—Gloriosa.

—¿De qué se trata?

—Ya sabéis que yo había ido al club de las Virtudes en la barrera de Fontainebleau.

—Sí. ¿Qué más?

—Pues bien; se decía una cosa muy extraordinaria.

—¿Cuál?

—Ya sabéis que ese pícaro Foulon se había hecho pasar por muerto, y hasta fingió dejarse enterrar…

—¡Cómo! ¿Qué se ha hecho pasar por muerto? Y ¿de qué modo ha fingido dejarse enterrar? ¡Pardiez! Bien muerto está, puesto, que yo mismo he visto pasar el entierro.

—¡Pues bien, señor Billot: está vivo!

—¡Vivo!

—Como vos y como yo.

—¡Tú te has vuelto loco!

—Querido señor Billot, yo no estoy loco: el traidor Foulon, el enemigo del pueblo, la sanguijuela de Francia, el acaparador, en fin, no ha muerto.

—¡Pero si te digo que le habían enterrado después de sufrir un ataque apoplético; si te repito que yo vi pasar el entierro y que hasta impedí que sacaran su cadáver del ataúd para colgarle!

—Pues yo acabo de verle vivo. ¡Ah!

—¿Tú?

—Como os veo ahora, señor Billot. Parece que uno de sus criados es quien ha muerto, y que el bribón de su amo mandó que le hicieran un entierro de aristócrata. ¡Oh! Todo se ha descubierto, y el hombre ha procedido así por temor a la venganza del pueblo.

—Cuéntame eso, Pitou.

—Venid un poco al vestíbulo, señor Billot, y estaremos más a gusto.

Salieron de la sala y entraron en el vestíbulo.

—Y, por lo pronto —dijo Pitou—, es preciso saber si el señor de Bailly se halla aquí.

—Sí que está, pero puedes hablar.

—Muy bien. Yo estaba en el club de las Virtudes, donde escuchaba el discurso de un patriota. Era aquel que cometía tantas faltas del francés, y bien se echaba de ver que no se había educado en casa del abate Fortier.

—Continúa —dijo Billot—, ya sabes que se puede ser buen patriota sin saber leer ni escribir.

—Es verdad —repuso Pitou—. De repente llega un hombre muy sofocado, gritando: «¡Victoria, victoria! Foulon no había muerto, Foulon vive, yo le he encontrado y visto». Todos hicieron como vos, padre Billot: nadie quería creer. Los unos decían: «¡Cómo! ¡Foulon vivo!». «Sí». Los demás gritaban: «¡Vamos, no puede ser!». Y algunos, en fin, decían: «¡Pues bien: mientras que estabas allí, hubieras podido descubrir al mismo tiempo dónde se hallaba su yerno Berthier!».

—¡Berthier! —exclamó Billot.

—Sí, Berthier de Savigny, ya sabéis, nuestro intendente de Compiègne, el amigo del señor Isidoro de Charny.

—Sin duda, aquel que era siempre tan duro con todo el mundo y tan cortés con Catalina.

—Precisamente, —contestó Pitou—, un tratante horrible, una segunda sanguijuela del pueblo francés, la execración del género humano, la vergüenza del mundo civilizado, como dice el virtuoso Loustalot.

—¿Qué más, qué más? —preguntó Billot.

—Es verdad —replicó Pitou—, ad eventum festina, lo cual quiere decir, apreciáble señor Billot: apresura el desenlace. Continúo, pues: aquel hombre llega al club de las Virtudes muy sofocado, gritando: «¡He hallado a Foulon, he hallado a Foulon, le he descubierto!». A estas palabras contestó un grito inmenso.

—¡Se engañaba! —dijo Billot, que era duro de cabeza.

—No me engañaba, puesto que le he visto.

—¿Tú le has visto, Pitou?

—Con mis propios ojos. Esperad.

—¡Ah! Escuchad, que yo también tengo bastante calor. Os digo, pues, que se había hecho pasar por muerto, mandando enterrar a uno de sus criados en su lugar; mas, por fortuna, la Providencia velaba.

—¡Vamos, la Providencia! —dijo desdeñosamente Billot— émulo de Voltaire.

—Quería decir la nación —replicó Pitou con humildad—. Aquel buen ciudadano, aquel patriota que daba la noticia, había reconocido a Foulon en Viry, donde se hallaba oculto.

—¡Ah, ah!

—Y, habiéndole reconocido, le denunció. El síndico, un tal Rappe, mandó detenerle en el acto.

—Y ¿cómo se llama ese bravo patriota que tuvo valor para cometer semejante acto?

—¿Denunciar a Foulon?

—Sí.

—Pues bien: se llama señor San Juan.

—¿San Juan? Ese es nombre de lacayo.

—¡Ya lo creo, como que es el lacayo de ese pícaro Foulon! ¡Toma, aristócrata! Te está bien empleado, por tener lacayos.

—Pitou —dijo Billot acercándose al mozo—, me interesa lo que dices.

—Sois muy bondadoso, señor Billot. Pues ya tenemos a Foulon denunciado y detenido. Ahora le conducen a París, y el denunciador va delante publicando la noticia, para recibir el premio de la denuncia, tanto que, detrás de él, Foulon ha llegado a la barrera.

—¿Y es allí dónde le has visto?

—Sí. Tenía un aire muy extraño, y le habían puesto un collar de ortigas en lugar de corbata.

—¿Ortigas? Y ¿por qué esto?

—Porque ha dicho, según parece, el muy bribón, que el pan era para los hombres, y el heno para los caballos, pero que las ortigas eran bastante buenas para el pueblo.

—¿Ha dicho eso el miserable?

—¡Pardiez! Sí que lo ha dicho, señor Billot.

—¡Bueno: veo que ya juras!

—¡Bah! —repuso Pitou con despego—. ¡Entre militares!… En fin, iba a pie, y en el camino le sacudían una infinidad de golpes en el cuerpo y en la cabeza.

—¡Ah!, ¡ah! —exclamó Billot algo menos entusiasmado.

—Era muy divertido aquello —continuó Pitou—, pero no todo el mundo podía pegar, puesto que más de diez mil personas gritaban detrás de él.

—¿Y después? —preguntó Billot, que comenzaba a reflexionar.

—Después le han conducido a casa del presidente del distrito de San Marcelo, buen patriota, ya sabéis.

—Sí, el señor Acloque.

—¿Cloque? Eso es; y ha mandado que le conduzcan a la Casa Ayuntamiento, porque no sabía qué hacer; de modo que podéis ir a verle.

—Pero ¿cómo eres tú quién me anuncia esto y no el famoso San Juan?

—Porque yo tengo piernas seis pulgadas más largas que las suyas. Había marchado antes que yo; pero le di alcance y me adelanté después a él. He querido preveniros para que deis aviso al señor Bailly.

—¡Qué suerte tienes, Pitou!

—Mucha más tendré mañana.

—¿Cómo lo sabes?

—Porque el mismo San Juan, que ha denunciado al señor Foulon, ha propuesto el medio para que cojan también al señor Berthier, que ha emprendido la fuga.

—¿Sabe dónde está?

—Sí: parece que el bueno de San Juan era el hombre de confianza de ambos, y que ha recibido mucho dinero del suegro y del yerno, que trataban de pervertirle.

—¿Ha tomado dinero?

—Ciertamente que sí. El dinero de un aristócrata, siempre es bueno de tomar; pero ha dicho que un buen patriota no vende la nación por dinero.

—Sí —murmuró Billot—, pero hace traición a sus amos, y esto es todo. ¿Sabes tú, Pitou, que tu señor San Juan es un gran pillastre?

—Puede ser; pero no importa: se cogerá al señor Berthier, como se cogió a Foulon, y los ahorcarán uno frente a otro. ¡Qué mueca harán al mirarse!

—Y ¿por qué los han de ahorcar? —preguntó Billot.

—Porque son unos bribones: yo los aborrezco.

—¡El señor Berthier, que fue a mi granja; el señor Berthier, que en sus paseos por la isla de Francia tomó la leche con nosotros y que envió desde París pendientes de oro a Catalina! ¡Oh! ¡No, no: a ese no le ahorcarán!

—¡Bah! —exclamó Pitou con expresión feroz—. Era un aristócrata, un farsante.

Billot miró a Pitou con asombro, y el joven no pudo menos de bajar los ojos, sonrojándose vivamente.

De improviso, el digno labrador divisó al señor Bailly, que pasaba desde la sala a su gabinete después de una deliberación, y se precipitó hacia él para darle la noticia.

Pero Billot encontró a su vez un incrédulo.

—¡Foulon, Foulon! —exclamó el alcalde—. ¡Qué locura!

—Pues mirad, señor Bailly —replicó el labrador—, aquí está Pitou, que le ha visto.

—Sí que le he visto, señor alcalde —dijo Pitou aplicando una mano sobre su pecho e inclinándose.

Y refirió a Bailly lo que acababa de contar a Billot. Entonces se vio palidecer al pobre Bailly, que comprendía toda la extensión de la catástrofe.

—Y ¿ese Acloque le envía aquí? —murmuró.

—Sí, señor alcalde.

—Pero ¿cómo le envía?

—¡Oh! Estad tranquilo —dijo Pitou, que se engañaba respecto a la inquietud de Bailly—, hay gente para guardar al prisionero, y no escapará en el camino.

—¡Ojalá pudiera hacerlo! —murmuró Bailly.

Y volviéndose hacia Pitou añadió:

—Gente para guardarle… ¿Qué entendéis por esto, amigo mío?

—Quiero decir gente del pueblo.

—¿Del pueblo?

—Más de veinte mil hombres, sin contar las mujeres —dijo Pitou con aire triunfante.

—¡Desgraciado! —exclamó Bailly—. ¡Señores, señores electores! —gritó el alcalde.

Y con voz estridente los llamó a todos.

Al dar cuenta de lo ocurrido no se oyeron a su alrededor más que exclamaciones y gritos de angustia.

Siguióse un silencio de terror, durante el cual un rumor confuso, lejano, incalificable, comenzó a penetrar en la Casa Ayuntamiento, semejante a uno de esos latidos de la sangre que zumba a veces en los oídos en las crisis cerebrales.

—¿Qué es eso? —preguntó un elector.

—¡Pardiez! El ruido de la multitud —contestó otro.

De improviso un coche rodó rápidamente por la plaza. En el interior iban dos hombres armados, que obligaron a bajar a un tercero, pálido y tembloroso.

Detrás del coche, conducido por San Juan, más sofocado que nunca, corrían unos cien jóvenes de doce a dieciocho años, de rostro demacrado y ojos brillantes.

—¡Foulon, Foulon! —gritaban corriendo casi tanto como los caballos.

Los dos hombres armados les llevaban, sin embargo, alguna ventaja, lo cual les dio tiempo para empujar a Foulon en la Casa Ayuntamiento, cuyas puertas se cerraron dejando fuera a los que gritaban.

—¡Al fin le tenemos aquí! —dijeron a los electores que esperaban en lo alto de la escalera.

—¡Señores, señores! —gritó Foulon temblando—. ¿Me salvaréis?

—¡Ah, señor! —contestó Bailly con un suspiro—. Sois un gran culpable.

—Sin embargo, caballero —replicó Foulon, cada vez más turbado—, por lo menos espero que habrá una justicia para defenderme.

En aquel momento, el tumulto exterior redobló.

—¡Ocultadle pronto! —gritó Bailly a las personas que le rodeaban—. De lo contrario…

Y, volviéndose hacia Foulon, le dijo:

—Escuchad: la situación es lo bastante grave para que se os consulte. ¿Queréis, puesto que aún es tiempo, tratar de huir por la puerta posterior de la Casa Ayuntamiento?

—¡Oh! No —exclamó Foulon—. Sería reconocido y asesinado.

—¿Preferís quedaros con nosotros? Yo haré, y estos señores también, cuanto sea humanamente posible para defenderos. ¿No es verdad, señores? —preguntó a sus compañeros.

—Lo prometemos —exclamaron todos los electores a la vez.

—¡Oh! Sí: prefiero quedarme con vosotros, señores. No me abandonéis.

—Os he dicho, caballero —replicó Bailly con dignidad—, que haremos cuanto sea humanamente posible para salvaros.

En aquel momento resonó en la plaza un inmenso clamoreo que, elevándose en los aires, penetró en la Casa Ayuntamiento por las ventanas abiertas.

—¿Oís, oís? —murmuró Foulon palideciendo.

En efecto: la multitud desembocaba, vociferando y espantosa de ver, por todas las calles que conducían a la Casa Ayuntamiento y sobre todo por el muelle Pelletier y la calle de la Vannerie.

Bailly se acercó a una ventana.

Los ojos, los cuchillos, las picas, las hoces y los mosquetes brillaban al sol, y en menos de diez minutos la vasta plaza quedó repleta de gente: era todo el cortejo de Foulon del que Pitou habló y que había aumentado más con los curiosos que, oyendo un gran ruido, acudían a la plaza de Gréve como hacia un centro.

Todas aquellas voces, y contábanse más de veinte mil, gritaban:

—¡Foulon, Foulon!

Entonces se vio a los cien precursores de aquellos furiosos señalar a la multitud la puerta por donde Foulon había entrado. Esta puerta fue amenazada al punto, y se comenzó a descargar sobre ella puntapiés, culatazos con los fusiles y golpes con palancas.

De repente se abrió.

Los guardias de la Casa Ayuntamiento se dejaron ver entonces y adelantándose contra los sitiadores, que, retrocediendo al pronto ante las bayonetas, dejaron libre en su primer espanto un ancho espacio vacío delante de la fachada.

Aquella guardia se situó en los escalones, firme y serena.

Los oficiales, por otra parte, en vez de amenazar, arengaban afectuosamente a la multitud, tratando de calmarla con sus protestas.

Bailly estaba aturdido: era la primera vez que el pobre astrónomo se encontraba ante la gran borrasca popular.

—¿Qué hacer? —preguntó a los electores—. ¿Qué hacer?

—¡Juzgarle! —gritaron varias voces.

—No se juzga bajo la intimidación de la multitud —dijo Bailly.

—¡Diantre! —repuso Billot—. ¿Tenéis suficientes tropas para defenderos?

—Ni siquiera hay doscientos hombres.

—Pues se necesitaría un refuerzo.

—¡Oh! Si se avisase al señor de Lafayette… —exclamó Bailly.

—Pues avisadle.

—¿Quién lo hará? ¿Quién podría atravesar las oleadas de esa multitud?

—Yo —contestó Billot.

Y se preparaba a salir. Bailly le detuvo.

—¡Insensato! —le dijo—. Mirad ese océano: seríais arrollado por la primera oleada. Si queréis llegar hasta el señor de Lafayette, y aun así no respondo de vos, pasad por la puerta posterior. Id.

—Bien —contestó sencillamente Billot.

Y partió como un rayo.