Capítulo XXXVIII

En el interior de la Casa Ayuntamiento el rey obtuvo una acogida muy lisonjera, y le llamaron Restaurador de la libertad.

Invitado a hablar, porque la sed de los discursos era cada día más intensa, y como el rey quería saber, al fin, el fondo de los pensamientos de cada cual, aplicó la mano sobre su corazón, y limitóse a decir:

—Señores, podéis contar siempre con mi cariño.

Mientras que escuchaba en la Casa Ayuntamiento las comunicaciones del Gobierno (pues a partir de aquel día hubo un verdadero Gobierno, constituido en Francia junto al Trono y la Asamblea Nacional, fuera del edificio), el pueblo se familiarizaba con los hermosos caballos del rey, con el coche dorado y con los lacayos y cocheros de Su Majestad.

Desde la entrada del rey en la Casa Ayuntamiento, Pitou, gracias a un luis que el padre Billot le había dado, se entretuvo en hacer con muchas cintas azules, blancas y rojas una colección de escarapelas nacionales de todos tamaños, con las cuales adornaba las orejas de los caballos, los arneses y todo el equipo.

Y, al ver esto el público imitador, había transformado literalmente el coche de Su Majestad en almacén de escarapelas.

El cochero y los lacayos ostentaban también profusamente este adorno.

Además se habían deslizado algunas docenas de repuesto en el interior del coche.

Sin embargo, justo es decir que Lafayette, siempre a caballo en la plaza, había tratado de rechazar a los celosos propagandistas de los colores nacionales; mas no lo había conseguido.

De modo que cuando el rey salió, al ver todos aquellos adornos de escarapelas, no pudo menos de murmurar:

—¡Oh, oh!

Y con la mano hizo una señal a Lafayette, como para indicarle que se acercara.

Lafayette se aproximó respetuosamente, bajando la espada.

—Señor Lafayette —le dijo el rey—, os buscaba para deciros que os confirmo en el mando de los guardias nacionales.

Y volvió a subir a su coche en medio de una aclamación universal.

En cuanto a Gilberto, tranquilo en adelante respecto al rey, se había quedado en la sala de sesiones con los electores y Bailly.

Sin embargo, al oír aquellos ruidosos gritos, que saludaban la marcha del rey, acercóse a la ventana y dirigió la última mirada a la plaza a fin de vigilar la conducta de sus dos campesinos.

Eran siempre, o por lo menos parecían ser, los mejores amigos del rey.

De repente Gilberto vio llegar por el muelle Pelletier, con toda la rapidez posible, un jinete cubierto de polvo, que se abría paso en medio de una multitud respetuosa y dócil aún.

El pueblo, bueno y complaciente aquel día, sonreía repitiendo:

—¡Un oficial del rey, un oficial del rey!

Y los gritos de viva el rey saludaron al oficial, mientras que las manos de las mujeres acariciaban el caballo lleno de espuma.

Aquel oficial penetró hasta la carroza, y llegaba a la portezuela en el momento en que el caballerizo acababa de cerrarla detrás del rey.

—¡Ah! —exclamó Luis XVI—. ¿Sois vos, Charny?

Y en voz más baja preguntó:

—¿Cómo siguen por allí? ¿Y la reina?

—Muy inquieta, señor —contestó el oficial, pasando casi del todo la cabeza por la portezuela del coche.

—¿Volvéis a Versalles?

—Sí, señor.

—Pues bien: tranquilizad a nuestros amigos: no ha ocurrido ninguna novedad.

Charny saludó, y al levantar la cabeza vio al señor de Lafayette, que le hizo una señal amistosa.

Charny se dirigió a Lafayette y ofrecióle la mano, lo cual bastó para que el oficial del rey y su caballo fueran empujados por la multitud desde el sitio donde se hallaban hasta el muelle, donde, gracias a la rigurosa consigna de la guardia nacional, se abría ya calle para que pasara Su Majestad.

El rey dispuso que el coche continuara al paso hasta la plaza de Luis XV, donde se encontró a los guardias de corps que esperaban con impaciencia la vuelta del rey; de modo que a partir de aquel momento, y como esta impaciencia se comunicase a todos, los caballos tomaron un paso que se aceleró cada vez más a medida que se avanzaba hacia el camino de Versalles.

Gilberto, desde la ventana, había advertido la llegada de aquel jinete aunque no le conociera, adivinando cuántas serían las angustias de la reina, tanto más cuanto que desde hacía tres horas no se había podido enviar ningún correo a Versalles a través de aquella multitud sin excitar sospechas o revelar una debilidad.

No sospechaba, sin embargo, más que una pequeña parte de lo que había ocurrido en Versalles.

Vamos a conducir allí al lector, a fin de no entretenerle demasiado con la historia.

La reina había recibido el último correo del rey a las tres.

Gilberto había hallado medio de expedirle en el momento en que el rey, pasando bajo la bóveda de acero, acababa de entrar sano y salvo en la Casa Ayuntamiento.

Cerca de la reina hallábase la condesa de Charny, que acababa de abandonar el lecho, donde una grave indisposición la retenía desde la víspera.

Muy pálida aún, apenas tenía fuerza para levantar los ojos, cuyos pesados párpados volvían a caer siempre como bajo el peso de un dolor o de una vergüenza.

La reina, al verla, sonrió, pero con esa sonrisa de costumbre que, para las personas familiares, parece estereotipada en los labios de los príncipes y de los reyes.

Y como aún exaltaba a la reina la alegría de saber que Luis XVI estaba seguro, dijo a los que la rodeaban:

—¡Otra buena noticia! ¡Ojalá pase así todo el día!

—¡Oh, señora! —dijo un cortesano—. ¡Vuestra Majestad se alarma sin motivo, pues los parisienses conocen demasiado bien la responsabilidad que sobre ellos pesa!

—Pero, señora —dijo otro cortesano menos tranquilo—, ¿está bien segura Vuestra Majestad de que las noticias son auténticas?

—¡Oh! Sí —contestó la reina—; la persona que me las envía me ha respondido del rey con su cabeza, y, por otra parte, le creo un amigo.

—¡Oh! Si es un amigo —repuso el cortesano inclinándose—, nada tengo que decir.

La señora de Lamballe, que se hallaba a pocos pasos, se acercó.

—Es el nuevo médico del rey: ¿no es cierto? —preguntó a María Antonieta.

—Gilberto, sí —contestó aturdidamente la reina—, sin pensar que descargaba a su lado un golpe terrible.

—¡Gilberto! —exclamó Andrea, estremeciéndose como si la hubiese mordido una víbora en el corazón—. ¡Gilberto amigo de Vuestra Majestad!

Andrea se volvió, con los ojos brillantes y las manos crispadas por la cólera y la vergüenza, acusando altivamente a la reina por su mirada y su actitud.

—Pero… debo decir… —murmuró la reina vacilando.

—¡Oh señora, señora! —dijo en voz baja Andrea con tono de amarga reprensión.

A este incidente misterioso siguióse un silencio mortal.

Pero de pronto se oyó un paso discreto en la habitación contigua.

—¡El señor de Charny! —exclamó a media voz la reina, como para advertir a Andrea que se repusiese.

Charny había oído, Charny había visto; pero no comprendía.

Sin embargo, observó la palidez de Andrea y la confusión de María Antonieta.

No debía preguntar a la reina; pero Andrea era su esposa y tenía derecho para interrogarla.

Se acercó a ella, y con un tono del más amistoso interés, preguntó:

—¿Qué ocurre, señora?

—Nada, señor conde —contestó Andrea haciendo un esfuerzo.

Charny se volvió entonces hacia la reina, que, a pesar de haberse acostumbrado mucho a situaciones equívocas, había tratado inútilmente ocho o diez veces de sonreír sin poder conseguirlo ni una sola.

—Parece que dudáis de la abnegación del señor Gilberto —dijo a Andrea—. ¿Tendríais algún motivo para sospechar de su fidelidad?

Andrea no contestó.

—Decid, señora, decid —insistió Charny.

Y como Andrea se mantuviese siempre muda, añadió:

—¡Oh! Hablad, señora, porque esa delicadeza sería censurable aquí. Pensad que se trata de la salvación de nuestros reyes.

—Ya lo sé, caballero; pero no sé a qué propósito decís eso —replicó Andrea.

—Habéis dicho, y yo lo he oído… Apelo, por lo demás, a la princesa —dijo Charny—, interrumpiéndose para saludar a la señora de Lamballe. Habéis dicho en son de queja: «¡Oh! ¡Ese hombre vuestro amigo!…».

—Es verdad, eso habéis dicho, amiga mía —contestó la princesa de Lamballe con su ingenua buena fe.

Y, acercándose a Andrea a su vez, añadió:

—Si sabéis alguna cosa, el señor de Charny tiene razón.

—¡Por piedad, señora, por piedad! —murmuró Andrea, en voz bastante baja para no ser oída más que de la princesa.

La señora de Lamballe se alejó.

—¡Dios mío! Era bien poca cosa —dijo la reina, comprendiendo que tardar más tiempo en intervenir sería una falta de lealtad—; la señora condesa expresaba un temor vago, sin duda, y decía que era muy difícil que un revolucionario de América, que un amigo del señor Lafayette fuese nuestro amigo.

—Sí, temor vago… —repitió maquinalmente Andrea—, muy vago.

—Un temor semejante al que esos señores expresaban antes de que la condesa manifestara el suyo —repuso María Antonieta.

Y señaló con la mirada a los cortesanos que habían expresado antes sus dudas.

Pero se necesitaba más que esto para convencer a Charny, y la confusión que observó al llegar le indicaba un misterio, por lo cual insistió.

—No importa, señora —dijo—. Me parece que sería deber vuestro no expresar solamente un temor vago, sino precisarlo.

—¡Vamos! —dijo la reina con dureza—. ¿Volvéis otra vez al asunto? —¡Señora!

—Dispensad, mas veo que interrogáis otra vez a la condesa de Charny.

—Os pido mil perdones, señora —repuso el conde— lo hacía por interés, por…

—Por vuestro amor propio, ¿no es verdad? ¡Ah, señor de Charny! —añadió la reina con una ironía cuyo peso sintió el conde—. Decidlo francamente, decid que estáis celoso.

—¡Celoso! —exclamó Charny sonrojándose—. Pero ¿de quién? Tenga Vuestra Majestad la bondad de indicármelo.

—De vuestra esposa, al parecer —replicó la reina con acritud.

—¡Señora! —balbuceó Charny, aturdido ante aquella provocación.

—Es muy natural —repuso con sequedad María Antonieta—, y la condesa vale seguramente la pena.

Charny dirigió a la reina una mirada como para advertirla que iba demasiado lejos.

Pero esto era inútil, y la precaución superflua, pues cuando en aquella leona herida el dolor hacía sentir su abrasado aguijón, nada contenía ya a la mujer.

—Sí, comprendo que estáis celoso, señor de Charny, celoso e inquieto; es el estado habitual de todo corazón que ama y que, por lo tanto, vela.

—¡Señora! —repitió Charny.

—Por eso yo —prosiguió la reina— experimento en este instante el mismo sentimiento que vos; siento a la vez celos e inquietud —añadió, recalcando la palabra celos—; el rey está en París, y yo no vivo.

—Pero, señora —dijo Charny, sin comprender la causa de aquella tempestad, que se cargaba cada vez más de relámpagos y de rayos—, acabáis de recibir noticias del rey; son buenas, y, de consiguiente, debían tranquilizaros.

—¿Os habéis tranquilizado vos cuando la condesa y yo contestamos a vuestras preguntas hace un momento? Charny se mordió los labios.

Andrea comenzaba a levantar la cabeza, sorprendida y espantada a la vez: sorprendida por lo que oía, espantada por lo que creía comprender.

El silencio que se había producido por causa de Andrea a la primera pregunta de Charny, se produjo ahora en los presentes por causa de la reina.

—En efecto —prosiguió María Antonieta con una especie de furor—; es propio de las personas que aman no pensar más que en el objeto de su cariño, y sería una alegría para los pobres corazones sacrificar despiadadamente todo sentimiento que los agita. ¡Dios mío, qué inquieta estoy por el rey!

—Señora —se aventuró a decir uno de los presentes—, otros correos llegarán.

—¡Oh! ¿Por qué no estoy en París, en vez de hallarme aquí? ¿Porqué no estoy cerca del rey? —dijo María Antonieta, que había visto a Charny turbarse desde que ella trataba de infundirle esos celos que ella misma experimentaba con tal violencia.

Charny se inclinó.

—Si no es más que eso, señora —dijo—, voy a marchar; y si, como Vuestra Majestad lo cree, hay peligro para el rey, si esa preciosa cabeza está expuesta, creed, señora, que no será por falta de haber arriesgado la mía. Marcho ahora mismo.

Y saludando, en efecto, dio un paso para salir.

—¡Caballero, caballero! —exclamó Andrea, colocándose delante de Charny—, reportaos un poco.

No faltaba más a esta escena que la explosión de los temores de Andrea.

Por eso, apenas la condesa hubo pronunciado estas palabras imprudentes, saliendo a pesar suyo de su frialdad ordinaria, para manifestar una inusitada solicitud, la reina palideció espantosamente.

—¡Eh, señora! —dijo a Andrea—. ¿Cómo es que usurpáis aquí el derecho de la reina?

—¡Yo, señora! —balbuceó Andrea, comprendiendo que por primera vez acababa de dar a conocer el fuego que abrasaba su alma hacía tanto tiempo.

—¡Cómo! —continuó María Antonieta—. ¿Vuestro esposo está al servicio del rey, debe ir a buscarle, se expone por él, y cuando se trata de su servicio decís al señor de Charny que se reporte?

Al oír estas iracundas palabras, Andrea perdió el conocimiento, vaciló y hubiera caído en el suelo si Charny, precipitándose hacia ella, no hubiese alargado sus brazos.

Un movimiento de indignación que el conde no fue dueño de reprimir acabó de desesperar a María Antonieta, que creía no ser más que una rival ofendida y que había sido una soberana injusta.

—La reina tiene razón —dijo al fin Charny, haciendo un esfuerzo—, y vuestro impulso, señora condesa, ha sido impropio. No tenéis esposo cuando se trata de los intereses del rey, y yo debería ser el primero que os ordenara reprimir vuestra sensibilidad, si creyese que os dignáis sentir algún temor por mí.

Y volviéndose hacia María Antonieta añadió con frialdad:

—Estoy a las órdenes de la reina, y marcho. Yo soy quien os traerá noticias del rey, y serán buenas o no traeré ninguna.

Pronunciadas estas palabras, inclinóse profundamente y partió, sin que la reina, poseída a la vez de terror y de cólera, pensara en detenerle.

Un momento después se oyeron resonar en el patio los cascos de un caballo que partía a galope.

La reina permaneció inmóvil, pero presa de una agitación interior, tanto más terrible cuanto mayores eran los esfuerzos que hacía para ocultarla.

Cada cual, comprendiendo o no la causa de aquella agitación, respetó, por lo menos al retirarse, el reposo de la soberana, dejándola sola.

Andrea salió de la habitación con los demás, mientras que María Antonieta acariciaba a sus hijos, a quienes había enviado a buscar, y que habían entrado en aquel momento.