Empujando y codeando así, pero siguiendo siempre al ayudante de campo del señor de Beauvau, Gilberto, Billot y Pitou llegaron, al fin, a estar cerca de la carroza, donde el rey, acompañado de los señores de Estaing y de Villequier, avanzaban lentamente en medio de una multitud cada vez mayor.
¡Espectáculo curioso, inusitada y desconocido, pues se producía por primera vez! Todos aquellos guardias nacionales de la campiña, soldados improvisados, acudían con gritos de alegría para ver pasar al rey; saludábanle con sus bendiciones, trataban de hacerse ver, y, en vez de volverse a sus casas, agregábanse a la escolta para acompañar al rey en su marcha.
¿Por qué? Nadie hubiera podido decirlo. ¿Obedecían al instinto? ¿Se quería ver de nuevo al rey bienamado?
Porque, forzoso es decirlo, en aquella época, Luis XVI era un rey adorado, a quien los franceses hubieran erigido altares, a no ser por el profundo desprecio que Voltaire había inspirado hacia estos.
Luis XVI no tuvo, pues, sus altares; pero fue únicamente porque los hombres enérgicos le apreciaban demasiado en aquella época para imponerle semejante humillación.
El rey divisó a Gilberto apoyado en el brazo de Billot, y detrás de ellos a Pitou, que siempre iba arrastrando su gran sable.
—¡Ah, doctor! ¡Qué buen tiempo y qué buen pueblo!
—Ya lo veis, señor —repuso Gilberto.
Y se inclinó hacia el rey, añadiendo:
—¿Qué había prometido yo a Vuestra Majestad?
—Sí, caballero, sí, y habéis cumplido dignamente vuestra palabra.
El rey levantó la cabeza, y, con la intención de que le oyesen, dijo:
—Vamos muy despacio; pero a mí me parece demasiado deprisa, para todo lo que hoy tenemos que ver.
—Señor —dijo Beauvau—, al paso que vamos, Vuestra Majestad tarda tres horas en recorrer una legua, y difícil es caminar con más lentitud.
En efecto, los caballos se detenían a cada momento; había discursos y contestaciones; y los guardias nacionales «fraternizaban» (se acababa de encontrar esta palabra) con los guardias de corps de Su Majestad.
—¡Ah! —se decía Gilberto, que contemplaba como filósofo aquel curioso espectáculo—. Si se fraterniza con los guardias de corps, es porque antes de ser amigos eran enemigos.
—Oíd, señor Gilberto —dijo Billot a media voz—, he mirado y escuchado muy bien al rey, y opino que es todo un buen hombre.
Y el entusiasmo que Billot sentía fue causa de que acentuase sus últimas palabras de tal modo que el rey y el estado mayor las oyeron.
El estado mayor se rio.
El rey, haciendo un movimiento de cabeza, sonrió a su vez y dijo:
—He ahí un elogio que me place.
Y estas palabras fueron pronunciadas bastante alto para que Billot las oyese.
—¡Oh! Tenéis razón, señor, porque es elogio que no hago a todos —repuso Billot entrando de lleno en la conversación con su rey—, como Michaud con Enrique IV.
—Esto me lisonjea tanto más —replicó el rey muy apurado y no sabiendo cómo hacer para conservar la dignidad de rey, hablando graciosamente lo mismo que un patriota.
¡Ay! El pobre príncipe no estaba acostumbrado aún a titularse rey de los franceses.
Creía llamarse aún rey de Francia.
Billot, sumamente satisfecho, no se tomó la molestia de reflexionar si Luis XVI, desde el punto de vista filosófico, acababa de abdicar el título de rey para tomar el de hombre, y, comprendiendo hasta qué punto este lenguaje se acercaba a la buena fe rústica, regocijábase de comprender a un rey y de ser comprendido de este.
Por eso, a partir de aquel momento, Billot no dejó de entusiasmarse cada vez más: «bebía las facciones del rey», según la expresión virgiliana, un largo amor a la monarquía constitucional, comunicábale a Pitou, el cual, demasiado lleno de su propio amor y de lo superfluo del amor de Billot, respondía con vigorosos gritos primero, sordos después y más vagos al fin:
—¡Viva el rey! ¡Viva el padre del pueblo!
Esta modificación en la voz de Pitou efectuábase a medida que se enronquecía.
Pitou estaba del todo ronco cuando el cortejo llegó al Point du Jour, donde Lafayette, a caballo sobre el famoso corcel blanco, reprimía las cohortes indisciplinadas de la guardia nacional, que se habían escalonado desde las cinco de la mañana en el terreno para escoltar al rey.
Ahora bien: ya eran cerca de las dos.
La entrevista del rey con el nuevo jefe de la Francia armada se efectuó de una manera satisfactoria para los asistentes; pero el rey comenzaba a fatigarse, no hablaba más y contentábase con sonreír.
El general en jefe de las milicias parisienses, por su parte, no mandando ya, gesticulaba.
El rey tuvo la satisfacción de ver que se gritaba casi tanto viva el rey como viva Lafayette; mas, por desgracia, aquella era la última vez que debía saborear esta satisfacción del amor propio.
Por lo demás, Gilberto iba siempre junto a la portezuela del coche del rey, Billot muy cerca del doctor, y Pitou al lado de su amo.
Gilberto, fiel a su promesa, había encontrado medio de expedir cuatro correos a la reina desde que salió de Versalles.
Todos ellos habían llevado buenas noticias, pues el rey había visto por doquiera los gorros o bonetes arrojados al aire; pero en estos brillaba una escarapela con los colores de la nación, especie de censura a las escarapelas blancas que los guardias del rey, y hasta este último, llevaban en sus sombreros.
En medio de su alegría y de su entusiasmo, aquella divergencia de las escarapelas era la única cosa que contrariaba a Billot.
El labrador llevaba en su tricornio una enorme escarapela tricolor; la del rey era blanca. De modo que el súbdito y el soberano no tenían aficiones del todo semejantes.
Esta idea le preocupaba de tal modo, que se declaró a Gilberto en un instante en que el doctor no hablaba ya con Su Majestad.
—Señor Gilberto —le dijo—, ¿por qué no lleva el rey la escarapela nacional?
—Porque, o no sabe que hay una nueva, amigo Billot, o le parece que la suya debe ser la de la nación.
—No, no; porque su escarapela es blanca, y la nuestra tricolor.
—Un instante —dijo Gilberto deteniendo a Billot cuando iba a repetir las frases de los diarios—. La escarapela del rey es blanca, como lo es también la bandera de Francia, y no tiene de ello la culpa el soberano. Escarapela y bandera eran blancas mucho antes de que él viniese al mundo, y, por lo demás, querido Billot, ambas han hecho sus pruebas. El bailío[29] de Suffren llevaba en el sombrero escarapela blanca cuando restableció nuestro pabellón en la península de la India, y también adornaba la del sombrero de Assas, a lo cual debió este que los alemanes le reconocieran de noche cuando se dejó matar para que no sorprendieran a sus soldados. Escarapela blanca llevaba en el sombrero el mariscal de Sajonia cuando batió a los ingleses en Fontenoy, y blanca era también la del señor de Conde cuando derrotó a los imperiales en Rocroy, en Friburgo y en Lens. He aquí lo que ha hecho la escarapela blanca y otras muchas cosas más, amigo Billot, mientras que la escarapela nacional, que tal vez dará la vuelta al mundo, como lo ha predicho Lafayette, no ha tenido tiempo aún de hacer nada, atendido que tan sólo existe desde hace tres días. Yo no quiero decir que permanezca ociosa; pero, en fin, no habiendo hecho nada todavía, deja al rey el derecho de esperar a que haga.
—¡Cómo que no ha hecho aún nada la escarapela nacional! —exclamó Billot—. Pues ¿no ha tomado la Bastilla?
—Sí tal —contestó con tristeza Gilberto—, tenéis razón, Billot.
—He aquí por qué —repuso con expresión triunfante el labrador— el rey debería usarla.
Gilberto dio un codazo a Billot, porque había notado de pronto que el rey escuchaba, y después dijo en voz baja:
—¿Estáis loco, Billot? Y ¿contra quién se ha tomado la Bastilla? A mí me parece que contra la monarquía; y he aquí que ahora queréis que el rey lleve los trofeos de vuestro triunfo y las insignias de su derrota. ¡Insensato! El rey es hombre de corazón, lleno de bondad y de franqueza, y vos queréis convertirle en hipócrita.
—Pero advertid —repuso Billot más humildemente, pero sin darse por vencido del todo—, no se ha tomado precisamente la Bastilla contra el rey, sino contra el despotismo.
Gilberto se encogió de hombros, pero con esa delicadeza del hombre superior que no quiere poner el pie sobre su conciencia por temor de aplastarla.
—No —continuó Billot animándose—, no hemos combatido contra nuestro buen rey, sino contra sus satélites.
En aquella época se decía, en política, satélites en vez de soldados, como en el teatro se decía corcel en vez de caballo.
—Por lo demás —continuó Billot, con visos de razón—, su Majestad los desaprueba, puesto que viene a vernos, y esto quiere decir que nos aprueba. Nosotros, los vencedores de la Bastilla, hemos trabajado para nuestra felicidad y en honor suyo.
—¡Ay de mí! —murmuró Gilberto, que no sabía cómo conciliar lo que expresaba el rostro del rey con lo que sentía su corazón.
En cuanto a Luis XVI, en medio del murmullo confuso de la marcha, comenzaba a oír algunas palabras de la discusión empeñada a su lado.
Gilberto, echando de ver la atención del rey en aquel debate, esforzábase todo lo posible para conducir a Billot a un terreno menos resbaladizo que aquel en que se había aventurado.
De repente se interrumpió la marcha: se acababa de llegar al Cours-la-Reine, a la antigua puerta de la Conferencia, en los Campos Elíseos.
En este punto, una diputación de electores y regidores, presididos por el nuevo alcalde, Bailly, se había situado en buen orden, con una guardia de trescientos hombres al mando de un coronel, y trescientos individuos, por lo menos, de la Asamblea Nacional, elegidos, como ya se comprenderá, en las filas del Tercer Estado.
Dos electores combinaban sus fuerzas y su destreza para mantener en equilibrio una bandeja de plata sobredorada, en la cual se veían dos enormes llaves, las de la ciudad de París en tiempo de Enrique IV.
Aquel espectáculo imponente puso término a todas las conversaciones particulares, y cada cual, tanto en los grupos como en las filas, se preparó, según las circunstancias, para oír los discursos que iban a cruzarse en aquella ocasión.
Bailly, el digno sabio, buen astrónomo, a quien se había elegido diputado primeramente, luego alcalde y después orador, todo a pesar suyo, había preparado un largo discurso de honor, el cual tenía por exordio, según las más estrictas leyes de la retórica, un elogio al rey, desde el advenimiento de Turgot al poder hasta la toma de la Bastilla. Poco faltaba, tal es el privilegio de la elocuencia, para que se atribuyese al rey la iniciativa de los acontecimientos que el pueblo, apurado, no había hecho más que sufrir, como hemos visto, contra su voluntad.
Bailly estaba muy satisfecho de su discurso, cuando un incidente (Bailly es quien le refiere en sus Memorias) le proporcionó un nuevo exordio mucho más pintoresco que aquel que había preparado, el único, además, que se haya conservado en la memoria del pueblo, siempre dispuesto a sorprender las buenas y sobre todo las bellas frases pronunciadas sobre un hecho material.
Avanzando con los regidores y los electores, Bailly se alarmaba por la pesadez de las llaves que iba a presentar al rey.
—¿Creéis, por ventura —dijo sonriéndose—, que después de mostrar este monumento al rey me fatigaré en llevarle de nuevo a París?
—Pues ¿qué haréis? —preguntó un elector.
—¿Lo que haré? —repuso Bailly—. Las dejaré en vuestras manos, o las arrojaré en cualquier foso al pie de un árbol.
—Guardaos bien de hacerlo —exclamó el elector escandalizado—. ¿No sabéis que esas llaves son las mismas que la ciudad de París presentó a Enrique IV después del sitio? Son preciosas, y de una antigüedad inestimable.
—Tenéis razón —replicó Bailly—, las llaves ofrecidas a Enrique IV, conquistador de París, se ofrecen a Luis XVI, que… ¡Ah! —se dijo el digno alcalde—. He aquí una hermosa antítesis, digna de presentarse.
Y, tomando un lápiz, escribió encima de su discurso preparado el siguiente exordio:
Señor, traigo a Vuestra Majestad las llaves de la buena ciudad de París, las mismas que se ofrecieron a Enrique IV. Había reconquistado su pueblo, y hoy el pueblo reconquista su rey.
La frase era hermosa y oportuna, y se incrustó en el ánimo de los parisienses; pero de todos los discursos de Bailly, y hasta de sus obras, es lo único que ha sobrevivido.
En cuanto a Luis XVI, aprobó con la cabeza, pero sonrojándose, pues comprendió la epigramática ironía disfrazada bajo el respeto y las frases oratorias.
Y murmuró en voz baja:
—María Antonieta no se dejaría engañar por esa falsa veneración del señor Bailly, y contestaría de muy distinta manera que yo lo haré a ese malhadado astrónomo.
Esto fue causa de que Luis XVI, por haber comprendido demasiado bien el principio del discurso del señor Bailly, no escuchara hasta el fin, así como tampoco el del señor Delavigne, presidente de los electores, del cual no oyó ni el principio ni el fin.
Sin embargo, terminados los discursos, el rey, temiendo no parecer bastante regocijado de cuanto le habían dicho agradable, repuso con noble expresión, sin aludir a nada de los discursos, que los homenajes de la ciudad de París y de los electores le complacían infinitamente.
Después de esto dio la orden de marcha.
Pero antes de continuarla despidió a sus guardias de corps, a fin de corresponder con una amable confianza a los agasajos que acababa de hacerle la municipalidad por conducto de los electores y del señor Bailly.
Solo entonces, en medio de la compacta multitud de los guardias nacionales y de los curiosos, la carroza avanzó más rápidamente.
Gilberto y su compañero Billot continuaban siempre junto a la portezuela de la derecha.
En el momento en que el coche atravesaba la plaza de Luis XV resonó una detonación en el otro lado del Sena, y un humo blanquecino ascendió como un velo de incienso hacia el cielo azul, donde se desvaneció al punto.
Como si el ruido de aquel disparo hubiera tenido eco en su persona, Gilberto experimentó una violenta sacudida; durante un segundo faltóle la respiración, y llevóse la mano al pecho, donde acababa de sentir un dolor agudo.
Al mismo tiempo se oyó un grito de angustia cerca del coche real, y una mujer cayó atravesada de un balazo recibido más abajo del hombro derecho.
Uno de los botones del traje de Gilberto, botón de acero negro, ancho y cortado en facetas, según la moda de la época, había sido tocado por la misma bala.
Sirviendo de coraza, el proyectil había rebotado, y de aquí el dolor y la sacudida que Gilberto experimentó.
La bala había rasgado también su chaleco negro y parte de la chorrera; y después, despedida por el botón de Gilberto, acababa de matar a la desgraciada mujer, que algunos se apresuraron a llevarse moribunda y ensangrentada.
El rey había oído la detonación, pero sin ver nada.
Y sonriéndose se inclinó hacia Gilberto, diciéndole:
—Por allí queman pólvora en honor mío.
—Sí, señor —contestó el doctor.
Pero se guardó muy bien de manifestar a Su Majestad lo que pensaba de la ovación que se le hacía.
Sin embargo, en voz muy baja se confesó que la reina había tenido razón de temer, puesto que sin él, que cerraba el paso de la portezuela, aquella bala que rebotó en su botón de acero habría llegado directamente al rey.
Y ¿de qué mano partía aquel tiro tan bien dirigido? ¡No se quiso averiguarlo entonces!… Y, por lo tanto, no se sabrá jamás.
Billot, pálido al ver lo que acababa de suceder, con los ojos fijos sin cesar en aquel desperfecto del traje de Gilberto, obligó a Pitou a redoblar sus gritos de: «¡Viva el Padre de los franceses!».
El acontecimiento era tan importante, por lo demás, que el episodio se olvidó pronto.
Luis XVI llegó, al fin, ante la Casa Ayuntamiento, después de haber sido saludado en el Puente Nuevo por una salva de cañones, que al menos no estaban cargados con bala.
En la fachada de la Casa Ayuntamiento ostentábase una inscripción en grandes caracteres, negros de día, pero que por la noche debían iluminarse y brillar transparentes.
Esta inscripción era debida a las ingeniosas elucubraciones de la municipalidad.
He aquí lo que decía:
A Luis XVI, padre de los franceses y rey de un pueblo libre.
Otra antítesis bien diferente, por su importancia, de la del discurso de Bailly, y que hacía proferir gritos de admiración a todos los parisienses reunidos en la plaza.
Esta inscripción atrajo la mirada de Billot.
Pero como Billot no sabía leer, mandó a Pitou que se la leyese; y quiso que se la repitiera por segunda vez, como si no hubiera oído bien la primera.
Y cuando Pitou leyó de nuevo, sin cambiar una sola palabra, Billot preguntó:
—¿Dice eso, dice eso?
—Sin duda —contestó Pitou.
—¡La municipalidad ha hecho escribir que el rey era soberano de un pueblo libre!
—Sí, padre Billot.
—Pues entonces —exclamó el labrador—, si la nación es libre, tiene derecho para ofrecer al rey su escarapela.
Y de un salto, precipitándose al encuentro de Luis XVI, que se apeaba de su carroza frente a la escalinata de la Casa Ayuntamiento, le dijo:
—Señor, habéis visto en el Puente Nuevo que la estatua de bronce de Enrique IV tiene puesta la escarapela nacional.
—¿Y bien? —preguntó el rey.
—Pues que, si Enrique IV lleva la escarapela tricolor, también podéis usarla vos, señor.
—Ciertamente —dijo Luis XVI, algo apurado—, y si tuviera una…
—¡Pues bien! —exclamó Billot, alzando la voz y levantando la mano—, en nombre del pueblo, yo os ofrezco esta, en lugar de la vuestra: aceptadla.
Bailly intervino.
El rey estaba pálido, comenzaba a sentir la progresión, y miró a Bailly como para interrogarle.
—Señor —dijo el alcalde—, es la señal distintiva de todo francés.
—En tal caso, acepto —dijo el rey, tomando la escarapela de manos de Billot.
Y, desviando a un lado la escarapela blanca, fijó en su sombrero la que acababa de recibir.
Un inmenso ¡hurra!, de triunfo resonó en la plaza.
Gilberto volvió la cabeza, profundamente resentido.
Parecíale que el pueblo iba demasiado deprisa y que el rey no resistía bastante.
—¡Viva el rey! —gritó Billot, dando así la señal de una segunda salva de aplausos.
—¡El rey ha muerto! —murmuró el doctor—. ¡Ya no hay rey en Francia!
Se había formado una bóveda de acero con un millar de espadas desde el sitio donde el rey se apeó del coche hasta la sala en que se le esperaba.
Luis XVI pasó bajo aquella bóveda y desapareció en las profundidades de la Casa Ayuntamiento.
—Eso no es un arco de triunfo —dijo Gilberto— eso es pasar por las Horcas Caudinas.
Y, exhalando un suspiro, exclamó:
—¡Ah! ¡Qué dirá la reina!