Capítulo XXXVI

Al salir de la habitación de la reina, el rey se vio rodeado inmediatamente de todos los oficiales y las personas de su servicio particular, designadas por él para hacer el viaje a París.

Eran los señores de Beauvau, de Villeroy, de Nesle y de Estaing. Gilberto esperó, confundido en medio de la multitud, a que Luis XVI le viese, aunque sólo fuera para dirigirle al paso una mirada.

Era visible que toda aquella gente estaba en la duda, y que no podía creer en la persistencia de semejante resolución.

—Después de almorzar, señores —dijo el rey—, marcharemos.

Y como divisase a Gilberto, añadió:

—¡Ah! Ya estáis ahí, doctor. ¡Muy bien! Sabed que vendréis conmigo.

—A vuestras órdenes, señor.

El rey pasó a su gabinete, donde trabajó dos horas.

Al cabo de este tiempo oyó misa con todo el personal de su servicio, y a eso de las nueve sentóse a la mesa.

Se almorzó con el ceremonial acostumbrado; pero la reina, a quien se vio después de la misa con los ojos hinchados y enrojecidos, quiso sentarse a la mesa, aunque sin comer nada, a fin de estar más tiempo con su esposo.

María Antonieta se había presentado con sus dos hijos, que algo conmovido ya, sin duda por los consejos maternales, paseaban sus miradas inquietas desde el rostro de su padre a la multitud de oficiales y guardias.

De vez en cuando, y obedeciendo a su madre, los niños enjugaban una lágrima que asomaba entre sus pestañas, y este espectáculo excitaba la compasión de los unos, la cólera de los otros y el dolor de todos.

El rey comió estoicamente; habló varias veces a Gilberto sin mirarle, y dirigió de continuo la palabra a la reina, siempre con un afecto profundo.

Por último, dio instrucciones a sus oficiales.

Terminaba ya su almuerzo, cuando le anunciaron que una numerosa columna de hombres a pie, procedente de París, aparecía en la extremidad de la gran avenida que desembocaba en la plaza de Armas.

En el instante mismo, oficiales y guardias se precipitaron fuera de la sala; y el rey levantó la cabeza y miró a Gilberto; mas, viendo que este sonreía, acabó de almorzar tranquilamente.

La reina palideció e inclinóse hacia el señor de Beauvau para rogarle que se informase.

El señor de Beauvau salió precipitadamente, mientras que la reina se acercaba a la ventana.

Cinco minutos después, el señor de Beauvau entró.

—Señor —dijo al rey—, son los guardias nacionales de París, que al saber, por el rumor circulado en la capital, que Vuestra Majestad se proponía ir a ver a los parisienses, se han reunido en número de unos diez mil para salir a vuestro encuentro, y, al ver que tardabais, han avanzado hasta Versalles.

—¿Qué intenciones parecen tener? —preguntó el rey.

—Las mejores del mundo —contestó el señor de Beauvau.

—¡No importa! —dijo la reina—. Cerrad las verjas.

—Guardaos bien de hacerlo —replicó el rey—. Basta que estén cerradas las puertas del palacio.

La reina, frunciendo el ceño, dirigió una mirada a Gilberto.

El doctor la esperaba, pues la mitad de su predicción se había realizado: prometió la llegada de veinte mil hombres, y diez mil se presentaban ya.

El rey se volvió hacia el señor de Beauvau, y le dijo:

—Cuidad de que se dé un refresco a esa buena gente.

El señor de Beauvau bajó por segunda vez para trasmitir a los reposteros las órdenes del rey y volvió a subir.

—¿Qué hay? —preguntó Luis XVI.

—Que vuestros parisienses, señor, discuten vivamente con los señores guardias.

—¡Cómo! —repuso el rey—. ¿Hay discusión?

—¡Oh! De pura cortesía. Como han sabido que Su Majestad se propone marchar dentro de dos horas, quieren esperar para ir detrás de la carroza de Su Majestad.

—Pero ¿no van ellos a pie? —preguntó la reina.

—Sí, señora.

—Pues bien: el rey tiene su coche con buenos caballos, que van muy deprisa, y ya sabéis, señor de Beauvau, que a Su Majestad le agrada viajar con rapidez.

Estas palabras, así acentuadas, significaban:

—Poned alas en el coche del rey.

Luis XVI hizo un ademán para interrumpir el coloquio.

—Iré al paso —dijo.

La reina exhaló un suspiro, que parecía casi un grito de cólera.

—No es justo —añadió tranquilamente el rey— que haga correr a esa buena gente, después de haberse molestado para dispensarme este honor; iré al paso, y más despacio aún, a fin de que todo el mundo pueda seguirme.

Los presentes manifestaron su admiración por un murmullo aprobador; pero al mismo tiempo se notó en varias fisonomías el reflejo de la reprobación que se manifestaba claramente en las facciones de la reina por aquella bondad de alma que ella consideraba como una debilidad.

De pronto se abrió una ventana.

La reina volvió la cabeza con asombro: era. Gilberto, que en su calidad de médico hacía uso de su derecho, mandando abrir todo para renovar el aire del corredor, viciado por el olor de los manjares y la respiración de más de cien personas.

El doctor se colocó detrás de las cortinillas de aquella ventana abierta, y por ella se oyeron las voces de la multitud reunida en el patio.

—¿Qué es eso? —preguntó el rey.

—Señor, son los guardias nacionales, que están en medio del sol y que deben tener mucho calor.

—¿Por qué no invitarlos a venir a almorzar con el rey? —dijo en voz baja a la reina uno de sus favoritos.

—Sería necesario conducirlos a la sombra, al patio de mármol, bajo los vestíbulos, y a dondequiera que haya un poco de frescura —dijo el rey.

—¡Diez mil hombres bajo los vestíbulos! —exclamó la reina.

—Repartidos por todas partes, ya cabrán —dijo el rey.

—¡Repartidos por todas partes! —exclamó María Antonieta—. Pero, señor, vais a enseñarles hasta el camino de vuestra alcoba.

Profecía del espanto que debía realizarse en el mismo Versalles antes que transcurrieran tres meses.

—Muchos llevan niños consigo, señora —dijo con suavidad Gilberto.

—¿Niños? —preguntó la reina.

—Sí, señora; muchos han traído sus hijos como para un paseo, y van vestidos de pequeños guardias nacionales: tanto es el entusiasmo por la nueva institución.

La reina abrió la boca; pero casi al punto inclinó la cabeza.

Había tenido intención de pronunciar una buena palabra; pero el orgullo y el odio la contuvieron.

Gilberto la miró atentamente.

—¡Eh! —exclamó el rey—. Se ha de mirar por esos pobres niños. Cuando se traen los hijos consigo, es porque no se desea hacer daño a un padre de familia, y razón demás para ponerlos a la sombra.

Gilberto, moviendo ligeramente la cabeza, pareció decir a la reina, que había guardado silencio:

—He ahí, señora, he ahí lo que hubierais debido decir: os he proporcionado la ocasión; se hubiera repetido la frase, y ganabais dos años de popularidad.

La reina comprendió este mudo lenguaje de Gilberto, y su frente se cubrió de rubor.

Notó su falta, pero excusóse al punto a sí propia por un sentimiento de orgullo, que fue su contestación a Gilberto. Entretanto, el señor de Beauvau comunicaba a los guardias nacionales las palabras del rey.

Entonces se oyeron gritos de alegría y las bendiciones de aquella multitud armada, admitida, según las órdenes de Luis XVI, en el interior del palacio.

Las aclamaciones y los vivas ascendieron como un torbellino hasta los dos esposos, tranquilizándolos sobre las disposiciones de aquel París tan temido.

—¿Qué orden señala Vuestra Majestad para su escolta? —preguntó el señor de Beauvau.

—¿Y esa discusión de la guardia nacional con mis oficiales?

—¡Oh señor! Se ha desvanecido, está terminada. Esa buena gente se considera tan feliz, que dice ahora: «Iremos adonde nos lleven. El rey es tan nuestro como de los demás, y dondequiera que vaya, será de nosotros».

El rey miró a María Antonieta, cuyo desdeñoso labio dilató una sonrisa irónica.

—Decid a los guardias nacionales —repuso Luis XVI— que se pongan allí donde quieran.

—Vuestra Majestad —observó la reina— no olvidará que es un derecho propio de los guardias de corps rodear la carroza.

Los oficiales, viendo al rey algo indeciso, se acercaron para apoyar a la reina.

—Es justo en el fondo —contestó el rey—. ¡Ya veremos!

Los señores de Beauvau y de Villeroy salieron para ocupar su puesto en las filas y dar órdenes.

Las diez daban en Versalles.

—Vamos —dijo el rey—, trabajaré mañana: esta buena gente no debe esperar.

Y se levantó.

María Antonieta, con los brazos abiertos, acercóse para estrechar a su esposo, mientras que los niños se colgaron llorosos del cuello de su padre, que, muy enternecido, trató de sustraerse suavemente a su presión: quería ocultar el sentimiento, que no hubiera tardado en desbordarse.

La reina detenía a todos los oficiales, cogiendo al uno por el brazo y al otro por su espada.

—¡Señores, señores! —decía.

Y aquella elocuente exclamación les recomendaba al rey, que acababa de bajar.

Todos pusieron la mano sobre su corazón y su espada.

La reina les dio gracias con una sonrisa.

Gilberto se hallaba entre los últimos.

—¡Caballero —le dijo la reina—, vos sois quién ha aconsejado esta marcha al rey! ¡Vos quién le ha decidido, a pesar de mis súplicas! ¡Pensad, caballero, que incurrís en una temible responsabilidad ante la esposa y ante la madre!

—No lo ignoro, señora —contestó fríamente Gilberto.

—¡Y me traeréis el rey sano y salvo, caballero! —dijo la reina con solemne ademán.

—Sí, señora.

—¡Pensad que me respondéis de él con vuestra cabeza!

Gilberto se inclinó.

—¡Reflexionadlo bien, con vuestra cabeza! —repitió María Antonieta con el tono de amenaza y la despiadada autoridad de una reina absoluta.

—Con mi cabeza —dijo el doctor inclinándose—, sí, señora, y consideraría esta prenda como de poco valor si creyese al rey amenazado; pero lo he dicho, señora, a un triunfo es a lo que conduzco hoy a Su Majestad.

—Quiero noticias de hora en hora —añadió la reina.

—Las tendréis, señora: os lo juro.

—Marchad ahora, caballero. Oigo los tambores, y, sin duda, el rey se pone ya en marcha.

Gilberto se inclinó, y, desapareciendo por la escalera principal, encontróse con un ayudante de campo del cuarto del rey, que le buscaba de parte de Su Majestad.

Se le hizo subir a una carroza perteneciente al señor de Beauvau, pues el gran maestre de ceremonias no había querido que se colocase en una de las del rey a causa de no haber hecho aún méritos para ello.

Gilberto sonrió al verse solo en aquella carroza blasonada, pues el señor de Beauvau hacía caracolear su caballo junto a la portezuela del coche real.

Después le ocurrió que era ridículo en él ocuparse así en un coche con corona y blasón.

Aquel escrúpulo le duraba aún, cuando en medio de la multitud de guardias nacionales, que estrechaban las carrozas, oyó las siguientes frases, cuchicheadas por hombres que se inclinaban con curiosidad para mirarle:

—¡Ah! ¡Ese es el príncipe de Beauvau!

—¡Qué ha de ser! —exclamó un compañero—. Te engañas.

—Te digo que sí, pues en la carroza se ven las armas del príncipe.

—¡Las armas…, las armas!… Te digo que esto no significa nada.

—¡Pardiez, las armas! Pues ¿qué prueba esto?

—Prueba que, si las armas del señor de Beauvau están sobre el coche, su dueño debe ir en el interior.

—¿Es un patriota el señor de Beauvau? —preguntó una mujer.

—¡Ca! —exclamó el guardia nacional.

Gilberto volvió a sonreír.

—Pues yo te digo —repitió el primer interlocutor— que no es el príncipe quien va ahí. El príncipe es grueso, y ese es delgado. El príncipe viste el uniforme de comandante de los guardias, y ese lleva traje negro; debe ser el intendente.

Un murmullo de reprobación acogió a la persona de Gilberto desfigurado por aquel título poco lisonjero.

—¡Voto al diablo! —gritó una voz robusta, cuyo sonido estremeció a Gilberto.

Era la voz de un hombre que con codos y puños se abría paso hacia el coche.

—No —dijo—, no es el señor de Beauvau, ni tampoco su intendente: es el famoso patriota y hasta el más célebre de todos. ¡Eh, señor Gilberto! ¿Qué diablos hacéis en la carroza de un príncipe?

—¡Toma! ¿Sois vos, padre Billot? —exclamó el doctor.

—¡Pardiez! He tenido buen cuidado de no perder la ocasión —contestó el labrador.

—¿Y Pitou? —preguntó Gilberto.

—¡Oh! No está lejos. ¡Hola, Pitou! Llégate aquí. Veamos, pasa.

Y, al oír aquella invitación, Pitou se deslizó a fuerza de codazos hasta donde estaba Billot, y saludó con admiración a Gilberto.

—Buenos días, señor doctor —dijo.

—Buenos días, Pitou, amigo mío.

—¡Gilberto, Gilberto! ¿Quién es ese? —preguntó la multitud.

—¡Lo que es la gloria!, —pensaba el doctor—. Bien conocido en Villers-Cotterêts, sí; pero en París, viva la popularidad.

Se apeó de la carroza, que avanzó al paso, y, apoyándose en el brazo de Billot, continuó su marcha a pie en medio de la multitud.

Entonces refirió en breves palabras a Billot su visita a Versalles, y las buenas disposiciones del rey y de la familia real; y en pocos minutos hizo tal propaganda de realismo en el grupo que, ingenuos y satisfechos, aquellos buenos hombres, dispuestos aún a las impresiones favorables, profirieron un prolongado grito de ¡viva el rey!, que, aumentado por las filas precedentes, llegó atronador hasta la carroza de Luis XVI.

—Quiero ver al rey —dijo Billot, electrizado—, es preciso que le vea de cerca, ya que para esto emprendí el viaje. Quiero juzgarle por su fisonomía, pues por los ojos se adivina un hombre honrado. Acerquémonos, acerquémonos, señor Gilberto. ¿Tendréis la bondad?

—Esperad: me parece que nos será fácil —dijo el doctor—, pues veo a un ayudante de campo del señor de Beauvau que busca a alguno por este lado.

En efecto: un jinete, maniobrando con toda especie de precauciones entre aquellos grupos de caminantes fatigados, pero alegres, trataba de llegar a la portezuela de la carroza donde antes iba Gilberto.

Este último le llamó.

—¿No es al doctor Gilberto a quien buscáis, caballero? —preguntóle.

—Él mismo —contestó el ayudante de campo.

—En tal caso, aquí me tenéis.

—Muy bien: el señor de Beauvau me envía a llamaros de parte del rey.

Estas palabras hicieron abrir los ojos a Billot, y sus filas a la multitud; de modo que Gilberto pudo deslizarse entre ellas, seguido del labrador y de Pitou, en pos del jinete, el cual repetía:

—¡Dejad paso, señores; dejad paso, en nombre del rey!

Gilberto llegó muy pronto a la portezuela de la carroza real, que marchaba al paso de los bueyes de la época merovingia.