Capítulo XXXV

El día siguiente amaneció brillante y puro como la víspera, y un sol deslumbrador doraba los mármoles y la arena de Versalles.

Las avecillas, agrupadas a miles en los primeros árboles del parque, saludaban con sus ruidosos gritos el nuevo día de calor y de alegría prometido a sus amores.

La reina, que se había levantado a las cinco, envió a decir al rey que tuviese la bondad de pasar por su habitación cuando se levantase.

Luis XVI, algo cansado por haber tenido que recibir a una diputación de la Asamblea que se había presentado la víspera, y a la cual no pudo menos de contestar (era el principio de los discursos), Luis XVI, decimos, había dormido algo más que de costumbre a fin de reparar su fatiga y para que no se dijese que la naturaleza perdía en él alguna cosa.

Por eso, apenas le hubieron vestido, recibió el recado de la reina, en el momento de ceñirse la espada.

—¡Cómo! —exclamó frunciendo ligeramente el ceño—. ¿Está ya levantada la reina?

—¡Oh! Desde hace largo tiempo, señor.

—¿Está indispuesta aún?

—No, señor.

—Y ¿qué me quiere tan de mañana?

—Su Majestad no lo ha dicho.

Encontró a la reina ya vestida, como para una ceremonia, hermosa, pálida e imponente, y su esposa le acogió con esa fría sonrisa que brillaba como un sol de invierno en sus mejillas cuando en las grandes recepciones de la corte era necesario sonreír a la multitud.

El rey se desayunó con un poco de caldo y vino, y trasladóse después a la habitación de María Antonieta.

El rey no comprendió la tristeza de su mirada y de su sonrisa; preocupábale ya una cosa, y era la resistencia probable que encontraría en María Antonieta respecto al plan concertado en la víspera.

—Será algún nuevo capricho —pensaba.

Y he aquí por qué fruncía el ceño.

La reina no dejó de confirmar en él esta opinión por las primeras palabras que pronunció.

—Señor —dijo—, desde ayer he reflexionado mucho.

—¡Ea, ya estamos! —exclamó el rey.

—Tened la bondad de mandar que se retiren los que no son íntimos.

El rey, no sin murmurar, ordenó a sus oficiales que se retiraran.

Una sola de las damas de la reina, la señora de Campan, permanecía junto a Sus Majestades.

Entonces María Antonieta, apoyando sus dos hermosas manos en el brazo del rey, le preguntó:

—¿Por qué os habéis vestido ya del todo? No me parece bien.

—¡Cómo que no os parece bien! Y ¿por qué?

—¿No os había enviado a decir que no os vistieseis antes de pasar por aquí? Veo que ya lleváis puesta la casaca y ceñida la espada, y esperaba que hubieseis venido con bata.

Luis XVI miró a la reina muy sorprendido.

Este capricho despertaba en él una infinidad de ideas extrañas, cuya novedad misma hacía más probable lo inverosímil.

Su primer pensamiento fue la desconfianza y la inquietud.

—¿Qué tenéis? —preguntó la reina—. ¿Pretendéis retardar o impedir lo que convinimos ayer juntos?

—De ningún modo, señor.

—Os ruego que no tomemos más a broma un asunto de esta gravedad. Debo y quiero ir a París: ya no puedo dispensarme de ello. Tengo mi servicio organizado, y las personas que han de acompañarme están designadas ya.

—Señor, yo no pretendo nada; pero…

—Pensad —dijo el rey, animándose por grados, como para armarse de valor—, pensad que la noticia de mi viaje a París ha debido llegar ya a la capital; que el pueblo está preparado y me espera, y que los sentimientos muy favorables que la noticia de este viaje ha producido en los ánimos puede convertirse en una hostilidad desastrosa. En fin…

—Pero, señor, yo no os disputo lo que me hacéis el honor de manifestarme; me he resignado ayer, y resignada estoy ahora.

—Pues entonces, señora, ¿a qué vienen estos preámbulos?

—No hago ninguno.

—Dispensad. ¿Por qué esas preguntas sobre mi traje y mi proyecto?

—Sobre el traje sí —repuso la reina, intentando de nuevo otra sonrisa, que por lo forzada se hacía cada vez más triste.

—¿Qué vais a decir sobre mi traje?

—Quisiera, señor, que os despojarais de la casaca.

—¿Acaso no me sienta bien? Es de seda de color violeta. Los parisienses se han acostumbrado a verme así, y les agrada este color, sobre el cual sienta bien un cordón azul. ¿No lo habéis dicho vos misma muy a menudo?

—No tengo que oponer ninguna objeción respecto al color de vuestro traje.

—Pues ¿entonces?

—Quiero hablar del forro.

—Verdaderamente me dais que pensar con esa eterna sonrisa… El forro… ¡Vaya una chanza!…

—¡No me chanceo!

—¡Vamos! Ahora examináis mi casaca. ¿Os desagrada tal vez? Casaca blanca y plata, con las guarniciones que vos misma habéis bordado: es una de mis favoritas.

—No he dicho tampoco nada de la casaca.

—¡Qué singular sois! ¿Es acaso la chorrera, o la camisa de batista bordada lo que os ofusca? ¡Oh! ¿No debo vestirme así para ir a ver mi buena ciudad de París?

Una amarga sonrisa dilató los labios de la reina, sobre todo el inferior, aquel que tanto se criticaba en la austriaca, y que esta, vez sobresalió más que de costumbre, como si estuviese henchido por todos los venenos del odio y de la cólera.

—No —dijo—, no critico vuestro hermoso traje, señor: nada tengo que decir sino contra el forro, siempre el forro.

—¡El de mi camisa bordada! ¡Ah! Explicaos de una vez.

—¡Pues bien! Voy a explicarme: el rey, odiado y molesto, que se dispone a lanzarse en medio de setecientos mil parisienses, embriagados con sus triunfos y sus ideas revolucionarias, el rey, digo, no es un príncipe de la Edad Media, y, sin embargo, debería hacer hoy su entrada en París con una buena coraza de hierro, protegido por una armadura de acero de Milán; debería, en fin, arreglarse de modo que ni una bala, ni una flecha, ni un cuchillo, ni una piedra, pudieran llegar hasta sus carnes.

—En el fondo es verdad —dijo el rey, pensativo—, pero, querida amiga, como yo no me llamo Carlos VIII, ni Francisco I, ni siquiera Enrique IV, y como la monarquía de hoy está desnuda bajo el terciopelo y la seda, no llevaré más que mi traje, o, mejor dicho, con un punto de mira que podrá servir de blanco a las balas, puesto que llevo la placa de las órdenes sobre el corazón.

La reina profirió un gemido ahogado.

—Señor —dijo—, comenzamos a entendernos; ya veréis, ya veréis que vuestra esposa no se chancea.

María Antonieta hizo una seña a madame Campan, que había permanecido en el fondo de la habitación, y la cual sacó de un cajón de la mesita de la reina un objeto ancho, plano y de forma oblonga, oculto bajo un paño de seda.

—Señor —dijo la reina—, el corazón del rey pertenece desde luego a Francia, es verdad; mas creo mucho que también es de su esposa y de sus hijos. Por mi parte, no quiero que este corazón esté expuesto a las balas de los enemigos, y he tomado mis medidas para librar de todo peligro a mi esposo, a mi rey y al padre de mis hijos.

Mientras que hablaba, desenvolvía el paño de seda, en cuyo interior veíase una especie de chaleco de mallas muy finas de acero, entrecruzadas con tan maravilloso arte, que aquello parecía más bien una tela árabe, por lo bien que el punto de la trama imitaba la seda, y por la soltura y elasticidad de los tejidos y del juego de las superficies.

—¿Qué es esto? —preguntó el rey.

—Miradlo bien, señor.

—Parece un chaleco.

—Sí, señor.

—Un chaleco cerrado hasta el cuello.

—Con una vuelta destinada, como ya veis, a doblar el cuello de la casaca o de la corbata.

El rey tomó el chaleco entre sus manos, y examinólo con curiosidad.

La reina, al ver aquella benévola atención, rebosaba de alegría.

El rey parecía contar con satisfacción cada una de las mallas de aquella red maravillosa, que ondulaba bajo sus dedos con la maleabilidad de un tejido de lana.

—¡Oh! —exclamó—. Este es un acero admirable.

—¿No es verdad que sí, señor?

—Y un trabajo milagroso.

—¿Os parece así?

—No sé verdaderamente donde habéis podido adquirir esto.

—Lo he comprado anoche a un hombre que desde hace largo tiempo me lo había ofrecido para el caso de que fuerais a campaña.

—¡Es admirable, admirable! —exclamó el rey, examinando otra vez el objeto como inteligente.

—Y esto debe sentaros como chaleco confeccionado por vuestro sastre.

—¿Lo creéis así?

—Probadle.

El rey, sin decir palabra, desabrochó su casaca de color violeta.

La reina temblaba de alegría; ayudó a Luis XVI a retirar la placa, y madame Campan hizo lo demás.

Sin embargo, el rey se desceñía él mismo la espada: cualquiera que en aquel momento hubiese podido contemplar el rostro de la reina, le hubiera visto iluminado de una de esas claridades triunfales que reflejan la felicidad suprema.

El rey se dejó quitar la corbata, bajo la cual, las delicadas manos de la reina deslizaron el cuello de acero.

Después, María Antonieta enganchó los broches de la cota, que tomaba admirablemente la forma del cuerpo, cubría las escotaduras, y estaba forrada por todas partes de una fina piel de búfalo para amortiguar la presión de las mallas sobre las carnes.

Aquel chaleco era más largo que una coraza, y protegía todo el cuerpo.

Puestas encima, la casaca y la camisa, cubríanle completamente, sin aumentar más que en media línea el grueso del cuerpo, y permitía todos los movimientos libremente.

—¿Pesa mucho? —preguntó la reina.

—No.

—Ved, pues, qué maravilla, rey mío. ¿No es verdad? —añadió María Antonieta batiendo palmas y dirigiéndose a madame Campan, que acababa de abotonar las mangas del rey.

La dama demostró su alegría tan ingenuamente como la reina.

—¡He salvado a mi rey! —exclamó la soberana—. Colocad esta coraza invisible sobre una mesa, tratad de perforarla con un cuchillo, o de agujerearla con una bala, y ya veréis. ¡Probad, probad!

—¡Oh! —exclamó el rey con aire de duda.

—¡Probad! —repitió la reina con entusiasmo.

—Lo haría de buena gana por curiosidad —dijo el rey.

—No lo hagáis, porque es inútil, señor.

—¿Cómo puede ser inútil que os pruebe la excelencia de vuestra maravilla?

—¡Ah! He aquí lo que son los hombres. ¿Creéis que yo hubiera dado fe al testimonio de otro, de una persona indecente, tratándose de la vida de mi esposo y de la salvación de Francia?

—Pues me parece que esto es lo que habéis hecho, Antonieta, puesto que disteis fe.

María Antonieta movió la cabeza con encantadora obstinación.

—Preguntad —repuso, señalando a su dama—, preguntad a esa buena señora Campan lo que ella y yo hemos hecho esta mañana.

—¿El qué, Dios mío? —preguntó el rey muy preocupado.

—Esta mañana, o, mejor dicho, anoche, y procediendo como dos locas, hemos alejado a toda la servidumbre para encerrarnos en la habitación de madame Campan, que se halla retirada en el fondo del último cuerpo del edificio de los pajes. Precisamente estos marcharon ayer para preparar los alojamientos en Rambouillet, y nos aseguramos de que nadie podía sorprendernos antes de realizar nuestro propósito.

—¡Dios mío! Me inquietáis verdaderamente. ¿Qué designios eran los de esas dos Judith?

—Judith hizo menos —contestó la reina—, y no tanto ruido, sobre todo. A no ser así, estaría muy en su lugar la comparación. Madame Campan tenía el saco que encerraba la cota de malla, y llevaba un largo cuchillo de caza alemán de mi padre, esa hoja infalible que tantos jabalíes mató.

—¡Judith, siempre Judith! —dijo el rey sonriéndose.

—¡Oh! Judith no tenía la pesada pistola que tomé entre vuestras armas, y que mandé cargar a Weber.

—¡Una pistola!

—Sin duda. Era preciso vernos en medio de la noche, temblorosas y perturbadas al menor ruido, evitando encontrarnos con indiscretos, y deslizándonos como dos ratones golosos por los corredores desiertos.

Madame Campan cerró tres puertas, aplicando colchones en la última; colgamos la cota de malla en la pared, sobre el maniquí que sirve para colocar mis vestidos; y yo, con mano firme, os lo juro, apliqué una cuchillada sobre la cota; la hoja de acero se dobló, saltando de mis manos, y fue a clavarse en el suelo con gran espanto nuestro.

—¡Diantre! —exclamó el rey.

—Esperad.

—¿No había agujero? —preguntó Luis XVI.

—Esperad, os repito. Madame Campan recogió la hoja y me dijo: «No sois bastante fuerte, señora, y vuestra mano temblaría tal vez: yo soy más robusta y vais a verlo». Después cogió el cuchillo, y descargó sobre el maniquí, fijo en la pared, un golpe tan bien aplicado, que mi pobre hoja alemana se partió en seco sobre las mallas. Mirad: aquí están los dos pedazos, señor, y quiero que os hagan un puñal con los restos.

—¡Oh! Esto es fabuloso —dijo el rey—. ¿Y no ha quedado la menor brecha?

—Un arañazo en el eslabón superior, y hay tres sobrepuestos.

—Quisiera verlo.

—Ya lo veréis.

Y la reina comenzó a despojar de su traje al rey con una presteza maravillosa, para hacerle admirar su buena idea y sus altos hechos.

—He aquí un espacio algo maltratado, según parece —dijo el rey, mostrando con el dedo una ligera depresión producida en una superficie de una pulgada, poco más o menos.

—Es la bala de la pistola, señor.

—¡Cómo! ¿Habéis disparado un pistoletazo con bala?

—Ved aquí el proyectil aplastado, negro aún. ¿Creéis ahora que vuestra existencia está segura?

—Sois un ángel tutelar —dijo el rey, comenzando a desabrochar lentamente el singular chaleco, para observar mejor la huella de la hoja del cuchillo y la señal de la bala.

—Juzgad de mi espanto, querido rey —dijo María Antonieta—, cuando debí disparar el tiro sobre la coraza; y aun era poca cosa hacer el ruido espantoso que tanto me intimida: lo peor fue que, al hacer fuego sobre la cota destinada a protegeros, parecíame que disparaba sobre vos mismo, tanto que temía ver un agujero en las mallas, con lo cual se perdía para siempre mi trabajo, mis esfuerzos y mi esperanza.

—¡Querida esposa —dijo Luis XVI, desabrochando completamente la cota—, cómo os lo agradezco!

Y dejó el objeto sobre una mesa.

—Y bien; ¿qué hacéis? —preguntó la reina.

La reina tomó la cota, presentándola por segunda vez al rey.

—No —dijo Luis XVI, con una sonrisa llena de gracia y de nobleza—, gracias.

—¿Rehusáis? —exclamó la reina.

—Rehuso.

—¡Oh! Pero reflexionad, señor.

—¡Señor!… —dijo la señora Campan con tono suplicante.

—¡Pero es la salvación, es la vida!

—Tal vez, tal vez —dijo el rey.

—Rehusáis el auxilio que Dios mismo nos envía.

—¡Basta, basta! —dijo el rey.

—¡Rehusáis de veras!

—Sí.

—¡Pero no veis que os matarán!

—Querida Antonieta, cuando los caballeros van a campaña, en este siglo XVIII, visten traje de paño, camisa y chupa, para recibir las balas; y cuando van al terreno del honor no conservan más que la camisa, lo cual es suficiente para la espada. Yo soy el primer caballero de mi reino, y no haré más ni menos que mis amigos; añadiré que allí donde ellos visten paño, sólo yo tengo derecho de llevar seda. Gracias, querida esposa; gracias, mi buena reina, gracias.

—¡Ah! —exclamó María Antonieta, a la vez desesperada y contenta—. ¡Qué lástima que no le haya podido oír su ejército!

En cuanto al rey, había acabado de vestirse tranquilamente, sin que, al parecer, notara el acto de heroísmo que acababa de llevar a cabo.

—¡Será una monarquía perdida —murmuró la reina— la que sabe tener orgullo en semejantes momentos!