Capítulo XXXIV

Por primera vez, la reina pareció profundamente conmovida. ¿Era esto debido al razonamiento, o a la humildad del doctor?

Por lo demás, el rey se había levantado con aire resuelto y pensaba en la ejecución.

Sin embargo, por la costumbre que tenía de no hacer nada sin consultar con la reina, dijo:

—Señora, ¿aprobáis…?

—Preciso será, señor —contestó María Antonieta.

—No os pido abnegación —dijo el rey con impaciencia.

—Pues ¿qué pedís entonces?

—Una convicción que fortifique la mía.

—¿Me pedís una convicción?

—Sí.

—¡Oh! Si no es más que eso, convencida estoy, señor.

—¿De qué?

—De que ha llegado el momento de hacer de la monarquía el Estado más deplorable y más envilecido del mundo.

—¡Oh! —exclamó el rey—. Exageráis. Deplorable, no lo niego; pero envilecido, es imposible.

—Caballero —dijo con triste expresión María Antonieta—, los reyes vuestros abuelos os han legado una sombría herencia.

—Sí —contestó Luis XVI—, una herencia de que os hago participar, bien a pesar mío, señora.

—Permita Vuestra Majestad —dijo Gilberto, que en el fondo del corazón compadecía el gran infortunio de aquellos soberanos caídos—, permítame creer que no hay motivo para que Vuestra Majestad vea el porvenir tan espantoso como dice. Ha cesado la monarquía despótica, y ahora comienza el imperio constitucional.

—¡Eh, caballero! —exclamó el rey—. ¿Soy acaso yo el hombre que se necesita para fundar en Francia semejante imperio?

—¿Por qué no, señor? —preguntó la reina, algo consolada por las palabras de Gilberto.

—Señora —repuso el rey—, soy hombre de buen sentido a la vez que sabio; veo claro, en vez de esforzarme para ver turbio, y sé precisamente todo lo que no necesito saber para administrar este país. Desde el día en que se me precipite desde lo alto de la inviolabilidad de los príncipes absolutos, desde el día en que se deje a descubierto en mí al hombre sencillo, perderé toda la fuerza ficticia, única que era necesaria para el gobierno de Francia, puesto que, en rigor, Luis XIII, Luis XIV y Luis XV se sostuvieron perfectamente gracias a dicha fuerza. ¿Qué necesitan los franceses hoy? Un amo: yo no me siento capaz más que para ser un padre ¿Qué necesitan los revolucionarios? Un puñal: yo no me siento con fuerza para herir.

—¡No os sentís con fuerza para herir! —exclamó la reina—. ¿No la tenéis para castigar a los que os arrebatan los bienes de vuestros hijos y quieren romper sobre vuestra frente, uno tras otro, todos los florones de la corona de Francia?

—¿Qué podría contestaros? —replicó Luis XVI con calma—. Si digo que no, suscitaré de nuevo en vuestra alma las tempestades que acibaran mi vida. Vos sabéis odiar. ¡Oh! Tanto mejor para vos. Hasta sabéis ser injusta, y no os censuro por ello, porque es una gran cualidad en los dominadores.

—¿Os parezco acaso injusta respecto a la revolución? Decid.

—A fe mía que sí.

—¡Decís que , señor!

—Si fuerais simple ciudadana, querida Antonieta, no hablaríais como lo hacéis.

—Pero no lo soy.

—He aquí por qué os dispenso; pero esto no quiere decir que os apruebe. No, señora, no: debéis resignaros. Hemos ocupado el trono de Francia en un momento de tormenta, y nos faltaría fuerza para empujar hacia adelante ese carro armado de hoces que llaman la revolución; pero esa fuerza nos falta.

—¡Tanto peor —exclamó María Antonieta—, porque pesará sobre nuestros hijos!

—¡Ay de mí! Ya lo sé; pero, en fin, no le empujaremos.

—Se le hará retroceder, señor.

—¡Oh! —exclamó Gilberto, con acento profundo—. Tened cuidado, señora, porque al retroceder os aplastaría.

—Caballero —dijo la reina con impaciencia—, observo que os permitís mucha franqueza con vuestros consejos.

—Me callaré, señora.

—¡Oh Dios mío! —replicó el rey—. Dejadle decir. Si no ha leído cuanto os dice en veinte diarios que lo repiten hace ocho días, es porque no ha querido leerlo; y debéis agradecerle, cuando menos, que no mezcle la amargura con la verdad de su palabra.

María Antonieta guardó silencio, y después, exhalando un doloroso suspiro, dijo:

—En resumen, repetiré que ir a París por vuestra propia voluntad es sancionar cuanto se ha hecho.

—Sí —dijo el rey—, bien lo sé.

—Es humillar a vuestro ejército cuando se disponía a defenderos, es renegar de él.

—Es evitar el derramamiento de sangre francesa —repaso el doctor.

—Es declarar para lo futuro —dijo la reina—, que el motín y la violencia podrían imprimir a las voluntades del rey la dirección que convenga a los revoltosos y a los traidores.

—Señora, creo que habéis tenido la bondad de confesar hace poco que os dabais por convencida.

—Sí, hace un instante, lo confieso, se levantó ante mí una punta del velo; pero ahora, ¡oh doctor!, ahora vuelvo a ser ciega, como vos decís, y prefiero ver en mi interior los esplendores a que me acostumbraron mi educación, la tradición y la historia; prefiero verme siempre reina más bien que reconocerme mala madre para ese pueblo que me injuria y que me odia.

—¡Antonieta, Antonieta! —exclamó Luis XVI, atemorizado al ver la súbita palidez que acababa de cubrir las mejillas de la reina y que no era sino el presagio de un violento acceso de cólera.

—¡Ah! No, señor, no: quiero hablar —contestó la reina.

—¡Cuidado, señora!

Y, con una ligera señal, el rey mostraba el doctor a María Antonieta.

—¡Oh! —exclamó la reina—. El señor sabe todo cuanto voy a decir… sabe hasta lo que pienso —añadió, recordando con amargura la escena entre ella y Gilberto—, y, por lo tanto, no sé por qué había de contenerme. Este caballero, por otra parte, es el elegido por nosotros para confidente, e ignoro por qué debería temer cosa alguna. Yo sé que os llevan, señor; yo sé que os impelen, semejante al desgraciado príncipe de mis queridas baladas alemanas… ¿Dónde vais?… ¡Lo ignoro; pero vais, vais a un sitio de donde no volveréis jamás!

—¡Oh señora! No: yo voy buenamente a París —contestó Luis XVI.

María Antonieta se encogió de hombros.

—¿Creéis que estoy loca? —preguntó con voz sorda e irritada—. Vais a París: está bien; pero ¿quién os dice que París no es ese abismo que yo no veo, aunque lo adivino? ¿Por qué en el tumulto que se producirá necesariamente en torno vuestro no habrían de mataros? ¿Quién sabe de dónde viene la bala perdida? ¿Quién sabe, entre mil puños amenazadores, cuál está armado de un cuchillo?

—¡Oh! Por esa parte, señora —exclamó el rey—, no temáis cosa alguna, porque me aman.

—¡Oh! No digáis eso, porque me inspiráis lástima, señor. ¡Os aman, y matan y asesinan a los que os representan en la tierra; a vos, un rey, la imagen de Dios! ¡Pues bien: el gobernador de la Bastilla era vuestro representante, era la imagen del rey! Creedlo bien: yo no exagero las cosas: si han matado a de Launay, ese valeroso y fiel servidor, lo mismo hubiera hecho con voz si hubieseis estado en su lugar, y esto mucho más fácilmente, porque os conocen y saben que, en vez de defenderos, hubierais presentado el pecho.

—Continuad —dijo el rey.

—Me parece haber concluido, señor.

—¿Me matarán?

—Sí.

—Y bien…

—¡Y mis hijos! —exclamó la reina.

Gilberto pensó que ya era tiempo de intervenir.

—Señora —dijo—, el rey será tan locamente respetado en París, y su presencia dará origen a tales transportes, que, si algún temor tengo, no es por el rey, sino por los fanáticos capaces de dejarse aplastar bajo los pies de sus caballos como los faquires indos bajo las ruedas del carro de su ídolo.

—¡Oh caballero, caballero! —exclamó María Antonieta.

—Esa marcha a París será un triunfo, señora.

—Pero, señor, vos no contestáis.

—Es porque participo un poco de la opinión del doctor.

—Y estáis impaciente por disfrutar del triunfo, ¿no es verdad? —exclamó la reina.

—En tal caso, el rey tendría razón, y esa impaciencia probaría el sentido profundamente recto con que Su Majestad juzga los hombres y las cosas. Cuanto más se apresure el rey, mayor será su triunfo.

—¿Creéis eso, caballero?

—Seguro estoy de ello; pero si el rey tarda perderá tal vez todo el beneficio de la espontaneidad. Es dado, pensadlo bien, señora, tomar en otra parte la iniciativa de una demanda que entonces cambiaría, a los ojos de los parisienses, la posición de Vuestra Majestad, haciéndola atemperarse en cierto modo a una orden.

—¡Veis! —exclamó la reina—. El doctor confiesa: os mandarán. ¡Oh señor! ¡No lo estáis viendo!

—El doctor no dice que hayan mandado, señora.

—¡Paciencia, paciencia! Perded el tiempo, señor, y la demanda, o más bien la orden, no tardará en llegar.

Gilberto oprimió ligeramente los labios, con una expresión de contrariedad que la reina sorprendió al punto, por rápida que fuera.

—¿Qué he dicho? —murmuró—, pobre loca que soy; he hablado contra mí misma.

—¿En qué, señora? —preguntó el rey.

—En que por una dilación os haré perder el beneficio de vuestra iniciativa, y, sin embargo, debo pedírosla.

—¡Ah, señora, señora! Pedid cuanto gustéis, exigid lo que os plazca, todo menos eso. Antonieta, Antonieta —añadió moviendo la cabeza—, sin duda habéis jurado perderme.

—¡Oh! —contestó la reina con un acento de reprensión que revelaba todas sus angustias—. ¡Es posible que me habléis así!

—Pues ¿por qué hemos de retardar ese viaje? —preguntó el rey.

—Pensadlo bien, señora, pues en semejante circunstancia la oportunidad es el todo. Reflexionad qué peso tienen las horas que pasan en semejantes momentos, cuando todo un pueblo furioso las cuenta a medida que suenan.

—Hoy no, doctor. Y vos, señor, concededme de plazo hasta mañana, y os juro que no me opondré más a ese viaje.

—Un día perdido —murmuró el rey.

—Veinticuatro largas horas —añadió Gilberto—. Pensadlo, señora, pensadlo.

—Es preciso, es preciso, señor —dijo la reina con tono suplicante.

—Dadme una razón al menos —repuso el rey.

—Nada más que mi desesperación, señor, nada más que mis lágrimas y mis súplicas.

—Pero ¿se sabe qué sucederá de aquí a mañana? —preguntó el rey, trastornado al ver la desesperación de María Antonieta.

—¿Qué ha de suceder? —preguntó la reina, mirando a Gilberto con expresión suplicante.

—¡Oh! —exclamó el doctor—. Allí abajo, nada todavía.

Una esperanza, aunque fuese vaga como una nube, bastará para que aguarden hasta mañana; pero…

—Pero ¿será aquí? —replicó el rey.

—Sí, señor: aquí.

—¿La Asamblea?

Gilberto hizo una señal afirmativa.

—La Asamblea —continuó el rey—, que con hombres como Monnier, Mirabeau y Siéyés, será capaz de enviarme algún mensaje que me privará de todo el beneficio de mi buena voluntad.

—¡Pues bien! —exclamó la reina con sombrío furor—. Entonces, tanto mejor, porque así rehusaréis, conservando vuestra dignidad de rey; porque no iréis a París, y porque, si es necesario sostener aquí la guerra, la sostendremos; y si es forzoso morir aquí, moriremos; pero como personas ilustres, como reyes y señores, como cristianos que confían en el Dios de quien han recibido la corona.

Al ver aquella exaltación febril de la reina, Luis XVI comprendió que en aquel momento no quedaba más remedio que ceder.

Hizo una señal a Gilberto, y, adelantándose hacia María Antonieta, cuya mano cogió, díjole:

—Calmaos, señora: se hará como deseáis. Ya sabéis, querida esposa, que, por mi parte, no quisiera hacer nada que os fuese desagradable, porque os profeso el más legítimo cariño por vuestro mérito y, sobre todo, por vuestra virtud.

Y Luis XVI recalcó estas palabras con una expresión indefinible de nobleza, reanimando así con todas sus fuerzas a la reina tan calumniada, y esto en presencia de un testigo capaz de referir, en caso necesario, lo que había visto y oído.

Esta delicadeza conmovió profundamente a la reina, que, estrechando entre sus manos la del rey, contestó:

—¡Pues bien! Hasta mañana, señor, y no más tarde: es la última dilación, pero os la pido por favor de rodillas. Mañana, a la hora que os plazca, os juro que marcharéis a París.

—Cuidado, señora, porque el doctor es testigo —dijo el rey sonriéndose.

—Señor, jamás me habéis visto faltar a mi palabra —replicó la reina.

—No; solamente confieso una cosa.

—¿Cuál?

—Es que, resignada en el fondo, como parecéis estarlo, ansío saber por qué me pedís veinticuatro horas de plazo. ¿Esperáis noticias de París o de Alemania? ¿Se trata…?

—No me interroguéis, señor.

El rey era tan curioso como Fígaro holgazán.

—¿Se trata de alguna llegada de tropas, de un refuerzo o de una combinación política?

—¡Señor, señor! —murmuró la reina con tono de reprensión.

—¿Se trata…?

—Absolutamente de nada —contestó la reina.

—Entonces ¿será un secreto?

—Pues bien: sí, secreto de mujer inquieta, y he aquí todo.

—Capricho, ¿no es verdad?

—Capricho, si así lo queréis.

—Ley suprema.

—Es verdad. ¿Por qué no ha de ser en política como en filosofía? ¿Por qué no ha de ser permitido a los reyes convertir sus caprichos políticos en leyes supremas?

—Ya llegaremos a ello, estad tranquila. En cuanto a mí, ya es otra cosa hecha —dijo el rey, como bromeando—. Sea hasta mañana.

—Sí, hasta mañana —dijo la reina con tristeza.

—¿Conserváis aquí al doctor, señora? —preguntó el rey.

—¡Oh! No, no —exclamó con una especie de viveza que hizo sonreír a Gilberto.

—Pues me le llevo.

Gilberto se inclinó por tercera vez ante María Antonieta, que ahora le devolvió su saludo más bien como mujer que como reina.

Y, encaminándose hacia la puerta, el doctor siguió al rey.

—Me parece —dijo Luis XVI al atravesar la galería—, que estáis en buen lugar con la reina, señor Gilberto.

—Señor, debo este favor a Vuestra Majestad.

—¡Viva el rey! —exclamaron los cortesanos que afluían ya en las antecámaras.

—¡Viva el rey! —repitió en el patio una multitud de oficiales y soldados extranjeros que se agrupaban en las puertas del palacio.

Estas aclamaciones, prolongándose y aumentando, produjeron en el corazón de Luis XVI una alegría que tal vez nunca había sentido en numerosas ocasiones.

En cuanto a la reina, sentada, como estaba, junto a la ventana, donde había pasado poco antes tan terribles momentos, cuando oyó los gritos de afecto y fidelidad que acogían al rey a su paso, extinguiéndose a lo lejos bajo los pórticos, no pudo menos de exclamar:

—¡Oh! ¡Sí, viva el rey; y el rey vivirá a pesar tuyo, infame París! ¡Abismo odioso, abismo sangriento, no atraerás esta víctima! ¡Yo te la arrancaré, yo, y mira: tan sólo, con este brazo tan débil y tan flaco que te amenaza en este momento, condenándote a la execración del mundo y a la venganza de Dios!

Al pronunciar estas palabras, con una violencia y una expresión de odio que hubiera intimidado a los más furiosos amigos de la revolución, si les hubiese sido dado ver y oír, la reina extendió en la dirección de París su débil brazo, resplandeciente bajo la blonda como una espada cuando se desnuda.

Después llamó a la señora de Campan, aquella de sus damas en quien más confianza tenía, y se encerró con ella en el gabinete, ordenando que no se permitiese entrar a nadie.