El rey entró vivamente, aunque con pesadez, según su costumbre.
Tenía el aire de un hombre atareado y afanoso, que contrastaba singularmente con la rigidez helada del aspecto de la reina.
Los frescos colores del rey no le habían abandonado, madrugador y muy orgulloso de su buena salud al respirar el aire de la mañana, resoplaba ruidosamente, apoyando con vigor su pie en el suelo.
—¿Y el doctor? —preguntó—. ¿Dónde está el doctor?
—Buenos días, señor. ¿Cómo seguís esta mañana? ¿Estáis muy cansado?
—He dormido seis horas, según costumbre, y me siento muy bien; tengo despejada la cabeza. Vos estáis un poco pálida, señora. Me han dicho que habíais enviado a llamar al doctor.
—Hele aquí —contestó la reina, señalando la ventana, en la que el doctor se había disimulado hasta entonces.
La frente del rey pareció aclararse al punto.
—¡Ah! Se me olvidaba —exclamó—, habéis enviado a llamar al doctor, y esto quiere decir que sufrís.
La reina se ruborizó.
—¿Os ruborizáis? —preguntó Luis XVI.
Las mejillas de María Antonieta tomaron el color de la púrpura.
—¿Algún secreto más? —preguntó el rey.
—¿Qué secreto, caballero? —interrumpió la reina con altivez.
—No me entendéis. Quiero decir que vos, teniendo vuestros médicos favoritos, no podéis haber llamado al doctor Gilberto, a no ser por el deseo que yo conozco…
—¿Qué deseo?
—El de ocultarme siempre la verdad cuando sufrís.
—¡Ah! —exclamó la reina, un poco más tranquila.
—Sí —continuó Luis XVI—, pero tened cuidado, porque el señor Gilberto es uno de mis confidentes, y si le contáis alguna cosa me la comunicará.
—¡Oh! En cuanto a eso, no, señor —dijo el doctor sonriendo.
—Bien: he aquí que la reina pervierte a mi gente.
María Antonieta no pudo reprimir una de esas ligeras risas ahogadas que solamente significan que se quiere interrumpir la conversación, o que esta cansa mucho.
Gilberto comprendió; pero no el rey.
—Veamos, doctor —dijo—, ya que esto divierte a la reina, contadme lo que os decía.
—Preguntaba al doctor —interrumpió a su vez María Antonieta—, por qué le habíais enviado a llamar tan de mañana. Confieso ingenuamente que su presencia en Versalles, desde las primeras horas de la mañana, me preocupa y me inquieta.
—Esperaba al doctor —repuso el rey, entristeciéndose—, para hablar de política con él.
—¡Ah! Muy bien —dijo la reina.
Y tomó asiento como para escuchar.
—Venid, doctor —dijo Luis XVI, dirigiéndose hacia la puerta.
Gilberto saludó profundamente a la reina y dispúsose a seguir al rey.
—¿Adónde vais? —preguntó María Antonieta—. ¡Cómo! ¿Os marcháis ya?
—No vamos a conversar de cosas muy alegres, señora —contestó el doctor—, y mejor es evitaros un cuidado más.
—¡Llamáis cuidados a los dolores! —exclamó majestuosamente la reina.
—Razón de más, señora.
—Permaneced aquí: yo lo quiero, señor Gilberto. Supongo que no me desobedeceréis.
—¡Señor Gilberto, señor Gilberto, señor Gilberto! —gritó el rey con acento de enojo.
—Y bien; ¿qué deseáis? —preguntó la reina.
—¡Eh! —exclamó el rey—. El señor Gilberto debía darme un consejo y hablar libremente conmigo según su conciencia; y el doctor no lo hará.
—¿Por qué? —preguntó la reina.
—Porque estaréis aquí, señora.
Gilberto hizo un ademán, al que María Antonieta dio al punto una significación importante.
—¿Y en qué se expone el señor Gilberto a incurrir en mi desagrado —repuso la reina, como para apoyarle—, si habla según su conciencia?
—Esto es fácil de comprender, señora —contestó el rey—, tenéis vuestra política propia, que no es siempre la nuestra… De modo que…
—De modo que el señor Gilberto, y vos mismo me lo decís claramente, no está nada conforme con mi política.
—Eso debe ser, señora —replicó Gilberto—, dadas las ideas que Vuestra Majestad me conoce; pero podéis estar bien segura de que diré la verdad tan libremente delante de Vuestra Majestad como en presencia del rey.
—¡Ah! Siempre es alguna cosa —replicó María Antonieta.
—No conviene decir siempre la verdad —se apresuró a murmurar Luis XVI.
—¿Y si es útil? —preguntó Gilberto.
—O solamente bien intencionada —añadió la reina.
—En cuanto a esto, no lo pondremos en duda —dijo Luis XVI—, pero si fuerais juiciosa, señora, permitiríais al doctor la completa libertad de lenguaje… que yo necesito.
—Señor —repuso Gilberto—, puesto que la reina reclama por sí misma la verdad, y puesto que conozco el carácter de Vuestra Majestad, demasiado noble para temerla, prefiero hablar delante de mis dos soberanos.
—Señor —dijo la reina—, yo lo pido así.
—Tengo fe en el buen juicio de Vuestra Majestad —replicó Gilberto inclinándose ante la reina—, se trata de la dicha y de la gloria del rey.
—Bien hacéis en tener fe —dijo la reina—. Comenzad, caballero.
—Todo esto es muy hermoso —continuó el rey, que porfiaba según su costumbre—, pero, en fin, la cuestión es delicada, y sé muy bien que, en cuanto a mí, me entorpeceríais mucho.
La reina no pudo reprimir un movimiento de impaciencia; levantóse, y volvió a sentarse, fijando su mirada rápida y fría en el doctor como para sondear su pensamiento.
Luis XVI, viendo que no quedaba medio alguno de escapar de la cuestión ordinaria y extraordinaria, sentóse en su sillón frente a Gilberto, exhalando un profundo suspiro.
—¿De qué se trata? —preguntó la reina cuando se hubo constituido así aquella especie de consejo.
El doctor miró al rey otra vez, como pidiéndole autorización para hablar libremente.
—¡Decid, Dios mío, decid!, puesto que la reina lo quiere así.
—Pues bien, señora —dijo Gilberto—, instruiré en pocas palabras a Vuestra Majestad del objeto de mi visita matinal a Versalles. Quería aconsejar a Vuestra Majestad que fuese a París.
Una chispa que hubiese caído sobre las cuarenta mil libras de pólvora encerradas entonces en la Casa Ayuntamiento no hubiera ocasionado la explosión que estas palabras produjeron en el corazón de la reina.
—¡El rey en París! ¡El rey! ¡Ah!
Y profirió un grito de horror que hizo estremecer a Luis XVI.
—¡Vaya! —exclamó el rey, mirando a Gilberto—. ¿Qué os decía yo, doctor?
—¡El rey! —continuó la reina—, ¿el rey en una ciudad entregada a la revolución; el rey en medio de las picas y de las hoces; el rey entre esos hombres que han degollado a los suizos, asesinando al señor de Launay y al señor de Flesselles; el rey atravesando la plaza de la Casa Ayuntamiento y pisando la sangre de sus defensores?… ¡Sois un insensato, caballero, por haber hablado así! ¡Oh! Os lo repito; sois un insensato.
Gilberto bajó los ojos, como hombre a quien el respeto contiene; pero no contestó una palabra.
El rey, agitado hasta el fondo del alma, se revolvió en su sillón como un atormentado sobre la parrilla de los inquisidores.
—¿Es posible —prosiguió la reina—, que semejante idea haya penetrado en una cabeza inteligente, en un corazón francés? ¡Cómo, caballero! ¿Acaso no sabéis que habláis con el sucesor de san Luis, al biznieto de Luis XIV?
El rey golpeaba la alfombra con el pie.
—No supongo, sin embargo —prosiguió la reina—, que os propongáis retirar al rey el auxilio de sus guardias y de su ejército; que tratéis de hacerle salir de su palacio, que es una fortaleza, para exponerle solo e indefenso a los ataques de sus enemigos encarnizados; y que no deseáis, en fin, que asesinen al rey. ¿No es verdad, señor Gilberto?
—Si yo creyera que Vuestra Majestad pudiese tener un instante la idea de que soy capaz de semejante traición, no sería un insensato, sino que me tendría por un miserable; pero, a Dios gracias, señora, dais tan poco crédito como yo a semejante cosa. No: he venido a dar este consejo a mi rey porque creo que el consejo es bueno.
La reina crispó los dedos sobre su seno con tal violencia, que casi rasgó la batista bajo su presión.
El rey se encogió de hombros con un ligero movimiento de impaciencia.
—¡Pero, por Dios! —exclamó—. ¡Escuchadle, señora, pues siempre estaremos a tiempo de contestar negativamente cuando le hayáis oído!
—El rey tiene razón, señora —dijo Gilberto—, ya que no sabéis lo que tengo que decir a Vuestras Majestades. Creéis, señora, hallaros en medio de un ejército seguro, fiel y dispuesto a morir por sus reyes; pero esto es un error, pues entre los regimientos franceses, la mitad conspiran con los regeneradores en favor de la idea revolucionaria.
—¡Caballero! —exclamó la reina—. Tened cuidado, pues insultáis al ejército.
—Todo lo contrario, señora —repuso el doctor—, hago su elogio. Se puede respetar a la reina y consagrarse al rey sin perder el amor a la patria y favoreciendo su libertad.
La reina fijó en Gilberto una mirada brillante como un relámpago.
—Caballero —dijo—, ese lenguaje…
—Sí, este lenguaje os ofende, señora, lo comprendo, pues, según toda probabilidad Vuestra Majestad le oye por primera vez.
—Será necesario acostumbrarse —murmuró Luis XVI con el buen sentido resignado que constituía su fuerza principal.
—¡Jamás! —exclamó María Antonieta—. ¡Jamás!
—¡Veamos: escuchad, escuchad! —dijo el rey—. A mí me parece que el doctor tiene razón en lo que dice.
La reina volvió a sentarse estremeciéndose.
Gilberto continuó:
—Decía, pues, señora, que he visto París, y que vos no habéis visto ni siquiera Versalles. ¿Sabéis lo que el pueblo quiere hacer en este momento?
—No —dijo el rey con inquietud.
—Supongo que no quiere tomar la Bastilla por segunda vez —dijo la reina con desdén.
—Seguramente que no, señora —repuso Gilberto—, pero París sabe que hay otra fortaleza entre el pueblo y su rey, y se propone reunir los diputados de los cuarenta y ocho distritos que le componen para enviarlos a Versalles.
—¡Que vengan, que vengan! —exclamó la reina con loca alegría—. ¡Oh! ¡Serán bien recibidos!
—Esperad, señora —contestó Gilberto—, y advertid que esos diputados no vendrán solos.
—¿Quién los acompañará?
—Vendrán apoyados por veinte mil hombres de guardias nacionales.
—¿De guardias nacionales? —preguntó la reina—. ¿Qué es eso?
—¡Ah, señora! No habléis ligeramente de esta institución, pues algún día será una potencia que hará y deshará.
—¡Veinte mil hombres! —exclamó el rey.
—¡Oh caballero! —replicó la reina a su vez—. Aquí tenéis diez mil que valen tanto como cien mil revoltosos. Llamadlos, llamadlos: los veinte mil bribones hallarán aquí su castigo y el ejemplo que necesita toda esa hez revolucionaria, que yo barrería en una semana si me escuchasen solamente una hora.
Gilberto movió la cabeza con triste expresión.
—¡Oh señora! —dijo—. ¡Cómo os engañáis, más bien, cómo os han engañado! ¡Ay de mí! ¡Reflexionad lo que sería la guerra civil provocada por una reina! Solamente una la hizo, y llevó consigo a la tumba el terrible epíteto de extranjera.
—¿Provocada por mí, caballero? —dijo el rey—. En vez de aconsejar la violencia, escuchad primero la razón.
—¡La debilidad, querréis decir!
—Veamos, Antonieta, escuchad —dijo el rey con tono severo—, no es cuestión de poca importancia la llegada de veinte mil hombres, que sería necesario ametrallar aquí.
Y volviéndose hacia Gilberto añadió:
—Continuad, caballero, continuad.
—Evitad para el rey, y para vos misma, señora —dijo el doctor—, todos esos odios que se enardecen por el alejamiento, todas esas fanfarronadas que pueden convertirse en valor alguna vez, toda esa confusión de una lucha cuyo resultado es incierto, pues por la dulzura podréis impedir esa llegada, que vuestras violencias acelerarán tal vez. La multitud quiere venir a buscar al rey; evitémoslo, dejando al soberano ir al encuentro de la multitud; rodeado hoy de su ejército, permitidle dar mañana una prueba de osadía y de espíritu político. Esos veinte mil hombres de que hablamos podrían tal vez conquistar al rey; dejad al soberano ir solo a conquistar a los veinte mil nombres, porque ellos, señora, representan el pueblo.
El rey no pudo menos de hacer una señal de asentimiento, que María Antonieta sorprendió al paso.
—¡Desgraciado! —dijo a Gilberto—. Pero ¿no sabéis lo que significará la presencia del rey en París en las condiciones en que la solicitáis?
—Hablad, señora.
—Esto querrá decir: «Apruebo; habéis hecho bien al matar mis suizos, al asesinar mis oficiales; habéis hecho bien al recorrer a sangre y fuego mi hermosa capital y al destronarme por último. ¡Gracias, señores, gracias!».
Y una sonrisa desdeñosa entreabrió los labios de María Antonieta.
—No, señora —replicó Gilberto—, vuestra Majestad se engaña.
—¡Caballero!
—Esto querrá decir: Ha habido alguna justicia en el dolor del pueblo. Vengo a perdonar, porque soy el jefe y el rey. Yo soy quien está a la cabeza de la revolución francesa, como en otro tiempo Enrique III se puso a la cabeza de la Liga. Vuestros generales son mis oficiales; vuestros guardias nacionales, mis soldados; y vuestros magistrados, mis agentes de justicia; en vez de excitarme, seguidme si podéis, y mi proceder demostrará una vez más que soy el rey de Francia, el sucesor de Carlomagno.
—Tiene razón —dijo el rey con tristeza.
—¡Oh! —exclamó la reina—. ¡Señor, por compasión, no escuchéis a ese hombre, porque ese hombre es vuestro enemigo!
—Señora —replicó Gilberto—, su Majestad podrá deciros por sí misma lo que piensa de mis palabras.
—Pienso, caballero —dijo el rey—, que hasta aquí sois el único que ha osado decirme la verdad.
—¡La verdad! —exclamó la reina—. ¡Oh! ¡Qué decís, gran Dios!
—Sí, señora —repuso Gilberto—, y creed bien que la verdad en este instante es la única antorcha que puede impedir que caigan en el abismo el trono y la monarquía.
Al pronunciar estas palabras, Gilberto se inclinó humildemente hasta las rodillas de María Antonieta.