Pocos minutos después de haber formulado la reina el deseo que manifestó a una de sus damas, la cual se apresuró a satisfacerle, Gilberto, admirado, algo inquieto y profundamente conmovido, pero sin que se revelase nada en sus facciones, se presentó ante María Antonieta.
El aspecto noble y sereno, la palidez distinguida del hombre de ciencia y de imaginación, para quien el estudio constituía una segunda naturaleza, palidez realzada más aún por el traje negro del tercer estado, que no solamente los representantes de aquel orden de cosas, sino también los hombres que adoptaban los principios de la revolución, se imponían como un deber vestir siempre; la mano fina y blanca del operador bajo la simple muselina plegada; la pierna de elegante forma, tanto que nadie en la corte hubiera podido mostrar una de más correctos perfiles a los inteligentes de ambos sexos de la corte; y, con todo esto, una mezcla de respeto tímido a la mujer, de tranquila audacia con el enfermo, y nada para la reina. Tales fueron los detalles rápidos y claramente escritos que María Antonieta, con su aristocrática inteligencia, supo leer en la persona del doctor Gilberto en el momento de abrirse, para darle paso, la puerta de su gabinete.
Cuando menos provocativo fue Gilberto en su manera de conducirse, más sintió la reina acrecentarse su cólera. Había imaginado un tipo odioso en aquel hombre, representándosele, natural y casi involuntariamente, como semejante a uno de esos héroes de la impudencia que veía a menudo a su alrededor. ¡El causante de los padecimientos de Andrea, aquel discípulo bastardo de Rousseau, aquel aborto convertido en hombre, aquel jardinero que había llegado a ser doctor, aquel cazador de nidos en los árboles, transformado, ahora en filósofo y domador de almas! María Antonieta se le representaba, a pesar suyo, bajo las facciones de Mirabeau, es decir, el hombre que más odiaba después del cardenal de Rohan y de Lafayette.
Habíale parecido, antes de ver a Gilberto, que se necesitaba un coloso material para contener tan enorme fuerza de voluntad.
Pero cuando vio un hombre joven, erguido, delgado, de formas esbeltas y elegantes, de rostro dulce y afable, parecióle que este nombre había cometido también el crimen de mentir por su exterior. Gilberto, hombre del pueblo, de oscuro nacimiento y desconocido; Gilberto, campesino y plebeyo; Gilberto fue culpable a los ojos de la reina de haber usurpado la exterioridad del caballero y del hombre de bien. La orgullosa austriaca, enemiga jurada de la mentira en otros, se indignó, concibiendo súbitamente un odio iracundo contra el desgraciado átomo que tantos sentimientos diferentes convertían en enemigo suyo.
Para sus familiares, para los que estaban acostumbrados a leer en sus ojos la calma o la tempestad, fácil era ver que una tormenta, cargada de rayos y relámpagos se formaba ya en el fondo de su corazón.
Pero ¿cómo un ser humano, aunque fuese una mujer, hubiera podido seguir en medio de aquel torbellino de llamas y de cóleras, la huella de los sentimientos extraños y opuestos que se entrechocaban en el cerebro de la reina, dilatando su pecho con todos aquellos venenos mortales que Homero describe?
Con una mirada, la reina despidió a todo el mundo, incluso la señora de Misery.
Todos salieron.
La reina esperó a que la puerta se hubiese cerrado detrás de la última persona, y después, fijando la vista en Gilberto, observó que él no había dejado de mirarla. Tanta audacia la exasperó.
Aquella mirada del doctor era inofensiva, al parecer, pero fija, intencionada, aunque de tal modo grave, que María Antonieta quiso combatir su importunidad.
—Y bien, caballero —preguntó con tono brusco, casi grosero—; ¿qué hacéis de pie, delante de mí, y mirándome de ese modo, en vez de decirme de qué padezco?
Este furioso apostrofe, apoyado por los rayos de la mirada, habría sido suficiente para trastornar a cualquier cortesano de la reina, y hubiera hecho caer de rodillas a los pies de María Antonieta, pidiendo gracia, a un mariscal de Francia, a un héroe o un semidiós.
Pero Gilberto contestó tranquilamente.
—Por los ojos, señora, el médico juzga desde luego; y al mirar a Vuestra Majestad, que me mandó llamar, no he satisfecho una vana curiosidad, sino que he cumplido con mi deber, obedeciendo a las órdenes de la reina.
—Entonces ¿me habréis estudiado?
—Tanto como me ha sido posible, señora.
—¿Estoy enferma?
—No, en el sentido exacto de la palabra; pero Vuestra Majestad está poseída de una fuerte sobrexcitación.
—¡Ah, ah! —exclamó María Antonieta con expresión irónica. ¿Por qué no decís de una vez que estoy encolerizada?
—Permita Vuestra Majestad, puesto que ha mandado llamar al médico, que este se sirva del término profesional.
—Sea. ¿Y de qué provendrá esta sobrexcitación?
—Vuestra Majestad tiene demasiado talento para no saber que el médico adivina la enfermedad material, gracias a su experiencia y a las tradiciones del estudio; pero que no es un adivino para sondear a primera vista el abismo de las almas humanas.
—¿Lo cual quiere decir que a la segunda o tercera vez podríais decirme, no solamente qué mal sufro, sino también en qué pienso?
—Tal vez, señora —contestó fríamente Gilberto.
La reina enmudeció, estremeciéndose; veíase en sus labios, por decirlo así, la palabra a punto de salir, ardiente y corrosiva; pero se contuvo.
—Preciso será creeros —dijo—, puesto que sois un sabio.
Y acentuó estas últimas palabras con un desdén tan sumamente mordaz, que los ojos de Gilberto se iluminaron a su vez con el fuego de la cólera.
Pero un segundo de lucha fue suficiente para que aquel hombre se dominase.
Y con la frente serena y la palabra libre, replicó casi al punto:
—Demasiado buena es Vuestra Majestad al concederme el título de sabio sin haber puesto a prueba mi ciencia.
La reina se mordió los labios y repuso:
—Comprenderéis que ignoro si sois sabio; pero así lo dicen, y lo repito por boca de todo el mundo.
—¡Oh! —dijo respetuosamente Gilberto, inclinándose más aún que la primera vez—. Una inteligencia como la de Vuestra Majestad no ha de repetir ciegamente lo que el vulgo dice.
—¿Queréis decir el pueblo? —replicó la reina con acento insolente.
—El vulgo, señora —repitió Gilberto con una firmeza que removió en el fondo del corazón de la mujer alguna cosa dolorosamente impresionable, y emociones desconocidas.
—En fin —dijo María Antonieta—, no discutamos sobre este punto. Aseguran que sois un sabio, y esto es lo esencial. ¿Dónde habéis estudiado?
—En todas partes, señora.
—Eso no es una contestación.
—Pues en ninguna parte.
—Prefiero esto. ¿Conque no habéis estudiado en ninguna parte?
—Como os plazca, señora —contestó el doctor inclinándose—; pero no sería tan exacto como decir en todas.
—Pues contestad entonces —exclamó la reina, exasperada—, y, sobre todo, hacedme el favor, señor Gilberto, de economizar las frases.
Y, como hablando consigo misma, añadió:
—¡En todas partes, en todas partes! ¿Qué significa esto? ¿Serán palabras de charlatán, de empírico, o de médico de las plazas públicas? ¿Pretendéis imponerme con sílabas sonoras?
Al decir esto, adelantó el pie, con los ojos ardientes y los labios temblorosos.
—¡En todas partes! —repitió—. Citad algunas, señor Gilberto, citadlas.
—He dicho en todas partes —contestó fríamente el doctor—, porque esta es la verdad, señora. Estudié en la cabaña y en el palacio, en la ciudad y en el desierto, en los humanos y en los animales, en mí y en los otros, como conviene al hombre que ama la ciencia y que va a recogerla donde quiera que se halle, es decir, por todas partes.
La reina, vencida, dirigió una mirada terrible a Gilberto, que, por su parte, la miraba también con la misma fijeza de antes.
María Antonieta se agitó convulsivamente, y volviéndose de pronto, derribó el pequeño velador en que acababan de servirle su chocolate en una taza de Sévres.
Gilberto vio caer la mesa, vio como se rompía la taza; mas permaneció inmóvil.
La reina se sonrojó, y, aplicando su mano fría y húmeda a su abrasada frente, quiso fijar de nuevo la vista en Gilberto; mas no se atrevió.
Pero pretextando para sí propia un desprecio más que insolente, preguntó, reanudando la conversación en el mismo punto en que la había dejado:
—Y ¿quién ha sido vuestro maestro?
—No sé cómo contestar a Vuestra Majestad sin exponerme a resentirla de nuevo.
La reina comprendió la ventaja que Gilberto acababa de ofrecerle, y se lanzó sobre ella como una leona sobre su presa.
—¡Resentirme a mí, resentirme vos a mí! —exclamó—. ¡Oh caballero! ¿Qué decís? ¿Vos resentir a una reina? Os juro que os engañáis. ¡Ah, señor doctor Gilberto! Me parece que no habéis estudiado la lengua francesa en tan buenas fuentes como la medicina. No se resiente a las personas de mi calidad, señor Gilberto: se las cansa y nada más.
Gilberto saludó, dando un paso hacia la puerta, pero sin que a la reina le fuese posible descubrir en su rostro el menor vestigio de cólera, la menor señal de impaciencia.
La reina, por el contrario, se estremecía de cólera, y casi dio un salto como para detener a Gilberto.
Este último comprendió.
—Dispensadme, señora —dijo—. Es verdad: he cometido el error imperdonable de olvidar que, en mi calidad de médico, he sido llamado para visitar a una enferma: en adelante lo recordaré.
Y Gilberto meditaba.
—Vuestra Majestad —continuó—, parece estar a punto de sufrir una crisis nerviosa, y yo me atrevería a rogaros que no os abandonéis a ella, pues muy pronto no seréis dueña de evitarlo. En este instante, el pulso debe estar suspenso, y la sangre afluye al corazón: Vuestra Majestad sufre, Vuestra Majestad se halla muy próxima a la sofocación, y tal vez fuera prudente que mandase llamar a una de sus damas.
La reina dio una vuelta por la habitación, y, volviendo a sentarse, preguntó:
—¿Os llamáis Gilberto?
—Gilberto, sí, señora.
—¡Es extraño! Tengo un recuerdo de la juventud cuya singular existencia os heriría, sin duda, profundamente si os lo citase; pero ¡no importa! Ya os curaréis la herida, vos que sois tan profundo filósofo, como sabio médico.
Y la reina sonrió irónicamente.
—Eso es, señora —dijo Gilberto—; sonreíd y dominad poco a poco vuestros nervios por la burla: es una de las más hermosas prerrogativas de la voluntad inteligente dominarse a sí propio. Dominad, señora, dominad, pero sin violencia.
Esta descripción del médico fue dictada con tal suavidad, que la reina, aunque comprendiendo la profunda ironía que encerraba, no pudo ofenderse de las Gilberto acababa de pronunciar.
Pero volvió a la carga, continuando el ataquen había dejado.
—Voy a deciros a qué recuerdo me refiero —dijo a manera de conclusión.
Gilberto se inclinó en señal de que escuchaba.
La reina hizo un esfuerzo, fijando su mirada en la del doctor.
—Yo era Delfina entonces, y habitaba en Trianón. En los jardines había un muchacho casi negro, siempre manchado de tierra, y ceñudo, que se ocupaba en escardar y cavar la tierra con sus pequeñas manos ganchudas: se llamaba Gilberto.
—Era yo, señora —dijo flemáticamente el doctor.
—¡Vos! —exclamó María Antonieta con expresión de odio. ¡Pues yo tenía razón! ¡No sois hombre de estudios!
—Ya que Vuestra Majestad tiene tan buena memoria, pienso que debe recordar también las épocas —dijo Gilberto—. Era en 1772, si no me engaño, cuando el muchacho jardinero de quien Vuestra Majestad habla cavaba la tierra para ganarse el sustento en los jardines de Trianón. Estamos en 1789; de modo que han transcurrido diecisiete años, señora, desde que ocurrieron las cosas a que se refiere. Son muchos años en el tiempo en que vivimos; es mucho más de lo que se necesita para hacer del salvaje un sabio; el alma y el espíritu funcionan con rapidez en ciertas condiciones, así como las plantas y las flores crecen pronto en los invernaderos cálidos; y las revoluciones, señora, son los invernaderos de la inteligencia. Vuestra Majestad me mira, y, a pesar de la penetración de sus ojos, no mira que el niño de dieciséis años ha llegado a ser un hombre de treinta y tres. Por eso hace mal en extrañar que el ignorante, el ingenuo Gilberto, haya llegado a ser, al soplo de dos revoluciones, un sabio y un filósofo.
—Ignorante, sea; pero ingenuo —exclamó la reina, furiosa—, creo que os habéis calificado de ingenuo: ¿no es así?
—Si me he engañado, señora, o si elogié a ese muchacho por una cualidad que no tenía, ignoro cómo Vuestra Majestad puede saber mejor que yo que poseía el defecto contrario.
—¡Oh! Esto es otra cosa —dijo la reina con expresión de tristeza; tal vez hablaremos de eso algún día; pero entretanto, volvamos al hombre, al sabio, al hombre perfeccionado y perfecto que tengo a la vista.
Gilberto no recogió la palabra perfecto, pues comprendía demasiado que era un nuevo insulto, y limitóse a contestar:
—Continuad, señora, y decid con qué objeto Vuestra Majestad ha dado orden para que venga a visitarla.
—Os proponéis para médico del rey —repuso María Antonieta—; pero comprended, caballero, que me importa demasiado la salud de mi esposo para confiarla a un hombre a quien yo no conociera muy bien.
—Me he propuesto, señora —contestó Gilberto—, y he sido aceptado sin que Vuestra Majestad pueda concebir con justicia la menor sospecha sobre mi incapacidad o mi celo. Soy médico político sobre todo, señora, y recomendado del señor de Necker. En cuanto a lo demás, si el rey necesita alguna vez mi ciencia, seré para él buen médico físico, en cuanto la ciencia humana pueda ser útil a la obra del Creador; pero lo que seré principalmente para el rey, señora, además de buen consejero y buen médico, es un buen amigo.
—¡Buen amigo! —exclamó la reina con una nueva explosión de desdén—. ¡Vos, caballero, amigo del rey!
—Seguramente —contestó Gilberto con la mayor tranquilidad—. ¿Por qué no, señora?
—¡Ah! Sí, siempre en virtud de vuestros poderes secretos, y con el auxilio de vuestra ciencia oculta —murmuró la reina—. ¿Quién sabe? ¡Acabamos de ver a los Jacques y a los Maillotins[26], y tal vez volvemos a la Edad Media! Resucitáis los filtros y los encantos, vais a gobernar Francia por la magia, y a ser, en fin, un Fausto o un Nicolás Flamel[27].
—No pretendo eso, señora.
—¡Ah! Y ¿por qué no, caballero? ¡Cuántos monstruos más crueles que los de los jardines de Armida, más crueles que el Cerbero, adormeceríais en el umbral de nuestro infierno!
Al pronunciar la palabra adormeceríais, la reina fijó en el doctor su mirada, más investigadora que nunca. Esta vez Gilberto se sonrojó a pesar suyo. Esto fue una alegría indefinible para María Antonieta, pues comprendió que el golpe que acababa de dirigir había tocado en el blanco, infiriendo una verdadera herida.
—Porque vos sabéis adormecer, caballero —continuó—. Vos, que habéis estudiado en todas partes y en todo, sin duda, aprendisteis también la ciencia magnética con los adormecedores de nuestro siglo, con esos hombres que hacen del sueño una traición y que leen en secreto en el sueño de los otros.
—En efecto, señora: con frecuencia y largo tiempo estudié bajo la dirección del sabio Cagliostro.
—Sí, aquel que practicaba y hacía practicar a sus adeptos ese robo moral de que acabo de hablar, aquel que con auxilio del sueño mágico, que yo llamaré infame, tomaba de los unos las almas y de los otros el cuerpo.
Gilberto comprendió también la intención de las palabras, y esta vez palideció en vez de sonrojarse. La reina se estremeció de alegría hasta el fondo del corazón.
—¡Ah, miserable! —murmuró—. Yo también acabo de herirte y veo tu sangre.
Pero las emociones más profundas no se hacían visibles mucho tiempo en el rostro del doctor; y, acercándose a la reina, que muy contenta de su victoria le miraba osadamente, contestó:
—Señora, Vuestra Majestad haría mal en disputar a los sabios, hombres de que habla el dominio más hermoso de su ciencia, ese don de adormecer, no a víctimas, sino a individuos, por medio del sueño magnético; y haríais mal, sobre todo, en disputar el derecho que tienen de profundizar por todos los medios posibles un descubrimiento cuyas leyes, una vez reconocidas y regularizadas, están llamadas tal vez a revolucionar el mundo.
Y, acercándose a la reina, Gilberto la miró a su vez con esa fuerza de voluntad bajo la cual había sucumbido la nerviosa Andrea.
La reina sintió que un estremecimiento recorría todas sus venas al acercarse aquel hombre.
—¡Baldón —exclamó—, sobre los hombres que abusan de ciertas prácticas sombrías y misteriosas para perder las almas o los cuerpos! ¡Baldón sobre ese Cagliostro!
—¡Ah! —contestó Gilberto con acento penetrante—. Guardaos bien, señora, de juzgar con tanta severidad las faltas cometidas por los seres humanos.
—¡Caballero!
—Todos estamos expuestos a incurrir en error, señora; toda criatura perjudica a su semejante, y sin el egoísmo individual, que constituye la seguridad general, el mundo no sería más que un vasto campo de batalla. Los mejores son los buenos, y a esto se reduce todo. Otros dirán: los mejores son los menos malos. La indulgencia debe ser más grande, señora, cuanto más elevado está el juez, y en la altura del trono que ocupáis tenéis menos que nadie derecho para ser severa respecto a las faltas de los otros. En el trono de la tierra, sed le suprema indulgencia, así como Dios es, en el trono del cielo, la suprema misericordia.
—Caballero —repuso la reina—, considero bajo un punto de vista diferente del vuestro mis derechos y, sobre todo, mis deberes, y estoy en el trono para castigar y recompensar.
—No lo creo, señora. En mi concepto, estáis en el trono, por el contrario, vos, mujer y reina, para conciliar y perdonar.
—Supongo que no moralizáis, caballero.
—Tenéis razón, señora: no hago más que contestar a Vuestra Majestad. Así, por ejemplo, tengo muy presente a ese Cagliostro de quien acabáis de hablar, poniendo en duda su ciencia, y es un recuerdo anterior a los vuestros de Trianón. No he olvidado que en los jardines del castillo de Taverney hubo oportunidad de dar a la Delfina de Francia una prueba de esa ciencia, no recuerdo cuál, prueba de que ha debido conservar un profundo recuerdo, porque la impresionó cruelmente hasta el punto de hacerle perder el sentido.
Gilberto hería a su vez, aunque dirigía el golpe a la casualidad; pero esta le sirvió, permitiéndole tocar en el blanco con tanta precisión, que la reina palideció espantosamente.
—Sí —dijo con voz ronca, sí, es verdad, me hizo ver en sueños una horrible máquina; pero hasta ahora no tengo noticia de que semejante aparato exista en realidad.
—Yo ignoro qué os hizo ver, señora —repuso el doctor, satisfecho del efecto producido—; pero lo que sé es que no se puede negar el título de sabio al hombre que adquiere sobre sus semejantes semejante poder.
—¡Sus semejantes! —murmuró desdeñosamente la reina.
—Bien: supongamos que me engaño —replicó Gilberto—; más sostengo que su poder es tanto más grande cuanto que doblega a su nivel, bajo el yugo del miedo, la cabeza de los reyes y de los príncipes de la tierra.
—¡Baldón, baldón, os repito, sobre aquellos que abusan de la debilidad o de los crédulos!
—¡Baldón, decís, contra los que se sirven de la ciencia!
—¡Quimeras, mentiras, cobardía!
—¿Lo cual quiere decir…? —preguntó Gilberto con calma.
—Quiere decir que ese Cagliostro es un cobarde charlatán, y que su pretendido sueño magnético no es más que un crimen.
—¡Un crimen!
—Sí, un crimen —continuó la reina—, porque es resultado de un brebaje, de un filtro, de un envenenamiento, que la justicia humana, representada por mí en el trono, sabrá sorprender para castigar a sus autores.
—Señora, señora —repuso Gilberto—, tened indulgencia, si os place, para los que han cometido error en este mundo.
—¡Ah! ¿Es decir que confesáis?
La reina se engañaba, y, juzgando por la dulzura de la voz de Gilberto, creía que imploraba para sí mismo.
Era una ventaja de la que Gilberto no tenía empeño en aprovecharse.
—¡Cómo! —exclamó el doctor, dilatando sus pupilas brillantes, bajo las que María Antonieta debió bajar los ojos como el reflejo de un rayo de sol.
La reina quedó un momento confusa; pero, haciendo un esfuerzo, repuso:
—No se interroga a una reina, así como tampoco se la resiente —dijo—. Sabed también esto, vos, que sois recién venido a la corte; pero me parece que habláis de aquellos que han faltado, y me pedís indulgencia para ellos.
—¡Ay de mí, señora! —dijo Gilberto—. ¿Cuál es el ser humano sin tacha? ¿Quién es aquel que ha sabido encerrarse en lo más profundo de su conciencia de tal modo que las miradas de los otros no puedan penetrar? Esto es lo que se llama a menudo virtud. Sed indulgente, señora.
—Pero pensando así —repuso imprudentemente la reina—, no habrá persona alguna virtuosa para vos, caballero, para vos, discípulo de esos hombres cuya mirada busca la verdad hasta en el fondo de las conciencias.
—Es cierto, señora.
La reina comenzó a reírse sin cuidarse de ocultar el desdén que su risa encerraba.
—¡Oh! Por favor, caballero —exclamó—, tened a bien recordar que no habláis con idiotas en un lugar público, ni con campesinos o patriotas.
—Sé a quién hablo, señora: creedlo bien —repuso Gilberto.
—Pues, entonces, más respeto, caballero, o más habilidad. Repasad vos mismo toda vuestra vida; sondead las profundidades de esa conciencia que, a pesar de su genio y de su experiencia, los hombres que han trabajado en todas partes deben poseer como los demás mortales; recordad bien todo cuanto hayáis pensado en lo que es malo, nocivo y criminal, y en todo cuanto podáis haber cometido en cuanto a crueldades, atentados y hasta crímenes. No me interrumpáis. Y cuando hayáis hecho la suma de todo eso, señor doctor, bajad la cabeza, sed humilde, y no os acerquéis con ese insolente orgullo a la morada de los reyes que, hasta que haya un nuevo orden de cosas, por lo menos, se hallan instituidos por Dios para penetrar el alma de los criminales, sondear los repliegues de las conciencias, y aplicar el castigo a los culpables sin piedad y sin apelación. He aquí, caballero, lo que conviene que hagáis, y con esto se agradecerá vuestro arrepentimiento. Creedme; el mejor modo de curar un alma tan enferma como la vuestra sería vivir en la soledad, lejos de las grandezas, que comunican a los hombres falsas ideas acerca de su propio valor. Os aconsejaría, pues, que no os acercarais a la corte, y que renunciarais a cuidar del rey en sus enfermedades. Debéis practicar una cura que Dios ha de agradeceros más que nadie, y es la vuestra. La antigüedad tenía un proverbio sobre esto, caballero: Ipse cura[28].
Gilberto, en vez de indignarse por esta cita, que la reina consideraba como la más desagradable de las conclusiones, contestó con dulzura:
—Señora, he hecho ya todo lo que Vuestra Majestad me recomienda hacer.
—Y ¿qué habéis hecho, caballero?
—He meditado.
—¿Sobre vos mismo?
—Sí, señora.
—¿Y sobre vuestra conciencia?
—Particularmente sobre ella, señora.
—¿Creéis, entonces, que estoy suficientemente instruida de lo que habéis visto?
—Ignoro lo que Vuestra Majestad quiere decirme, mas lo comprendo en cierto modo. ¿Cuántas veces un hombre de mi edad puede haber ofendido a Dios?
—¿Verdaderamente habláis de Dios?
—Sí, señora.
—¡Vos!
—¿Por qué no?
—¡Un filósofo! ¿Acaso los filósofos creen en Dios?
—Hablo de Dios y creo en él.
—Y ¿no os retiráis?
—No, señora: me quedo.
—Señor Gilberto, tened cuidado.
Y el rostro de la reina tomó una indefinible expresión de amenaza.
—¡Oh! He reflexionado bien, señora, y mis reflexiones me han conducido a saber que no valgo menos que otro: cada cual tiene sus pecados, y he aprendido este axioma, no hojeando los libros, sino la conciencia de los demás.
—Axioma universal e infalible ¿no es verdad? —repuso la reina con ironía.
—¡Ay de mí! Si no universal, si no infalible, por lo menos muy acertado en miserias humanas, bien probado en dolores profundos; y esto es tan verdad, que os diré, tan sólo al ver el círculo de vuestros ojos fatigados, tan sólo al ver esa línea que se extiende desde una a otra de vuestras cejas; tan sólo al ver ese pliegue que crispa los ángulos de vuestra boca, contracción a la cual se da el prosaico nombre de arruga, os diré, señora, cuántas rudas pruebas habéis sufrido, cuántas veces vuestro corazón latió de angustia y cuántas veces ese corazón se entregó a la confianza para despertar engañado. Os diré todo esto, señora, cuando gustéis; lo diré con la seguridad de no ser desmentido; lo diré fijando en vos una mirada que sabe y que quiere leer; y cuando hayáis sentido su peso, cuando hayáis sentido la sonda de esta curiosidad penetrar hasta el fondo de vuestras alma, como el mar siente el plomo de la que divide sus abismos, entonces comprenderéis que soy mucho, señora, y que, si me detengo, es preciso que me lo agradezcan en vez de excitarme a la guerra.
Este lenguaje, sostenido por una fijeza terrible de la voluntad de provocación del hombre a la mujer, este desprecio a toda etiqueta en presencia de la reina, produjeron un afecto indecible en María Antonieta.
Parecióle que una niebla caía sobre su frente y helaba sus ideas; sintió un odio convertido en espanto, dejó caer sus manos como inertes, y retrocedió un paso cual si quisiera huir de un peligro desconocido.
—Y ahora, señora —dijo Gilberto viendo claramente lo que pasaba en la reina, ¿comprendéis que me sea bien fácil saber lo que ocultáis a todo el mundo y hasta a vos misma? ¿Comprendéis que me sea fácil dejaros inmóvil en ese sillón que vuestros dedos buscan por instinto para encontrar un apoyo?
—¡Oh! —exclamó la reina, espantada, sintiendo llegar hasta su corazón estremecimientos desconocidos.
—Basta que yo diga una palabra interiormente, la cual no quiero pronunciar —continuó Gilberto; basta que formule una voluntad, a la cual renuncio, para dejaros ahí aniquilada en mi poder. ¿Dudáis de ello, señora? ¡Oh! No dudéis, porque me induciríais tal vez; y si yo me dejase llevar… Pero no, vos no dudáis. ¿No es cierto que no?
La reina, inclinada, con la respiración fatigosa, oprimida y fuera de sí, se cogía al respaldo de su sillón con una energía desesperada y furiosa por su inútil defensa.
—¡Oh! —continuó Gilberto—. Creed bien, señora, lo que voy a deciros, y es que, si yo no fuera el más respetuoso, el más fiel de vuestros súbditos, os convencería por un experimento terrible. ¡Oh! No temáis nada: me inclino humildemente, os lo repito, ante la mujer más bien que ante la reina. Me estremezco a la idea de tener un pensamiento que pueda resentir en lo más mínimo al vuestro, y me arrancaría la vida antes de hacer cosa alguna que pueda perturbar vuestro ánimo.
—¡Caballero, caballero! —exclamó la reina agitando el aire con sus brazos como para rechazar a Gilberto, que estaba a más de tres pasos de ella.
—Y, sin embargo —continuó Gilberto—, me habéis hecho encerrar en la Bastilla, y no sentís que la hayan tomado sino porque el pueblo, al apoderarse de ella, abrió las puertas de mi prisión. Vuestros ojos revelan el odio a un hombre contra el cual no tenéis nada que decir personalmente; y mirad, mirad: observo que desde que atenúo la influencia con la cual os dominaba, tal vez comenzáis a recobrar la duda con la respiración.
Efectivamente: desde que Gilberto había dejado de dominar con los ojos y la mano, María Antonieta se erguía casi amenazadora, como el ave que, libre de las sofocaciones de la campana neumática, trata de volver a sus cantos y a su vuelo.
—¡Ah! ¡Dudáis, os reís y despreciáis! ¡Pues bien! Voy a comunicaros, señora, una idea terrible que ha cruzado por mi mente, y a deciros lo que estaba a punto de hacer: os condenaba a revelarme vuestros pesares más íntimos, vuestros secretos más ocultos, os obligaba a escribirlos aquí, sobre la misma mesa que tocáis en este momento; y después, despierta ya, y una vez serena, os hubiera probado por vuestra escritura que poco quimérico es ese poder que aparentáis ponéis en duda, y, sobre todo, cuánta es la paciencia y hasta la generosidad del hombre a quien acabáis de injuriar, a quien injuriáis desde hace una hora sin que os haya dado ni un solo instante el derecho o el pretexto de hacerlo.
—¡Obligarme a dormir, obligarme a que hable dormida! ¡A mí, a mí! —exclamó la reina palideciendo—. ¿Os hubierais atrevido a semejante cosa, caballero? ¿Sabéis lo que eso significa? ¿Conocéis el alcance de la amenaza que acabáis de hacerme? Pues ved que es un crimen de lesa majestad, caballero; y pensad que es un crimen que, una vez despierta yo, y en posesión de mis facultades, le hubiera castigado con la muerte.
—Señora —repuso Gilberto, siguiendo con su mirada la emoción vertiginosa de la reina—, no os apresuréis para acusar, y sobre todo para amenazar. Cierto que hubiera adormecido a Vuestra Majestad; cierto que habría descubierto todos los secretos de la mujer; pero, creedlo bien, seguramente no habría sido en una ocasión como esta, ni en una entrevista a solas entre la reina y su súbdito, entre la mujer y un hombre desconocido, no; yo hubiera hecho dormir a la reina, es verdad, y nada podía ser para mí tan fácil; pero no me habría permitido dormirla ni hacerla hablar sino en presencia de un testigo.
—¿Un testigo?
—Sí, señora: un testigo que hubiese recogido fielmente todas vuestras palabras, todos vuestros ademanes y, en fin, todos los detalles de la escena que yo hubiese promovido, para que, terminada esta última, no os pudiera quedar la menor duda.
—¡Un testigo, caballero! —repitió la reina, espantada—. Y ¿quién hubiera sido ese testigo? Advertid, caballero, que esto sería un doble crimen, pues, en tal caso, hubierais tenido un, cómplice.
—¿Y sí este cómplice, señora, no hubiera sido otro sino el rey? —dijo Gilberto.
—¡El rey! —exclamó María Antonieta con un espanto que descubría a la esposa más enérgicamente aún de lo que hubiera podido hacerlo la confesión de la sonámbula—. ¡Oh señor Gilberto, señor Gilberto!
—¡Sí, el rey —añadió tranquilamente el doctor—, sí, el rey, vuestro esposo, nuestro sostén, vuestro defensor natural; el rey, que os hubiera dicho, una vez despierta, hasta qué punto había sido yo respetuoso al demostrar con orgullo mi ciencia a la más venerada de las soberanas!
Y, después de pronunciar estas palabras, Gilberto dejó a la reina todo el tiempo necesario para meditar su alcance.
La reina guardó durante algunos minutos un silencio interrumpido tan sólo por su respiración entrecortada.
—Caballero —repuso, al fin—, después de oír todo cuanto me habéis dicho, debo creer que sois un enemigo mortal.
—O un amigo a toda prueba, señora.
—Imposible, caballero: la amistad no puede vivir junto al temor o la desconfianza.
—Señora, la amistad del súbdito a la reina no puede vivir sino por la confianza que aquel le inspira. Sin duda os habréis dicho ya que no es enemigo aquel a quien a la primera palabra se priva del medio de hacer daño, sobre todo cuando él mismo se prohíbe el uso de sus armas.
—¿Se podrá creer lo que decís ahora, caballero? —preguntó la reina con inquietud, fijando en el doctor una mirada penetrante.
—¿Por qué no habéis de creer, señora, teniendo todas las pruebas de mi sinceridad?
—Se cambia de idea, caballero, se cambia.
—Señora, he hecho el voto que ciertos hombres ilustres en el manejo de las armas peligrosas solían hacer antes de tomar parte en una expedición. Yo no me valdré jamás de mis ventajas sino para rechazar las faltas que quieran atribuirme, no por ofensa, sino por defensa: tal es mi divisa.
—¡Ay de mí! —exclamó la reina, humillada.
—Os comprendo, señora. Sufrís al ver que vuestra alma está en manos del médico, vos que os resistíais a veces a la idea de abandonar vuestro cuerpo. Tened valor, tened confianza, pues aquel que os ha dado hoy la prueba de longanimidad que habéis recibido de mí; no quiere más que aconsejaros bien. Quiero amaros, señora, y también que os amen, y discutiré con vos las ideas que ya he comunicado al rey.
—¡Doctor, tened cuidado! —dijo gravemente la reina—. Me habéis cogido en un lazo, y después de haber intimidado a la mujer creéis poder dominar a la reina.
—No, señora —contestó Gilberto—, no soy un miserable especulador. Tengo mis ideas; comprendo que tengáis las vuestras, y rechazo desde ahora la acusación que me haríais eternamente de haberos intimidado para subyugar vuestra razón. Aun diré más, y es que sois la primera mujer en que encuentro a la vez todas las pasiones de esta y todas las facultades dominadoras del hombre; de modo que podéis ser a la vez una mujer y un amigo, encerrándose en vos toda la humanidad en caso necesario. Os admiro y os serviré, sin recibir nada de vos, y únicamente para estudiaros, señora. Aun haré más en vuestro obsequio: en el caso de que yo os pareciera un mueble de palacio demasiado molesto, y suponiendo que la impresión causada por la escena de hoy no se borre de vuestra memoria, os rogaré y os pediré que me alejéis.
—¡Qué os aleje! —exclamó la reina con una alegría que no escapó a Gilberto.
—¡Pues bien! Asunto concluido, señora —repuso el doctor con admirable sangre fría—. Ni siquiera diré al rey lo que debía decirle, y me marcharé. ¿Será necesario que vaya muy lejos para tranquilizaros, señora?
La reina le miró, sorprendida de esta abnegación.
—Ya veo —añadió el doctor—, lo que Vuestra Majestad piensa. Más instruida de lo que se cree acerca de esos, misterios de la influencia magnética, que la espantaban hace poco, Vuestra Majestad se dice que desde lejos podré ser también peligroso.
—¿Cómo es eso? —preguntó la reina.
—Sí: repito, señora, que si alguien quisiese hacer daño a cualquiera por los medios que censuráis en mis maestros y en mí, que a una milla o a tres pasos; pero no temáis nada, señora, pues yo no lo haré.
La reina permaneció un momento pensativa, no sabiendo qué contestar a aquel hombre extraño que así hacía vacilar sus más resueltos propósitos.
De repente, un rumor de pasos en el fondo de los corredores hizo levantar la cabeza a María Antonieta.
—¡El rey —dijo—, el rey viene!
—Pues entonces, señora, os ruego que me contestéis. ¿Debo quedarme o marcharme?
—Pero…
—Apresuraos, señora, pues si lo deseáis puedo evitar que el rey me vea. Vuestra Majestad me indicará una puerta para retirarme.
—Quedaos —dijo la reina.
Gilberto se inclinó, mientras que María Antonieta procuraba leer en sus facciones hasta qué punto el triunfo sería más revelador de lo que había sido la cólera o la inquietud.
Gilberto permaneció impasible.
—Por lo menos —se dijo la reina—, hubiera debido manifestar alegría.