No podríamos decir cuánto tiempo duró aquella confidencia; pero se prolongó bastante, pues hasta eso de las once de la noche no se vio abrir la puerta del gabinete de la reina, y aparecer en el umbral a Andrea, casi de rodillas, besando la mano de María Antonieta.
Después, al levantarse, la joven enjugó sus ojos enrojecidos por el llanto; mientras que la reina entraba de nuevo en su habitación.
Andrea, por el contrario, como si hubiera querido huir de sí misma, se alejó rápidamente.
A partir de aquel momento, la reina quedó sola. Cuando la doncella entró para ayudarla a desnudarse, encontróla con los ojos brillantes y paseándose a largos pasos por su habitación.
La reina hizo con la mano un ademán que pareció decir: dejadme.
La doncella se retiró sin decir nada.
Desde aquel instante la reina se vio sola otra vez; había prohibido que la molestaran, a menos de que se tratase de importantes noticias procedentes de París.
Andrea no reapareció.
En cuanto al rey, después de haber conversado con el señor de La Rochefoucault, que trató de hacerle comprender la diferencia que existía entre un motín y una revolución, declaró que estaba cansado, acostóse y se durmió, ni más ni menos tranquilamente que si hubiera estado en una cacería, y que el ciervo (cortesano bien amaestrado) se hubiese dejado coger en el estanque de los Suizos.
La reina, por su parte, escribió algunas cartas, pasó a la habitación contigua, donde reposaban sus dos hijos bajo la custodia de la señora de Tourzel, y se acostó, no para dormir como el rey, sino para meditar tranquilamente.
Sin embargo, muy pronto, cuando el silencio hubo invadido a Versalles, cuando el inmenso palacio quedó sumido en las sombras, cuando no se oyeron ya en el fondo de los jardines más que los pasos de las patrullas, que hacían crujir la arena, y en los largos corredores las culatas de los fusiles, tocando discretamente las baldosas de mármol, María Antonieta, cansada de su reposo, experimentando la necesidad de respirar, saltó de su lecho, se puso sus zapatillas de terciopelo, y, cubriéndose, con un largo peinador azul, se asomó a la ventana para aspirar la frescura de los estanques y coger al paso esos consejos que el viento de la noche murmura sobre las frentes abrasadoras y en los corazones oprimidos.
Entonces repasó en su mente todo lo ocurrido aquel día, tan fecundo en acontecimientos imprevistos.
La toma de la Bastilla, ese emblema visible del poder real; las incertidumbres de Charny, aquel amigo fiel, aquel cautivo apasionado, a quien tenía hacía tantos años sometido a su yugo, y que, no habiendo suspirado nunca más que amor, parecía suspirar ahora por primera vez el pesar y los remordimientos.
Con ese hábito de sintetizar que acostumbró a los grandes talentos a conocer los hombres y las cosas, María Antonieta hizo en aquel mismo instante dos partes del malestar que experimentaba, debido a una desgracia política y a una pena del corazón.
La desgracia política era aquella gran noticia que, partiendo de París a las tres de la tarde, iba a propagarse por el mundo entero y a disminuir en el ánimo de todos el respeto sacro tributado hasta entonces a los reyes, mandatarios de Dios.
La pena del corazón era aquella sorda resistencia de Charny, al dominio de la soberana amada; era como un presentimiento de que, sin dejar de ser fiel y leal, el amor no sería ya ciego, y se podría comenzar a discutir su fidelidad y su abnegación.
Este pensamiento oprimía cruelmente el corazón de la mujer, llenándole de esa hiel amarga que llaman celos, acre veneno que ulcera a la vez mil pequeñas llagas en el alma herida.
Sin embargo, el pesar, comparado con la desgracia, era muy inferior lógicamente.
Así, pues, más bien por razonamiento que por conciencia, más bien por necesidad que por instinto, María Antonieta pensó primeramente en la gravedad del peligro de la situación política.
¿A dónde volverse? Odio y ambición de frente; debilidad e indiferencia a los lados, y por enemigos, hombres que, comenzando por la calumnia, llegaban a las rebeliones.
Gente que, por lo tanto, no retrocedería ante nada.
Por defensores, nos referimos a la mayor parte, por lo menos, de los hombres que poco a poco se habían acostumbrado a sufrirlo todo, y que, de consiguiente, no sentirían ya la profundidad de las heridas.
Hombres que vacilarían en contestar a un ataque por temor de hacer ruido.
Era necesario, pues, olvidarlo todo, aparentar que no se recordaba nada, aunque no fuese así; fingir que se perdonaba, y no perdonar nunca.
No era esto digno de una reina de Francia, y sobre todo de la hija de María Teresa, aquella mujer de tanto corazón.
¡Luchar, luchar! Tal era el consejo del orgullo real resentido; pero ¿era prudente luchar? ¿Se calman los odios con la sangre derramada? ¿No era terrible el nombre de «la austriaca»? ¿Sería necesario, para consagrarle, como habían hecho Isabel y Catalina de Médicis con los suyos, administrarle el bautismo de una matanza universal?
Y, por otra parte, si Charny había dicho la verdad, el éxito era dudoso.
¡Combatir y ser vencida!
Por lo que hace a la desgracia política, he aquí cuáles eran los dolores de aquella reina, que en ciertas fases de su meditación sentía surgir del fondo de sus padecimientos como se siente saltar un reptil de los brezos donde nuestro pie la despierta, la desesperación de la mujer que se cree menos amada cuando lo ha sido demasiado. Charny había dicho lo que le hemos oído decir, no por convicción, sino por cansancio; y había apurado las calumnias como tantos otros, hasta la saciedad, en la misma copa que ella. Charny, que por primera vez habló en términos tan dulces de su esposa Andrea, olvidada hasta entonces por él, Charny echaba de ver ahora, sin duda, que su mujer era todavía joven y hermosa. Y a esta sola idea, que la abrasaba como la mordedura devoradora del áspid, María Antonieta se extrañaba al reconocer que la desgracia no era nada en comparación del pesar…
Y esto porque lo que la desgracia no había podido hacer, el pesar lo realizaba: la reina se revolvía furiosa en el sillón donde había permanecido fría y vacilante, y contemplaba de frente la desgracia.
Todo el destino de aquel ser privilegiado para el sufrimiento se reveló en la excitación de su alma durante aquella noche.
¿Cómo escapar a la vez de la desgracia y del pesar?, se preguntaba con angustias que renacían de continuo. ¿Sería forzoso resolverse a dejar el trono para vivir feliz en la medianía? ¿Era preciso volver a su verdadero Trianón, a su quinta, a la paz del lago y a las oscuras alegrías? ¿Debería dejar todo aquel pueblo, para que se repartiese los restos de la monarquía, exceptuando tan sólo algunas partículas muy humildes que la mujer podría apropiarse con los tributos de algunos amigos fieles que se obstinaran en seguir siendo vasallos?
¡Ay!, aquí era donde la serpiente de los celos mordía de nuevo, profundizando más.
¡Feliz! ¿Podría serlo con la humillación de un amor desdeñado?
¡Feliz! ¿Lo sería junto al rey, aquel esposo vulgar, a quien faltaba todo prestigio para ser un héroe?
¿Feliz junto al señor de Charny, que lo sería tal vez con alguna mujer amada, o acaso con su esposa?
Y este pensamiento encendía en el corazón de la pobre reina todas las ardientes pasiones que abrasaron a Dido[25], más bien que su hoguera.
Pero en medio de aquel febril tormento hubo un instante de reposo, y en medio de aquella torcedora angustia, un goce fugaz. Dios, en su bondad infinita, no ha creado el mal más que para hacer apreciar el bien.
Andrea ha hecho a la reina sus confidencias, descubriendo a su rival la vergüenza de su vida; Andrea, prosternada y con lágrimas en los ojos, ha confesado a María Antonieta que ella no era ya digna del amor y del respeto de un hombre honrado: Charny, pues, no amará nunca a Andrea.
Pero Charny ignora, e ignorará siempre aquella catástrofe de Trianón, y las consecuencias que tuvo; de modo que para Charny es como si no hubiese ocurrido nada.
Y, haciendo estas diversas reflexiones, la reina examinaba en el espejo de su conciencia su belleza marchita, su alegría pasada y su lozanía perdida para siempre.
Después volvía a pensar en Andrea, y en aquellas aventuras extrañas, casi increíbles, que acababa de referirle.
Admiraba la combinación mágica de aquella ciega fortuna, que tomaba en el fondo de Trianón, en la sombra de la cabaña y en el fango de las granjas, un muchacho jardinero para asociarle al destino de una noble dama de la reina, cuya suerte estaba unida también con la de la soberana.
—¡Así, pues, se decía, el átomo perdido en las regiones inferiores habría venido, por un capricho de las atracciones superiores, a fundirse como partícula de diamantes en la luz divina de la estrella!
¿No era aquel joven jardinero, aquel Gilberto, un símbolo vivo de lo que sucedía en aquella hora, un hombre del pueblo salido de la baja esfera de su nacimiento para ocuparse en la política de un gran reino, extraño comediante que venía a personificar en sí, por un privilegio del genio maléfico que se cernía sobre Francia, por el insulto inferido a la nobleza, como el ataque de la plebe contra la monarquía?
¡Aquel Gilberto, ahora un sabio; aquel Gilberto, que vestía ya el traje negro del tercer estado; el consejero de Necker; el confidente del rey de Francia, hele aquí ahora, gracias al juego de la revolución, igualándose con la mujer cuyo honor había robado una noche como un ladrón!
La reina, volviendo a ser mujer, y estremeciéndose a pesar suyo al recordar la lúgubre historia referida por Andrea, la reina, decimos, se imponía como un deber mirar de frente a aquel Gilberto, y aprender a leer por sí misma en las facciones humanas lo que Dios permite que se revele en un carácter tan extraño; y, a pesar del sentimiento de que hablábamos antes, y que la alegraba casi por la humillación de su rival, sentía un fuerte deseo de zaherir al hombre que tanto había hecho sufrir a una mujer.
Además, experimentaba el deseo de admirar, con el espanto que inspiran los monstruos, aquel hombre extraordinario que por un crimen había mezclado su sangre vil con la sangre aristocrática de Francia; aquel hombre que parecía haber promovido la revolución para que le abriesen la Bastilla, en la cual, a no mediar esta revolución, habría aprendido eternamente a olvidar que un plebeyo no debe acordarse de nada.
Por esta consecuencia de sus ideas, la reina volvía a los dolores políticos, viendo acumularse sobre una misma y sola cabeza la responsabilidad de todo cuanto había sufrido.
De este modo, el autor de la rebelión popular que acababa de hacer vacilar la autoridad del rey derribando la Bastilla, era Gilberto; aquel hombre cuyos principios habían puesto las armas en manos de los Billot, de los Maillard, de los Elias y de los Hullin.
Gilberto era, pues, a la vez un ser venenoso y terrible: venenoso, porque había perdido a Andrea como amante; terrible, porque había ayudado a derribar la Bastilla como enemigo. Era preciso, por lo tanto, conocerle para evitarle, o, mejor aún, conocerle para servirse de él.
Era indispensable a toda costa hablar con aquel hombre, verle de cerca, juzgarle por sí misma.
Habían transcurrido dos terceras partes de la noche, y ya daban las tres. La aurora blanqueaba las copas de los árboles del parque de Versalles y las cabezas de las estatuas.
La reina había pasado toda la noche sin dormir. Su mirada vaga se perdía en las avenidas iluminadas por una pálida luz.
Un sueño pesado y calenturiento se apoderó poco a poco de la desgraciada mujer y se dejó caer en un sillón, junto a la ventana abierta, con el cuello inclinado en el respaldo.
Entonces soñó que se paseaba en Trianón, y que del fondo de una platabanda salía un gnomo de sarcástica sonrisa, como aquellos de que se habla en las baladas alemanas, y que aquel monstruo sardónico era Gilberto, que extendía hacia ella sus dedos ganchudos.
En aquel momento profirió un grito.
Otro grito contestó al suyo, y este último la despertó.
La señora de Tourzel era quien le había proferido. Acababa de entrar en la habitación de la reina, y, al ver a esta trastornada y como sin sentido en un sillón, no pudo reprimir el impulso de su dolor y de su sorpresa.
—¡La reina está enferma! —exclamó—. ¡La reina sufre! ¿Llamaré a un médico?
La reina abrió los ojos. Aquella pregunta de la señora de Tourzel parecía contestar a la de su curiosidad.
—Sí, sí, un médico —contestó María Antonieta—; el doctor Gilberto. Llamad al doctor.
—¿Quién es el doctor Gilberto? —preguntó la señora de Tourzel.
—Un nuevo médico nombrado ayer, al llegar de América, según creo.
—Ya sé a quien se refiere Su Majestad —se aventuró a decir una de las doncellas de la reina.
—¿Y bien? —preguntó María Antonieta.
—Que el doctor está en la antecámara del rey.
—¿Le conocéis, pues?
—Le conozco —contestó la dama balbuceando.
—Pero ¿cómo le conocéis? ¡Llegó de América ocho o diez días hace, y hasta ayer no salió de la Bastilla!
—Le conozco…
—Responded. ¿De qué le conocéis? —preguntó imperiosamente la reina.
La dama bajó los ojos.
—Veamos; ¿podré saber, al fin, cómo le conocéis?
—Señora, he leído sus obras, y, habiéndome inspirado la curiosidad de ver al autor, he deseado que me le enseñasen esta mañana.
—¡Ah! —exclamó la reina con una expresión indecible dé enojo y de disimulo a la vez. ¡Ah! Está muy bien, y puesto que le conocéis decidle que estoy indispuesta y que deseo verle.
Entretanto, la reina mandó entrar a sus doncellas, se puso un traje de mañana y arregló su tocado.