La reina, después de echar una ojeada en torno suyo, recibió el saludo de su esposo y se lo devolvió amistosamente. Luego le alargó la mano.
—¿A qué feliz casualidad debo el placer de que me visitéis? —preguntó María Antonieta.
—A una verdadera casualidad, decís bien, señora. He encontrado a Charny, el cual me ha dicho que iba a decir de vuestra parte a nuestros belicosos mariscales que no se movieran. Me ha complacido tanto que hayáis tomado tan acertada resolución que no he querido pasar por delante de vuestra cámara sin entrar a daros las gracias.
—En efecto —contestó la reina—, he reflexionado y he deducido que valía más que dejaseis las tropas tranquilas que no que dieseis pretexto para una guerra intestina.
—Enhorabuena —dijo el rey—; me alegro mucho que seáis de ese parecer. Ya sabía yo que os haría venir a parar a él.
—Sepa Vuestra Majestad que no ha costado gran trabajo conseguir este resultado, puesto que me he decidido a ello bien ajena a vuestra influencia.
—Eso prueba que sois casi razonable, y cuando os haya hecho algunas reflexiones lo seréis del todo.
—Pero, si somos del mismo parecer, esas reflexiones las considero enteramente inútiles.
—No os alarméis, señora; no intento entablar ninguna discusión: sabéis que las discusiones me gustan tan poco como a vos. Vamos a ver: ¿no os agrada hablar de cuando en cuando conmigo sobre los asuntos de Francia, del propio modo que un buen matrimonio se ocupa en los asuntos de su casa?
Luis XVI pronunció estas palabras con ese acento bonachón que empleaba en la intimidad.
—Siempre me agrada, señor; pero ¿habéis escogido bien el momento?
—Creo que sí. Hace poco me habéis dicho que deseáis que no se rompan las hostilidades: ¿no es eso?
—Así es.
—Pero no me habéis dicho las razones que tenéis para ello.
—Porque no me las habéis preguntado.
—Pues ahora os las pregunto.
—¡La impotencia!
—Según eso, ¿si creyerais ser la más fuerte, haríais la guerra?
—Sí creyera ser la más fuerte, pegarle fuego a París.
—¡Cuán seguro estaba de que no queríais la guerra por los mismos motivos que yo!
—Entonces, veamos cuáles son los vuestros.
—¿Los míos? —preguntó el rey.
—Sí, los vuestros —contestó María Antonieta.
—No tengo más que uno.
—¿Cuál?
—Pronto os lo diré. No quiero guerra con el pueblo porque creo que el pueblo tiene razón.
María Antonieta hizo un movimiento de sorpresa.
—¿Que el pueblo tiene razón para sublevarse? —exclamó.
—Yo lo creo.
—¿Razón para asaltar la Bastilla, para matar al gobernador, para asesinar al preboste de los mercaderes, para exterminar a vuestros soldados?
—Sí, y mil veces sí.
—Y ¿esas son las reflexiones de que me queríais hablar?
—Os diré cómo se me han ocurrido.
—¿Mientras comíais?
—¡Ea! Ya volvemos a pasar a la cuestión del alimento. No podéis perdonarme el que me guste comer: me quisierais poético y vaporoso. ¿Qué le hemos de hacer? Toda mi familia come. Enrique IV no tan sólo comía, sino que bebía bien; Luis XV, para estar seguro de comer buenos los buñuelos, se los hacía él mismo, y para tomar buen café recomendaba a la condesa du Barry que se lo hiciese. Yo, cuando tengo apetito, no puedo resistir, y entonces necesito imitar a mis abuelos Luis XV, Luis XIV y Enrique IV. Si esto es una necesidad en mí, sed indulgente; si es un defecto, perdonádmelo.
—Pero, en fin, confesaréis…
—¿Que no debo comer cuando tengo hambre? No, contestó el rey meneando tranquilamente la cabeza.
—No os hablo de eso, sino del pueblo.
—¡Ah!
—Confesareis que el pueblo no tiene razón.
—¿De sublevarse? Tampoco lo confieso. Vamos a ver: pasemos revista a todos nuestros ministros. Desde que reinamos, ¿cuántos se han ocupado realmente en el bienestar del pueblo? Dos: Turgot y Necker. Vos y vuestra camarilla me habéis obligado a desterrarlos. En favor del uno ha habido un motín; en favor del otro tal vez haya una revolución. Hablemos ahora de los otros. ¡Ah! Hombres excelentes, ¿verdad? Maurepas, hechura de mis tías, no sabía más que hacer canciones. No son los ministros los que deben hacer cantar, sino el pueblo. ¿El señor de Calonne? Os ha dicho una frase oportuna, frase que no se olvidará. Cierto día que le preguntasteis no sé qué, os contestó: «Si es posible, dadlo por hecho; si es imposible, se hará». Esta frase ha costado tal vez cien millones al pueblo, por lo cual no os extrañe que me parezca menos ingeniosa que a vos. Comprended, pues, lo que os digo: si conservo a mi lado a los que esquilman al pueblo y despido a los que le aman, me parece que no es el mejor modo de sosegarle y de hacerle adicto a nuestro gobierno.
—Entonces, ¿la insurrección es un derecho? Proclamad ese principio. No me disgusta que me digáis tales cosas a solas. ¡Si os oyeran!…
—¡Oh sí, sí! —repuso el rey—. No me decís nada de nuevo. Sé que si vuestros Polignac, vuestros Dreux-Brézé, vuestros Clermont-Tonnerre y vuestros Coigny me oyesen, se encogerían de hombros a mis espaldas; pero a su vez me dan lástima esos Polignac que os adulan y a los que habéis regalado el castillo de Fénestrange, que os ha costado un millón doscientas mil libras; ese Sartines, a quien he señalado ya una pensión de ochenta y nueve mil y a quien acabáis de dar otras doscientas mil en calidad de socorro; el príncipe de Deux-Ponts, a quien me obligáis a conceder novecientas cuarenta y cinco mil libras para que pague sus deudas; María de Laval y Mme. de Magnenville, cada una de las cuales cobra ochenta mil libras de pensión; Coigny, colmado de toda clase de favores, y al que en cierta ocasión quise rebajar sus emolumentos, cogiéndome solo en una habitación, creo que me habría pegado si no hubiese accedido a sus deseos. Toda esa gente es amiga vuestra: ¿no es cierto? Pues bien, hablad de ella. Por mi parte os digo una cosa que tal vez no creeréis, por cuanto es una verdad: que si vuestros amigos, en lugar de estar en la corte, hubieran estado en la Bastilla, el pueblo la habría fortificado en lugar de derribarla.
—¡Oh! —dijo la reina haciendo un movimiento de cólera.
—Decid lo que queráis; pero es la pura verdad —repuso tranquilamente Luis XVI.
—Vuestro muy amado pueblo no tendrá ya mucho tiempo de aborrecer a mis amigos, porque se destierran.
—¿Se marchan? —preguntó el rey.
—Sí, se marchan.
—¿Polignac? ¿Las mujeres?
—Sí.
—¡Tanto mejor! ¡Alabado sea Dios!
—¡Cómo, tanto mejor! ¿No sentís que se marchen?
—Ni por pienso, y, si necesitan dinero para el viaje, se lo daré. De seguro que ese dinero no estará mal empleado. ¡Buen viaje, señores y señoras! —dijo el rey sonriendo.
—Sí, sí —dijo la reina—; comprendo que aprobéis esas bajezas.
—Vamos; veo que, por fin, les hacéis justicia.
—Es que no se van, sino que desertan.
—Poco me importa, con tal que se vayan.
—¡Y cuando se piensa que es vuestra familia la que aconseja tales infamias!
—¿Mi familia aconseja a todos vuestros favoritos que se alejen? Decidme quiénes son los individuos de mi familia que me hacen ese favor, para darles las gracias.
—Vuestra tía Adelaida, vuestro hermano d’Artois.
—¡Mi hermano d’Artois! ¿Acaso creéis que seguiría por su cuenta el consejo que da? ¿Creéis que también se marcharía?
—¿Por qué no? —preguntó María Antonieta procurando picar al rey.
—Pues que Dios os oiga; y que d’Artois se marche: le diré lo que he dicho a los demás: «¡Buen viaje; hermano, buen viaje!».
—¡A un hermano vuestro!
—¡Vaya si es de sentir! Sé que es un muchacho que no carece de ingenio y de valor, pero de muy poco seso; que juega al príncipe francés como un hombre refinado del tiempo de Luis XIII; es un tarambana, un imprudente que os compromete, a vos, la mujer de César.
—¡César! —murmuró la reina con sangrienta ironía.
—O Claudio, si lo preferís, porque, según sabéis, Claudio era un cesar como Nerón.
La reina bajó la cabeza. Aquella sangre fría histórica la confundía.
—Ya sabéis —prosiguió el rey—, que Claudio, puesto que preferís el nombre de Claudio al de César, tuvo que mandar cerrar una noche la verja de Versalles, para daros una lección cuando os retirarais demasiado tarde. La culpa de esta lección la tenía el señor conde de Artois. Por consiguiente, no echaré de menos a ese señor. Por lo que toca a mi tía, ya sé lo que se sabe de ella. Esa es otra que merece ser de la familia de los Césares. Por tanto, que se vaya: tampoco lo sentiré. Y ¿creéis que no me pasa lo mismo con el conde de Provenza? Si se quiere marchar que se marche. ¡Buen viaje!
—Ese no habla de marcharse.
—Tanto peor. El conde de Provenza sabe demasiado latín para mí: yo le pago hablándole en inglés. Él es quien nos ha hecho cargar con la cuestión de Beaumarchals, haciéndole encerrar en Bicétre, en Fort-l’Evéque, y no sé dónde más, por su propia autoridad, y el señor de Beaumarchals también nos ha devuelto la pelota. ¿Conque el señor de Provenza se queda? Tanto peor, tanto peor. ¿Sabéis una cosa? Que el único hombre honrado a quien conozco cerca de vos es el conde de Charny.
La reina se sonrojó y volvió la cabeza.
—Pero ahora recuerdo —continuó el rey después de una breve pausa, que estábamos hablando de la Bastilla. Conque ¿lamentáis que el pueblo la haya tomado?
—Sentaos al menos, señor —dijo la reina—; porque me parece que aún tenéis muchas cosas que decirme.
—No, gracias: prefiero hablar paseándome. Mientras me paseo, procuro por mi salud, de la que nadie se preocupa; porque, si como bien, digiero mal. ¿Sabéis lo que se dice en estos momentos? Pues dicen: «El rey ha cenado; el rey está durmiendo». Y ya veis cómo duermo. Aquí me tenéis, de pie, procurando hacer la digestión mientras hablo de política con mi mujer. ¡Ah, señora! Estoy expiando…
—Y ¿qué expiáis?
—Los pecados de un siglo, de los que yo pago las consecuencias; expío a la Pompadour, la du Barry, el Parque de los Ciervos; expío al pobre Latude, que pasó treinta años pudriéndose en los calabozos e inmortalizándose por sus sufrimientos. ¡Pobre mozo! ¡Ah! ¡Cuántas necedades he hecho dejando pasar sin correctivo las ajenas! He ayudado a perseguir a los filósofos, a los economistas, a los eruditos, a los literatos, y todos ellos no deseaban otra cosa sino amarme. Si me hubiesen amado habrían sido la gloria y la ventura de mi reinado. Por ejemplo: a Rousseau, ese coco de los Sartines y compadres, le vi un día, aquel en que le mandasteis llamar a Trianón: llevaba la ropa sin cepillar, es verdad; la barba larga; también es verdad; pero, por lo demás, era un buen hombre. Si me hubiese puesto mi traje ordinario de color gris y mis medias casi caídas, y hubiera dicho a Rousseau: «¡Ea! Vamos a buscar musgos por los bosques de Ville d’Avray…».
—Bien; ¿y qué? —preguntó la reina con menosprecio.
—Que Rousseau no habría escrito el Vicario Saboyano ni el Contrato social.
—Sí, sí; lo sé —contestó María Antonieta—. He ahí cómo razonáis; sois hombre prudente; teméis a vuestro pueblo como el perro teme a su amo.
—No, sino como el amo teme a sus perros. Significa algo el saber que uno no será mordido por su propio perro. Cuando me paseo con Medoro, el moloso de los Pirineos que me regaló el rey de España, me enorgullece su amistad. Reíos si queréis; pero no por eso es menos cierto que, si Medoro no fuera amigo mío, me devoraría con sus grandes dientes blancos. Pues bien: le digo: «Medoro, buen Medoro, ven aquí» y me lame. Prefiero la lengua a los colmillos.
—Corriente. Halagad a los revolucionarios, acariciadlos, echadles pasteles.
—Así lo haré. No tengo otro propósito: podéis creerme. Sí: es cosa resuelta. Voy a reunir un poco de dinero y trataré a todos esos señores como Cerberos. Y ved: el señor de Mirabeau…
—Sí, habladme de esa bestia feroz.
—Con cincuenta mil libras mensuales será un Medoro; mientras que si dejamos pasar tiempo pedirá lo menos medio millón al mes.
La reina se echó a reír de lástima.
—¡Adular a semejante gente! —dijo.
—El señor de Bailly será otro Medoro si le hago ministro de Artes, ministerio que me entretendré en crear. Siento no ser de vuestro parecer, señora; pero pienso como mi abuelo Enrique IV. Era un político tan bueno como otro cualquiera y recuerdo lo que decía.
—¿Qué decía?
—Que no se cogen moscas con vinagre.
—Sancho Panza también decía eso o algo parecido.
—Y Sancho Panza hubiera hecho al pueblo de Barataria muy feliz, si la isla de Barataria hubiese existido.
—Señor, vuestro abuelo Enrique IV, a quien invocáis, cogía lobos lo mismo que moscas; testigo el mariscal de Biron, a quien mandó cortar la cabeza. Por consiguiente, podía decir lo que quisiera. Raciocinando como él y obrando como vos, quitáis todo prestigio a la dignidad real, que sólo vive de prestigio; y si degradáis el principio ¿qué será de la majestad? Sé muy bien que la majestad es una palabra; pero en esta palabra están incluidas todas las virtudes reales: quien respeta, ama; quien ama, obedece.
—¡Ah! Hablemos de la majestad; sí, hablemos —dijo el rey sonriendo—. Vos, por ejemplo, sois tan majestuosa como el que más, y no conozco a nadie en Europa, ni a vuestra madre María Teresa, que haya llevado tan lejos como vos la ciencia de la majestad.
—Comprendo: queréis decir que la majestad no impide que sea aborrecida del pueblo.
—No digo aborrecida precisamente, querida Antonieta —dijo el rey con dulzura—; pero lo cierto es que no sois tan amada como merecéis serlo.
—Señor —replicó la reina profundamente ofendida—, os hacéis eco de todo lo que se dice. No he hecho mal a nadie, y, en cambio, he hecho mucho bien. ¿Por qué me han de aborrecer como decís? ¿Por qué no me han de amar, aunque sólo sea porque hay gente ocupada todo el día en decir: «La reina no es amada»? Bien sabéis, señor, que basta que haya una voz que diga esto para que ciento lo repitan, y cien voces hacen hablar a diez mil. Entonces, haciendo coro a esas diez mil voces, todo el mundo repite: «La reina no es amada». Y no se ama a la reina tan sólo porque una persona ha dicho que nadie la quiere.
—¡Dios mío! —exclamó el rey.
—¡Dios mío! —repitió la reina—. Me importa poco la popularidad; pero creo que se exagera mi impopularidad. Es cierto que las alabanzas no llueven sobre mí; pero también lo es que se me ha adorado y que, por haberme adorado mucho, me aborrecen también mucho.
—Señora —dijo el rey—, no sabéis toda la verdad y aún os hacéis ilusiones. Hablábamos de la Bastilla: ¿no es así?
—Sí.
—Pues bien: en la Bastilla había un gran cuarto lleno de toda clase de libros escritos contra vos. Supongo que los habrán quemado todos.
—Y ¿qué me atribuían en esos libros?
—Comprenderéis, señora, que si no me hago vuestro juez, tampoco deseo ser vuestro acusador. Cuando todos esos libelos salen a luz, hago secuestrar la edición y sepultarla en la Bastilla; pero a veces esos libelos llegan a mis mismas manos, y precisamente en este momento —añadió el rey golpeándose el bolsillo de la casaca—, tengo aquí uno y de los más abominables.
—Enseñádmelo —dijo la reina.
—No puedo: tiene grabados.
—Y ¿no habéis tomado ninguna medida? ¿Tan ciego estáis, sois tan débil, que no procuráis averiguar el origen de tales infamias?
—Precisamente eso es lo que se está haciendo: averiguar el origen. Todos mis tenientes de policía han trabajado asiduamente para lograrlo.
—Entonces debéis saber quién es el autor de esas indignidades.
—Al menos conozco uno, al autor de este, M. Furth, por cuanto aquí tenéis un recibo de 22 500 libras firmado por él. Ya veis que cuando la cosa lo merece no reparo en el precio.
—Pero ¿y los otros?
—Con frecuencia son pobres diablos hambrientos que vegetan en Inglaterra o en Holanda. Se siente uno picado, mordido, y se irrita; busca, cree que va a encontrar un cocodrilo o una serpiente y a matarla, aplastarla; pero no es así: se tropieza con un insecto, tan pequeño, tan mezquino, tan asqueroso, que ni siquiera se atreve a tocarle para castigarle.
—Perfectamente. Pero si no os atrevéis a tocar los insectos, al menos acusad frente a frente al que los engendra. A la verdad, no parece sino que Felipe de Orleans es el sol.
—¡Ah! —exclamó el rey dando una palmada—. ¡Ya estamos! ¿Queréis enemistarme con Felipe de Orleans?
—¿Enemistaros con vuestro enemigo? La salida tiene gracia.
El rey se encogió de hombros.
—He ahí el sistema de las interpretaciones —dijo—. ¿Atacáis a M. de Orleans, que viene a ponerse a mis órdenes para combatir a los rebeldes? ¿Qué sale de París y viene a Versalles? ¡Felipe de Orleans enemigo mío! A la verdad, señora, tenéis un odio inconcebible a los Orleans.
—Pues ¿sabéis por qué ha venido? Porque teme que se note su ausencia formando contraste con la solicitud general; ha venido porque es un cobarde.
—Vuelta a empezar —dijo el rey—. El que ha inventado eso es el cobarde. Vos, que habéis hecho publicar en vuestros diarios que había tenido miedo en Ouessant, habéis querido deshonrarle, y, sin embargo, eso era calumnia, señora. Felipe no ha tenido miedo; Felipe no ha huido. Si hubiera huido no sería de la familia. Los Orleans son valientes: eso es cosa sabida. El jefe de la familia, que parecía descender de Enrique III más bien que de Enrique IV, era intrépido, a pesar de su Effiat[24] y de su caballero de Lorena, y arrostró la muerte en la batalla de Cassel. El regente tenía algunas cosillas que echarse en cara por lo que respecta a las costumbres; pero se había batido en Steinkerque, en Nerwinde y en Almansa como el último soldado de su ejército. No hablemos sino de la mitad del bien que existe, si lo queréis; pero, al menos, no hablemos tampoco del mal que no existe.
—Veo que Vuestra Majestad está dispuesto a disculpar a todos los revolucionarios. Ya veréis, ya veréis todo lo que valdrá ese. Si echo de menos la Bastilla es por él. Sí: me arrepiento de que hayan encerrado en ella criminales cuando ese no estaba.
—¡En buena situación nos encontraríamos hoy si hubiera estado en la Bastilla el de Orleans! —dijo el rey.
—¿Qué habría sucedido?
—No dejaréis de saber, señora, que han paseado su busto coronado de flores junto al del señor de Necker.
—Sí, lo sé.
—Pues bien: una vez fuera de la Bastilla, Felipe de Orleans habría sido rey de Francia.
—Y quizás os habría parecido justo —contestó María Antonieta con amarga ironía.
—Cierto que sí. Encogeos de hombros cuanto queráis. Para juzgar bien a los demás, me coloco desde su punto de vista: no se ve bien al pueblo desde lo alto del trono. Yo desciendo hasta él, y pienso si, burgués u otra cosa, hubiera tolerado que un señor me contara entre sus pollos y sus vacas como cualquier producto; si, labrador, habría soportado que las diez mil palomas de un señor se comiesen cada día diez granos de trigo, de avena o de maíz, lo mejor de mis ganancias; mientras que sus liebres y sus conejos devoraban mis alfalfas, mientras que sus jabalíes hacían desaparecer mis patatas, mientras que sus cobradores diezmaban mi hacienda, mientras que él mismo acariciaba a mi mujer y mis hijas, mientras que el rey me arrancaba mis hijos para la guerra, mientras que el clero condenaba mi alma en sus momentos de cólera.
—Vaya, vaya, señor —dijo la reina con furibunda mirada—; coged una piqueta e id a derribar la Bastilla.
—Creéis reíros —repuso el rey—; pero os doy mi palabra de que iría si no fuera ridículo que un rey cogiera una piqueta cuando de una plumada puede hacerse el mismo trabajo. Sí, cogería la piqueta y me aplaudirían, como aplaudo a los que pueden realizar esa tarea. Los que me derriban la Bastilla me prestan un señalado favor; y a vos mucho más grande; sí, a vos, porque ya no podréis sepultar en un calabozo a las personas honradas, accediendo a los caprichos de vuestros amigos.
—¿Que yo he hecho encerrar personas honradas en la Bastilla? ¿Tal vez el señor de Rohan sea una persona honrada?
—No me habléis de ese, puesto que yo no hablo de él. No nos ha salido bien el encerrarle, puesto que el Parlamento le ha hecho salir. Además, no era ese el puesto de un príncipe de la Iglesia, por cuanto hoy llevan a los falsarios a la Bastilla; y, a decir verdad, os pregunto: ¿qué tienen que hacer allí los falsarios y los ladrones? ¿Acaso no tengo en París cárceles que me cuestan muy caras, para guardar en ellas, a esos desgraciados? Pase por los falsarios y los ladrones; pero lo peor es que se encierra también a la buena gente.
—¡Buena gente!
—Sí, y hoy he visto un hombre honrado que estuvo encerrado en la Bastilla y que ha salido hace poco tiempo.
—¿Cuándo?
—Esta tarde.
—¿Habéis visto esta noche un hombre que ha salido esta tarde de la Bastilla?
—Acabo de separarme de él.
—¿Quién es?
—Uno a quien conocéis.
—¿Que le conozco yo?
—Sí.
—¿Cómo se llama?
—El doctor Gilberto.
—¡Gilberto! ¡Gilberto! —repitió la reina—. ¿Será el que ha nombrado Andrea al volver en sí?
—Ese debe ser; por lo menos, lo juraría.
—¿Y ese hombre ha estado en la Bastilla?
—No parece sino que lo ignoráis, señora.
—Lo ignoro de todo punto.
Y la reina, notando en el semblante del rey una expresión de asombro, añadió:
—A no ser que un motivo que he olvidado…
—¡Ah! —exclamó el rey—. Para esas injusticias siempre hay un motivo que se olvida. Pero si habéis olvidado ese motivo así como al doctor, Andrea de Charny no ha olvidado ni el uno ni el otro: os lo aseguro.
—¡Señor, señor! —exclamó María Antonieta.
—Deben haber pasado entre ellos cosas…
—¡Por favor, señor! —dijo María Antonieta mirando hacia el retrete, desde el cual Andrea, oculta, podía oír lo que se decía.
—¡Ah, sí! —dijo el rey riendo—. Teméis que entre Charny y yo se averigüe. ¡Pobre Charny!
—¡Por Dios, señor! La condesa de Charny es una mujer muy virtuosa, y os confieso que prefiero creer que ese Gilberto…
—¿Os atrevéis a acusar a ese honrado joven? Yo sé lo que sé, y lo peor es que, sabiendo muchas cosas, todavía no lo sé todo.
—A la verdad, me pasma tanta seguridad —dijo la reina sin dejar de mirar hacia el retrete.
—Pero estoy tranquilo y no perderé nada por esperar, —prosiguió Luis XVI. El principio me promete un fin agradable, y este fin lo sabré por el mismo Gilberto, que es ahora mi médico.
—¿Que ese hombre es vuestro médico? ¿Confiáis a cualquier advenedizo la vida del rey?
—¡Oh! —replicó fríamente él monarca—. Tengo confianza en mi golpe de vista, y os aseguro que he leído en el alma de ese.
La reina hizo un movimiento de cólera y de desdén.
—Encogeos de hombros cuánto os plazca: eso no importa para que Gilberto no sea un sabio.
—¡Manía!
—Quisiera veros en mi lugar. Quisiera saber si Mesmer no os ha producido alguna impresión a vos y a la princesa de Lamballe.
—¿Mesmer? —preguntó la reina sonrojándose.
—Sí, cuando hace cuatro años asistíais disfrazada a una de sus sesiones. ¡Oh! Mi policía es excelente, y lo sé todo.
Y el rey, al pronunciar estas palabras, sonrió afectuosamente a María Antonieta.
—Si lo sabéis todo —contestó esta—, lo habéis disimulado bien, porque nunca me habéis hablado de ello.
—¿Para qué? La voz de los noticieros y la pluma de los periodistas os habían echado en cara lo bastante esta ligera imprudencia. Pero volvamos a Gilberto y a Mesmer. Este último os colocaba alrededor de una cubeta, os tocaba con una varilla de acero, y se rodeaba de mil fantasmagorías a fuer de lo que era, de un charlatán. Pero Gilberto no procede así: extiende la mano sobre una mujer, la duerme al punto y dormida habla.
—¡Qué habla! —exclamó la reina—, asustada.
—Sí —respondió el rey, complaciéndose en prolongar el ligero malestar de la reina—; sí, dormida por Gilberto, habla, y, creedme, las cosas que dice son muy extrañas.
La reina perdió el color.
—¡La condesa de Charny ha dicho cosas muy extrañas! —murmuró.
—En alto grado. Y aún ha tenido la suerte…
—¡Chist! ¡Chist! —interrumpió María Antonieta.
—¿Por qué me hacéis callar? Digo que ha tenido la suerte de que nadie la oyera más que yo.
—¡Por Dios, señor! No digáis más.
—Corriente, porque la verdad es que estoy muerto de cansancio, y del mismo modo que como cuando tengo hambre, me acuesto cuando tengo sueño. Buenas noches, señora; desearé que os quede una impresión saludable de nuestra conversación.
—¿Cuál?
—Que el pueblo ha tenido razón en deshacer lo que nosotros y nuestros amigos hemos hecho, testigo mi pobre médico Gilberto. Adiós, señora: tened la seguridad de que, después de haber indicado el mal, tendré valor para impedirlo. Dormid bien, Antonieta.
Y el rey se encaminó a la puerta de su cámara.
—A propósito —dijo volviendo—; avisad a la condesa de Charny que debe hacer las paces con el doctor, si es que aún está a tiempo. Adiós.
Y se alejó lentamente, cerrando él mismo la puerta con la satisfacción del mecánico que pone a prueba sus buenas cerraduras.
Aún no había dado diez pasos por el corredor, cuando la condesa salió del retrete, corrió a las puertas, echó los cerrojos, y luego a los balcones, cuyos cortinajes corrió.
Todo esto lo hizo viva y violentamente, con la energía de la demencia y de la rabia.
Cerciorándose luego de que nadie podía verla ni oírla, volvió al lado de la reina exhalando un sollozo desgarrador, y cayó de rodillas exclamando:
—¡Salvadme, señora, por Dios, salvadme!
Y, tras una pausa seguida de un suspiro, añadió:
—¡Y os lo diré todo!