Capítulo XXIX

Andrea fue recobrando el sentido sin saber quién la auxiliaba; pero instintivamente comprendió que acudían en su ayuda.

Irguió su cuerpo, y sus manos se asieron al apoyo inesperado que se le ofrecía.

Pero su espíritu no resucitó con su cuerpo; permaneció vacilante, como aturdido y soñoliento, algunos minutos.

Después de haberse esforzado por hacerle recobrar la vida física, el señor de Charny se esforzaba por llamarla a la vida moral; pero no tenía entre sus brazos más que una locura terrible y concentrada.

Por fin, Andrea fijó en él sus ojos abiertos, pero extraviados, y, con un resto de delirio, sin conocer al hombre que la sostenía, lanzó un grito y le rechazó duramente.

La reina había apartado la vista mientras tanto. Ella, mujer cuya misión hubiera debido ser la de consolar, de reanimar a aquella mujer, la abandonaba.

Charny levantó a Andrea entre sus brazos vigorosos, a pesar de la resistencia que oponía, y, volviéndose a la reina, siempre rígida y fría dijo:

—Algo extraordinario ha ocurrido. La condesa de Charny no suele desmayarse, y hoy es la primera vez que la veo privada de conocimiento.

—Debe padecer mucho —contestó la reina, volviendo a la idea de que Andrea había escuchado toda la conversación.

—Sí, sin duda padece, y por esto pido a Vuestra Majestad permiso para hacerla trasladar a sus habitaciones. Necesita los cuidados de sus camareras.

—Lo tenéis —dijo la reina alargando la mano hacia una campanilla.

Pero al oír el sonido de esta, Andrea se irguió y en su delirio gritó:

—¡Oh Gilberto! ¡Ese Gilberto!

Este nombre hizo que la reina se estremeciera, y el conde, asombrado, dejó a su esposa en un sofá.

En este momento, el servidor llamado por la campanilla entró.

—No es nada —dijo la reina haciéndole seña de que se retirase.

Al quedarse otra vez solos, la reina y el conde miraron a Andrea, la cual había vuelto a cerrar los ojos y parecía tener otra crisis.

Charny la sujetaba, arrodillado junto al sofá.

—Gilberto —repitió la reina—; ¿quién se llama así?

—Habrá que averiguarlo.

—Me parece que le conozco —dijo María Antonieta; creo que no es esta la primera vez que oigo pronunciar ese nombre a la condesa.

Pero Andrea, como si se hubiera visto amenazada por este recuerdo de la reina y esta amenaza la hubiera sorprendido en medio de sus convulsiones, abrió los ojos, levantó los brazos, y haciendo un esfuerzo se puso en pie.

Su primera mirada, inteligente ya, fue para el señor de Charny, a quien conoció y contempló con cariño.

Luego, como si esta manifestación involuntaria hubiera sido indigna de su alma de espartana, Andrea apartó los ojos y vio a la reina, inclinándose al punto.

—¿Qué tenéis, señora? —preguntó el señor de Charny—. Me habéis asustado. Vos, tan fuerte, tan animosa, haberos desmayado…

—Es que pasan cosas tan terribles en París —contestó Andrea—, que cuando los hombres tiemblan, bien pueden desmayarse las mujeres. ¡Habéis salido de París! ¡Oh! Bien hecho.

—¿Acaso será por mí —preguntó Charny con tono de duda—, por quién habéis pasado tan mal rato?

Andrea miró otra vez a su marido y a la reina, pero no contestó.

—¿Podéis dudarlo, conde? —dijo María Antonieta—. La condesa no es reina, y por consiguiente está en el derecho de tener miedo por su marido.

Charny conoció los celos ocultos bajo esta frase.

—Pues yo estoy seguro de que la condesa tiene más miedo por su soberana que por mí.

—Vamos al caso —dijo María Antonieta—; ¿por qué y cómo os hemos encontrado desmayada en ese gabinete, condesa?

—No podría decíroslo, señora. Yo misma lo ignoro; pero en esta vida de fatiga, de terror y de emociones que llevamos hace tres días, creo que el desmayo de una mujer es cosa muy natural.

—No cabe duda —respondió María Antonieta, conociendo que Andrea no quería ser interrogada.

—Pero observo que V. M. tiene también los ojos llorosos —repuso Andrea con la extraña calma que le era característica tan luego como volvía a ser dueña de su voluntad, y que era tanto más molesta en las circunstancias difíciles cuanto que se conocía fácilmente que era afectación y ocultaba sentimientos puramente humanos.

También entonces creyó el conde notar en las palabras de su mujer, el acento irónico que había observado un momento antes en las de la reina.

—Andrea —dijo a su esposa con cierta severidad, a la cual su voz no estaba acostumbrada—, no es extraño que acudan lágrimas a los ojos de la reina, por cuanto ama a su pueblo y ha visto correr la sangre de este.

—Afortunadamente, Dios no ha permitido que corriera la vuestra, conde —contestó Andrea tan fría, tan imperturbable como siempre.

—Sí; pero ahora no se trata de Su Majestad, sino de vos. Conque volvamos a ocuparnos en vos: la reina lo permite.

María Antonieta hizo con la cabeza un ademán afirmativo.

—Habéis tenido miedo, ¿verdad?

—¿Yo?

—Habéis sufrido, no lo neguéis: os ha sucedido algún percance. ¿Cuál? No lo sé, pero vais a decírnoslo.

—Os equivocáis, caballero.

—¿Tenéis quejas de alguien, de algún hombre?

Andrea palideció.

—No tengo queja de nadie: vengo de la cámara del rey.

—¿Directamente?

—Directamente. Su Majestad puede informarse.

—Siendo así —dijo María Antonieta—, la condesa debe tener razón. El rey la quiere mucho y sabe que yo también le profeso demasiado cariño para haberla disgustado en algo.

—Pero es que habéis pronunciado un nombre —dijo Charny insistiendo.

—¿Un nombre?

—Sí, al recobrar los sentidos.

Andrea miró a la reina como para recurrir a ella; pero, ya fuese que la reina no la comprendiera o no quisiese comprenderla, dijo:

—Sí: habéis pronunciado el nombre de Gilberto.

—¿Qué he pronunciado el nombre de Gilberto? —exclamó Andrea con acento tan lleno de espanto que el conde se quedó más sorprendido de esta exclamación de lo que le sorprendió el desmayo.

—Sí —dijo Charny—, lo habéis pronunciado.

—Pues es muy raro.

Y poco a poco, del propio modo que el cielo se cierra después del relámpago, la fisonomía de la joven, tan violentamente alterada al oír aquel nombre fatal, recobró su serenidad, y apenas si algunos músculos de su rostro continuaron contrayéndose imperceptiblemente, como se disipan en el horizonte los últimos fulgores de una tormenta.

—Gilberto —repitió Andrea—; pues no sé quien es.

—Sí, Gilberto —replicó la reina—. Vamos, querida Andrea: haced memoria.

—Señora, ¿y si ese nombre es completamente desconocido de la condesa y sólo por casualidad lo ha pronunciado? —preguntó Charny a María Antonieta.

—No —dijo Andrea—, no me es desconocido: es el de un sabio, de un médico muy hábil que ha llegado de América, según creo, y que estaba allí en íntimas relaciones con Lafayette.

—¿Y bien? —preguntó el conde.

—Pues bien —contestó Andrea, con perfecta naturalidad—; no lo conozco personalmente, pero me han dicho que es un hombre muy distinguido.

—Entonces, ¿a qué viene esa emoción, querida condesa? —preguntó la reina.

—¿He tenido alguna emoción?

—Sí: al pronunciar el nombre de Gilberto no parecía sino que os torturaban.

—Será posible. Vais a saber lo que ha sucedido: en el gabinete del rey he visto un hombre vestido de negro; hombre de rostro severo que hablaba de cosas sombrías y terroríficas; contaba con horrorosa realidad los asesinatos de los señores de Launay y de Flesselles. Yo me he asustado tanto que he perdido el conocimiento, como habéis visto. Quizás he hablado entonces, y tal vez haya pronunciado el nombre de ese M. Gilberto.

—Es muy posible —dijo Charny—, evidentemente dispuesto a no llevar el interrogatorio más adelante; pero ahora ya os habéis tranquilizado, ¿verdad?

—Completamente.

—Entonces voy a rogaros una cosa, conde —respondió la reina.

—Estoy a las órdenes de Vuestra Majestad.

—Id en busca de los señores de Bezenval, de Broglie y de Lambescq, y decidles que manden acantonar sus tropas en las posiciones en que se encuentran. El rey verá mañana en consejo lo que conviene hacer.

El conde se inclinó, mas antes de partir dirigió a Andrea una postrer mirada.

Esta mirada estaba llena de afectuosa inquietud, y no se le escapó a la reina.

—Condesa —dijo esta—, ¿venís conmigo a la cámara del rey?

—No, señora, no —contestó Andrea vivamente.

—¿Por qué?

—Ruego a Vuestra Majestad que me permita retirarme a mis habitaciones. Las emociones que he experimentado me hacen sentir la necesidad de reposo.

—Vamos, sed franca, condesa: ¿habéis visto algo en la cámara de Su Majestad?

—¡Oh! Nada, absolutamente nada.

—Decidlo si es así. El rey no siempre guarda consideraciones a mis amigos.

—El rey se ha mostrado muy bondadoso conmigo, como de costumbre, pero…

—Pero preferís no verle: ¿no es eso? Decididamente, aquí hay algo, conde —dijo la reina en tono de broma.

Andrea dirigió a la reina una mirada tan expresiva, tan suplicante, tan llena de revelaciones, que esta comprendió que ya era tiempo de poner fin a la cuestión.

—Pues bien, Andrea —dijo—; dejemos que Charny desempeñe la comisión de que le he encargado, y retiraos a vuestro cuarto o quedaos aquí, como queráis.

—Gracias, señora —contestó Andrea.

—Id pues, señor de Charny —prosiguió María Antonieta, no sin advertir la expresión de gratitud que se retrataba en el semblante de Andrea.

El conde no notó o no quiso notar aquella expresión; tomó la mano de su mujer y le dio el parabién por haber recobrado sus fuerzas y sus colores.

Luego, haciendo una respetuosa reverencia a la reina, salió.

Pero antes de salir cruzó con ella una postrer mirada.

La de la reina decía:

—Volved pronto.

La del conde contestaba:

—Tan pronto como pueda.

Andrea observaba con el corazón oprimido, anhelante, todos los movimientos de su esposo. Parecía acelerar con sus votos la marcha lenta y noble con que se dirigía a la puerta, y le impelía hacia fuera con todo el poder de su voluntad.

Así fue que, tan luego como hubo cerrado aquella puerta, no bien desapareció, todas las fuerzas que Andrea había reunido para hacer frente a la situación se disiparon; su rostro palideció, le flaquearon las piernas y cayó en un sillón que había cerca de ella, procurando disculparse ante la reina por aquella falta de etiqueta.

La reina se acercó a la chimenea, cogió un pomo de sales y las hizo respirar a Andrea, que se repuso más bien por un esfuerzo de su voluntad que por la eficacia de los cuidados que recibía de una mano regia.

Entre ambas mujeres mediaba algo extraño. La reina quería, al parecer, a Andrea; Andrea respetaba profundamente a la reina, y sin embargo había momentos en que parecían, no una reina afectuosa, ni una servidora desinteresada, sino dos enemigas.

Como decimos, la enérgica voluntad de Andrea le devolvió muy en breve las fuerzas. Se levantó, apartó respetuosamente la mano de María Antonieta, e inclinando la cabeza dijo:

—Vuestra Majestad me ha permitido que me retirase a mi cuarto…

—Sí, querida condesa, y podéis hacerlo cuando os plazca, ya lo sabéis: con vos no reza la etiqueta. Pero antes de retiraros ¿no tenéis nada que decirme?

—¿Yo, señora?

—Sí, vos.

—No. ¿Sobre qué?

—Sobre ese Gilberto, cuya vista os ha impresionado tanto.

Andrea se estremeció, pero se limitó a mover la cabeza con ademán negativo.

—En ese caso —repuso la reina—, no os detengo: podéis retiraros.

Y la reina dio un paso hacia el retrete contiguo a su cámara.

Por su parte, Andrea, después de hacer a la reina una reverencia irreprochable, se encaminó a la puerta de salida.

Pero en el momento en que iba a abrirla resonaron pasos en el corredor y se puso una mano en el botón exterior de la puerta.

—¡Señora, el rey! —dijo Andrea retrocediendo—. ¡El rey!

—Corriente, el rey —dijo María Antonieta—. ¿Tanto miedo os causa?

—¡Por Dios, señora! ¡Que no vea yo al rey, que no me encuentre delante de él esta noche al menos, me moriría de vergüenza!

—Pero, al fin, me diréis…

—Todo, todo, si Vuestra Majestad lo exige. Pero ocultadme.

—Entrad en mi retrete, y saldréis cuando el rey se haya marchado. No tengáis cuidado: vuestro encierro no será largo; el rey nunca está mucho tiempo aquí.

—¡Oh gracias, gracias! —exclamó la condesa.

Y, precipitándose en el retrete, desapareció en el momento en que el rey aparecía en el umbral de la puerta.