Esta interrupción suspendió momentáneamente la conversación, pero sin alterar en nada el doble sentimiento de celos que animaba a la reina en aquel instante; celos de amor como mujer, celos de poder como reina.
Resultaba de aquí que la conversación, que parecía agotada en este primer período, apenas había sido entablada y que iba a reanudarse más incisiva que nunca, como en una batalla, después de cesar el primer fuego, con el que se ha empezado la acción en algunos puntos, se rompe en toda la línea el fuego general que la decide.
Llegadas las cosas a este punto, el conde parecía, por su parte, tan deseoso como la reina de tener una explicación, por lo cual, apenas se hubo cerrado la puerta, fue él el primero que hizo uso de la palabra.
—Me preguntabais si ha sido por la condesa de Charny por quien he vuelto —dijo—. ¿Vuestra Majestad ha olvidado que hemos contraído mutuos compromisos y que soy hombre de honor?
—Sí —contestó la reina inclinando la cabeza—, sí, se han contraído compromisos; sí, sois hombre de honor; sí, habéis jurado inmolaros por mi felicidad, y ese juramento es el que me contrista, porque al inmolaros por mi felicidad inmoláis al mismo tiempo a una mujer hermosa y de noble carácter… Un crimen más.
—Señora, exageráis la acusación. Confesad solamente que he cumplido mi palabra a fuer de hombre honrado.
—Es verdad: soy una insensata. Perdonadme.
—No califiquéis de crimen lo que es hijo de la casualidad y de la necesidad. Ambos hemos deplorado ese casamiento, única cosa que podía poner a cubierto el honor de la reina, y ya no es posible otra cosa sino soportarlo como lo soporto hace cuatro años.
—Sí —contestó la reina—, pero ¿creéis que no veo vuestro dolor, que no comprendo vuestro disgusto, traducidos bajo la forma del más profundo respeto? ¿Creéis que no lo veo todo?
—Por favor, señora —dijo el conde inclinándose—, decidme lo que veis para que, si aún no he sufrido bastante y hecho sufrir a los demás, duplique la suma de los males para mí y para los que me rodean, seguro de que nunca llegaré a pagaros lo que os debo.
La reina extendió la mano hacia el conde. La palabra de aquel hombre tenía un poder irresistible, como todo lo que emana de un corazón noble y apasionado.
—Mandadme, pues, señora —repuso—, os lo suplico. No temáis mandarme cuánto queráis.
—¡Oh! ¡Sí, sí! Lo sé, he hecho mal: perdonadme. Sí, es verdad. Pero si en alguna parte tenéis un ídolo oculto a quien ofrecéis un incienso misterioso; si en algún rincón del mundo hay para vos una mujer adorada… ¡Oh! No me atrevo a pronunciar esa palabra, me da miedo, y dudo cuando las sílabas de que se compone hieren el aire y vibran en mi oído. Pues bien: si eso existe, oculto a todos, no olvidéis que tenéis ante todos, que tenéis públicamente para los demás y también para vos mismo, una mujer joven y bella a la que prodigáis cuidados y atenciones; una mujer que se apoya en vuestro brazo, y que, al apoyarse en vuestro brazo, se apoya al mismo tiempo en vuestro corazón.
Oliverio frunció el entrecejo, y las líneas tan puras de su rostro se alteraron un instante.
—¿Qué pedís?, señora —dijo—. ¿Qué aleje de mí a la condesa de Charny? ¡Calláis! Luego ¿es eso? Pues bien: estoy pronto a obedecer esa orden; pero, según sabéis, está sola en el mundo. Es huérfana; su padre, el barón de Taverney, murió el año pasado cual digno caballero del tiempo antiguo que no quiere ver lo que pasa en el nuestro. También sabéis que su hermano Felipe se presenta, cuando más, una vez al año: viene a abrazar a su hermana, a saludar a Vuestra Majestad y se ausenta sin que nadie sepa qué es de él.
—Sí, sé todo eso.
—Reflexionad, señora, que si yo muriese, esa condesa de Charny podría tomar de nuevo su nombre de soltera sin que el más puro de los ángeles del Señor sorprendiera en sus sueños, en su pensamiento, una palabra, un nombre, un recuerdo de mujer.
—Sí, sí —dijo la reina—, sé que vuestra Andrea es un ángel en la tierra y que merece ser amada. Por esto pienso que el porvenir es suyo, mientras que a mí se me escapa. ¡Oh! ¡No, no conde, no hablemos más de ello, por favor! No os hablo como reina, perdonadme; me he olvidado de mí misma; pero ¿qué queréis?… Hay en mi alma una voz que entona siempre cantos a la dicha, al júbilo, al amor, junto a esas siniestras voces que murmuran desgracias, guerras, muertes. Es la voz de mi juventud a la que sobrevivo. Charny, perdonadme: ya no seré joven, ya no sonreiré, ya no amaré.
Y la dolorida dama apoyó sus ojos ardientes en sus manos flacas de afilados dedos, y entre estos se deslizó una lágrima de reina, un diamante.
El conde se postró de hinojos otra vez.
—Señora —dijo—, por favor, mandadme que me aleje, que huya de vos, que muera; pero no permitáis que os vea llorar.
Y el mismo conde estaba a punto de sollozar al decir estas palabras.
—Esto ha concluido —dijo María Antonieta levantándose y moviendo la cabeza con graciosa sonrisa.
Y con un ademán encantador echó atrás sus cabellos empolvados, que se habían desenrrollado sobre su cuello de blancura de cisne.
—Sí, sí: esto ha acabado —continuó la reina—. No os afligiré más: demos tregua a esas locuras. ¡Dios mío! Es extraño que la mujer sea tan débil cuando la reina necesita ser tan fuerte. Decís que venís de París. Pues hablemos. Me habéis dicho cosas que he olvidado. Lo que allí sucede es muy serio: ¿verdad señor de Charny? Ocupémonos en eso, ya que así lo queréis, porque, según acabáis de decir, lo que allí sucede es muy serio. Sí, vengo de París, y he presenciado la ruina del trono.
—Razón tenía yo en volver a las cosas serias, porque me las decís con alguna exageración. Calificáis de ruina del trono un motín triunfante. Porque el pueblo ha tomado la Bastilla decís que la monarquía ha quedado abolida. No reflexionáis que la Bastilla no ha tenido origen en Francia hasta el siglo decimocuarto, y que la monarquía está arraigada en todo el universo hace seis mil años.
—Quisiera hacerme ilusiones, señora, y entonces, en vez de apenar el ánimo de Vuestra Majestad, os daría las noticias más consoladoras. Por desgracia, el instrumento no produce más sonidos que aquellos para los que está destinado.
—Vamos, vamos: yo, que no soy más que una débil mujer, voy a sosteneros; voy a poneros en el buen camino.
—No deseo otra cosa.
—Los parisienses se han sublevado: ¿no es eso?
—Sí.
—¿En qué proporción?
—En la proporción de doce sobre quince.
—¿Cómo hacéis ese cálculo?
—Muy sencillamente: el pueblo entra por doce quinceavas partes en el cuerpo de la nación: quedan dos quinceavas para la nobleza y una para el clero.
—El cálculo es exacto, conde, y sabéis ajustar cuentas perfectamente. ¿Habéis leído los escritos del señor y de la señora Necker?
—Los de Necker sí, señora.
—Entonces, el proverbio es cierto —dijo la reina—, siempre hay un Judas en las familias. Pues bien: ¿queréis oír mi cálculo?
—Con todo respeto.
—De esas doce quinceavas partes habrá seis de mujeres: ¿no es así?
—Sí, señora; pero…
—No me interrumpáis. Decíamos seis quinceavas partes de mujeres: quedan seis; dos de ancianos impotentes o indiferentes. ¿Es mucho?
—No.
—Pues quedan cuatro quinceavas partes, de las cuales bien me concederéis que hay dos de cobardes o tímidos. Adulo a la nación francesa; pero, en fin, quedan dos quinceavos, y concedo que sean valientes, fuertes, furibundos y militares. Calculemos estos dos quinceavos, por lo que respecta a París, pues en cuanto a las provincias es inútil, ¿verdad? Lo que se trata de recobrar es París.
—Sí; pero…
—Vuelta con los peros. Tened paciencia, que ya me contestaréis.
Charny se inclinó.
—Calculo, pues —prosiguió la reina—, los dos quinceavos de París en cien mil hombres: ¿os parece así?
Aquella vez el conde no contestó.
La reina repuso:
—Pues bien: a esos cien mil hombres mal armados, indisciplinados, poco aguerridos, vacilantes porque saben que obran mal, opongo cincuenta mil soldados conocidos en toda Europa por su bravura, oficiales como vos, señor de Charny. Además, esa causa sagrada que se llama el derecho divino, y, por fin, mi alma, que es fácil de enternecer, pero no de romper.
El conde siguió guardando silencio.
—¿Creéis —preguntó la reina—, que en un combate trabado en esas condiciones, dos hombres del pueblo valgan más que uno de mis soldados?
Charny calló.
—Contestad: ¿lo creéis? —preguntó la reina con impaciencia.
—Señora —respondió, por fin, el conde, saliendo ya de la respetuosa reserva en que se había encerrado—, en un campo de batalla donde se presentaran esos cien mil hombres aislados, indisciplinados y mal armados como están, vuestros cincuenta mil soldados los derrotarían en media hora.
—Luego tengo razón —dijo la reina.
—Aguardad. Pero no sucede tal como os lo figuráis, y, ante todo, los sublevados de París que suponéis cien mil son quinientos mil.
—¿Quinientos mil?
—O poco menos. En vuestro cálculo no habéis contado las mujeres y los niños. ¡Oh reina de Francia! ¡Oh mujer animosa y arrogante! Contadlas por otros tantos hombres: día llegará en que esas mujeres de París os obliguen a tenerlas por otros tantos demonios.
—¿Qué queréis decir, conde?
—¿Sabéis cuál es el papel que desempeña la mujer en nuestras guerras civiles? No. Pues bien: voy a decíroslo, y veréis que no bastan dos soldados contra una mujer.
—Pero ¿estáis loco?
Charny sonrió tristemente.
—¿Las habéis visto en la Bastilla —preguntó—, arrostrando el fuego, en medio de las balas, llamando a las armas, amenazando con el puño a vuestros suizos, echando maldiciones sobre el cadáver de los muertos con esa voz que exaspera a los vivos? ¿Las habéis visto hirviendo pez, empujando cañones, distribuyendo cartuchos a los combatientes enardecidos, y un beso y un cartucho a los combatientes tímidos? ¿Sabéis que por el puente levadizo de la Bastilla han pasado tantas mujeres como hombres, y que a esta hora, si las piedras de la Bastilla se derrumban, es porque las mujeres manejan la piqueta? ¡Ah, señora! Contad las mujeres de París, contadlas; contad también los niños que funden balas, que afilan sables, que arrojan un adoquín desde un sexto piso; contadlos, porque la bala fundida por un niño irá a matar desde lejos a vuestro mejor general; porque el sable que habrá afilado desjarreterá a vuestros mejores caballos de guerra, porque esa piedra ciega que caerá del cielo aplastará a vuestros dragones y a vuestros guardias. Contad los viejos, señora, porque, si ya no tienen fuerza para esgrimir una espada, la tienen aún para servir de escudo. En la Bastilla había ancianos; y ¿sabéis lo que hacían esos ancianos que no contáis? Pues se ponían delante de los jóvenes que apoyaban los fusiles en su hombro; de suerte que la bala de vuestros suizos mataba al anciano impotente, cuyo cuerpo servía de antemural al hombre útil. Contad los ancianos, porque, desde hace trescientos años, ellos son los que refieren a las generaciones que se van sucediendo las afrentas sufridas por sus madres, la penuria de sus campiñas devastadas por las piezas de caza del noble; la vergüenza de su casta abrumada por los privilegios feudales, y entonces los hijos empuñan el hacha, la maza, el fusil, todo cuanto encuentran a mano, e, instrumentos cargados de las maldiciones del anciano, como el cañón está cargado de pólvora y metralla, van a matar cuanto se les opone. En este momento, hombres, mujeres, ancianos y niños gritan libertad, emancipación. Contad todo lo que grita, señora; contad ochocientas mil almas en París.
—Trescientos espartanos vencieron al ejército de Jerjes, señor de Charny.
—Sí; pero hoy vuestros trescientos espartanos son ochocientos mil, y sólo cincuenta mil soldados componen el ejército de Jerjes.
La reina se levantó con los puños crispados y el rostro encendido de cólera y de vergüenza.
—¡Oh! Verme precipitada del trono —exclamó—; muera yo destrozada por esos quinientos mil parisienses; pero que no tenga el disgusto de oír hablar así a un Charny, a un partidario mío.
—Si os hablo así, señora, es porque es indispensable, pues este Charny no tiene en sus venas una gota de sangre que no sea digna de sus abuelos y que no os pertenezca.
—Entonces que marche sobre París conmigo y moriremos juntos.
—Vergonzosamente; sin lucha posible —objetó el conde—. Ni siquiera pelearemos: desapareceremos como filisteos o amalecitas. ¡Marchar sobre París! Pero no sabéis una cosa, y es que, en el momento que entremos en París, las casas se desplomarán sobre nosotros como las olas del mar Rojo sobre Faraón, y dejaréis en Francia un nombre maldito, y vuestros hijos serán exterminados como lobeznos.
—Pero ¿cómo debo caer, conde? —preguntó la reina con altivez—. Decídmelo.
—Como víctima —contestó Charny respetuosamente—, como caer una reina, sonriendo y perdonando a los que la hieren. ¡Ah! Si dispusierais de quinientos mil hombres como yo, os diría: «Partamos, partamos esta noche, ahora mismo, y mañana reinaréis en las Tullerías; mañana habréis reconquistado vuestro reino».
—Es decir, que ¿habéis desesperado, vos, en quién yo había cifrado mi última esperanza?
—Sí: he desesperado porque toda Francia piensa como París; porque vuestro ejército, aunque venciera en París, sería deshecho en Lyon, Rouen, Lille, Strasburgo, Nantes y otras cien ciudades devoradoras. ¡Ea! ¡Animo, señora! Quédese la espada en la vaina.
—Y ¿para eso he congregado en torno mío tantos hombres valientes? ¿Para eso les he inspirado denuedo?
—Si no es ese vuestro parecer, mandad, y esta misma noche marcharemos sobre París. Mandad.
Había tanta abnegación en esta oferta del conde que atemorizó a la reina más que si hubiera sido una negativa. Se dejó caer desesperada en un sofá, donde luchó largo tiempo con su orgullo.
Por fin, levantando la cabeza, dijo:
—Conde: ¿deseáis que permanezca inactiva?
—Así tengo el honor de aconsejárselo a Vuestra Majestad.
—Pues se hará. Volved.
—¡Ah, señora! ¿Os he enojado? —preguntó el conde con una tristeza impregnada de indecible amor.
—No: dadme la mano.
El conde, inclinándose, presentó su mano a la reina.
—Tengo que reñiros —dijo María Antonieta procurando sonreír.
—¿Por qué, señora?
—¿Por qué? Tenéis un hermano en el servicio y lo he sabido por casualidad.
—No comprendo.
—Esta noche, un joven oficial de húsares de Bercheny…
—¡Ah, sí! Mi hermano Jorge.
—¿Por qué no me habéis hablado nunca de ese joven? ¿Por qué no tiene un grado más elevado en su regimiento?
—Porque todavía es muy joven e inexperto; porque no es digno de mandar en jefe y, en fin, porque si Vuestra Majestad se ha dignado fijar sus miradas en mí, no es esa una razón para que yo procure colocaciones a mi familia a costa de gran número de bravos caballeros más dignos que mis hermanos.
—¡Ah! ¿Tenéis además otro hermano?
—Sí, señora, y dispuestos a morir por Vuestra Majestad como los otros dos.
—¿No necesita nada?
—Nada, señora: tenemos la dicha de contar, no tan sólo con una vida, sino también con una fortuna que poner a los pies de Vuestra Majestad.
Acababa de pronunciar estas palabras, quedando la reina penetrada de aquella delicada probidad, y él lleno de emoción, cuando los sobresaltó un gemido que se oyó en la estancia contigua.
La reina se levantó, abrió la puerta y dio un grito.
Acababa de ver a una mujer que se retorcía sobre la alfombra, presa de terribles convulsiones.
—¡Es la condesa! —dijo en voz baja a Charny. Nos habrá oído.
—No lo creo —respondió el conde—, pues, de lo contrario, ella misma nos hubiera avisado que podían oírnos.
Y corrió a donde yacía Andrea, a la que levantó del suelo.
La reina se mantuvo algo apartada, fría, pálida y palpitante de ansiedad.