Capítulo XXVII

Al entrar la reina en su cámara encontró en ella al que le había escrito el billete entregado por su camarera.

Era un hombre de treinta y cinco años, de aventajada estatura, y en cuyas facciones se retrataban la fuerza y la resolución. Sus ojos garzos, de mirada penetrante como la del águila, su nariz recta, su barba saliente, daban a su fisonomía un carácter marcial, realzado por la elegancia con que llevaba el uniforme de teniente de guardias de corps.

Aún temblaban sus manos bajo los vuelos de batista arrugados y desgarrados.

Su espada se había torcido y entraba mal en la vaina.

Al entrar la reina, este personaje se paseaba precipitadamente por la estancia, presa de mil ideas encontradas y febriles.

María Antonieta fue en derechura a él.

—¡Señor de Charny! ¡Vos aquí! —exclamó.

Y al ver que aquel a quien interpelaba así se inclinaba respetuosamente, con arreglo a la etiqueta; hizo una seña a la camarera, que se retiró, cerrando la puerta.

No bien estuvo esta cerrada, la reina, cogiendo la mano de Charny con fuerza, le preguntó:

—Conde, ¿por qué habéis venido?

—Porque he creído que tal era mi deber —contestó el conde.

—No: vuestro deber era huir de Versalles; era hacer lo que estaba convenido; era obedecerme, era, en fin, hacer lo que todos mis amigos, que han tenido miedo de correr mi suerte. Vuestro deber consiste en no sacrificar nada a mi destino; vuestro deber, en fin, es alejaros de mí.

—¿Alejarme de vos?

—Sí; huir de mí.

—Y ¿quién huye de vos, señora?

—Los que son cuerdos.

—Pues yo me jacto de cuerdo, y por eso he venido a Versalles.

—Y ¿de dónde llegáis?

—De París.

—¿De París sublevado?

—De París en fermentación, ebrio, ensangrentado.

La reina puso ambas manos en su cara.

—¡Oh! —dijo—. Nadie, ni siquiera vos, vendrá a darme una buena noticia.

—Señora, en las circunstancias en que nos encontramos pedid a vuestros mensajeros que os anuncien una cosa: la verdad.

—Y ¿venís a decírmela?

—Como siempre, señora.

—Tenéis un alma honrada y un corazón animoso.

—Soy un súbdito leal y nada más.

—Pues bien: tregua por un momento, amigo mío: no me digáis ahora nada. Llegáis en un instante en que tengo desgarrado el corazón. Hoy, por vez primera, me abruman mis amigos con esa verdad que vos me habéis dicho siempre, y esa verdad, conde, no podían ocultármela por más tiempo, porque se revela en todo: en el cielo, que está rojo; en el aire, que se llena de ruidos siniestros; en las caras de los cortesanos, pálidas y serias. No, conde, no: por la primera vez en vuestra vida, no me digáis la verdad.

El conde miró a la reina a su vez.

—Sí, sí —prosiguió María Antonieta—; ¿verdad que os extrañáis, sabiendo que soy animosa? Pues aún no estáis al cabo de las sorpresas.

Charny hizo un ademán interrogativo.

—Pronto lo veréis —añadió la reina con sonrisa nerviosa.

—¿Está indispuesta Vuestra Majestad? —pregunto el conde.

—No, no: venid, sentaos a mi lado y no hablemos una palabra de esa horrible política… Procurad que yo olvide.

El conde obedeció con triste sonrisa.

María Antonieta le pasó la mano por la frente.

—Os arde la frente —dijo.

—Sí, tengo un volcán en la cabeza.

—Y la mano helada —añadió, cogiendo la mano del conde entre las suyas.

—Es que a mi corazón llega el frío de la muerte.

—¡Pobre Oliverio! Razón tenía yo para deciros que olvidáramos. Ya no soy reina; ya no estoy amenazada ni aborrecida. No, ya no soy reina: soy una mujer, y nada más. ¿Qué es para mí el universo? Me bastaría un corazón que me amase.

El conde se postró de hinojos ante la reina, y le besó los pies con el respeto que los egipcios tenían por la diosa Isis.

—¡Oh conde, mi único amigo! —dijo la reina procurando levantarle—. ¿Sabéis cómo se porta conmigo la duquesa Diana?

—Emigra —contestó Charny sin vacilar.

—Lo ha adivinado —exclamó María Antonieta—, lo ha adivinado. ¡Ah! ¿Es que podía adivinarse eso?

—Sí, señora: en estos momentos puede suponerse todo.

—Pero vos y los vuestros ¿por qué no emigráis, puesto que es cosa tan natural? —preguntó la reina.

—Ante todo, señora, yo no emigro porque mi adhesión a Vuestra Majestad es profunda, y me he prometido no separarme de Vuestra Majestad un solo instante durante la tempestad que se prepara. Mis hermanos no emigrarán, porque amoldarán su conducta a la mía, que les servirá de ejemplo. En fin, señora: la condesa de Charny no emigrará, porque ama sinceramente a Vuestra Majestad, al menos así lo creo.

—Sí: Andrea tiene un corazón muy noble —dijo la reina con visible frialdad.

—Pues por eso no saldrá de Versalles —respondió Charny.

—Entonces os tendré siempre a mi lado —repuso la reina con el mismo tono glacial, aunque un tanto disimulado para que no se transluciera más que sus celos o su desdén.

—Vuestra Majestad me ha honrado nombrándome teniente de los guardias —dijo el conde de Charny—, mi puesto está en Versalles, y no me habría separado de él si Vuestra Majestad no me hubiera designado para la guardia de las Tullerías. Es un destierro necesario, me ha dicho la reina, y he partido para ese destierro. Pues en todo esto, Vuestra Majestad lo sabe, la condesa de Charny no me ha hecho la menor objeción por cuanto no ha sido consultada.

—Es verdad —respondió la reina con su misma frialdad.

—Hoy —prosiguió el conde con intrepidez—, creo que mi puesto no está ya en las Tullerías, sino en Versalles. Pues bien: suponiendo que la reina no lo llevaría a mal, he violado la consigna, escogiendo así mi servicio, y aquí estoy. Que la condesa de Charny tenga o no tenga miedo de los acontecimientos, que quiera emigrar o no, yo me quedo al lado de la reina… a no ser que la reina rompa mi espada, en cuyo caso, no asistiéndome ya el derecho de pelear y morir por ella dentro del palacio de Versalles, me quedará siempre el de hacerme matar a la puerta, en la calle.

El joven pronunció tan valerosa, tan lentamente estas sencillas palabras salidas del corazón, que la reina depuso su orgullo; refugio tras el cual acababa de ocultar un sentimiento más humano que real.

—Conde —dijo—, no pronunciéis jamás esa palabra; no digáis que moriréis por mí, porque sé que lo haréis tal como lo decís.

—Al contrario, lo diré siempre —replicó el señor de Charny—. Lo diré a todo el mundo y en todas partes; lo diré como lo haré, porque temo que haya llegado el tiempo en que han de morir cuantos han amado a los reyes de la tierra.

—¡Conde! ¡Conde! ¿Por qué ese fatal presentimiento?

—¡Ah, señora! —respondió Charny meneando la cabeza—. Yo también, en la época de esa fatal guerra de América, me he sentido contagiado como todo el mundo de esa fiebre de independencia que ha alcanzado a la sociedad entera. Yo también he querido tomar parte en la emancipación de los esclavos, como entonces se decía, y me he hecho francmasón; me he afiliado a una sociedad secreta con los Lafayette y los Lameth. Y ¿sabéis cuál era el objeto de esa sociedad? Pues la destrucción de los tronos. ¿Sabéis cuál era su divisa? Tres letras: L. P. D.

—Y ¿qué significaban esas tres letras?

Lilia pedibus destrue: Pisotead las lises.

—Y entonces ¿qué hicisteis?

—Me retiré con honor; pero, por uno que se retiraba, ingresaban veinte. Pues bien, señora: lo que hoy sucede es el prólogo del gran drama que se venía preparando silenciosamente y en las sombras de la noche hace veinte años, estando a la cabeza esos hombres que agitan a París, que mandan en la Casa Ayuntamiento, que ocupan el Palacio real, que han tomado la Bastilla. He reconocido los rostros de mis antiguos hermanos los afiliados. No os hagáis ilusiones, señora: todos esos accidentes que acaban de ocurrir no son obra de la casualidad: son levantamientos preparados desde muy larga fecha.

—¿Lo creéis así, lo creéis así? —preguntó la reina echándose a llorar.

—No lloréis, señora: comprended lo que ocurre.

—¡Qué lo comprenda! —continuó María Antonieta—. ¡Qué comprenda que yo, la reina, yo, la señora de veinticinco millones de hombres; que comprenda que esos veinticinco millones de súbditos nacidos para obedecer, se subleven y me maten mis amigos! No: ¡jamás lo comprenderé!

—Y, sin embargo, es preciso, porque desde el momento en que esa obediencia es una carga pesada para esos súbditos, para esos hombres nacidos para obedeceros, sois para ellos una enemiga; y mientras esperan tener fuerza suficiente para devoraros, a cuyo fin aguzan sus dientes hambrientos, devorarán a vuestros amigos, todavía más detestados que vos misma.

—¿Tal vez vais a darles la razón, señor filósofo? —exclamó imperiosamente la reina.

—¡Ah! Sí, señora: tienen razón —respondió el conde con su voz dulce y afectuosa—, porque cuando me paseo por los bulevares con mis hermosos caballos ingleses, mi casaca bordada y mis criados llenos de más galones de plata de la que se necesita para mantener tres familias, vuestro pueblo, es decir, esos veinticinco millones de hombres hambrientos, se preguntan de qué les sirvo yo, que no soy más que un hombre igual a ellos.

—Los servís con esto —respondió la reina cogiendo el puño de la espada del conde; los servís con esta espada que vuestro padre ha esgrimido heroicamente en Fontenoy, vuestro abuelo es Steinkerque, vuestro bisabuelo en Lens y en Rocroy, y vuestros antepasados en Ivry, Marignan y Azineourt. La nobleza sirve al pueblo francés por medio de la guerra; por ella ha ganado a costa de su sangre el oro que adorna sus vestidos. No preguntéis, pues, Oliverio, de qué servís al pueblo, vos que a vuestra vez manejáis valerosamente esa espada que os han legado vuestros padres.

—Señora, señora —replicó el conde—, no habléis tanto de la sangre de la nobleza; el pueblo también tiene sangre en las venas: id, si no, a ver los arroyos que corren en la plaza de la Bastilla; id a contar sus muertos tendidos en el empedrado enrojecido; y sabed que sus corazones, que ya no laten, han palpitado tan noblemente como el de un caballero el día en que vuestros cañones han hecho fuego contra él; el día en que, blandiendo un arma nueva para su mano inexperta, cantaba ante la metralla, lo que no siempre hacen nuestros más bravos granaderos. ¡Ah, señora y reina mía! Os suplico que no me miréis con esos ojos enojados. ¿Qué es un granadero? Un uniforme muy adornado que cubre ese corazón de que acabo de hablaros. ¿Qué le importa a la bala que agujerea y mata que ese corazón esté cubierto de paño azul o de un pedazo de lienzo? ¿Qué le importa al corazón que se rompe que la coraza que le protege sea de lienzo o de paño? Ha llegado el tiempo de pensar en todo eso, señora; ya no tenéis veinticinco millones de esclavos en Francia; ya no tenéis veinticinco millones de súbditos ni siquiera veinticinco millones de hombres: tenéis veinticinco millones de soldados.

—¿Que pelearán contra mí?

—Sí, contra vos, porque luchan por su libertad, y vos os interponéis entre ellos y su libertad.

A las palabras del conde siguió un largo silencio. La reina fue la primera en romperlo.

—Por fin, me habéis dicho esa verdad que os suplicaba que callarais —dijo.

—¡Ah, señora! —contestó el conde—. Sea cualquiera la forma bajo la cual mi abnegación la disfrace, sea cualquiera el velo con que mi respeto la oculte, a pesar mío, a pesar vuestro, mirad, oíd, sentid, tocad, pensad, reflexionad, la verdad está ahí, eternamente ahí, y, por muchos esfuerzos que hagáis, ya no la separaréis de vos misma. Dormid, dormid para olvidarla, y se sentará a la cabecera de vuestro lecho el fantasma de vuestros sueños, la realidad de vuestro despertar.

—¡Oh conde! —dijo la reina con altivez—. Conozco un sueño que esa verdad no perturbará.

—Tan poco temo ese sueño como Vuestra Majestad, y quizá lo deseo tanto como vos.

—En vuestro concepto, ¿es ese nuestro único refugio? —preguntó la reina con desesperación.

—Sí, pero no precipitemos las cosas, no vayamos más deprisa que los enemigos, porque nos encaminamos en derechura a ese sueño por las fatigas que nos causan tantos días de tempestades.

Reinó un nuevo silencio, más sombrío aún que el anterior.

Los dos interlocutores estaban sentados, él junto a ella, ella junto a él. Se tocaban, y, sin embargo, entre ellos había un abismo inmenso: su pensamiento, que corría dividido sobre las olas del porvenir.

La reina fue la primera en reanudar la conversación, pero dando un rodeo. Miró fijamente al conde y le dijo:

—Una postrer palabra acerca de nosotros, y me lo diréis todo, todo, todo: ¿lo oís?

—Os escucho, señora.

—¿Me juráis que sólo por mí habéis venido aquí?

—¡Y lo dudáis!

—¿Me juráis que la condesa de Charny no os ha escrito?

—¿Ella?

—Oíd. Yo sé que ella iba a salir; sé que tenía una idea… Juradme, conde, que no habéis vuelto por ella.

En este momento llamaron muy quedo a la puerta.

—Adelante —dijo la reina.

La camarera entró.

—Señora —dijo—, el rey ha cenado ya.

El conde miró a María Antonieta con extrañeza.

—¿Qué tiene eso de extraño? —dijo la reina encogiéndose de hombros—. ¿Acaso no ha de cenar el rey?

Oliverio frunció el ceño.

—Di al rey —prosiguió la reina—, que me están dando noticias de París y que iré a manifestárselas cuando haya concluido.

Volviéndose luego a Charny, añadió:

—Continuemos. Puesto que el rey ha cenado, es justo que haga la digestión.