Por orden de María Antonieta, sirvióse al rey la cena en una mesita en el gabinete mismo de la reina.
Entonces sucedió todo lo contrario de lo que esperaba la princesa. Luis XVI impuso silencio, pero fue para que no le distrajeran mientras cenaba.
Mientras María Antonieta se esforzaba por reavivar el entusiasmo, el rey tragaba.
A los oficiales no les pareció aquella escena gastronómica digna de un descendiente de san Luis, y formaron grupos cuyas intenciones no eran quizás tan respetuosas como lo exigían las circunstancias.
La reina se puso colorada, y su impaciencia se echaba de ver en todos sus movimientos. Aquella naturaleza fina, aristocrática, nerviosa, no podía comprender semejante predominio de la materia sobre el espíritu, y acercóse al rey para atraer alrededor de la mesa a los que se apartaban de ella.
—Señor, ¿no tenéis ninguna orden que dar? —le preguntó.
—¡Ah, ah! —dijo el rey con la boca llena—. ¿Qué órdenes he de dar? ¿Seréis tal vez nuestra Egeria[23] en este momento crítico?
Y, al decir esto, arremetió animosamente a una perdiz trufada.
—Señor —repuso la reina—, Numa era un rey pacífico; pero hoy se cree generalmente que lo que necesitamos es un rey belicoso, y que si Vuestra Majestad debe tomar modelos en la antigüedad, no pudiendo ser un Tarquino es preciso que sea un Rómulo.
El rey sonrió con una tranquilidad rayana en beatitud.
—Y esos señores ¿también son belicosos? —preguntó.
Y se volvió al grupo de jóvenes oficiales, y su mirada, animada por el calor de la cena, pareció a los circunstantes resplandeciente de valor.
—Sí, señor —contestaron todos a una—. Sí: pedimos la guerra.
—Señores, señores —replicó el rey—; a decir verdad, me complacéis probándome que, si se ofrece la ocasión, podré contar con vosotros. Mas en este momento tengo un consejo y un estómago; el primero me aconsejará lo que debo hacer, y el segundo me aconseja lo que hago.
Y se echó a reír, alargando, al oficial que le servía, su plato lleno de desperdicios para coger otro limpio.
Un murmullo de estupor y de indignación pasó como un escalofrío por aquel grupo de caballeros que a una seña del rey habrían derramado por él toda su sangre.
La reina volvió la cabeza y golpeó en el suelo con el pie.
El príncipe de Lambescq se acercó a ella.
—Señora —le dijo—, su Majestad piensa, sin duda, como yo, que vale más esperar. Es prudencia, y, aunque no sea la mía, por desgracia, la prudencia es una virtud necesaria en los tiempos que corremos.
—Sí, tenéis razón: es una virtud muy necesaria, contestó la reina mordiéndose los labios hasta hacerse sangre.
Y, llena de mortal tristeza, fue a sentarse junto a la chimenea, con la mirada fija en la oscuridad y el alma inundada de desesperación.
La doble disposición de ánimo del rey y de la reina llamó la atención de todo el mundo. La segunda contenía a duras penas sus lágrimas. El rey seguía cenando con el apetito proverbial en la familia de los Borbones.
Poco a poco se fue desocupando la estancia. Los grupos se deshicieron como se deshace a los rayos del sol la nieve en los jardines, apareciendo de trecho en trecho la tierra negra y sin vegetación.
Al ver la reina como se disipaba aquel grupo belicoso con el cual había contado tanto, creyó que a la vez se disipaba todo su poder, a la manera que en otro tiempo se deshicieron al soplo del Señor aquellos formidables ejércitos de asirios y de amalecitas, a quienes una noche o un mar sepultaban para siempre en sus abismos.
Despertóla de aquella especie de sopor la dulce voz de la condesa Jules, que se acercaba a ella con su cuñada la duquesa Diana de Polignac.
Al sonido de aquella voz, el porvenir proscripto, el dulce porvenir reapareció con sus flores y sus palmas en el corazón de aquella mujer orgullosa: una amiga sincera y verdaderamente leal valía más que diez reinos.
—¡Oh! ¡Tú, tú! —murmuró abrazando a la condesa Jules—. Conque ¿me queda una amiga?
Y las lágrimas, largo tiempo contenidas en sus ojos, se escaparon de sus párpados, resbalaron por sus mejillas e inundaron su pecho; sólo que, en vez de ser amargas, eran dulces; en lugar de oprimir, desahogaban su seno.
Hubo un instante de silencio durante el cual la reina continuó estrechando a la condesa entre sus brazos.
La duquesa fue la que rompió el silencio, sin soltar la mano de su hermana.
—Señora —dijo con voz tan tímida que casi parecía avergonzada—, no creo que Vuestra Majestad censure el proyecto que voy a someter a su consideración.
—¿Qué proyecto? —preguntó la reina, atenta—. Hablad, duquesa, hablad.
Y, mientras se disponía a escuchar a la duquesa Diana, la reina se apoyó en el hombro de su favorita la condesa.
—Señora —prosiguió la duquesa—, la opinión que voy a emitir procede de una persona cuya autoridad no será sospechosa a Vuestra Majestad, pues es de Su Alteza Real Mme. Adelaida, tía del rey.
—¡Cuántos preámbulos, querida duquesa! —dijo alegremente la reina—. Al grano.
—Señora, las circunstancias son tristes. Se ha exagerado mucho el favor de que goza nuestra familia para con Vuestra Majestad: la calumnia mancha la augusta amistad que os dignáis concedernos en cambio de nuestra respetuosa abnegación.
—¿Es que os parece que no he sido bastante animosa, duquesa? —preguntó la reina con un principio de asombro—. ¿Acaso no he sostenido valerosamente mis amistades contra la corte, contra el pueblo, contra el rey mismo?
—Al contrario, señora. Vuestra Majestad ha sostenido tan noblemente a sus amigos, que ha presentado su pecho a todos los golpes; de suerte que hoy que el peligro es grande y hasta terrible, los amigos tan noblemente defendidos por Vuestra Majestad serían unos viles y malos servidores si no prestaran el mismo servicio a la reina.
—¡Muy bien y muy digno! —exclamó la reina con entusiasmo, besando a la condesa, a la que seguía estrechando contra su pecho y apretando la mano de la señora de Polignac.
Pero ambas palidecieron, en lugar de levantar orgullosamente la cabeza al recibir aquella caricia de su soberana.
Jules de Polignac hizo un movimiento para desasirse de los brazos de la reina; pero esta no la soltó.
—Vuestra Majestad —continuó Diana de Polignac—, quizá no comprende bien lo que tenemos el honor de anunciarle para desviar los golpes que amenazan su trono y su persona, tal vez a causa de la amistad con que nos honra. Hay un medio doloroso, un sacrificio amargo para nuestros corazones, pero debemos sufrirlo, porque nos lo impone la necesidad.
La reina palideció a su vez al oír estas palabras, porque tras aquel exordio, tras el velo de aquella reserva tímida, no veía ya la amistad valerosa y fiel.
—Hablad, hablad, duquesa —dijo—. ¿Qué sacrificio es ese?
—Es todo entero para nosotras, señora —contestó esta—. Nos execran en Francia, Dios sabe por qué: al apartarnos de vuestro trono, le devolvemos todo el brillo, todo el calor del amor del pueblo, amor extinguido o interceptado por nuestra presencia.
—¿Alejaros de mí? —exclamó la reina, alarmada—. ¿Quién ha dicho, quién ha pedido eso?
Y se quedó mirando, empujando suavemente con la mano a la condesa Jules, que bajaba la cabeza.
—Yo no —contestó esta—, yo deseo quedarme. Mas pronunció estas palabras con un tono que quería decir: «Mandad que parta, señora, y partiré».
¡Oh santa amistad, santa cadena que puede hacer de una reina y de una servidora dos corazones indisolublemente unidos! ¡Oh santa amistad, que engendras más heroísmo que el amor, que la ambición, esas nobles enfermedades del corazón humano! Aquella reina rompió de pronto el altar dorado que te había erigido en su corazón; bastóle una mirada, una sola, para ver lo que en diez años no había vislumbrado: frialdad y cálculo, disculpables, justificables, legítimos quizás; pero ¿hay algo que disculpe, justifique y legitime el abandono a los ojos del que ama todavía, cuando el otro ha dejado de amar?
María Antonieta sólo se vengó del dolor que experimentaba dirigiendo una mirada glacial a su amiga.
—¿Conque ese es vuestro parecer, duquesa Diana? —preguntó llevándose al pecho su mano febril.
—¡Ah, señora! —respondió la duquesa—. No es mi deseo, no es mi voluntad la que me dicta lo que debo hacer, sino lo dispuesto por el destino.
—Comprendo, duquesa —dijo María Antonieta. Y, volviéndose a la condesa Jules añadió—: Y vos, condesa, ¿qué decís?
La condesa respondió con una lágrima ardiente como un remordimiento; pero se agotó toda su fuerza en el esfuerzo que había hecho.
—Está bien —contestó la reina—; me es grato saber lo muy querida que soy. Gracias, condesa; sí, aquí corréis peligros; sí, la furia de ese pueblo no conoce freno; sí, ambas tenéis razón, y yo sola soy la loca. Solicitáis quedaros; es una gran abnegación; pero yo no la acepto.
La condesa Jules levantó sus hermosos ojos para mirar a la reina; pero esta, en lugar de leer en ellos el sacrificio de la amiga, sólo vio la debilidad de la mujer.
—Conque vos, duquesa, ¿estáis resuelta a partir?
Y recalcó la palabra vos.
—Sí, señora.
—Sin duda para alguna de vuestras posesiones… lejos… muy lejos…
—Señora, para partir, para separarme de vos, tan doloroso es alejarse a cincuenta leguas como a ciento cincuenta.
—Pero ¿marcháis al extranjero?
—¡Ah! Sí, señora.
Un suspiro laceró el corazón de la reina, pero no salió de sus labios.
—Y ¿adónde vais?
—A las orillas del Rhin.
—Muy bien. Habláis alemán por habéroslo enseñado yo —dijo la reina con sonrisa de indefinible tristeza—. Por lo menos, la amistad de la reina os habrá servido de algo, de lo cual me alegro.
Volviéndose entonces a la condesa Jules, añadió:
—No quiero separaros, querida condesa. Deseáis quedaros, y aprecio este deseo; pero yo, que temo por vosotras, quiero que partáis: os mando que marchéis.
Y se detuvo al decir esto, oprimida por las emociones que, a pesar de su heroísmo, quizá no hubiera sido dueña de contener, si la voz del rey, que no había tomado parte en lo que acabamos de contar, no hubiera resonado de pronto en su oído. Su Majestad estaba comiendo los postres.
—Señora —le dijo—, vienen a avisaros que os espera alguien en vuestra cámara.
—Pero, señor —exclamó la reina, olvidando todo otro sentimiento que no fuera el de la dignidad real—; ante todo debéis dar algunas órdenes. Ved: aquí no han quedado más que tres personas; pero precisamente son las que necesitáis: los señores de Lambescq, de Bezenval y de Broglie.
El rey levantó la vista como con vacilación.
—¿Qué pensáis de todo esto, señor de Broglie? —preguntó.
—Señor —respondió el anciano mariscal—, si alejáis vuestro ejército, de la presencia de los parisienses, dirán que los parisienses lo han derrotado. Si lo dejáis frente a frente, será preciso que vuestro ejército los derrote.
—¡Bien dicho! —exclamó la reina estrechando la mano del mariscal.
—Bien dicho —repitió de Bezenval.
El príncipe de Lambescq se contentó con menear la cabeza.
—¿Y después? —preguntó el rey.
—Mandad: «¡Marchen!» —contestó el mariscal.
—¡Sí… marchen! —exclamó la reina.
—Pues… ¡marchen!, ya que así lo queréis todos —dijo el rey.
En este momento entregaron a la reina un billete concebido en los siguientes términos:
«¡Por Dios, señora, no hay que precipitarse! Aguardo una audiencia de Vuestra Majestad».
—¡Su letra! —exclamó la reina.
Y volviéndose, preguntó:
—¿Está en mi cámara el Sr. de Charny?
—Ha llegado lleno de polvo, y aun creo que ensangrentado —respondió la camarera.
—Un momento, señores —dijo la reina al señor de Bezenval y al señor de Broglie—; aguardadme, que pronto vuelvo.
Y pasó presurosa a su cámara. El rey no se había movido.