Mientras el rey aprendía a combatir filosóficamente la revolución, siguiendo un curso de ciencias ocultas, la reina, que profesaba otra filosofía mucho más sólida y profunda, había reunido en su salón a cuantos llamaba sus leales, sin duda porque aún no había tenido ocasión de poner a prueba la lealtad de cada uno de ellos.
También en aquella cámara se habían contado con todos sus detalles los sucesos de la terrible jornada.
Antes que nadie, la reina había sabido lo ocurrido, pues conociendo su intrepidez no se había tenido reparo en advertirla del peligro.
A su alrededor había generales, cortesanos, clérigos y mujeres.
Junto a las puertas o detrás de los cortinajes se agrupaban algunos oficiales jóvenes, cuyo belicoso ardor no veía en aquellas revueltas más que una ocasión, largo tiempo esperada, de hacer gala de su destreza en las armas delante de las damas, como en los antiguos torneos.
Familiares o servidores fieles de la monarquía, todos habían escuchado con atención las noticias de París referidas por el príncipe de Lambescq, que, habiendo presenciado los sucesos, corrió a Versalles con su regimiento, lleno aún del polvo de las Tullerías, a fin de consolar con la realidad a las personas azoradas que se exageraban su desgracia, como si de suyo no fuera ya bastante grande.
La reina estaba sentada junto a una mesa.
No era ya la dulce y bella desposada, ángel protector de la Francia, a la que hemos visto aparecer al principio de esta historia, cruzando la frontera del Norte con una rama de olivo en la mano. Tampoco era la gallarda y graciosa princesa a quien vimos entrar una noche con la princesa de Lamballe en la misteriosa morada de Mesmer y sentarse, risueña e incrédula, junto a la cubeta simbólica que había de proporcionarle una revelación de lo futuro.
¡No! Era la altiva y resuelta soberana de fruncido entrecejo y desdeñosos labios; era la mujer de cuyo corazón había huido ya una parte de su amor para recibir, a cambio de este dulce y vivificador sentimiento, las primeras gotas de una hiel que debía convertirse en sangre al correr sin cesar.
Era, en fin, la mujer del tercer retrato de la galería de Versalles, es decir, no ya María Antonieta, ni tampoco la reina de Francia, sino aquella a quien empezaban a designar con el nombre de la austriaca.
Detrás de ella, medio oculta en la sombra, había una mujer inmóvil, recostada en los almohadones de un sofá y con la frente apoyada en la mano.
Era la señora de Polignac.
Al ver al señor de Lambescq, la reina hizo uno de esos ademanes de alegría desesperada que significan:
—¡Por fin vamos a saberlo todo!
Lambescq hizo una reverencia de modo que parecía pedir perdón a la vez por presentarse con las botas sucias, el traje lleno de polvo y el sable torcido en términos que no había podido entrar enteramente en la vaina.
—¿Qué hay, señor de Lambescq? —preguntó la reina—. ¿Llegáis de París?
—Sí, señora.
—¿Qué hace el pueblo?
—Mata y quema.
—¿Por locura o por odio?
—Por ferocidad.
Quedóse la reina maditabunda como si estuviera dispuesta a participar de la opinión de su interlocutor acerca del pueblo, y luego, meneando la cabeza, dijo:
—No, príncipe: el pueblo no es feroz, al menos sin motivo. No me ocultéis nada. ¿Es delirio? ¿Es odio?
—Pues bien, señora: creo que es un odio llevado hasta el delirio.
—¿Odio a quién? Veo que volvéis a vacilar; pues os prevengo que si narráis de ese modo, en lugar de tomar informes de vos, como lo hago, enviaré uno de mis palafreneros a París; le bastará una hora para ir, otra para enterarse y otra para volver, y dentro de tres horas ese hombre me contará todos los acontecimientos, tan lisa y llanamente como un heraldo de Homero. Dreux-Brézé se acercó sonriendo.
—Señora —dijo—, ¿qué os importa el odio del pueblo? El pueblo puede aborrecer a quien quiera que sea, excepto a su reina.
María Antonieta ni siquiera se dio por entendida de la lisonja.
—Vamos, vamos, príncipe —dijo al señor de Lambescq—, hablad.
—Pues bien, sí, señora: el pueblo obra movido por el odio.
—¿A mí?
—A todo lo que le domina.
—Enhorabuena: eso es decir la verdad —contestó resueltamente la reina.
—Señora, soy soldado —dijo el príncipe.
—Pues hablad como soldado. Decidme: ¿qué se debe hacer?
—Nada.
—¿Cómo nada? —exclamó la reina aprovechando el murmullo excitado por esta palabra en aquella reunión de cortesanos, de casacas bordadas y espadas de oro—. ¡Nada! ¿Y vos, príncipe lorenés, venís a decir eso a la reina de Francia en el momento en que el pueblo mata y quema, según confesáis? ¡Decís que no se debe hacer nada! Un nuevo murmullo, pero esta vez de aprobación, acogió las palabras de María Antonieta.
Volvió esta la cabeza, recorrió con la vista todo el círculo que la rodeaba, y entre todos aquellos ojos centelleantes buscó los que despedían más llamas, creyendo leer en ellos más fidelidad.
—¡Nada! —repuso el príncipe—. Porque si dejamos al parisiense que se calme, se calmará, de seguro. No es belicoso sino cuando se le exaspera. ¿A qué concederle los honores de una lucha y correr los azares de un combate? Mantengámonos quietos y dentro de tres días ya no habrá nada en París.
—Pero ¿y la Bastilla?
—¡La Bastilla! Se cerrarán sus puertas, y los que la hayan tomado quedarán prisioneros a su vez. A esto se reduce todo.
Entre los grupos silenciosos se notaron risas mal contenidas.
—Cuidado, príncipe —dijo la reina: ved que ahora me tranquilizáis demasiado.
Y pensativa, con la barbilla apoyada en la palma de la mano, se acercó a la señora de Polignac, que, pálida y triste, parecía completamente absorbida en sí misma.
La condesa había escuchado todas aquellas noticias con visible terror, y no sonrió sino cuando la reina se detuvo delante de ella; pero aquella sonrisa era pálida e incolora como una flor marchita.
—¿Qué decís de todo esto, condesa? —le preguntó María Antonieta.
—Nada, señora.
—¿Nada?
—No.
Y meneó la cabeza con expresión de indecible desaliento.
—Vamos, vamos —dijo la reina al oído de la condesa—, mi amiga Diana es una miedosa.
Y elevando la voz añadió:
—Pero ¿dónde está la intrépida condesa de Charny? Me parece que la necesitamos para tranquilizarnos.
—La condesa iba a salir cuando la han llamado a la cámara del rey —contestó la señora de Misery.
—¿A la cámara del rey? —repitió distraídamente María Antonieta.
Entonces solamente advirtió el extraño silencio que reinaba en la estancia.
Y era que aquellos acontecimientos inauditos, increíbles, cuyas noticias habían ido llegando sucesivamente a Versalles, habían desalentado a los corazones más enteros, no tanto quizá por temor como por asombro.
La reina comprendió que era necesario reanimar todos aquellos espíritus abatidos.
—¿Nadie me da un consejo? —dijo—. Está bien. Pues lo tomaré de mí misma.
Al oír estas palabras se acercaron a ella los cortesanos.
—El pueblo —dijo la reina—, no es malo, sino que está extraviado. Nos aborrece porque no nos conoce; por consiguiente, acerquémonos a él.
—Sí; pero para castigarle —replicó una voz—, porque ha dudado de sus señores, y eso es un crimen.
La reina miró hacia donde salía la voz y vio al señor de Bezenval.
—¿Sois vos, señor barón? —le dijo—. ¿Venís a darnos algún buen consejo?
—Ya está dado, señora —contestó Bezenval inclinándose.
—Corriente —replicó la reina—; el rey castigará, pero como buen padre.
—Quien bien quiere, hace llorar —respondió el barón.
Y, volviéndose al señor de Lambescq, añadió:
—¿No sois de mi parecer, príncipe? El pueblo ha cometido asesinatos…
—Que califica de represalias —dijo sordamente una voz suave y llena de frescura a espaldas de la reina, que se volvió al oírla.
—Tenéis razón, princesa, y precisamente en eso consiste su error, querida Lamballe: por eso debemos ser indulgentes.
—Pero antes de decidir si se ha de castigar, convendría saber si se puede vencer —replicó la princesa con su voz tímida.
Resonó un grito general, grito de protesta contra la verdad que acababa de salir de aquella noble boca.
—¡Vencer! ¿Y los suizos? —dijo uno.
—¿Y los alemanes? —dijo otro.
—¿Y los guardias de corps? —añadió un tercero.
—¡Se duda del ejército y de la nobleza! —exclamó un joven que llevaba el uniforme de teniente de húsares de Bercheny. ¿Acaso hemos merecido ese baldón? Pensad, señora, que, si el rey quiere, mañana mismo puede reunir cuarenta mil hombres, lanzarlos sobre París y destruir la capital. Pensad que cuarenta mil hombres de tropas decididas y leales valen por medio millón de parisienses sublevados.
El joven que así hablaba disponía, sin duda, de muchas análogas razones que omitió todavía; pero calló al ver los ojos de la reina fijos en él. Había hablado desde un grupo de oficiales, y su celo le había llevado más allá de lo que permitían su grado y las conveniencias.
Calló, como hemos dicho, avergonzado del efecto que había producido. Mas ya era tarde, pues la reina había oído sus palabras.
—¿Conocéis la situación, señor oficial? —le preguntó bondadosamente.
—Sí, señora —contestó el joven ruborizándose—; yo estaba en los Campos Elíseos.
—Entonces, decid todo lo que sepáis. Acercaos, caballero.
El joven, sumamente colorado, salió de entre los grupos, que se abrieron a su paso y se acercó a la reina.
El príncipe de Lambescq y el señor de Bezenval retrocedieron con movimiento simultáneo, como si hubieran considerado depresivo para su dignidad asistir a aquella especie de consejo.
La reina no reparó o fingió no reparar en aquella retirada.
—Conque ¿decís que el rey dispone de cuarenta mil hombres? —preguntó.
—Sí, señora.
—¿En las cercanías de París?
—En Saint-Denis, Saint-Mandé, Montmartre y Grenelle.
—Dadnos pormenores.
—Señora: los señores de Lambescq y de Bezenval os los dirán mucho mejor que yo.
—Proseguid: me agrada oír esos detalles de vuestra boca. Los cuarenta mil hombres ¿a las órdenes de quién están?
—Ante todo, a las de los señores de Bezenval y de Lambescq; luego a las del príncipe de Conde, Narbonne-Fritzlar y de Salkenaym.
—¿Es cierto eso, príncipe? —preguntó la reina volviéndose hacia de Lambescq.
—Sí, señora —contestó el príncipe inclinándose.
—En Montmartre hay todo un parque de artillería —dijo el joven—; en seis horas puede quedar reducido a cenizas todo el barrio dominado por Montmartre. Que desde allí se dé la señal de fuego; que Vincennes la responda, que se presenten diez mil hombres por los Campos Elíseos, otros diez mil por la barrera del Infierno, otros tantos por la calle de San Martín y otros tantos por la Bastilla; que París sufra el fuego de fusilería por los cuatro puntos cardinales, y París no resistirá veinticuatro horas.
—Gracias a Dios que hay uno que se explica francamente; ese es un plan preciso. ¿Qué os parece, señor de Lambescq?
—Me parece que el señor teniente de húsares es un general perfecto —contestó desdeñosamente el príncipe.
—Por lo menos —replicó la reina, viendo que el joven oficial palidecía de cólera—, por lo menos es un soldado que no pierde la esperanza.
—Gracias, señora —dijo el oficial inclinándose—. Ignoro lo que decidirá Vuestra Majestad; pero le suplico que me cuente en el número de los que están prontos a morir por su reina, en lo cual, podéis creerlo, no hago más que lo que cuarenta mil soldados están dispuestos a hacer, sin contar a nuestros jefes.
Y, al decir esto, el joven saludó cortesmente al príncipe que casi le había insultado.
Esta cortesía chocó a la reina mucho más que las protestas de abnegación que la habían precedido.
—Caballero, ¿cómo os llamáis? —preguntó al joven oficial.
—Soy el barón de Charny, señora —contestó inclinándose.
—¡De Charny! —exclamó María Antonieta sonrojándose, a pesar suyo—. ¿Acaso sois pariente del conde de Charny?
—Soy hermano suyo.
Y el joven hizo una graciosa reverencia más profunda aún que la anterior.
—A las primeras palabras que habéis pronunciado —dijo la reina sobreponiéndose a su turbación—, habría debido conocer que erais uno de mis más fieles servidores. Gracias, barón; pero ¿cómo es que os veo en la corte por vez primera?
—Señora, mi hermano mayor, que reemplaza a nuestro padre, me ha ordenado que no me aparte del regimiento, y, desde hace siete años que tengo el honor de servir en los ejércitos del rey, no he venido más que dos veces a Versalles.
La reina fijó una insistente mirada en el rostro del joven.
—Os parecéis a vuestro hermano —le dijo—. Le reñiré por haber dado lugar a que os presentarais por vos mismo en la corte.
Y la reina se volvió a su amiga la condesa, que no había salido de su inmovilidad durante toda esta escena.
Pero no sucedía lo mismo con los demás circunstantes. Los oficiales, electrizados por la acogida que la reina acababa de dispensar a su compañero, exageraban a porfía su entusiasmo por la causa real, y cada grupo prorrumpía en frases de un heroísmo capaz de dominar la Francia entera.
María Antonieta se aprovechó de estas disposiciones que halagaban indudablemente su pensamiento oculto.
Prefería luchar a soportar, morir a ceder. Por esto desde las primeras noticias recibidas de París, resolvió oponer una tenaz resistencia a aquel espíritu de rebelión que amenazaba aniquilar todas las prerrogativas de la sociedad francesa.
Si hay en el mundo una fuerza ciega, una fuerza insensata, es la de los números y la de las esperanzas.
Un guarismo detrás del cual se van amontonando ceros, excede en breve a todos los recursos del universo.
Lo mismo sucede con los anhelos de un conspirador o de un déspota; sobre los entusiasmos, aunque estén basados en simples esperanzas, se van amontonando pensamientos gigantescos, evaporados por un soplo en más breve tiempo del que habían invertido en crecer y en condensarse en niebla.
Por las pocas palabras, pronunciadas por el barón de Charny, por el hurra de entusiasmo lanzado por los circunstantes, María Antonieta se vio ya en perspectiva a la cabeza de un poderoso ejército; oía rodar sus cañones inofensivos y se regocijaba del espanto que debían causar a los parisienses, como de una victoria decisiva.
En torno suyo, hombres y mujeres, llenos de juventud, de confianza y de amor, enumeraban aquellos brillantes húsares, aquellos pesados dragones, aquellos suizos terribles, aquellos ruidosos artilleros, y se burlaban de las toscas picas encajadas en palos, sin pensar que en la punta de tan viles armas debían pasearse clavadas las cabezas más nobles de Francia.
—A mí me da más miedo una pica que un fusil —dijo la princesa de Lamballe.
—Porque es más fea, querida Teresa —contestó la reina riendo—. Pero, de todos modos, tranquilízate. Los piqueros parisienses no valen lo que los famosos piqueros suizos de Morat, y hoy los suizos tienen algo más que picas, tienen buenos mosquetes con los que hacen muy certera puntería, a Dios gracias.
—De eso respondo yo —dijo Bezenval.
La reina se volvió otra vez a mirar a la señora de Polignac para ver si todas sus seguridades le devolvían la tranquilidad; pero la condesa parecía más trémula y más pálida que nunca.
La reina, que muchas veces sacrificaba a esta amiga, en el exceso de su cariño, la dignidad real, solicitó en vano que diera otro aspecto más risueño a su fisonomía.
La joven continuó sombría, y parecía embebida en los más dolorosos pensamientos.
Pero semejante desaliento no tenía otra influencia que la de entristecer a la reina. Manteníase el entusiasmo bajo el mismo diapasón en los jóvenes oficiales, y, reunidos todos, aparte de sus jefes principales, en torno de su joven camarada, el conde de Charny, trazaban su plan de batalla.
En medio de aquella animación febril, el rey entró solo, sin ujieres y sonriente.
La reina, sobrexcitada con las emociones que acababa de suscitar a su alrededor, corrió a su encuentro.
Al aspecto del rey, cesaron todas las conversaciones, y reinó el más profundo silencio; cada cual esperaba que el señor dijera algo, una palabra, una de esas palabras que electrizan y subyugan.
Sábese que cuando los vapores están suficientemente cargados de electricidad, el menor choque produce la chispa.
A los ojos de los cortesanos, el rey y la reina, yendo el uno al encuentro del otro, eran las dos potencias eléctricas de las que debía surgir el rayo.
Escucharon, aspiraban las primeras palabras que debían salir de la real boca.
—Señora —dijo Luis XVI—, en medio de todos estos sucesos se han olvidado de servirme la cena en mis habitaciones; tened la bondad de darme de cenar aquí.
—¡Aquí! —exclamó la reina, estupefacta.
—Sí, sí: no lo llevéis a mal.
—Pero… señor…
—Estabais hablando. Pues bien: yo también hablaré mientras ceno.
La palabra cenar había enfriado todos los entusiasmos; pero al oír decir: «Yo también hablaré mientras ceno», la misma reina no pudo menos de creer que tanta calma ocultara un poco de heroísmo.
El rey quería, sin duda, imponerse con su tranquilidad a todos los terrores de las circunstancias.
¡Oh! Sí. La hija de María Teresa no podía creer que en semejante momento el hijo de san Luis estuviera sujeto a las necesidades materiales de la vida ordinaria.
María Antonieta se equivocaba. El rey tenía apetito, y nada más.