Capítulo XXIV

Esa extraña preocupación de un rey cuyo trono estaban minando sus súbditos, esa curiosidad de sabio aplicada a un fenómeno físico cuando se desarrollaba en toda su gravedad el más importante de los fenómenos políticos que se han visto en Francia, es decir, la transformación de una monarquía en democracia, ese espectáculo de un rey que se olvida de sí propio en lo más recio de una tempestad, hubiera hecho reír a los grandes ingenios de la época, atentos hacía tres meses a la solución de su problema.

Mientras la asonada rugía por fuera, Luis XVI olvidando los terribles acontecimientos del día, la toma de la Bastilla, los asesinatos de Launay, Losme y Flesselles, la Asamblea Nacional dispuesta a rebelarse contra su rey, Luis XVI se concentraba en aquella especulación puramente privada, y la revelación de aquella escena desconocida le absorbía tanto como los más graves intereses de su gobierno.

Así fue que, no bien dio la orden que acabamos de indicar a su capitán de guardias, volvió adonde estaba Gilberto, quien alejaba de la condesa el excedente de fluido de que la había cargado, para hacerla caer en un sueño sosegado en vez de aquel sonambulismo convulsivo.

Al poco rato la respiración de la condesa era tranquila e igual como la de un niño. Entonces Gilberto, haciendo un solo movimiento con la mano, le volvió a abrir los ojos y la dejó en éxtasis.

Entonces pudo verse en todo su esplendor la maravillosa hermosura de Andrea. Completamente desligada de toda mezcla terrestre, la sangre, que había refluido un instante hasta su rostro y coloreado momentáneamente sus mejillas, volvía a bajar al corazón, cuyos latidos recobraban su ritmo moderado; su color habíase tornado pálido, pero con esa palidez mate de las mujeres de Oriente; los ojos, un poco más abiertos que de costumbre, estaban levantados hacia el cielo, y sus pupilas nadaban en el blanco nacarado del globo; la nariz, ligeramente dilatada, parecía aspirar una atmósfera más pura; en fin, los labios, que habían conservado todo su carmín, aunque las mejillas hubiesen perdido algo del suyo, dejaban ver dos hilos de perlas cuya suave humedad realzaba su brillo. Tenía la cabeza ligeramente echada hacia atrás con gracia inefable, casi angelical.

Hubiérase dicho que aquella mirada inmóvil, acreciendo su intensidad con su misma fijeza, penetraba hasta el pie del trono de Dios.

El rey se quedó como deslumbrado. Gilberto volvió la cabeza suspirando; no había podido resistir al deseo de dar a Andrea aquel grado de belleza sobrehumana; y ahora, como Pigmalión, más desgraciado aún que Pigmalión, porque conocía la insensibilidad de la bella estatua, se asustaba de su propia obra.

Hizo un ademán, sin volver siquiera la cabeza hacia Andrea, y los ojos de esta se cerraron.

El rey quiso que Gilberto le explicara aquel estado maravilloso en que el alma se separa del cuerpo, y, libre, dichosa y divina, se remonta por cima de las miserias humanas.

Como todos los hombres verdaderamente superiores, Gilberto no tenía inconveniente en pronunciar esa frase que tanto cuesta a las medianías: «No lo sé». Confesó al rey su ignorancia, y le dijo que producía un fenómeno que no podía definir: el hecho existía, pero no tenía explicación.

—Doctor —dijo el monarca al oír esta confesión de Gilberto—, ese es otro de los secretos que la Naturaleza guarda para los sabios de otra generación, y que se descubrirá como tantos otros misterios tenidos por insolubles. Nosotros los llamamos misterios; nuestros padres los hubieran llamado sortilegios o hechicerías.

—Sí, señor —contestó Gilberto—, y yo hubiera tenido el honor de ser quemado en la plaza de la Gréve para la mayor gloria de una religión que no se comprendía, por sabios sin ciencia y por sacerdotes sin fe.

—Y ¿con quién habéis estudiado esa ciencia? —preguntó el rey—. ¿Con Mesmer?

—Diez años, antes que se conociese en Francia el nombre de Mesmer, ya había presenciado yo los más sorprendentes fenómenos de esa ciencia —contestó el doctor.

—Y decidme: ese Mesmer que ha hecho tanto ruido en todo París, ¿es un charlatán o no? Me parece que operáis más sencillamente que él. He oído contar sus experimentos así como los de Deslon y Puysegur. Ya sabéis todo lo que se dice de ellos, sean patrañas o verdades.

—Sí, he seguido con atención todas estas controversias.

—Pues bien: ¿qué pensáis de la famosa cubeta?

—Perdóneme Vuestra Majestad si contesto con la duda a cuanto me pregunta acerca del arte magnético. El magnetismo todavía no es un arte.

—¡Ah!

—No es más que una potencia, pero potencia terrible, por cuanto anula el libre albedrío, aisla el alma de la materia y entrega el cuerpo de la sonámbula en manos del magnetizador, sin que conserve la facultad y ni siquiera la voluntad de defenderse. Lo que es yo, he visto efectuar fenómenos muy extraños, los he hecho también, y, sin embargo, dudo.

—¡Cómo! ¿Hacéis milagros y dudáis?

—No…, no dudo. En este momento tengo a la vista la prueba de un poder inaudito y desconocido. Pero cuando esta prueba desaparezca, cuando esté solo en mi casa, en mi biblioteca, delante de todo cuanto ha escrito la ciencia humana de tres mil años a esta parte, cuando la ciencia me dice no, cuando el espíritu, la razón me dicen no, dudo.

—Y ¿vuestro maestro dudaba?

—Tal vez; pero, menos franco que yo, no lo decía.

—¿Era Deslon o Puysegur?

—No, señor, no. Mi maestro era un hombre muy superior a los que habéis nombrado. Le he visto hacer cosas maravillosas, sobre todo en cuestión de heridas: no desconocía ninguna ciencia. Estaba profundamente versado en las teorías egipcias, y había penetrado los arcanos de la antigua civilización asiría. Era un sabio profundo, un filósofo temible que unía a la experiencia de la vida la perseverancia de la voluntad.

—¿Le he conocido? —preguntó el rey.

Gilberto vaciló un momento.

—Os pregunto si le he conocido.

—Sí, señor.

—¿Cómo se llamaba?

—Señor —contestó Gilberto—, pronunciar su nombre delante del rey es exponerse quizás a desagradarle. Y ahora que la mayor parte de los franceses se burlan de la majestad real no quisiera faltar al respeto que todos debemos a Su Majestad.

—Decid resueltamente cómo se llama ese hombre, doctor Gilberto, y estad persuadido de que yo también tengo mi filosofía; filosofía de bastante buen temple para permitirme que me ría de todos los insultos del presente y de todas las amenazas del porvenir.

Gilberto titubeaba aún, a pesar de aquel estímulo.

El rey se acercó a él.

—Vamos —le dijo sonriendo—, decidme quién es, aunque sea el mismo Satanás, porque tengo contra Satanás una coraza que no tiene vuestros dogmatizadores ni tendrán jamás, y quizá soy yo el único que la posee sin que me dé vergüenza, la religión.

—Es verdad —contestó Gilberto—. Vuestra Majestad tiene tanta fe como San Luis.

—Y en eso consiste toda mi fuerza: lo confieso. Yo amo la ciencia, me gustan los resultados del materialismo. Ya sabéis que soy matemático: un total de una suma, una fórmula algebraica me cautivan; pero contra aquellos que llevan el álgebra hasta el ateísmo, reservo mi fe, que me hace muy superior a ellos e inferior al mismo tiempo; superior para el bien e inferior para el mal. Ya veis, doctor, que soy un hombre a quien puede decirse todo, y un rey que puedo oírlo.

—Señor —dijo Gilberto con una especie de admiración—, agradezco a Vuestra Majestad lo que acaba de decirme, porque es casi una confidencia de amigo con que me habéis honrado.

—Quisiera que toda Europa me oyera hablar así —se apresuró a decir el tímido Luis XVI—. Si los franceses pudiesen ver en mi corazón toda la fuerza y todo el cariño que contiene, creo que me opondrían menos resistencia.

La última parte de la frase, que revelaba la irritación causada en la regia prerrogativa, perjudicó a Luis XVI en el ánimo de Gilberto. Este dijo, ya sin ninguna consideración:

—Señor, puesto que lo queréis saber, os diré que mi maestro fue el conde de Cagliostro.

—¡Oh! —exclamó Luis XVI poniéndose colorado—. ¡Ese empírico!

—Ese empírico… sí, señor. Vuestra Majestad no ignora que la palabra que acaba de emplear es una de las más nobles de que se sirve la ciencia. Empírico quiere decir tanto como hombre que ensaya. Ensayar siempre para un pensador, para un práctico, para un hombre, en fin, es hacer todo lo más bello y grande que Dios ha permitido a los mortales. Ensaye el hombre toda su vida, y habrá ocupado su tiempo debidamente.

—Pero ese Cagliostro a quien defendéis era un enemigo de los reyes.

Gilberto se acordó del asunto del collar.

—¿No será más bien de las reinas? —preguntó.

Luis XVI se estremeció al recibir este alfilerazo.

—Sí, ha observado una conducta de las más equívocas en toda la cuestión del príncipe Luis de Rohan —contestó.

—Señor, entonces, como siempre, Cagliostro cumplió con un deber humano: ensayaba para sí. En ciencia, en moral, en política, no hay bien ni mal: no hay más que fenómenos comprobados, hechos adquiridos. Lo repito, señor: el hombre puede hacerse con frecuencia digno de censura, censura que quizá pueda convertirse en elogio con el tiempo, pues la posteridad revisa los juicios de los hombres; pero yo no he estudiado con el hombre, sino con el filósofo, con el sabio.

—Bien, bien —dijo el rey, que sentía aún el dolor de la doble herida de su orgullo y de su corazón—, bien; pero nos olvidamos de la señora condesa, y tal vez esté sufriendo.

—Voy a despertarla, si Vuestra Majestad lo desea; pero habría deseado recibir la caja mientras está durmiendo.

—¿Por qué?

—Por ahorrarle una lección demasiado severa.

—Precisamente aquí viene ya —dijo el rey—. Aguardad.

En efecto: se había ejecutado puntualmente la orden del rey: la caja, encontrada en casa de la condesa de Charny en manos del agente Paso de Lobo, estaba ya en el gabinete real, delante de los ojos de la misma condesa, que no la veía.

El rey hizo un ademán de satisfacción al oficial que la había traído, y este se retiró.

—¿Qué decís? —preguntó Luis XVI.

—Que es, en efecto, la misma caja que me habían quitado —contestó el doctor.

—Abridla, pues.

—Lo haré si Vuestra Majestad lo desea. Pero antes debo advertir a Vuestra Majestad una cosa.

—¿Cuál?

—Que, como he dicho a Vuestra Majestad, esta caja tan sólo contiene papeles muy fáciles de leer, pero de los que depende el honor de una mujer.

—Y esa mujer es la condesa.

—Sí, señor; pero su honor no padecerá lo más mínimo aunque lo sepa Vuestra Majestad. Abridla, señor —dijo Gilberto presentando la llave al rey.

—Llevaos esa caja —dijo el monarca con frialdad—, lleváosla: es vuestra.

—Gracias, señor; y ¿qué haremos de la condesa?

—No la despertéis aquí. Quiero evitar las sorpresas y los dolores.

—La condesa no se despertará sino en el sitio adonde Vuestra Majestad tenga por conveniente hacerla llevar.

—Pues que la lleven a la cámara de la reina.

Luis XVI. Llamo y se presentó un oficial.

—Capitán —dijo—, la señora condesa se ha desmayado aquí al saber las noticias de París. Disponed que la lleven a la cámara de la reina.

—¿Cuánto tiempo se necesita para trasladarla? —preguntó Gilberto al rey.

—Unos diez minutos.

Gilberto, extendió la mano sobre la condesa.

—Os despertaréis dentro de un cuarto de hora —dijo.

Entraron dos soldados por mandato del oficial y se llevaron a la condesa en un sillón.

—Y ahora ¿qué más deseáis, señor Gilberto? —preguntó el rey.

—Un favor que me acerque a Vuestra Majestad y que me proporcione al mismo tiempo la ocasión de serle útil.

—Explicaos.

—Quisiera ser médico de cámara de Vuestra Majestad; a nadie haré sombra con esto: es un cargo honorífico y más bien de confianza que de aparato.

—Concedido —dijo el rey—. Adiós, señor Gilberto. Y no olvidéis de dar mis afectos al señor de Necker. Adiós.

Y después de salir Gilberto.

—¡Que me sirvan la cena! —dijo en alta voz Luis XVI, a quien ningún suceso del mundo podía hacerle olvidar aquella.