Capítulo XXIII

Cuando el rey mandó llamar a la condesa de Charny, Gilberto se retiró al hueco de un balcón.

El rey se puso a dar paseos por la sala, ora preocupado con los acontecimientos públicos, ora pensando en la insistencia de aquel Gilberto, a cuya influencia cedía a pesar suyo, precisamente en el momento en que nada podía interesarle sino las noticias de París.

De pronto se abrió la puerta del gabinete; el ujier anunció a la condesa de Charny, y Gilberto, colocado detrás de las cortinas del balcón, pudo ver una mujer cuyo vestido holgado y sedoso pasó rozando con la hoja de la puerta.

Aquella dama iba vestida a la usanza de la época: llevaba traje de seda gris, con rayas de color, una falda igual y una especie de chal que se cruzaba sobre el pecho e iba sujeto detrás de la cintura, realzando extraordinariamente las gracias de su bien formado seno.

Un sombrerillo fijo en el extremo de un alto peinado, elegante; chinelas de altos tacones y un bastoncito con el que jugaban los enguantados dedos de una mano pequeña, fina y aristocrática: tal era el atavío de la persona tan vivamente esperada por Gilberto y que entró en la cámara de Luis XVI.

El rey se acercó a su encuentro.

—¿Me han dicho que ibais a salir, condesa? —le dijo.

—Sí, señor —contestó la condesa—; iba a subir al carruaje cuando he recibido la orden de Vuestra Majestad.

Al oír aquella voz firmemente timbrada, le zumbaron los oídos a Gilberto, afluyó la sangre a sus mejillas y sintió escalofríos.

A pesar suyo dio un paso fuera de las cortinas tras las que se había ocultado.

—¡Ella! —murmuró—. ¡Ella… Andrea!

—Señora —dijo el rey, que no había advertido, como tampoco la condesa, aquel movimiento de Gilberto—, os he rogado que vinierais a mi cámara para haceros una pregunta.

—Estoy pronta a contestar a Vuestra Majestad.

El rey se inclinó hacia donde estaba Gilberto como para prepararle.

Comprendiendo este que aun no había llegado el momento de presentarse, volvió a ocultarse detrás de las cortinas.

—Señora —dijo el rey—, hace ocho o diez días se ha enviado al señor de Necker una orden de prisión para que la firmara…

Gilberto fijó su mirada en Andrea al través de la abertura imperceptible de las cortinas, y vio que la joven estaba pálida, inquieta y como abrumada por el peso de una obsesión de que ni ella misma se daba cuenta.

—¿Me habéis oído? —preguntó el rey, viendo que la condesa de Charny vacilaba en contestarle.

—Sí, señor.

—Entonces, sabréis a lo que me refiero, y podréis contestar a mi pregunta.

—Estoy haciendo memoria —respondió Andrea.

—Pues os ayudaré a hacerla, condesa. La orden de prisión fue a petición vuestra y recomendada por la reina.

La condesa, en vez de contestar, se entregó más y más a aquella abstracción febril que parecía tenerla fuera de la vida real.

—¿No contestáis, señora? —dijo el rey, que empezaba a impacientarse.

—Es verdad —respondió temblando—, es verdad: he escrito la carta y Su Majestad la ha apostillado.

—Entonces, decidme qué crimen ha cometido la persona contra quien se tomó semejante medida.

—No puedo decir el crimen que ha cometido: sólo diré que es grande.

—¿No podéis decírmelo a mí?

—No, señor.

—¿Al rey no?

—No. Perdóneme Vuestra Majestad; pero no puedo.

—Entonces, se lo diréis a esa misma persona —replicó Luis XVI—, porque lo que negáis a vuestro soberano no se lo podréis negar al doctor Gilberto.

—¡Al doctor Gilberto! —exclamó Andrea—. ¡Gran Dios! ¿Dónde está?

El rey se hizo a un lado para dar paso a Gilberto; las cortinas se descorrieron, y el doctor se presentó casi tan pálido como Andrea.

—Aquí le tenéis —dijo el rey.

Al ver a Gilberto, la condesa tembló, le flanquearon las piernas, se echó atrás como si fuera a desmayarse, y si pudo mantenerse de pie fue gracias al sillón en el que se apoyó en la actitud tétrica e insensible en que se quedó Eurídice[22] en el momento en que le llegó al corazón el veneno de la serpiente.

—Señora —dijo Gilberto, inclinándose con humilde cortesía—; no llevéis a mal que os repita la misma pregunta que acaba de haceros Su Majestad.

Los labios de Andrea se movieron, pero no salió de ellos sonido alguno.

—¿Qué os he hecho, señora, para que a una orden vuestra se me haya encerrado en una prisión?

Al oír esta pregunta, Andrea dio un salto como si hubiese sentido que se le desgarraban las fibras del corazón.

Enseguida, clavando en Gilberto una mirada fría como la de la serpiente, dijo:

—No os conozco, caballero.

Pero, mientras pronunciaba estas palabras, Gilberto la había mirado con tal fijeza e impregnado el brillo fulgurante de sus ojos de tan invencible audacia, que la condesa tuvo que bajar la vista, y se apagó su mirada ante la del doctor.

—Condesa —dijo el rey con suave tono de reconvención—, ved adonde conduce el abuso que se hace de las firmas. No conocéis al señor, según habéis confesado, al señor, que es un gran práctico y un sabio médico y a quien no podéis inculpar por nada…

—Andrea levantó la cabeza y fijó en Gilberto una mirada de desdeñoso menosprecio.

Este permaneció tranquilo y arrogante.

—Digo, pues —continuó el rey—, que, no teniendo nada por qué inculpar al señor, por castigar, sin duda, a otra persona, ha recaído el castigo sobre un inocente. Eso está mal hecho, condesa.

—¡Señor! —dijo Andrea.

—¡Oh! —dijo el rey, que tenía ya miedo de indisponerse con la favorita de su esposa—. Sé que no tenéis mal corazón, y que, si habéis perseguido a alguien con vuestro odio, es porque lo habrá merecido; pero ya comprenderéis que en lo sucesivo no debe repetirse semejante equivocación.

Volviéndose enseguida a Gilberto, añadió:

—¿Qué queréis, doctor? Es culpa de los tiempos más bien que de los hombres. Hemos nacido en la corrupción, y en ella moriremos; pero, al menos, se debe mejorar el porvenir para la posteridad, y espero que nos ayudaréis en esta obra.

Y Luis XVI se detuvo, creyendo haber dicho lo suficiente para dejar satisfechas a las dos partes.

¡Pobre rey! Si hubiera pronunciado semejante frase en la Asamblea Nacional, no tan solo le habrían aplaudido, sino que al día siguiente la hubiera visto reproducida en todos los periódicos de la corte.

Pero aquel auditorio compuesto de dos enemigos encarnizados gustó poco de su conciliadora filosofía.

—Con permiso de vuestra Majestad —dijo Gilberto—, rogaré a esta señora que repita lo que ha dicho, esto es, que no me conoce.

—Condesa —dijo el rey, ¿queréis hacer lo que pide el doctor?

—No conozco al doctor Gilberto —repitió Andrea con voz firme.

—Pero ¿conocéis a otro Gilberto, cuyo crimen se me ha imputado?

—Sí —contestó Andrea—; le conozco y le tengo por un infame.

—Señor —dijo Gilberto—, no me corresponde interrogar a la condesa; pero dignaos preguntarle lo que ese hombre infame ha hecho.

—Condesa, no podéis negaros a tan justa petición.

—¿Lo que ha hecho? —respondió Andrea—. La reina debe saberlo, toda vez que ha autorizado con su firma la carta en que yo pedía su prisión.

—Es que no basta que la reina lo sepa —objetó Luis XVI—, convendría que yo también lo supiese. La reina es la reina; pero yo soy el rey.

—Pues bien, señor: el Gilberto de la orden de prisión es un hombre que cometió un crimen horrible hace dieciséis años.

—Dígnese Vuestra Majestad preguntarle a la señora condesa qué edad tendrá hoy ese hombre.

El rey repitió la pregunta.

—De treinta a treinta y dos años —contestó Andrea.

—Señor —dijo Gilberto—, si se cometió el crimen hace dieciséis años, no lo cometió un hombre, sino un niño; y si desde entonces el hombre ha deplorado el crimen del niño, ¿no era acreedor a alguna indulgencia?

—Pero ¿es que conocéis al Gilberto de que se trata? —preguntó el rey.

—Lo conozco —respondió Gilberto.

—Y ¿no ha cometido más falta que la de su juventud?

—Creo que desde que cometió, no diré esa falta, porque soy menos indulgente que vos, sino ese crimen, nadie en el mundo tiene nada por qué vituperarle.

—A no ser por haber mojado su pluma en veneno y escrito odiosos libelos —dijo Andrea.

—Señor —preguntad también a la señora condesa si la verdadera causa que había para poner preso a ese Gilberto no fue el proporcionar mejor ocasión a sus enemigos, o mejor dicho, a su enemiga, para apoderarse de cierta caja que contenía varios papeles que pueden comprometer a una gran dama, una dama de la corte. Andrea se estremeció de pies a cabeza.

—¡Caballero! —murmuró.

—¿Qué caja es esa, condesa? —preguntó el rey, a quien no pasaron inadvertidas la emoción y la palidez de Andrea.

—Señora —dijo Gilberto, conociendo que dominaba la situación—, basta ya de rodeos, de subterfugios y de mentiras por una y otra parte. Yo soy el Gilberto del crimen; el Gilberto de los libelos, el Gilberto de la caja. Vos sois la gran dama, la dama de la corte; tomo al rey por testigo, y digamos a este juez, al rey, a Dios, digámosle todo lo que ha pasado entre nosotros, y el rey decidirá mientras Dios tenga a bien decidir.

—Decid cuanto queráis —contestó la condesa—, pero yo no puedo decir nada sino que no os conozco.

—Y ¿tampoco conocéis esa caja?

La condesa crispó los puños y se mordió los descoloridos labios hasta hacerse sangre.

—No —contestó—, tampoco.

Pero el esfuerzo que hizo para pronunciar estas palabras fue tal que vaciló como vacila una estatua sobre su base al ocurrir un temblor de tierra.

—Os advierto, señora —dijo Gilberto—, lo que no podéis haber olvidado: que soy discípulo de un hombre que se llamaba José Bálsamo, el cual me transmitió el poder que tenía sobre vos. Por primera vez os pregunto: ¿dónde está mi caja?

—No lo sé —contestó la condesa con una turbación inexplicable y haciendo un movimiento para salir de la habitación.

—Pues bien —replicó Gilberto poniéndose pálido y levantando el brazo en actitud amenazadora—, pues bien, naturaleza de acero, corazón de diamante, doblégate a mi irresistible voluntad. Andrea, ¿no quieres hablar?

—¡No, no! ¡Favorecedme, señor!

—Pues has de hablar, y nadie, aunque sea el rey, aunque fuera el mismo Dios, te sustraerá a mi poder; hablarás, abrirás toda tu alma al augusto testigo de esta escena solemne; y vos, señor, vais a saber por boca de la misma que se niega a revelarlo todo cuanto hay en los repliegues de su conciencia, todo cuanto únicamente Dios puede leer en la tenebrosidad de las almas. Dormíos, condesa de Charny, dormíos y hablad: ¡lo quiero!

Apenas acabó de pronunciar estas palabras, cuando la condesa se quedó cortada a la mitad de un grito, extendió los brazos, y, buscando un cuerpo en que apoyarse para no venir a tierra, cayó entre los brazos del rey que, tembloroso a su vez, la sentó en un sillón.

—¡Oh! —exclamó Luis XVI—. He oído hablar de esto; pero hasta ahora no había visto cosa parecida. ¿No ha quedado sumida en un sueño magnético, doctor?

—Sí, señor. Coged una mano de la condesa y preguntadle por qué me ha hecho prender —respondió Gilberto, como si a él solo le perteneciera el derecho de mando.

Luis XVI, aturdido de aquella escena maravillosa, dio dos pasos atrás para convencerse de que no estaba él también dormido y de que lo que pasaba a su vista no era un sueño; luego, interesado como un matemático en la solución de un problema, se acercó a la condesa, a la cual cogió una mano.

—Decid, condesa —preguntó—, ¿por qué habéis hecho prender al doctor Gilberto?

Mas la condesa, a pesar de estar dormida, hizo un postrer esfuerzo, retiró su mano de la del rey y, llamando en su ayuda a todas sus fuerzas, contestó:

—No, no diré una palabra.

El rey miró a Gilberto como para preguntarle si prevalecería su voluntad o la de Andrea.

Gilberto se sonrió.

—¿No hablaréis? —dijo.

Y con la vista fija en Andrea dormida, dio un paso hacia el sillón.

Andrea se estremeció.

—¿Que no hablaréis? —repitió, dando otro paso que redujo el intervalo que le separaba de la condesa.

Andrea estiró todo su cuerpo con espantosa reacción.

—¿Que no hablarás? —repitió con tercera vez y poniéndose junto a Andrea sobre cuya cabeza colocó su mano abierta.

Andrea se retorció, presa de violentas convulsiones.

—Cuidado, doctor —dijo Luis XVI—, vais a matarla.

—No tengáis miedo, señor: solo me dirijo al alma; el alma lucha, pero cederá.

Y, bajando la mano, añadió:

—¡Habla!

Andrea alargó los brazos e hizo un movimiento para respirar, como si estuviera bajo la presión de una máquina neumática.

—¡Habla! —repitió Gilberto bajando otra vez la mano.

Todos los músculos de la joven parecieron a punto de romperse. En sus labios apareció una franja de espuma, y un amago de epilepsia la hizo agitarse de pies a cabeza.

—¡Doctor! ¡Doctor! —exclamó el rey—. Tened cuidado.

Pero él, sin hacerle caso, bajó por tercera vez la mano y, tocando con la palma la parte superior de la cabeza de la condesa, dijo:

—¡Habla! ¡Lo quiero!

Andrea, al contacto de aquella mano, exhaló un suspiro y dejó caer los brazos; su cabeza, que estaba echada hacia atrás, cayó hacia adelante apoyándose sobre su pecho, y al través de sus párpados cerrados filtraron abundantes lágrimas.

—¡Dios mío! ¡Dios mío! —murmuró.

—Enhorabuena que invoquéis a Dios. El que opera en nombre de Dios no le teme.

—¡Oh! —exclamó la condesa—. ¡Os aborrezco!

—Aborrecedme; pero hablad.

—¡Señor, señor! —repuso Andrea—. Decidle que me abrasa, que me devora, que me mata.

—¡Hablad! —dijo Gilberto.

Luego hizo una seña al rey indicando que podía interrogarla.

—Decid, condesa —preguntó el rey—, ¿era, en efecto, el doctor Gilberto a quien queríais prender como lo habéis conseguido?

—Sí.

—Y ¿no ha habido error ni mala inteligencia?

—No.

—¿Y esa caja?

—No convenía dejarla en su poder —articuló sordamente la condesa.

Gilberto y el rey cambiaron una mirada de inteligencia.

—Y ¿se la habéis quitado?

—Se la he hecho quitar.

—Contadnos eso, condesa —dijo el rey arrodillándose sin reparo delante de la condesa—. ¿Se la habéis hecho quitar?

—Sí.

—¿Dónde y cómo?

—Supe que ese Gilberto, que en el espacio de dieciséis años había hecho dos viajes a Francia, iba a hacer el tercero con ánimo de establecerse aquí.

—Pero ¿y la caja? —preguntó el rey.

—Supe también por el teniente de policía señor de Crosne, que en uno de sus viajes había comprado unas tierras en las cercanías de Villers-Cotterêts; que el colono encargado de ellas era hombre de toda su confianza, y supuse que la caja estaba en su casa.

—¿Por qué lo supusisteis?

—Fui a casa de Mesmer, hice que me durmiera y la vi.

—Y ¿dónde estaba?

—En un gran armario que había en la planta baja, escondida entre ropa blanca.

—¡Es maravilloso! —dijo el rey—. Y ¿qué más?

—Volví a casa del señor de Crosne, quien, por recomendación de la reina, me proporcionó uno de sus más hábiles agentes.

—¿Cómo se llama ese agente? —preguntó Gilberto.

Andrea intentó resistir.

—Decidme su nombre: ¡lo quiero!

—Paso de Lobo.

—Y ¿qué más? —preguntó el rey.

—Que ayer mañana ese agente se apoderó de la caja… y nada más.

—No: hay algo más —dijo Gilberto—. Ahora vais a decir al rey dónde está esa caja.

—¡Oh! —exclamó Luis XVI—. Pedís demasiado.

—No, señor.

—Pero se podría saber por ese Paso de Lobo, por el señor de Crosne…

—Más pronto y mejor lo sabremos por la señora.

Andrea, con un movimiento convulsivo que sin duda tenía por objeto impedir que las palabras salieran de su boca, apretó los dientes.

El rey hizo observar esta convulsión nerviosa al doctor.

Gilberto se sonrió.

Tocó con el pulgar y el índice la parte inferior del rostro de Andrea, cuyos músculos se distendieron al momento.

—Ante todo, señora condesa, decid al rey que esa caja pertenecía al doctor Gilberto.

—Sí, era suya —contestó la condesa con rabia.

—Y ¿dónde está ahora? —preguntó Gilberto—. Responded pronto: el rey no puede perder más tiempo.

Andrea vaciló un momento.

—En casa de Paso de Lobo —contestó.

El doctor observó aquella vacilación, por imperceptible que fuese.

—¡Mentís! —exclamó—. O, mejor dicho, tratáis de mentir. ¿Dónde está la caja? Quiero saberlo.

—En mi casa, en Versalles —contestó Andrea llorando y con un temblor nervioso que sacudía todo su cuerpo. En mi casa, donde Paso de Lobo me aguarda esta noche a las once, según estaba convenido.

En esto dieron las doce de la noche.

—Y ¿sigue aguardando?

—Sí.

—¿En qué habitación?

—Le han hecho entrar en el salón.

—¿Qué lugar ocupa ahora en el salón?

—Está de pie, apoyado en la chimenea.

—¿Y la caja?

—En una mesa que hay delante de él. ¡Oh!

—¿Qué?

—Daos prisa a hacerle salir. Mi esposo, que no debía volver hasta mañana, va a regresar esta noche, a causa de los acontecimientos. Le estoy viendo: está en Sevres.

Haced salir a ese agente para que el conde no le encuentre en casa.

—¿Oye Vuestra Majestad? ¿Dónde vive en Versalles la condesa de Charny?

—¿Dónde vivís, señora?

—En el bulevar de la Reina.

—Está bien.

—Señor, ya lo ha oído Vuestra Majestad. Esa caja es mía. ¿Manda el rey que se me devuelva?

—Ahora mismo.

Y el rey, después de poner delante de la condesa de Charny un biombo que impedía que la vieran, llamó al oficial de servicio y le dio en voz baja una orden.